En este lluvioso día de difuntos, refugiado en esta casa junto al mar que invita ya a sacar las chaquetas más gruesas del armario, me acuerdo de mi abuela materna, Virginia, cuya muerte, ocurrida veinte años atrás, fue la primera realmente importante a la que tuve que enfrentarme. Mi abuela, de porte elegante y distinguido, cabellos canosos y siempre impecablemente peinados, y gestos suaves y pausados, se pasó la vida delante de una máquina de coser. Cosía para fuera, como se decía antes. Cosía y cantaba, siempre cantaba (no lo hacía nada mal), como la mujer feliz que, pese a los duros avatares de la vida, era. Se había casado a escondidas con Tomás, el chico más guapo del pueblo, debido a que la familia adinerada del abuelo no aceptaba que la suya no lo fuese. Toda una historia de amor. Tuvieron cuatro hijos (uno de ellos, el segundo, murió a las pocas semanas de vida), numerosos problemas, pero ese amor sobrevivió y duró hasta el final. Era impresionante ver cómo el abuelo cuidaba de ella en sus últimos años de vida, ya con el corazón debilitado: cómo le preparaba las comidas, cómo la ayudaba a acostarse, cómo calentaba la casa para que no tuviese frío, cómo la mimaba. El misterio del amor.
La abuela Virginia me daba dinero para comprar mis primeros libros, aquellos libros que me encantaba leer en su cama cuando los sábados íbamos a visitarlos; me llevaba de paseo por el mercado (¡aquella Plaza de Mieres, llena de puestos de vistosas frutas y verduras, de mujeres parlanchinas que te regalaban una manzana y te decían lo guapo que eras, lo mucho que te parecías a tu madre!); me enseñó a cocinar (era una espléndida cocinera), pese a las críticas de todos los hombres de la familia, sin excepción, que consideraban -¡cómo no!- que eso de andar entre cacerolas y sartenes era algo exclusivamente de mujeres. Hoy, en este lluvioso día de difuntos, la recuerdo. Como la recuerdo cada vez que veo a mi madre, en cuyo rostro y en cuyas manos están cada vez más presentes los rasgos de mi abuela. La abuela Virginia. Güelita.
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