Ese hombre que nos mira a los ojos, acurrucado entre cartones en cualquier portal, suplicando silenciosamente que la generosidad se apodere de nosotros. Esa mujer que, a primerísima hora de la mañana, recoge las frutas y las verduras que las dependientas de los puestos del mercado han rechazado. Esa misma mujer (u otra parecida) que hace lo propio, a última hora de la noche, también entre las cajas sobrantes de la carnicería y de la pescadería, antes de que pase el camión de la basura con su ruido estridente. Esas familias que, al oscurecer, husmean y revuelven todos los cubos de la calle, sin importarles su color ecológico, a la caza de algo útil. Una lámpara, una manta, un pijama, unos zapatos. Ese niño con cara de pillo que juega con una navaja y que nunca irá a la universidad. Esa niña que acompaña a su madre y a sus tías a la esquina donde aguardan, con mayor o menor disimulo, a los clientes. Esas mujeres que apenas saben leer y que, sin trabajo ni dinero, no se atreven a dejar atrás al causante de sus humillaciones. Ese hombre completamente alcoholizado que, en un cajero automático, te pide un cigarrillo y al que descubres un punto alto de lucidez en sus ojos vidriosos. Ese enfermo de sida que pide a la puerta de unos grandes almacenes antes de que un guarda jurado le obligue a marcharse para que no dañe la vista de sus clientas. Esas clientas, señoras muy encopetadas que viven de las rentas (ya inexistentes) de sus antepasados y que, algunas de ellas, robarán una crema, un pañuelo o un queso, en esos mismos grandes almacenes, sin que el guarda jurado, dado su encopetamiento y rancio abolengo, se atreva a decirles nada. Ese inmigrante que deja sobre el mostrador los cedés piratas que ya nadie le compra y que juega su último euro en una máquina tragaperras. Toda esa gente, gente en verdadera crisis, que quizá seamos nosotros mañana mismo.
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