sábado, 29 de agosto de 2015

La felicidad, a ráfagas

La felicidad existe. A ráfagas, como siempre. La felicidad es despertarte en una ciudad que no es la tuya, pero que sigue siendo una de tus preferidas. La felicidad es caminar por sus calles, respirar sus olores, tomar el primer café de la mañana y leer la prensa al aire libre. La felicidad es seguir caminando por las calles soleadas de esa ciudad, un poco sin rumbo y sin horarios, buscando a ratos la sombra y la brisa fresca, contemplando los rostros sudorosos y sonrientes de la gente que va hacia la playa, los escaparates de las librerías y los escaparates de esas otras tiendas antiguas que en otras ciudades ya han ido desapareciendo. La felicidad es encontrar un buen libro por siete euros en una de las mejores librerías que conoces. La felicidad es tomar una cerveza helada, después de la caminata sin rumbo ni horarios, a su lado. Aguardando el otoño. Aguardando las siguientes ráfagas. Esas que, en definitiva, hacen que las piezas del puzle sigan encajadas en el sitio adecuado.      

martes, 25 de agosto de 2015

El mundo sigue girando

Una mañana de agosto, cuando abres la ventana temprano, te das cuenta de que el verano se está terminando. No importa lo que digan las fechas ni los calendarios. Ese aire que entra por la ventana abierta del estudio ya no es el mismo de los días anteriores. Puede que algunas hojas secas revoloteen alrededor, en círculos alborotados, mientras las persianas de los otros edificios se van levantando poco a poco, con cierta desgana. Pero no importa. El verano suele ser demasiado largo y pesado. Y ese revoloteo, el de las hojas secas, en cierta forma, reconforta. Sabemos que el mundo sigue girando. Y nosotros, casi al mismo ritmo, también lo hacemos. Seguimos girando, de un modo u otro, como ese mundo que tantas veces se nos escapa. Giramos como marionetas que ignoran que la vida siempre es demasiado corta. Aunque el mundo siga haciéndolo a su manera, ignorando fechas y calendarios. Ignorándonos, incluso, a nosotros mismos, tan insignificantes.

viernes, 21 de agosto de 2015

La historia de Vivian Maier

Vivian Maier era una mujer alta, un tanto desgarbada y caminaba, según cuentan quienes la conocieron, como si desfilase en una marcha militar. Tenía un trabajo de niñera. Y una afición secreta: la fotografía. Le gustaba fotografiar a la gente normal y corriente, a los niños al aire libre y a las personas marginadas o golpeadas por la vida que se encontraba a la luz del día o en oscuros callejones. Le gustaba también fotografiarse a sí misma. Su rostro y su cuerpo reflejado en espejos o escaparates. Muestran esos autorretratos a una mujer algo tímida y huidiza, como si la cámara que la fotografiaba fuese en realidad un lugar en el que refugiarse del resto de las miradas. Como si ahí, detrás de la cámara, detrás de sí misma, el mundo fuera un lugar menos peligroso, menos hostil, menos oscuro. Escondida en unas fotos que jamás le enseñaría a nadie: ni las suyas ni las que le hacía a los demás: a la gente normal y corriente, a los niños al aire libre, a las personas marginadas o golpeadas por la vida. Unas fotos que guardaba en cajas. Cajas que, a su vez, guardaba en los garajes de las familias para las que trabajaba. Diferentes familias. Muchas fotos, muchas cajas. Mucho talento que sólo se descubrió tras su muerte, en 2009, casi por casualidad.
Me emocionó la historia cuando la conocí. Y sigue haciéndolo aún más ahora que acabo de ver el estupendo documental `Buscando a Vivian Maier´. Un chico, John Maloof, el realizador del documental (nominado al Oscar), compra en una subasta una serie de fotografías por 300 y pico dólares, y así descubre el monumental legado de esta mujer que parecía rehuir la fama, el éxito, el reconocimiento, la multitud. Que sólo parecía centrarse en su trabajo de niñera, en las noticias macabras de los periódicos (leía con avidez los periódicos, los apilaba y almacenaba en su habitación: habitaciones, en las casas de las familias para las que trabajaba, siempre cerradas con gruesos candados) y en esas fotografías que realizaba en el mayor de los secretos. Esas fotografías que ocultaba en numerosas cajas. Más de cien mil fotografías realizadas entre Nueva York (donde nació en 1926) y Chicago (donde murió en 2009) a lo largo de varias décadas. Maloof se puso en contacto con varios museos, entre ellos el MoMA. Todos las rechazaron. Organizó exposiciones en galerías y ahí comenzó el despegue. Los expertos situaron el trabajo de Vivian a la altura de Diane Arbus o  Helen Levitt. Entre el horror y la inocencia. En septiembre, la galería Bernal de Madrid expondrá algunas de sus fotografías y un vídeo realizado por la propia artista.
Miro esas fotografías una y otra vez. Sobre todo, las que se hizo a sí misma. Esa mujer alta y un tanto desgarbada, con un ligero aire en el rostro a la escritora Jane Bowles y a la actriz Tilda Swinton (si la historia de Vivian se llevase al cine, creo que Tilda sería una buena opción para interpretarla), con la cámara colgada del cuello y la mirada inquietante, entre la avidez y la serenidad, refugiándose en el cristal que la reflejaba, que la apartaba del mundo que se encontraba detrás de ella (lo cotidiano, lo inocente, lo monstruoso). La miro y pienso en lo extraño y complicado que es todo, en el difícil equilibrio que separa la cordura de la locura, en la fugacidad del tiempo. En la fugacidad de aquella tarde o de aquella mañana, con el rostro de la mujer que fotografiaba en secreto atrapado ya para siempre en el cristal de aquel escaparate, ajena al hecho de que algún día -hoy mismo- alguien la observaría desde el otro lado del mundo.

domingo, 16 de agosto de 2015

Nuestras ilusiones

Después de un largo paseo por las calles desiertas de la ciudad en el que se puede adivinar ya el final de otro verano, me entero de la muerte de Rafael Chirbes. Pienso en lo mucho que disfruté leyendo su literatura y pienso en mi amigo Rafa, cuya admiración por la obra del escritor valenciano le llevó a ponerle a su estupenda librería el nombre de uno de sus libros fundamentales (uno de mis preferidos de su autor), `La buena letra´. Recuerdo el entusiasmo de Rafa, una lejana tarde de otoño, después de presentar uno de mis libros en su librería, hablando de la obra de Chirbes y de una comida que había compartido con él. Le escuchaba. Le dejaba hablar. Pocas cosas me agradan más que ese entusiasmo desbordante por los escritores, por la literatura. Espejos en los que uno se ve inevitablemente reflejado.
La noticia de la muerte de Chirbes me conmueve especialmente: por lo inesperado y por las muchas cosas que aún le quedaban por contar a un hombre de sesenta y seis años. Esos libros que ya no se escribirán. Nos quedan los otros, naturalmente: los ya escritos. Los que fuimos leyendo durante todos estos años. Me gustan mucho sus novelas largas (impecables), pero quizá me gustan aún más las otras, esas en las que en apenas ciento y pico páginas cuenta un puñado de vidas. Me gustan mucho `La buena letra´ y `Los disparos del cazador´. Y esa novela llena de voces y profundo desencanto que es `Los viejos amigos´, reeditada recientemente por Anagrama (donde se encuentra toda su obra). Escribe en ella Chirbes una frase que tengo señalada desde que leí la novela: "En la historia no hay pausas, no se baja y se sube el telón. No hay entreactos. Es una sesión continua". También se encuentran entre mis favoritos los ensayos y los textos breves: `Por cuenta propia´ y `Mediterráneos´ son dos ejemplos extraordinarios. Precisamente, en `Mediterráneos´ hay un texto que me apasiona especialmente, `Añoranza de alguna parte´. La manera en que, en apenas seis o siete páginas, mezcla recuerdos personales con el recuerdo a una obra de Blasco Ibáñez, `Arroz y tartana´,  al hilo de las visitas a diferentes mercados. Comienza casi como podría comenzar una novela o un cuento: "Conocí el mercado Central de Valencia cuando era un niño, cogido alternativamente de las manos de mi abuela, de mis tías abuelas y de mi madre". Recuerdos de infancia se entremezclan con los del hombre adulto, los viajes con los olores, el cine con la literatura, la constante presencia del mar con la de algunos tiempos que ya no existen más allá de la memoria. Gran literatura, una vez más, en las distancias cortas.
El hombre se fue. El escritor permanece. Y el agradecimiento de sus numerosos lectores, también. Y termino con ese desencanto de `Los viejos amigos´: "¿Qué hemos ganado?, ¿qué hemos perdido? Puta vida, ¿verdad? Nuestras ilusiones". Nuestras ilusiones.

sábado, 15 de agosto de 2015

Silencios

Observo las calles desiertas de la ciudad, los bancos vacíos del parque, las tiendas cerradas. Los bares, casi todos, también están cerrados. En plena tarde, ya retirado el sol, la ciudad parece el escenario de una película. Un escenario, sí, cuando los actores y el resto del equipo ya se han retirado. Cuando la función -por el momento- ya se ha terminado. Sólo me encuentro con alguna persona solitaria, con algún turista despistado. Mediados de agosto. En una ciudad de provincias. Mediados de agosto en esta ciudad, Oviedo. Vamos caminando en silencio. Sólo el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles que nos encontramos a nuestro paso rompe ese silencio. Es una sensación extraña y placentera. Creo que en toda relación amorosa son tan importantes las palabras como los silencios. Hay veces que no hace falta llenar esos silencios. Los silencios se vuelven imprescindibles. Se ciñen a nosotros de forma natural. De repente, pienso que si tuviera una cámara rodaría este paseo, lo que nos vamos encontrando a nuestro paso. Las personas solitarias, los turistas despistados. No habría palabras en esa película. Sólo el sonido del viento que recuerda, en cierto modo, el final del verano. De otro verano. Y una canción. La que, de pronto, me viene a la cabeza. La versión de Jeff Buckley de `Hallelujah´. El sonido del viento moviendo las hojas y esa canción que se me acaba de meter en la cabeza. Con eso sería suficiente para esta tarde de mediados de agosto. Para esa película imaginaria.

viernes, 14 de agosto de 2015

Seguimos esperando

Seguimos esperando, sí, que llegue el día en que las mujeres, los gays, las lesbianas, los negros, las mulatas, etcétera, etcétera, etcétera, dejemos de tener que estar defendiéndonos constantemente de los ataques de algunos asesinos, de algunos cretinos, de algunos miserables, de algunos bocazas. Seguimos esperando que algunos hombres dejen de matar a las mujeres, que esos mismos hombres dejen de pensar que esas mujeres son suyas, como si fueran un zapato o una moto, un reloj o un disco, como una pertenencia material. Seguimos esperando que los padres y las madres y las abuelas y los abuelos eduquen a sus hijos y a sus nietas en la igualdad, en la verdadera igualdad. En la igualdad con mayúsculas y sí, me temo que hay que seguir utilizando las mayúsculas para que todo el mundo se entere de una dichosa vez. Que esos padres y esos abuelos no les recriminen que ellos, los niños, jueguen con muñecas y que ellas, las niñas, lo hagan con camiones o con un balón. Seguimos esperando que las personas que se dedican a la enseñanza (incluyo a curas y monjas) no consientan una broma racista, sexista u homófoba. En realidad, seguimos esperando que nadie la permita, la maldita broma que nunca -nunca, recalco- es inofensiva, aunque algunos graciosos sin gracia, los graciosos de turno, crean lo contrario. Seguimos esperando que se eduque en la tolerancia, en la igualdad y en el respeto. Seguimos esperando que los políticos apliquen las leyes, que pongan orden en todo esto, que se conciencien de que la vida de una mujer vale más que todos esos discursos vacíos y altisonantes, palabrería que se lleva el viento como una hoja seca. Seguimos esperando que los fanáticos se conciencien de que la vida de una persona vale más que una frontera, un puñado de tierra, una idea o un fajo de billetes. Seguimos esperando que esos mismos políticos que antes mencionaba se den cuenta de que estamos llegando a un nivel de hartazgo inimaginable. Que las palabras rabia, asco o indignación no son un tópico. Que esas palabras ya son un grito, un clamor. Que mucha gente habla de cadena perpetua o pena de muerte, y eso es siempre algo muy peligroso. Seguimos esperando que se valoren las vidas de las mujeres, que se respeten, antes de que algunos energúmenos acaben con ellas por un afán de superioridad o de hombría mal entendida. Seguimos esperando que algunos asimilen que cuando una mujer dice no es no, y punto (y resulta hasta delirante tener que repetir esto a estas alturas de la película, avanzando a zancadas el siglo XXI). Seguimos esperando que cuando alguien quiera referirse en términos negativos a un hombre no lo llame maricón o mariquita (esto lo escuché yo, precisamente, el otro día en un bar en la boca de una mujer enfadada, más o menos de mi edad). Seguimos esperando que no haya más mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas. Seguimos esperando que se rechace la violencia tajantemente. Seguimos esperando...
Seguimos esperando, sí, y qué cansancio, sinceramente.  

miércoles, 12 de agosto de 2015

Demonios familiares

Secretos, misterios, enigmas, fantasmas, silencios. Una joven, Ana, a la muerte de su madre, regresa al caserón familiar y allí, donde aún se impone la poderosa figura de su abuela, se encuentra con todas esas cosas. Y algunas más. El vacío por la muerte de la madre, los personajes que va descubriendo, las palabras que se susurran y que jamás se dicen en voz alta. Palabras que esconden hechos, acontecimientos, vidas. La curiosidad de la joven intenta traspasar esas palabras, descubrir el significado que se encuentra detrás de cada una de ellas. No siempre le resulta fácil. Al tiempo que intenta descifrar todo eso (resquicios del pasado que, en cierta manera, conforman su presente), se va descubriendo a sí misma. Como lo hacen algunas de las protagonistas de los cuentos y las novelas de la gran Ana María Matute. No en vano, esta nueva y excelente novela de Gustavo Martín Garzo (`Donde no estás´) guarda ciertos paralelismos con las obras de la desaparecida escritora barcelonesa. Podríamos decir que la herencia de Matute pervive así en escritores de honda sensibilidad y talento como el vallisoletano.
La obra de Martín Garzo, como la de la propia Matute, podría dividirse en dos partes. La que se centra en historias donde la fantasía ocupa su espacio definitivo, y la más realista, donde, a mi juicio, su novela `La carta cerrada´ se sitúa en un lugar preferente. Esta de la que hoy hablamos, `Donde no estás´, pertenece al segundo grupo, y también, como la citada `La carta cerrada´, habría que señalar que es una de sus narraciones más destacadas. Los hilos, según avanza la narración, van encajando. El hilo azul, que es el hilo de la escritura, como el propio autor escribió en aquel magnífico ensayo sobre el oficio de contar y el placer de leer que se titulaba precisamente así, `El hilo azul´. Las puertas que se habían abierto al llegar la joven protagonista a la casa de la abuela se van cerrando. Todo, finalmente, tiene sentido. Todo encaja. Y comprendemos que cada personaje (hay muchos personajes secundarios: mucho dolor, mucho sufrimiento, muchas ganas de luchar y aferrarse a la vida) sirve para definir la existencia de los personajes principales y el tiempo -nada fácil- que les tocó vivir.
Gustavo Martín Garzo, creador de grandes personajes femeninos (aquí hay unos cuantos), ha escrito una espléndida novela. Capítulos cortos que van conformando un puñado de vidas con sus luces y sus sombras, sin juzgar. Sólo creando con esas palabras todos esos demonios familiares, esos tiempos de silencios que siempre vierten un poco de luz sobre la oscuridad.

`Donde no estás´. Gustavo Martín Garzo. Destino, 2015
 

domingo, 9 de agosto de 2015

Historia de una fotografía

Era una tarde primaveral. Habíamos rastreado unas cuantas librerías. Alrededor de las ocho nos sentamos en una vinatería que hay en la Calle del Pez, cerca del edificio donde vivían los Modlin. Pedimos dos vinos. Rioja. Cuando el camarero llegó, Íñigo estaba planeando hacerme una foto. Dijo que había una luz especial. La música era agradable. Pese al cansancio (¡querer ver todo Madrid en tres días!), Íñigo me dijo que tenía muy buena cara. Probamos el vino. Al primer sorbo, me di cuenta. No era Rioja. Era Ribera. Se lo dije al camarero. Me dijo, con su mejor sonrisa, que ya lo sabía. También dijo: tiene usted un paladar exquisito. Ya, ya, pero aquello no era lo que le habíamos pedido. Dijo: seguro que si les hubiese dicho que no tenía Rioja se hubiesen marchado. Nos echamos a reír. Qué morrazo. Nos pareció que el tío le había echado tanta cara al asunto que nos hizo gracia. Estábamos en Madrid, tampoco era cuestión de ponerse a discutir o amargarse la tarde por un vino (que no sabía mal, todo hay que decirlo, aunque no tuviese la temperatura adecuada). Seguimos a lo nuestro. La fotografía. Es la que va a ir en la solapa de mi nuevo libro, `Corrientes de amor´. El tío nos cobró cinco euros por aquellos vinos que no habíamos pedido. Creo que conseguimos una buena fotografía. Siempre hay que buscarle el lado positivo a las cosas, ¿no?

jueves, 6 de agosto de 2015

Un recuerdo para Chavela

Ayer se cumplieron tres años de la desaparición de Chavela Vargas. No es ningún secreto: Chavela era mucha Chavela, viva o muerta. La voz de Chavela era una escena clave en una película de Almodóvar, un puñetazo en el estómago (algo así, a veces, como la lectura de un poema de la Pizarnik), un bálsamo reconfortante para nuestros dolores, para nuestras noches de amor y, sobre todo, para nuestras noches de desamor. ¡Cuánto ha escuchado uno a Chavela después de romper una historia de amor o cuando uno se enamoraba (ah, la juventud) de aquellos amores imposibles y algo estúpidos! Chavela estaba ahí, cómplice y aguerrida, como la madre que defiende a su manada con uñas afiladas y sin miramientos. Su voz -salvaje, arrolladora- era la voz para los que sufrían, para los que amaban demasiado, para los solitarios, para los que no tenían cobijo. La voz para los que, de un modo u otro, perdían la partida y se emborrachaban, como ella misma había hecho tantas veces en aquel pasado repleto de luces y sombras. Aquel pasado -inquietante, mítico, cargado de anécdotas, de satisfacciones y de derrotas, de amores posibles e imposibles, de caricias y de arañazos- que ella traía con naturalidad -la naturalidad de las personas realmente grandes- al presente. Ella, su voz, abrigaba todo ese desamparo como lo hace siempre un buen texto literario cuando todo parece no tener remedio, aunque lo tenga en realidad. Era una de las grandes: como lo fue la Piaf o como lo son la Faithfull, la Minnelli y la Pradera, por citar sólo unos pocos ejemplos, cada una en su estilo.
Chavela, aquella noche, la única que la vi en directo, en el teatro Jovellanos. Hora y media de concierto, más o menos. Hora y media, más o menos, de silencios, de lágrimas, de emociones, de recuerdos, de misterios, de escenas claves en películas de Almodóvar o de poemas como puñetazos (la Pizarnik, otra vez, sin ir más lejos). Hora y media, más o menos, de saber que estabas asistiendo a un momento único en tu vida. Uno de esos momentos en los que el tiempo se detiene para cambiarlo todo: la perspectiva de las cosas, el filo de las emociones, la sombra de los recuerdos, las luces del presente. Chavela, aquella noche, de rojo y negro, a escasos metros de mi butaca, era un sueño posible. La voz -salvaje, arrolladora- que sonaba en la penumbra de una habitación retumbaba ahora en aquel teatro en el que nadie se atrevía a moverse de su butaca ni a carraspear para no romper aquel silencio que sólo se quebraba con el eco de aquella voz -salvaje, arrolladora- que venía a ser como una especie de redención. De plegaria atendida. De deseo cumplido.
La recordamos ahora porque se cumplen tres años de su muerte, pero eso no es más que una disculpa. Su voz, su presencia, su libertad están siempre presentes, a cada momento. Son las señales que nos recuerdan que no estamos solos, aunque el tiempo avance y nos vaya devorando poco a poco, casi a dentelladas.  

miércoles, 5 de agosto de 2015

47 trocitos

Hace tiempo, cuando trabajaba de librero (sobre todo, en la época de Aldebarán, que tenía un fondo importante de este tipo de libros), solía leer bastante literatura infantil y juvenil. Para estar al día, para aconsejar a quien me pidiese recomendación para sus hijos o para hacer algún regalo (las Navidades, las épocas de comuniones, cumpleaños, amigos invisibles, etcétera: eran años donde había más dinero y no se escatimaba tanto como se haría años más tarde, ya en la otra librería en la que trabajé, o como se hace ahora mismo), para sumergirme en esos otros mundos. Hay mucha variedad de libros. Muchos libros buenos (vamos a obviar lo negativo). Muchos escritores (hombres y mujeres) españoles excelentes. Autores que escriben exclusivamente para los más pequeños. O autores que escriben también para adultos. Hace tiempo que, por desgracia, no leo novedades de este tipo de libros. (Los cuentos infantiles de Ana María Matute siempre están cerca). Sin embargo, acabo de leer `47 trocitos´, la primera incursión en literatura infantil de la excelente escritora Cristina Sánchez-Andrade. Está publicado por edebé y está recomendado para un público de ocho años en adelante. Cuenta -con sabiduría y delicadeza, con templanza y acierto- la historia de una niña "diferente", Manuelita de Quita y Pon, porque tenía 47 trocitos en sus células y no 46. La historia de Manuelita de Quita y Pon, la de su hermana, la de sus padres, la del abuelo (entrañable personaje: la cultura cinematográfica hizo que, mientras leía esta historia, no viese más que a Fernando Fernán Gómez metido en la piel de ese abuelo, tan poderoso es aún su recuerdo entre nosotros). Y la historia, ay, de esos otros niños (genial metáfora la que utiliza Cristina para denominarlos: "los niños cuervo") que siempre se meten en las vidas de los que no son como ellos. La historia que no deja de repetirse. El niño "diferente" siempre carga con las culpas, siempre paga un peaje sobre el que nadie le advirtió.
Tierna, divertida, entrañable, bien planteada y bien construida, la primera novela de Cristina Sánchez- Andrade para público infantil merece que maestros y padres se acerquen a ella para recomendarla en sus lecturas. A mí me ha dejado un excelente sabor de boca y me ha recordado aquellas mañanas de invierno o de verano en las que, durante los ratos libres, me volvía a sumergir en el lenguaje, en el mundo de la infancia, de la mano de escritores tan excelentes como Cristina Sánchez-Andrade. Momentos mágicos que, como veis, aún sigo recordando.
A quien corresponda: no os la perdáis.

sábado, 1 de agosto de 2015

Un día de agosto

Se casaron el uno de agosto de 1970. Eran jóvenes, guapos, inexpertos. Mis padres. Él tenía veintiséis años; ella, veintiuno. Aunque no estuve aquel día allí, después de ver tantas veces el álbum de fotos que mi madre guarda en una de las estanterías de la parte de arriba del armario de su habitación, a veces tengo la sensación de haber estado observándolo todo desde una esquina, como un buen fotógrafo. Los vestidos y los tocados de las mujeres. Los trajes de los hombres, las corbatas estrechas. Las monturas de las gafas, los zapatos, los bolsos, los peinados de unas y otros. El estilismo de una década, la de los setenta, que comenzaba aquel mismo año. Los rostros de los familiares que ya no están, los rostros jovencísimos de los que aún están. Un tiempo remoto que, de tanto observarlo durante todos estos años, se convierte en cercano. Unas imágenes que forman parte indiscutible de nuestra memoria, de la de mi hermana y la mía. Unas imágenes que, algún día, será muy difícil que pueda volver a ver. Cuando los protagonistas ya no estén aquí, como esos familiares -tíos, abuelos...- de los que antes hablaba. Un álbum que, algún día, se quedará en un armario para siempre. Unas imágenes que permanecerán en nuestra memoria. Aunque entonces la memoria quizá se convierta en aquello que escribió Wislawa Szymborska en un memorable poema: "Soy mal público para mi memoria./ Quiere que continuamente escuche su voz,/ y yo no dejo de moverme, carraspeo,/ escucho y no escucho/, salgo, regreso y vuelvo a salir". Quizá.  
Me dicen que aquel uno de agosto era un día soleado. Un sábado soleado en Mieres. Han pasado cuarenta y cinco años. Dicen que hoy también será un día soleado. Ahora, mientras escribo esto, no lo parece. Entra una humedad otoñal por la ventana y se escucha el sonido de algunas gotas que caen de los tejados, después de las intensas lluvias de estos días.
Hace unos meses, mientras entrevistaba a Elvira Lindo en el Centro Niemeyer, miré durante unos segundos al público (más de seiscientas personas en aquel teatro), y les vi a ellos, a mis padres, en la primera fila, siguiendo muy atentos la conversación. En aquellos momentos, Elvira recordaba anécdotas de su padre -todo un personaje-, recientemente fallecido, y, fugazmente, mientras ella hablaba de su padre y yo tenía la visión de los míos en la retina, pensé que si esta vida fuese un relato fantástico y apareciese un mago con un lámpara ofreciéndome deseos, sólo pediría uno: detener el tiempo. Detenerlo hoy, por ejemplo, en este primer día de agosto, cuarenta y cinco años después de aquel otro sábado, venga soleado o no.
Ya sé que esta vida no es ningún relato fantástico y que los magos no existen, pero, como diría el maestro Umbral (cuya obra -la mayor parte- no hace más que crecer con el paso del tiempo), ustedes disimulen.