jueves, 30 de agosto de 2012

Septiembre y otras voces

No hace falta haber leído a Proust (si lo has hecho, mejor) para saber que hay ciertos olores y sabores que te remiten inevitablemente a la infancia. El otro día, sin ir más lejos, estaba preparando pollo guisado para comer y, mientras picaba la cebolla y el pimiento para la salsa y la carne se doraba en la sartén, todos aquellos olores me llevaron a la casa del pueblo de mis abuelos paternos, Pepe y Luisa. Antes, en los pueblos, sólo se guisaba pollo los días de fiesta, los primeros de noviembre -día de visita obligada a los cementerios- o los domingos, cuando venían los hijos y los nietos de la ciudad. No estoy hablando de hace demasiado tiempo. Sólo de unos treinta y pico años atrás. Llegabas a la casa y, al levantar la tapa de la tartera (podías hacerlo porque la abuela, que nunca te lo permitía argumentando que ya verías lo que había de comer cuando lo tuvieses en el plato, estaba en misa), el olor a pollo guisado embargaba toda la cocina, la sala y las escaleras que conducían a la parte de arriba. Estos ecos del pasado son como pequeñas y musicales voces que regresan al interior de tu cabeza. Septiembre es un mes idóneo para ellas, para esas voces. Los últimos días del verano, las primeras fiestas (y en ellas, en las fiestas, las primeras noticias del amor o algo que se le parecía y que no sabías explicar muy bien), los días previos a comenzar el nuevo curso. Y el nuevo curso. Los olores de las mochilas, de los libros y de las libretas aún por estrenar, de los lápices y las gomas de borrar, de las aulas que habían permanecido cerradas durante todo el verano. Algunos años más tarde, ya terminado el periodo escolar, septiembre seguía conservando toda la magia de lo que estaba por venir. Nuevos proyectos, nuevas aventuras, nuevas ilusiones. A veces, no ocurría nada, o casi nada nuevo, pero no importaba, aquella sensación -aquel misterio- estaba allí, en el aire, muy presente, como lo sigue estando ahora, tantos años después, a pesar de que muchas cosas ya se han quedado atrás y otras, ay, parece imposible que lleguen a suceder. Aunque nunca se sabe. Que no decaiga el ánimo. No, que no lo haga.
Pienso todo esto en Gijón, delante de una cerveza helada, mientras el sol que calienta nuestras pieles ya no es el mismo de unos días atrás, ya ha perdido buena parte de su rabia, de su fuerza. Mejor así. Es gratificante sentir que pronto necesitarás salir de casa con una chaqueta u otra prenda de abrigo, sobre todo en las últimas horas de la tarde. Gijón era otra visita obligada durante los veranos, con unos o con otros. Padres, amigos, parejas... El olor del mar, los cielos despejados, el trajín de gentes por la playa, por las calles (Oviedo se quedaba casi desierta, se sigue quedando). Aquellas largas noches, celebrando la amistad, agotando las posibilidades, las que fueran. Tardes, solitarias o en compañía, en el cine o en el teatro o en conciertos al aire libre, ya entrada la noche. No había verano sin Gijón. Ni tampoco final de verano. Cualquier día era bueno antes de que llegara el otoño y el invierno, estaciones en la que también volvíamos, ya de otra manera. Todo eso viene a mi cabeza sentado ahí, en esa terraza, mientras, silenciosos, bebemos lentamente la cerveza helada y vamos dejando pasar el tiempo. Pensando en lo que traerá este septiembre, este otoño. El nuevo curso. Un misterio. Lo pensamos y no decimos nada. Dejemos que el destino vaya diciendo lo que le corresponde, lo que después recordaremos. Es lo suyo. Este año, sí, más que nunca.

domingo, 26 de agosto de 2012

¿Hacia dónde vamos?


La historia es esperpéntica. La imagen de un Cristo lleva años deteriorada en una pequeña iglesia. Un buen día, una feligresa octogenaria decide coger sus pinceles (al parecer, en sus ratos libres, pinta) y arreglar el deterioro. El resultado es indescriptible, sin pies ni cabeza, sin sentido alguno. A los pocos días, la noticia salta a todos los medios de comunicación. La octogenaria se convierte en una estrella de las redes sociales, con miles de seguidores. Incluso la historia llega a los periódicos extranjeros, que le dedican páginas y más páginas. Y la iglesia en cuestión donde se encuentra la imagen se covierte en un lugar de peregrinación al que la gente acude para hacerse una fotografía con la indescriptible imagen. ¿Hacia dónde vamos? A mí, personalmente, la historia no me hace ninguna gracia. (Y mira que busco cosas con las que reírme al cabo del día). Me parece de una zafiedad absoluta. Todos son culpables, como en las novelas de misterio. La octogenaria, por entrometida. El párroco, por cómplice. Y alguna gente, por mezclarlo todo sin ningún criterio. Icono pop, dicen algunas voces. ¡Por favor! Quiero creer que se trata de una especie de cortina de humo para tapar (si es que esto es posible) todo lo que está pasando y lo que va a pasar. Más locales cerrados, centros culturales clausurados, bibliotecas sin presupuesto, subida del IVA, brutal endurecimiento de la ley del aborto, despidos a diestro y siniestro, etc, etc, etc. Septiembre, que siempre fue un mes de alegre reencuentro con la rutina, se convertirá este año en un mes que no olvidaremos, según apuntan todas las direcciones. No, no sé hacia dónde vamos, pero desde luego es a algún sitio que no me gusta nada. Aún tengo en la cabeza la imagen que vi el otro día, temprano, después del largo paseo matinal. La cola de personas que había a la puerta de Cáritas en una céntrica calle de esta ciudad, esperando. Personas como tú y como yo, que un día fueron despedidas de sus trabajos y jamás volvieron a encontrar otro. Personas que ni siquiera saben muy bien cómo pueden subsistir así, cada día. Personas que -estoy seguro- jamás pensaron que se fueran a encontrar en esa situación en algún momento y que desde luego no quieren estar así, por mucho que digan algunos políticos despiadados. Aquella cola era un espejo en el que podíamos reflejarnos todos los que pasábamos por allí. Un espejo que, si nadie lo remedia, terminará reflejándonos a más de uno. Al tiempo. Ese mismo día, ya de regreso a casa, a la puerta de un supermercado cercano, una mujer estaba pidiendo. Decía que no quería dinero, que pedía algo de comida para ella y para sus hijos. En la bolsa llevaba dos bandejas de filetes de pavo que acababa de comprar. Mi primer pensamiento fue dárselas, pero no lo hice. Sentí un pudor extraño, difícil de explicar. ¿A dónde vamos a llegar? Llegué a casa, saqué las bandejas de pavo y las metí en la nevera. Casi de inmediato, volví a meterlas en la bolsa y bajé a la calle, me dirigí a las puertas del supermercado donde estaba la mujer para dárselos, pero ya se había marchado de allí, probablemente obligada por los responsables del establecimiento. Qué mezcla de impotencia y de tristeza, de rabia y de desazón. Sí, pensé, regresando a casa, definitivamente la historia de la octogenaria y la imagen restaurada es una cortina de humo. Uno de esos temas absurdos que sacamos cuando, nerviosos, no queremos hablar del verdadero problema, de su raíz, de sus consecuencias.

lunes, 20 de agosto de 2012

Corrientes de amor


Despertarse en mitad de la noche y saber que ya no vas a dormir más con estos calores insoportables. Levantarte, preparar café y buscar en las estanterías, entre las películas, una concreta que hace tiempo que no ves. "Corrientes de amor", de John Cassavetes. Qué manera más extraordinaria tiene Cassavetes de retratar la soledad. El personaje del propio Cassavetes, escritor, pese a estar siempre rodeado de gente, de mujeres principalmente a las que paga por su compañía, ya sea por sexo o por juerga, en el día o en la noche, no puede estar más solo. Busca refugio ahí, en esas mujeres que se ríen junto a él por un puñado de billetes, y en el alcohol. Su hermana, Gena Rowlands, con alteraciones emocionales y con otro tipo de soledad sobre sus hombros. La soledad del que no asume que su relación de pareja se ha roto. De la lejanía de ese amor y también de la lejanía de su hija, que ha optado por quedarse al lado del padre. Dice Gena: "El amor es como una corriente de agua, fluye continuamente, no para nunca". Eso piensa, eso quiere pensar. Su hermano piensa que el amor es cosa de adolescentes, que ya no está, que se ha ido. Dos personajes, los de Gena y John, que navegan a la deriva, que se buscan para aliviar esa soledad, pero que, pese a ello, no es suficiente. Otro tipo de amor, el de los hermanos, ese tipo de protección, muy bien tratado en la película. Pocos directores han reflejado el desequilibrio emocional, siempre provocado por la propia vida y sus vaivenes, como Cassavetes. Recuerdo, principalmente, aparte de esta película que veo de madrugada, abatido por estos calores agobiantes y por toda esta situación que estamos viviendo, "Una mujer bajo la influencia" y "Opening night", dos de mis películas favoritas. Dos interpretaciones magistrales de Gena Rowlands, que sabe bordear como nadie esa fina línea que separa la cordura de ese estado al que en cualquier momento podemos vernos abocados, el desequilibrio emocional. No importan los motivos. Ahí está el vértigo. Ese vacío, ese miedo. Toda la fragilidad. La cara de Rowlands, inestable y hermosa como pocas, que lo dice todo sin grandes aspavientos, con mínimas expresiones. Los silencios, los gestos, los movimientos de sus manos hacia su pelo o hacia la copa, siempre cerca. Otra gran actriz, Marisa Paredes, supo captar perfectamente la maestría de Rowlands a la hora de interpretar a una mujer "indefensa frente al acecho de la locura", en palabras de Millás, en "La flor de mi secreto", de Almodóvar. La absoluta transparencia para reflejar los sentimientos más frágiles, la vulnerabilidad más a flor de piel. Recordemos que Marisa, en la película de Almodóvar, estaba siendo abandonada por su pareja, descubriendo sus engaños e infidelidades. Creo que nunca estuvo tan bien como en esta película. Dejo los personajes de Cassavetes bajo la lluvia, desvalidos, buscando el equilibrio (acaso imposible ya de hallar), y levanto la persiana, y descubro que ya ha amanecido, que el calor permanece, y pienso que todo puede cambiar o que todo puede seguir igual. Ahí está el misterio, la razón para levantarse. Lo que cuenta, creo, es que seguimos vivos, pensando, sí, como el personaje de Gena, que el amor es como una corriente de agua, que fluye continuamente, que no para nunca.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Los ojos de Javier

Estábamos en París, al atardecer, buscando un lugar donde cenar. De repente, escuchamos una música de piano procedente de un local a escasos metros del Sena. Entramos. Estaba vacío. Sólo había una mujer detrás de la barra, limpiando las copas de vino y otra, algo mayor, con el pelo canoso atado en una larga trenza y un vestido negro, sentada delante de aquel piano. La camarera dejó las copas que estaba limpiando y se acercó con una sonrisa a nuestra mesa. Pedimos dos copas de vino. Nos las trajo, encendió una vela con olor a lavanda en nuestra mesa, y los tres continuamos escuchando aquella música. De vez en cuando, la mujer que tocaba el piano también tarareaba el estribillo de alguna canción. Había un poso de dulzura debajo de aquella voz bellamente ajada, muy parecida a la de la gran Jeanne Moreau. Aplaudimos cuando dejó de tocar y de cantar y, tras terminar las copas de vino, salimos, embelesados, a la calle. Parecía como si la música siguiese sonando allí, en la calle, en todas las calles de París. Algo así sólo puede ocurrir en esta ciudad, pensamos. Mientras comentábamos el momento que acabábamos de vivir, el móvil de Íñigo sonó. Era alguien de su familia, no recuerdo quién, quizá su padre. El hijo pequeño de su hermana acababa de nacer. Todo había salido bien. Qué alegría. Un motivo más para la celebración. Estábamos en París, era nuestro primer viaje juntos, y ahora había nacido aquel niño. Buscamos uno de esos encantadores lugares donde se puede cenar en París y alzamos las copas por todo ello. ¿Cómo le llamarán?, pregunté. Javier, respondió Íñigo. Javier, susurré, y no dije nada más. Muchas veces, cuando le veo ahora, cuando veo a Javier acercarse a nosotros, con su paso tranquilo, su sonrisa inocente y esos ojos con los que expresa muchas más cosas y sentimientos que con las propias palabras, me acuerdo de aquella noche, en París, cinco años atrás. Le digo: dame un beso y él dice: no. Luego se acerca porque sabe que aunque él no me lo dé a mí, yo lo voy a coger para darle unos cuantos besos y abrazos. Él, entonces, se ríe y se deja hacer, sí, entre muchas risas y cosquillas. Mañana, 16 de agosto, Javier -Javi, como le llamamos todos- cumplirá cinco años. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Cuántas cosas han sucedido desde entonces! Cuando ves a los niños, aún te das más cuenta de la velocidad del tiempo, de cómo los días se suceden a una velocidad casi vertiginosa. Una velocidad que asusta. Tantos planteamientos sobre los que reflexionar, tantas cuestiones sobre el futuro. ¿Qué pasará con él? ¿Con todos nosotros? Todo se borra cuando el niño se acerca de nuevo y te pregunta si has visto no sé qué dibujos animados de la televisión o si conoces no sé qué canción que suena en su mundo, el de los niños. Ah, la infancia. El niño se sienta a tu lado y trata de explicarte con toda la seriedad del mundo de qué serie se trata, de qué canción, buscando en su cabeza las palabras que está empezando a descubrir. Los papeles se cambian por un momento y te dan muchas ganas de reírte. Y te ríes y te entra un poco de nostalgia también por esa inocencia tan pura que el tiempo irá borrando, pero que quizá un día, como me está pasando hoy a mí escribiendo sobre él, alguien se la haga recordar y la recupere por unos instantes. Vaya por adelantado, pequeño: Feliz cumpleaños. Francesca dice que también tiene ganas de verte. O eso creo entenderle, que se le están cerrando los ojos de sueño.

lunes, 13 de agosto de 2012

Marilyn

No recuerdo exactamente si la primera vez que oí hablar de Marilyn fue a Terenci Moix o a Loli, una amiga de mis padres de los tiempos en que aún estaban solteros y que, con el tiempo, también se convertiría en amiga mía, entre otras cosas por nuestro común amor por el cine y toda la magia de lo rodea. El cine y sus estrellas. No en vano, Loli siempre tuvo un aire a la propia Marilyn, a la que sobra decir que adoraba. ¿Quién, por otro lado, no adora a Marilyn? Hay actrices que te encandilan por su manera de actuar, de moverse delante y detrás de las cámaras. Por su fuerza o su vulnerabilidad. Por su temperamento o la fragilidad de sus gestos. Pero la palabra que mejor define lo que se siente por Marilyn es esa, adoración. "Una criatura adorable". Así tituló Truman Capote el mejor retrato que se ha escrito sobre la actriz. Creo que nadie logrará superarlo. Palabras mayores de la literatura. Melancólico y evocador texto de un tiempo que, lamentablemente, jamás volverá a existir. Estos días que todo el mundo habla de la actriz al cumplirse los cincuenta años de su desaparición, yo me he acordado de Terenci y de Loli. Fue en su casa, en casa de Loli, donde, junto a su hija, Silvia, dos años mayor que yo, vi mi primera película de Marilyn, "Niágara". Mi padre no quería comprarnos uno de aquellos aparatosos vídeos que se estaban poniendo de moda en los años 80 y donde se podían recuperar, vía alquiler, todos aquellos clásicos que no habíamos podido ver en su momento en el cine (de algunos de ellos, pudimos disfrutar en aquellas maravillosas sesiones de cine que daban los sábados por la noche en el inolvidable programa "Sábado cine"). No quería, mi padre, comprarnos el dichoso aparato porque decía que nos iba a distraer de los estudios, pese a la reiterada insistencia por parte de mi hermana y mía, sobre todo mía. Tardó algún tiempo en hacerlo, en comprárnoslo, seguramente cuando finalicé algún curso con todas las asignaturas aprobadas, matemáticas (las odiaba) incluidas. El caso es que allí estábamos, en el salón de su casa, Loli, Silvia y yo, viendo "Niágara", que la propia Loli había alquilado aquella misma mañana en uno de los primeros videoclubs que se habían abierto en Oviedo, al lado de nuestras casas. (Con la chica que llevaba aquel videoclub, acabaría bailando muchas noches hasta el amanecer, años más tarde, en La Santa, pero esa ya es otra historia...). Las luces apagadas, el silencio cómplice del que está disfrutando de una misma cosa y los andares insinuantes de Marilyn en aquella película. Su vestido fucsia, los labios a juego, los tacones de vértigo, la picardía, el deseo, la sensualidad, la sexualidad, la voz susurrante... La observábamos maravillados. ¡Parecía que la propia Marilyn estuviese allí, en aquel mismísimo salón! Luego leería todo lo que se escribió sobre ella, que venía a ser lo que estamos sintiendo en aquellos momentos, contemplándola, y que no se puede resumir de otro modo que con las palabras con las que Capote tituló su retrato de la actriz: una criatura adorable, de la que no podías apartar la vista ni cuando aparecía a su lado Joseph Cotten, aquel pedazo de hombre y de actor. Después, cuando ya conseguí aprobar aquellas dichosas matemáticas y mi padre nos compró al fin el vídeo, pude disfrutar de todas sus películas, que poco a poco iban siendo recuperadas en aquel formato. "Bus Stop", "Con faldas y a lo loco", "Eva al desnudo", "Vidas rebeldes"... Todas las que conformaron su leyenda. Esa leyenda que, tras su muerte, iría aumentando a pasos agigantados: por su aportación al cine y por todas las demás cosas que la rodeaban. Y dejando, en cada uno de nosotros, hasta el día de hoy, una huella única e imborrable. La layenda, para mí, empezó en la penumbra de aquel salón, el de la casa de Loli, con aquella Marilyn que parecía que estuviese representando su papel a escasos metros del sofá. Sólo para nosotros.

domingo, 12 de agosto de 2012

Travesías

Los dos hombres regresan a la casa que comparten, cerca de la una de la madrugada. Las calles están prácticamente desiertas, como durante el resto del día. El mes de agosto siempre supone una extraña travesía. Quizá, piensan, la gente esté en sus casas, en sus sofás, viendo los Juegos Olímpicos o la enésima reposición de cualquier serie (no siempre reponen, lamentablemente, las mejores). En una de las terrazas que se encuentran a su paso, dos parejas hablan en voz muy alta, casi a gritos, peleándose por coger la palabra. Parecen extranjeros, alemanes quizá, pero no lo pueden asegurar. Sus voces y el tintineo del hielo en sus copas rompen estrepitosamente el silencio de la noche. En ese mismo bar, detrás de la barra, la camarera, vestida con un escueto top blanco y una cortísima falda negra, baila al ritmo de la música que están poniendo en la televisión, en uno de esos canales que sólo emiten vídeos musicales (de artistas latinos, seguramente), y da largos sorbos a su mojito. Inlcuso le ha colocado una sombrilla de papel con motivos japoneses. Una sombrilla de color verde, como la bebida que está ingiriendo. Los dos hombres hablan de la posibilidad de tomar un copa en el local, pero, finalmente, no lo hacen. Dejan que la camarera siga bailando a su aire, sorbiendo su decorado mojito, distrayendo su aburrimiento. Un coche acaba de aparcar en la acera de enfrente y de él sale un chico mulato que, están convencidos, se trata del novio de la camarera. Lleva casi todos los botones de la camisa desabrochados y un enorme anillo de plata, que reluce vistosamente en la oscuridad, en uno de los dedos de su mano izquierda. Los dos hombres siguen caminando. Han cenado con la hermana de uno de ellos y con su novio. No ha estado mal la cena, piensan, pero ha sido una buena hora para retirarse. Atrás han quedado las noches interminables, los bailes hasta que cerraban los bares, los desayunos en cualquier cafetería que estuviese abierta a esas horas, las del amanecer. En esta ciudad o en cualquier otra. No sólo se trata de la cuestión económica. También de cansancio. Fueron muchos años así, agotando la noche, las noches. Esta es otra época. Más austera para (casi) todos. Los operarios de limpieza riegan las calles, lo que, sin duda, sirve para refrescar el ambiente, tan cargado de bochorno estos días. Sancho Gracia, ese hombre al que siempre recuerdan como una de esas personas que supo reírse con la vida (o eso parecía: en cada entrevista, en cada fotografía), acaba de morir, alargando la lista de gente importante e irremplezable que se está llevando este verano interminable, pero los dos hombres aún no lo saben. Esos dos hombres que ahora entran en el portal y que se preguntan qué vendrá después, cuando la travesía de este agosto llegue a su fin. Que se preguntan y que, ya vencidos por el sueño, después de recordar la impresionante interpretación de Sancho Gracia en "Jarabo" (entre otras poderosas interpretaciones), dejan de preguntárselo.

martes, 7 de agosto de 2012

Madrid 1987, aproximadamente

He sentido un vértigo extraño al ver esta película, "Madrid 1987". En aquel verano, cuando se desarrolla la historia entre el viejo escritor y la joven estudiante de Periodismo, los dos encerrados inesperadamente en un baño cochambroso, yo tenía quince años. Como la chica de la película, Ángela, yo admiraba a los escritores que trabajaban en los periódicos nacionales y recortaba sus artículos y los guardaba en carpetas de colores (recordemos que aún no eran los tiempos de Internet) que, con el tiempo y las obras y los cambios de casa, se fueron quedando en el camino. Como ella, yo también admiraba a Truman Capote (y a Paco Umbral y a Manuel Vicent, dos escritores que pueden recordar al personaje de Sacristán, ese viejo zorro -temido y admirado- que se las sabe todas) y soñaba con escribir en unos sitios y otros. Ah, ser escritor. Ser escritor era algo que echaba a nuestros padres para atrás. Te morirás de hambre y todas esas cosas que nos sonaban tan lejanas, tan irreales. ¡Nadie se moría ya de hambre! Aquel tiempo ya no era el mismo que el de nuestros abuelos, el de la infancia de nuestro padres. Y que, pese a su contundencia, la contundencia de aquellas palabras, no nos asustaban. Con el tiempo, iría conociendo a otra gente que le gustaba hacer lo mismo: escribir. Y todo lo que gira a su alrededor: los libros, las músicas, las películas, el arte... La escritura, como todo, es un aprendizaje. Eso lo descubriría más tarde. Como también descubriría que hay muchos escritores (buenos y malos), y que genios, verdaderos genios, más bien pocos. Y vivos, menos aún.
¿La película? Es la mejor de David Trueba, hasta la fecha. El guión es espléndido. Y los actores, peso indiscutible de la cinta, están soberbios. Poco hay que añadir nuevo sobre Pepe Sacristán. Los gestos, la mirada, la voz, ay, esa voz... Borda su personaje, literalmente. No le vemos a él, después de haberle visto en tantas y tantas películas, después de tantísimos años de profesión, a Sacristán, sino a ese personaje curtido en mil batallas, que anhela, quizá como el náufrago anhela agarrarse a su tabla, atrapar la piel de la joven, de esa Ángela que interpreta María Valverde y que jamás se queda atrás en ese magistral baile a dos manos que ambos ejecutan durante casi dos horas.
No es una película fácil, pese a su aparente sencillez. Como no lo son los temas que se tratan en ella: la vida, la escritura, el cine, el arte, el pasado, el presente, el futuro... Los años de la dictadura, los primeros de la democracia... Un país que miraba, ilusionado, hacia delante, siempre hacia delante. Todo está ahí, en la palabra precisa del personaje de Sacristán, en su voz perfectamente modulada. Y en los ojos, vivísimos, de María Valverde. Pasado y presente y futuro. Sabiduría e inocencia. No, la vida nunca es fácil, en cualquier época. Nadie dijo que lo fuera. Dos miradas, las dos desnudas, mirando a través de un ventanuco. Dos miradas pidiendo auxilio, de diferente manera. Dos miradas buscándose, perdiéndose. Cuántas metáforas en esa búsqueda, en esa pérdida. Cuántas ilusiones y derrotas. Cuántos enigmas.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Lo que nos quede por vivir

Mis padres se casaron el 1 de agosto de 1970, en Mieres. Ese mismo día, al otro lado del Atlántico, moría la actriz Frances Farmer, a los cincuenta y seis años, después de una vida llena de excesos, turbulencias e incomprensiones. Viendo ahora, cuarenta años después, aquellas fotos, las de la boda, me producen una gran ternura. Todas, en el riguroso y un tanto apagado blanco y negro de la época, muestran a mis padres en diferentes momentos. A la entrada de la iglesia, a la salida, durante la ceremonia, en el restaurante donde tuvo lugar el banquete. Mi padre, elegante, con su traje oscuro y su impecable corbata, trata de ocultar con su atractiva sonrisa cierto nerviosismo. Mi madre, con su larga melena negra, su sencillo vestido blanco y su precioso ramo de grandes flores, también sonríe, aunque se muestra, como siempre, más tranquila, más relajada. Los dos parecen contentos, ilusionados, expectantes, enamorados, algo asustados. Tienen pocos años y toda una vida por delante. Una vida que se irá llenando poco a poco de muchas y diferentes cosas. Se sienten arropados por sus respectivas familias. Ahí, sí, pasando las hojas de ese álbum con las tapas un poco envejecidas por el paso del tiempo (pese a que mi madre lo conserva primorosamente guardado en una bolsa de plástico transparente), puedo verlos a todos: los padres, los hermanos, los tíos, los primos, la única sobrina que tenían en aquel momento, nuestra prima Luisa María, de apenas cinco años, con su minúscula falda de tercipelo negro, sus zapatos de charol y su camisa blanca de fiesta. Su madre, la tía Charo, la hermana de mi padre, a su lado, con un vestido también muy corto y un modernísimo sombrero de plumas, de numerosas e inquietas plumas, que le da un pizpireto aire a una joven Elizabeth Taylor. Muy cerca, la abuela Virginia ríe constantemente (en casi todas las fotos aparece así, riendo, feliz, muy enamorada de su marido, el abuelo Tomás, barrendero de profesión, un buen hombre en todos los sentidos), con aquella risa abierta, limpia y muy contagiosa que tenía. La mayoría de ellos, ya no están aquí hoy, cuando nos reunimos a su alrededor para celebrar esos cuarenta años de unión. La muerte, inflexible, que nunca ofrece tregua. ¡Cuántas cosas han pasado desde aquel lejano día! Cuatro décadas, dos hijos deseados, varias enfermedades, risas, lágrimas, viajes, problemas, celebraciones, muertes de seres queridos (los padres de ambos, los dos hermanos de mi madre), cientos de aventuras, buenas y malas: la vida en estado puro. La vida de mis padres. Esa vida que empezó una tarde gris, tres años antes de esas fotos de boda, cuando los dos se refugiaron debajo del mismo paraguas para protegerse de la lluvia. Y que durará lo que el destino, siempre tan caprichoso, quiera que dure. Hasta entonces estaremos ahí, a su lado, como ellos están siempre al nuestro y al de todas las personas que nosotros decidimos que nos acompañaran en una u otra época de nuestro viaje, de este extraño viaje. Una familia. La nuestra. Con sus virtudes (muchas) y sus defectos (nadie es perfecto, ya se sabe, y así -creo- debe ser). Con la que disfrutar, en la que apoyarse, durante todo el tiempo que nos quede por vivir.