miércoles, 28 de febrero de 2018

Quini

No me gusta el fútbol, ni tampoco ningún deporte. Puede que esto venga de los tiempos del colegio en los que nos obligaban a jugar y yo estaba completamente perdido en aquel campo. Sin embargo, me gusta leer a algunos de los que escriben por las redes sociales o en los periódicos sobre fútbol (Fernando Menéndez, Miguel Barrero, César Inclán...) u otros deportes porque la buena literatura puede aparecer en cualquier contexto, incluso en esos que no te atraen especialmente. Con lo cual, no puedo decir nada de Quini porque yo de Quini sólo sé que era un extraordinario jugador por lo que he leído a lo largo de mi vida. Y por lo que ahora muchos recordáis sobre su excelencia. Pero Quini está asociado a mi vida porque mi padre, que sí es un aficionado al fútbol de toda la vida, le admiraba, aunque mi padre fuese siempre con el Real Oviedo. No le costaba reconocer su trabajo como a mí no me cuesta hacerlo cuando Meryl Streep, que no se encuentra entre mis actrices favoritas (como algunos sabéis), no se pasa de lista ni quiere ser la primera de la clase y realiza una interpretación meritoria. 
Pero a lo que vamos, a Quini. Su presencia siempre irá asociada a mi padre. A sus palabras, a su entusiasmo por aquel juego que a mí no me interesaba lo más mínimo. Era un entusiasmo contagioso, el de alguien que disfruta con el fútbol de verdad, sin malos rollos ni esos rifirrafes a los que son propensos algunos forofos desenfrenados. El fútbol entendido como un juego noble y sin altercados. Mi padre también decía que Quini era una gran persona. Eso leo estos días, tras su muerte, en todos sus obituarios. Así que, cuando todo el mundo lo señala, tiene que ser cierto. 
Una muerte siempre es algo triste, sin embargo, hoy, al recordar a Quini, tan buen jugador como persona, según apunta todo el mundo, he recordado de golpe todas aquellas tardes de mi infancia en las que mi padre, hablando de Quini y hablando de fútbol, era un hombre feliz. El tiempo, a veces, distorsiona los recuerdos, pero aquella euforia de mi padre es tan real como que estoy escribiendo estas líneas en estos momentos. Todavía el otro día, viendo no sé qué partido, volví a sentirla mientras mi madre y yo no sé qué hacíamos por la cocina. 

domingo, 25 de febrero de 2018

Confiando

Leo, escribo, paseo, cocino, intento ser gracioso para animar a esa amiga que ha perdido recientemente a su padre, contesto correos y mensajes, voy al cine, salgo con mis padres a tomar una copa de vino, hago la compra, charlo con Íñigo... En fin, lo cotidiano, pero, en todo momento, mi mente está pensando en esa otra amiga que, tras sufrir un ictus, lleva casi una semana luchando por su vida. Vivo pendiente del teléfono, donde recibo puntual información por parte de su familia. Nadie nos dijo que la vida también era esto, el miedo. El miedo que se abre paso en lo cotidiano y nos remueve la boca del estómago. El miedo, de repente, de un día para otro. Ese miedo constante al que no terminamos de acostumbrarnos. No soy creyente, así que no tiene ningún sentido ponerse a rezar. Pero sí soy positivo (o lo intento muy seriamente), y descubro al levantar las persianas este cielo de hoy, tan azul, y confío. Y sigo confiando. 

sábado, 24 de febrero de 2018

Forges, filósofo de lo cotidiano

(Este artículo fue publicado en El Huffington Post)

Cada mañana, con frío o con calor, la viñeta de Forges conseguía lo que no conseguía casi nadie: reconfortarnos. La realidad -siempre dura, siempre áspera, siempre imprevisible- se transformaba con ironía, sarcasmo, sabiduría, lucidez, crítica y un punto de acidez y otro punto de dulzura. Sus viñetas, tan pegadas a la realidad más espantosa en ocasiones (de la dramática situación de los inmigrantes a ese machismo feroz que no cesa, por apuntar dos temas que, lamentablemente, están en nuestro paisaje cotidiano), no podían ofender a nadie con buen gusto y sentido del humor y del honor. Tan crítico era, sí, y tan delicado. Hablaba claro de todo, con amplio conocimiento del ser humano, sin rozar nunca el mal gusto, la pedantería, la grosería o la mala educación. Con verdadero talento, no hace falta acercarse a esos terrenos. Como no es necesario gritar para que los demás nos escuchen. El juego consiste en estar atento. Y a Forges, como un filósofo de lo cotidiano, no se le escapaba una. 
Forges era nuestra memoria, nuestra actualidad, nuestro reflejo. Para bien y para mal. Nuestras debilidades y nuestros miedos. Y todo lo absurdo que hay entre unas (debilidades) y otros (miedos). Sus posturas, incluso las más ácidas (¿las más necesarias?), nunca ofendían. Y no lo hacían porque todos sabíamos que tenía razón. Nos pellizcaban, nos removían, nos hacían pensar y reflexionar. Porque de eso se trataba: de ver más allá del lugar donde alcanzaban nuestros cansados ojos o nuestra conciencia. Aunque su visión del mundo nos doliese en ocasiones, como duelen los defectos de aquellos a los que queremos, y sin embargo... Sin embargo, nos quitábamos el sombrero, cada mañana, con frío o con calor, o lo que hiciese falta, porque él, Forges, más que leernos la cartilla como esos maestros que aman de verdad su oficio se la leen a sus alumnos cuando corresponde, que también, lo que hacía era destapar delicadamente la caja de los truenos para que, indefectiblemente, le diésemos la razón. La que tenía, cada mañana. 

jueves, 15 de febrero de 2018

La edad de la inocencia

No creo que tuvieran más de quince años. Ella estaba en un portal cercano al nuestro, esperando, colocándose el simpático gorrito de lana que se había puesto. Justo cuando pasé por allí, llegó él. Con una rosa en la mano. Roja. Se la dio y se besaron en los labios con cierta timidez. Todo esto de San Valentín me parece un tinglado demasiado manido y comercial. Lo que, bien mirado, dados los tiempos, tampoco está del todo mal, pero ésa es otra historia. La historia de ayer, tras presenciar esta escena, es que me fui a casa tarareando un par de canciones de Aute y de Tom Waits en las que se rememoran amores de juventud, aunque aún faltasen unas horas para las cuatro y diez. Y me sentí reconfortado. No porque añorase ningún amor de juventud ni nada de eso, sino porque me agrada cuando, en medio de tanto endurecimiento al que tenemos que hacer frente cada día dadas las variadas circunstancias que nos rodean, me recuerdan que hubo un tiempo en el que la edad de la inocencia era la nuestra. 

miércoles, 7 de febrero de 2018

La nieve, otra perspectiva

Antes, la nieve me evocaba mañanas de infancia, días sin colegio, muñecos con sombreros viejos y zanahorias por nariz hechos mano a mano con mi hermana en la terraza de la casa de nuestros padres. Aún puedo sentir aquel frío cortante en la cara, el olor del pelo de mi hermana (sigue siendo el mismo), las palabras de mi madre para que acabásemos pronto con todo aquello y nos metiésemos dentro antes de coger una pulmonía y de que mi padre regresase del trabajo.
Hoy, bajo esos copos que me han cogido por sorpresa lejos de casa (que si viene, que si no viene, la tormenta de nieve, y así llevábamos no sé cuántos días), no he recordado nada de todo aquello. Hoy he pensado en el mar, en el verano, en el calor. Lejos de este invierno interminable que, real y metafórico, nos está tocando vivir. Qué pesado. 
No quiero nieve, ni campos helados, ni muñecos de nieve con sombreros viejos y zanahorias por nariz, ni momentos que es imposible revivir. No quiero nada de eso ya. 
Quiero sentir calor en la piel. Quiero sentir el sabor de la sal en su piel, el del vino en su boca. 
Y estar lejos, lejos. 

sábado, 3 de febrero de 2018

Fumar es (era) un placer

Llevo dos meses sin fumar. Y (aparte de las ganas constantes de comprar una cajetilla y devorarla, el hambre voraz, la ansiedad y demás historias para no dormir, no dormir incluido) lo que más me molesta es esa amiga que te encuentras y que te dice, qué bien, qué bien, qué bien, yo llevo cuatro años sin fumar y fenomenal... ¿Fenomenal? Anda, guapina, eso no te lo crees ni tú. Será muy bueno para la salud, que no digo yo que no, sólo faltaba, pero aquel placer... No hay sustituto alguno para aquel placer. No nos andemos con pamplinas ni por las ramas. Fumar es (era) un placer. Lo mío no era vicio: era placer, como bien dijo Saritísima. Y, como tantas otras cosas, se ha quedado en el camino (espero que definitivamente). Ay. 

jueves, 1 de febrero de 2018

La mujer que come pipas

Es uno de esos barrios asolados por la crisis, en Mieres. Hace frío y luce el sol. Es un día triste de enero. La mujer, entre los 60 y los 70 años, aprovecha que esos rayos de sol alcanzan su ventana y está asomada a ella. Es un piso muy bajo. Si estirase la mano, podría tocar el marco de la ventana en el que ella está apoyada. Está comiendo pipas. Quizá estaba viendo la televisión (falta media hora para las cinco de la tarde) y, cansada de tanta tontería, se asomó a la ventana para despejar la cabeza y comer pipas. Tal vez las pipas sean el sustituto de ese café que tanto le apetece tomar y que, debido a sus problemas con la tensión, ya no puede. Tal vez sea una manera de engañar al estómago hasta la hora de la cena. Nos acercamos a ella y le preguntamos por la iglesia donde despediremos al padre de nuestra amiga. Nos indica el lugar con amabilidad. Como si eso, hablar con dos desconocidos, fuese lo más emocionante que le pudiese ocurrir en esta triste tarde de invierno. Seguimos nuestro camino y escuchamos el sonido de las pipas al romperse entre los dientes. Es el único sonido que rompe ese silencio que es parte esencial del paisaje. 
Somos ese tipo de personas que siempre llega con tiempo a los sitios. Cada uno tiene sus costumbres y ésta es una de las nuestras. Hacerlo así te permite atrapar en la memoria esta clase de instantes, fantasear con otras vidas, retratar silencios que definen escenarios y situaciones cotidianas.