viernes, 30 de agosto de 2013

Dejar las cosas en sus días

Ayer, a primera hora de la tarde, sentada en el banco de madera que hay enfrente de casa, una mujer de unos cuarenta años estaba muy concentrada en la lectura de una novela. No levantaba la cabeza del libro ni cuando los niños que andaban por allí se llamaban a gritos unos a otros, ni cuando el grupo de personas que estaban tomando el último vermú en una de las mesas de la terraza de al lado alzaban la voz, encendidos ya por el alcohol, mientras apuraban -con toda probabilidad- sus últimos días de vacaciones. Enseguida me percaté de qué novela se trataba: "Dejar las cosas en sus días", de Laura Castañón. Meses atrás, supe de la existencia de este libro. Rafa, el librero de La Buena Letra (una de las mejores librerías de Gijón y también una de las que mejor trata a los autores que por allí pasamos con nuestros libros), había colgado en su página de Facebook la noticia de que a principios de julio tendría lugar un acontecimiento importante. No decía cuál. Sólo decía eso. Un acontecimiento importante. A principios de julio. Y que Alfaguara estaba detrás. Rápidamente, por privado, le pregunté de qué libro se trataba. Me comentó que era una novela extraordinaria, de una persona muy apreciada por él. Me empezó a entrar la curiosidad. Y la rabia, una vez más, por no estar al frente de una librería para enterarme de primera mano de todas estas cosas. Pero ésa es otra historia. Lamentable, por cierto. Pero otra historia.
Entre los meses que pasaron desde la recomendación de Rafa hasta la imagen de la mujer sentada en el banco de madera que hay enfrente de nuestra casa -una imagen de ayer mismo, ya digo-, yo también me leí la novela. Casi de un tirón. Empecé a hacerlo a los pocos días de que saliese -con enorme éxito, por cierto- a la venta. No conozco a Laura personalmente, pero me alegro mucho de ese éxito, de esa manera en que está llegando a la gente. Las ventas, en ocasiones, no están reñidas con la calidad (y ésta es una de esas ocasiones), y el que diga lo contrario es un envidioso empedernido o no tiene ni la más remota idea de qué va todo esto. El mundo literario (cierto mundo literario) está tan lleno de eso, de envidias y rencillas de medio pelo que mi postura cuando suceden cosas así es la de alegrarme. Y hacerlo sinceramente. Mantenerme bien alejado de dimes y diretes que no conducen a ninguna parte y que no ponen en evidencia más que a quien los protagoniza (o intenta protagonizarlos).
La historia me atrapó desde el primer momento. De esa manera en que te atrapan, por ejemplo, las novelas -magníficos novelones- de Almudena Grandes. Son tantas las historias que se cuentan, tantos los personajes, que no te apetece perder el hilo en ningún momento. Y no lo haces porque la historia está tan bien escrita que no te permite hacerlo. No quieres que nada se te escape, que ningún cabo quede suelto, que el más mínimo detalle se pierda. Vas y vienes en el tiempo, unos personajes se enlazan con otros, y no quieres dejar de saber qué es lo que pasa con todos ellos. Los de ahora y los de antes. Cada lector encontrará su favorito. Cada personaje con sus alegrías o sus frustraciones, con sus ansias por vivir y sus secretos, con sus ganas de no perder la vista sobre el pasado. Ese pasado que conforma, en buena medida, lo que somos, en lo que nos hemos convertido. Historias entrelazadas, personajes entrañables, retratos perfectamente definidos. La dignidad de algunos y la falta de escrúpulos en otros. La vida, como un torrente, avasallando, llenando el montón de páginas (quinientas y pico) de buena literatura que componen esta novela. La que recomendaba Rafa, el librero de La Buena Letra, hace meses. La que leía la mujer de cuarenta años ayer mismo en el banco de madera que hay enfrente de nuestra casa, ajena a la vida que palpitaba a su alrededor. La que os animo -vivamente- a leer desde aquí.  

martes, 27 de agosto de 2013

El último concierto

Mientras en la calle el verano agoniza y el sol intenta por todos los medios no perder la fuerza de las últimas semanas, en el interior de la sala de cine es pleno invierno y las calles de Nueva York están cubiertas de nieve. Y cuatro personas, tres hombres y una mujer que conforman un cuarteto de cuerda, ensayan el que será su próximo concierto. Aparentemente, todo va bien, pero algo falla, algo empieza a fallar. Surgen los primeros síntomas de la enfermedad del Parkinson en uno de ellos -las manos que no pueden seguir la velocidad de las manos de los otros, los dedos que se contraen y se pierden-, y con ella, con esa enfermedad, los problemas. Los recuerdos, los fantasmas, las traiciones, las discusiones, los enfrentamientos... De un problema van surgiendo otros, como siempre. Cada personaje, con los suyos. También entre ellos surgen las polémicas: se muestran enfrentados, dolidos, decepcionados, hastiados. Esa relación, aparentemente idílica que los unió durante 25 años, empieza a resquebrajarse por diferentes motivos. "El último concierto" es una historia triste, sí. Triste y real y cercana. Contada con sobriedad, sensibilidad y elegancia. El genio de Beethoven, al fondo. Una y otra vez. Calmando los ánimos, serenando el ambiente, haciendo que las cosas, en la medida de lo posible, puedan volver a su sitio. A un lugar parecido al que una vez pertenecieron,  aunque, tras las polémicas, ya se sabe que nada puede volver a ser igual. Ese último concierto está por venir, a la vuelta de la esquina, cuando finalicen los ensayos y las cosas entre ellos, los cuatro componentes del grupo, se vayan serenando. Todo puede ser posible, menos lo que devaste la enfermedad. Nada importa ya salvo eso, las inesperadas enfermedades. Ni las traiciones ni las deslealtades, ni las discusiones ni los enfrentamientos. Todo eso puede pasar (si todo el mundo pone de su parte). La enfermedad, no. Es lo único que está claro y contra lo que no se puede luchar, por mucho empeño que se ponga. 
Todos los actores están espléndidos. Christopher Walken, en un personaje tan diferente a todos esos que componen su extensa carrera, muestras aquí su confusión y su dolor y su fragilidad por la aparición de la enfermedad y la esposa ausente. Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener y Mark Ivahir no se quedan atrás. No sólo forman parte de ese cuarteto de cuerda, sino que son un grupo de actores cuya unión hace crecer chispas o complicidades, según el momento. Cuatro intérpretes de primer orden, aunque esto no es decir nada nuevo.
Llega el último concierto, sí. Y la vida sigue su curso. Beethoven sigue aliviando el dolor. Sales a la calle y las calles no están nevadas ni la ciudad en la que te encuentras es Nueva York (aunque sea una ciudad muy especial también para ti). Pero no importa. Por unos momentos, todo eso ha sido posible. Y sigue siéndolo durante un buen rato. Mientras la película sigue dando vueltas por la cabeza: la historia de esos cuatro personajes y la música del genio que interpretan. La magia del cine. Esa magia única, fascinante, sin la que sería muy difícil enfrentarse a las dentelladas de la propia vida, que sigue viva. Muy viva.  

lunes, 26 de agosto de 2013

Verano en retirada

Hay un día en el mes de agosto en el que, al levantar las persianas y abrir la ventana, descubres que el fin del verano está próximo. Es un día extraño, un tanto melancólico, que anuncia ya la inminente llegada del otoño y esa persistente sensación de que el año comienza realmente el 1 de septiembre y no el 1 de enero como marcan los calendarios, después de un absurdo atracón de uvas. El aire se vuelve más fresco y en él se adivinan las sombras de los días que vendrán, de las incógnitas que el paso de los días irá despejando, con mayor o menor fortuna. El futuro, a la vuelta de la esquina. El futuro, agazapado en su misterio. El futuro, simplemente. Quién sabe lo que sucederá en las próximas semanas, en los próximos meses. Una incógnita. Otra más. Ese día del mes de agosto ya ha hecho su aparición. Este último domingo, al levantar las persianas y abrir la ventana, el aire remitía al final del verano. Y con la llegada de este día, al leer los periódicos, una pésima noticia. El cierre de los cines Marta, en Avilés. Los únicos que había en la ciudad. Siempre produce mucha pena que sucedan cosas así. Demasiadas cosas ya cerradas. Cines, cafés, periódicos, librerías... Malos tiempos para la cultura. Malos tiempos para todo, en realidad. Y toca vivirlos. Poner cara de ánimo cuando el panorama va siendo tan desolador y el futuro tan incierto. Hay días en que esa sensación, la del completo desánimo, se instala en nosotros con la misma fuerza de la naturaleza que transforma una estación en otra. Pero hay que seguir, lo sabemos. Como la naturaleza -con su fuerza y su misterio- sigue su propio ciclo y las camisas de manga corta darán paso -en breve- a las primeras chaquetas, al cálido y reconfortante roce de la fina lana en la piel. La vida continúa. Y habrá que ir llenándola de lo mejor que encontremos a nuestro alrededor. Esquivar los desánimos como el que esquiva a su enemigo. Resistir. Seguir haciéndolo. Y recordar, aunque en la cabeza empiece a revolotear la nostalgia. Recordar, por ejemplo, que muchos tuvimos la suerte de conocer esos cines que van a desaparecer definitivamente. El olor de los cines de la Cadena Clarín, la intimidad de sus  salas, la emoción antes de que empezara la película, las películas de autor que tantas veces proyectaban... Todo eso. Otra manera de entender el hecho de salir de tu casa y ver una película en una pantalla grande. Una manera de entender las cosas que ya no será posible llevar a cabo. Como no lo es, desde hace tiempo, desde que cerraron todas las salas de aquí, en Oviedo. Quizá aquello era el principio de todo este desastre y no lo sabíamos.
Y recordar otro verano, algo insulso, que se va quedando atrás. Recordar las lecturas y las películas que hemos visto. Las risas y las comidas familiares. Los refugios que nos buscamos. Y los paseos por la playa, cuando las circunstancias lo permitieron, haciendo planes, olvidando todo lo demás. Como si, por unos instantes, estuviésemos en otro lugar. Como si hubiésemos vivido otro verano diferente.
 

jueves, 22 de agosto de 2013

Inventar la realidad

Dice el gran Gonzalo Suárez que hay que inventar la realidad, igual que la inventábamos de niños. No puedo estar más de acuerdo. Sé que, a estas alturas, es más difícil, pero ¿qué no lo es? En realidad, quizá más aún en la adolescencia que en la niñez, ante aquel paisaje gris que no se correspondía en absoluto con nuestros deseos e inquietudes, algunos era lo que hacíamos. Inventar la realidad. Colorearla. Darle sentido. Nada como la literatura y el cine para ello. No sólo cuando estábamos leyendo o viendo una película en la penumbra de una sala o del salón de la casa de nuestros padres, sino después. Cuando ya habíamos cerrado el libro o los títulos de crédito habían aparecido en la pantalla y sonaba una música y las luces de la sala empezaban a encenderse, o nuestro padre irrumpía en el salón para decirnos que ya era hora de que nos fuéramos para la cama. Ahí venía lo bueno. Ahí siempre salían las cosas como tú querías, como deseabas. Inventando la realidad. Coloreándola. Dándole sentido. No había mejor cosa. Escribiendo, claro, también inventabas la realidad, la que a ti te interesaba. Qué placer. Habitar en aquellos mundos que imaginabas y plasmabas en un papel. Ahí podía suceder todo lo que revoloteaba por tu cabeza. No había límites. El resto del mundo podía quedarse fuera, donde mejor le apeteciese, no me interesaba. Que un chico te gustaba y no te hacía caso o no era gay, qué importaba (bueno, sí importaba), en la historia que tú inventabas, aunque terminase mal (dependiendo de la tendencia al drama del momento), sí lo hacía.
He pensado en ello estos días en los que Robert De Niro ha cumplido 70 años (qué vértigo, el tiempo, una vez más). Hace 20 años, más o menos, había un chico mucho mayor que yo que me gustaba y que se parecía a Robert De Niro. Nunca me hizo el más mínimo caso. Cosas que pasan. Pero no importaba (bueno, sí): ahí estaba el verdadero, en la sala de cine, esperándome. A mi amiga María, que también estaba enamorada de Robert (del auténtico) y a mí. No había película suya que me perdiese. El Robert De Niro auténtico me hacía olvidar al otro, que, si me fijaba bien, tampoco se parecía tanto. Luego, en mis relatos, en la imaginación, volvía a parecerse. Y mucho. El chico que me gustaba era un calco del auténtico Robert (se parecía bastante, siendo sinceros). Y así, la realidad, la que inventaba por las noches, hacía que la otra, la que tocaba vivir, fuese más llevadera. Todo el mundo ha pasado por ello, supongo. Cuando, a principios de mes, me compraba el Fotogramas y anunciaban una película de De Niro, no hacía más que contar los días para ir a verla. El viernes, en la primera sesión, allí estaba yo. Era uno de esos actores que, hiciese lo que hiciese, nunca dejaba de ir a ver sus películas. Por sí mismo y por la fantasía que me provocaba. Durante un tiempo, siendo honestos, más por la fantasía.
Los años fueron pasando y Robert De Niro fue envejeciendo y el chico que se parecía a Robert De Niro, también. Luego, reales o platónicos, vinieron otros amores (¡qué lejano parece todo eso!). Pero ésa ya es otra historia. Quizá algún día la escriba: inventando la realidad, desde luego.

martes, 20 de agosto de 2013

El beso que no fue gay

El beso en los labios de las dos atletas rusas parecía mucho más que un simple beso. Era un grito. Un grito hermoso y revolucionario, silencioso y rotundo, que decía lo que miles de palabras no podrían expresar con la misma eficacia, con la misma contundencia. El mundo, a sus pies, captando ese grito, ese gesto. Una escenografía simple y directa, sin mordazas, sin imposiciones (o arrancándoselas de cuajo). Un gesto improvisado (o no tanto) contra el fascismo, frente a las cámaras y frente al mundo, libre de amenazas. Libre: un gesto libre, sin más. Un basta ya. Un ya está bien. Un puñetazo en el comportamiento de los homófobos, de los intransigentes, de los que machacan niños en las escuelas, de los que torturan gays y los exhiben en Internet como el que exhibe su último amor, los poemas que ha escrito, el perro que ha adoptado o los bonitos zapatos que se acaba de comprar. Un golpe certero contra los que consienten leyes con las que no todo el mundo puede disfrutar de los mismos derechos. Contra los que quieren hacernos retroceder todos los pasos que hemos avanzado con la ayuda de algunos políticos decentes y de una ciudadanía aún más decente. Todo eso, sí, parecía el beso de esas dos muchachas rubias, con sus medallas en el pecho, con la alegría del que ha competido y ha resultado vencedor. Pero no. No se trataba de nada de eso. Era un beso, un simple beso de afecto, un gesto habitual de saludo en su país. Un fiasco para todos los demás. Para los que pensamos que aún queda mucho camino por recorrer y que hay que recorrerlo, pese a quien pese, que no hemos llegado hasta aquí para ver estas cosas ni para consentirlas.  
Muchas veces pienso en lo estupendo que sería que se detuviese el reloj en multitud de ocasiones. En esos momentos de felicidad, de esperanza, de preparativos. En los mejores momentos. Detener ahí el reloj y disfrutar por más tiempo del que se nos concede de las sensaciones placenteras que estamos viviendo. Ahí, en esos momentos, con las dos atletas besándose en los labios y todos pensando que se trataba de una reivindicación, es cuando, en esta ocasión, el reloj tenía que haberse detenido. Detener el reloj, pensar que hay gente que sigue luchando (un gesto libre y reivindicativo frente a miles de personas es una buena manera de hacerlo), disfrutar de ese instante por un buen rato. Detenerlo ahí, en la fotografía, olvidarse de todo lo demás, y pensar que nadie nos quitaría la ilusión, que todavía hay gentes que merecen la pena. Pero no. El reloj siguió su curso veloz y enseguida nos dimos cuenta de que todo era tan falso como el mundo que se le desmoronaba a Cenicienta cuando el reloj daba las doce. El elegante vestido se convertía en los harapos de siempre y la carroza en un par de bobas calabazas. Y las atletas rusas dejaban de ser dos mujeres reivindicativas para convertirse, simplemente, en dos mujeres felices por haber ganado sus medallas. Un beso que ya no era un gesto ni un grito. Un beso que era sólo un beso. Y el mundo que siguiese su curso, con las intolerables leyes de su país incluidas. Adiós con las utopías y las reivindicaciones. Adiós con ese instante en el que creímos justo lo contrario, que otro mundo podía ser posible y que alguien con valentía hacía algo por intentarlo. Adiós, adiós. El reloj seguía avanzando y el mundo volvía a ser igual de sucio e injusto. O tal vez, un poco más. Qué pena. Y qué cansancio. Pero, con atletas reivindicativas o sin ellas, la lucha continúa. Que vaya quedando claro.

domingo, 18 de agosto de 2013

Mantén las luces encendidas

Una habitación de hotel. La luz, al otro lado de las cortinas de la ventana, es azulada y fría. Como en los días más terribles del invierno. Como en lo más crudo (en todos los sentidos) de los atardeceres. A esa hora en la que uno no puede evitar hacerse planteamientos, reflexiones. Demasiados planteamientos, demasiadas reflexiones (sin duda). Un hombre -joven, rubio, atractivo- observa esa luz, la del atardecer. En el cuarto de al lado, se encuentra el hombre del que está enamorado. Ese otro hombre no está solo. No, no lo está. Aunque no desvelaré en qué compañía ni circunstancia se encuentra. No puedo hacerlo. Estoy hablando de una película y no conviene desvelar estas cosas. Sólo diré que  se trata de uno de los momentos más dolorosos que he visto últimamente en una película. Más sobrecogedores. Uno de esos momentos que, apenas sin palabras, reflejan a la perfección la capacidad de algunos seres para amar y la de otros para no hacerlo. O no hacerlo, ni de lejos, en idéntica medida. Como la vida misma, aunque reflejado ahí, de esa forma, en la película, conmueva de una manera especial, hayas vivido o no una historia similar. Se trata de "Keep the lights on", de Ira Sachs. Dos hombres buscan sexo y se encuentran. Sus circunstancias personales son muy diferentes. Sus mundos, opuestos. Vuelven a repetir el encuentro sexual. Luego, comienza una relación que durará varios años. Las cosas se complican. Las cosas nunca son fáciles: ni en la vida, ni en el cine que intenta reflejarla sin adornos, sin florituras, sin falsos envoltorios. Los dos hombres van descubriendo esas dificultades. Sobre todo, ese hombre -joven, rubio, atractivo- (un Thure Lindhardt espléndido) que, en un momento dado, se encuentra en esa habitación, observando la luz del atardecer, padeciendo los estragos de una entrega absoluta: la otra cara del amor. Esa cara tan helada como la propia luz que se vislumbra al otro lado de las cortinas y que muerde con la misma ferocidad que si nos adentráramos en ella completamente desnudos, despojados de toda protección, sin abrigo ni zapatos.
Es una película triste, sí. Una historia de amor difícil, dolorosa, arriesgada. No es la primera vez que se cuenta una historia así, no importa que se trate de un amor homosexual o heterosexual. El cine, como la vida, está llena de ellas, de esas historias, ¿y qué importa? Es una película que merece la pena, que te revuelve los sentimientos, que emociona. Que no deja demasiado espacio para la esperanza. Pero eso ya lo sabíamos, ¿verdad?

martes, 13 de agosto de 2013

La figura de la madre

En uno de los relatos de "Compañeras de viaje", Soledad Puértolas escribe: "Después de la muerte de mi madre, se me han ido las ganas de vivir. Siento una pena tan profunda que no puedo llamarla pena, sino dolor". Pienso en estas palabras mientras la mujer -simpática, dicharachera, cercana- a la que acabo de conocer en una comida entre amigos, me cuenta la historia de la suya, de su madre. Era una mujer alegre, divertida, siempre rodeada de sus hijos y sus nietos, con ganas de preparar comidas, meriendas, cumpleaños, tertulias, lo que fuese para estar con su familia, para reunirla en torno a ella. Una madre, me dice la mujer que me relata esta historia, que se fue demasiado pronto, con setenta y cinco años, hace tres veranos. ¿Verdad que era demasiado joven para estos tiempos? Escucho con atención esta narración y pienso en la palabras de Soledad: no sólo en esas, en las que antes mencioné, sino en las que escribió en un libro sobrecogedor tras la muerte de su propia madre. Al principio, prosigue narrando la mujer, te quieres morir. Durante un año largo estás así, con ganas de morirte, de no hacer nada. Todo se vuelve confuso, oscuro, difícil de llevar. No hay consuelo posible. Luego, añade, ya sabemos que el tiempo va cicatrizando las cosas, que hay una familia por la que tirar y que también tira de ti. No queda otra. Si no fuese así, estaríamos todos muertos en vida, vagando como fantasmas, como almas en pena, ¿no te parece? Asiento con la cabeza y pierdo la mirada entre las montañas que rodean esa idílica casa donde hemos pasado el día degustando manjares en tan buena compañía, en el sol que ya se va ocultando poco a poco y que deja en el ambiente una sensación parecida a la de los primeros días de septiembre, ya tan cercanos. Oigo el murmullo de las conversaciones: las risas que llegan, amortiguadas, a mi cabeza, que, en esos momentos, está en otra parte, en la historia que esa nueva amiga me acaba de contar. No puedo evitarlo. Es una historia común, lo sé. Todo el mundo, según se va acercando a una edad, tiene que pasar por ello (si no tuvo la desgracia de hacerlo antes), aunque no queramos detenernos mucho en ese pensamiento. En ese momento terrible que el futuro nos deparará, más tarde o más temprano, inevitablemente. A veces, tampoco es posible evitar esos pensamientos. Pensar en el miedo. Como cuando éramos pequeños y no podíamos dormir y nos asustaba terriblemente el hecho de pensar en la enfermedad o la muerte de nuestros padres. Sí, como entonces. En el fondo  -¡qué importan los años transcurridos!-, nos sigue asustando de igual manera.
Trato de evadir todos esos pensamientos. Bebo un sorbo de mi copa. Y trato de atrapar el hilo de otras conversaciones. La luz de ese último rayo de sol que se oculta entre el tejado de la casa, entre los árboles, entre las montañas. Esa luz, ya moribunda.     

domingo, 11 de agosto de 2013

Las fotografías de Karen Black

Con el primer café en la mano, siendo aún muy temprano, leo la noticia de la muerte de Karen Black. Su rostro -bellísimo- aparece en todos los periódicos digitales, en el rincón donde van apareciendo las noticias de última hora. Rodeada de actrices y directores, o en solitario. En una etapa u otra de su vida, en una película u otra: siempre resplandeciente, luminoso, acaso con la mirada un poco triste, un poco perdida. La mirada de una de esas personas que a veces, cuando las asalta el disparo de la cámara, parecen estar pensando en otra cosa, en sus cosas, ajenas a la luz, al fotógrafo, a lo que las rodea. Karen Black, una mujer bellísima y una espléndida actriz que supo aprovechar con determinación cada una de las buenas oportunidades que tuvo, que no fueron demasiadas, todo hay que decirlo. Sobre todo, en el último tramo de su carrera. A Karen no le ocurrió como a otras actrices de su generación que, en ese último y complicado tramo, apareció una serie importante o una película con un director destacado que las rescató de ese medio olvido. Sin embargo, no dejó de trabajar hasta el final: cantando, escribiendo guiones, actuando en pequeños teatros, en vídeos musicales, en películas que no estaban a su altura... Disfrutando de su trabajo, pese a todo, con resignación y sabiduría. Con esa sabiduría del que sabe perfectamente en qué consiste todo esto. Arriba u abajo, y no importa mucho el talento que poseas. Pienso eso viendo alguna de sus últimas entrevistas, donde aparece risueña, alegre, divertida, imitando las voces de algunas de las personas con las que había trabajado en el pasado, sin perder esa mirada que, a ratos, pese a estar pasándolo bien (aparentemente), parece, como decía antes, un poco triste, un poco perdida. Ausente. Puede que, finalmente, ése también fuese uno de sus encantos. Y no el menor. Parte fundamental de su misterio.
Continúo viendo sus fotografías, con esa mezcla de nostalgia y emoción que siempre trae el hecho de ver imágenes de otra época que forman parte de tu vida, y me encuentro con la más terrible de todas. Una estampa de Karen (que ella misma o su marido colgaron en su propio blog) realmente tremenda. Karen, con un jersey blanco y una especie de bata rosa de hospital debajo, tumbada sobre una cama. Con muchísimos kilos de menos, apenas unos pocos huesos y una piel arrugada, casi sin pelo, aquel pelo tan espectacular  que poseía le pusiese el color que le pusiese, y una aguja en su brazo izquierdo. La imagen de una mujer absolutamente devastada por la enfermedad. Sin embargo, mira a la cámara y sonríe. No deja de hacerlo, sonreír. Como en sus mejores tiempos. Los tiempos de la fama y los aplausos. De la belleza y la demostración del talento. Los tiempos de "La trama" y "Come back to the Five and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean", de "El Gran Gatsby" y "Five easy pieces". Y las ganas de hacer muchas cosas importantes, las que fueran llegando. Ahí está la gracia (y la crueldad) del destino. Y su mirada, en esta última fotografía, también parece un poco perdida, un poco triste. Ausente. Como si quisiese, quizá ahora con más motivo que nunca, estar ya en otra parte, en ese lugar en el que, en las fotografías de los años gloriosos, en todas ellas, soñaba con estar cuando el flash de la cámara inmortalizaba aquel momento. Todos aquellos momentos que permanecerán en nuestra memoria hasta donde ésta alcance.

jueves, 8 de agosto de 2013

La risa, concepto indispensable

Ayer, desde su blog, Maruja Torres nos recordaba aquella sección -Hogueras de agosto- que escribía en la última de El País durante este mes. Eran textos irónicos, mordaces, salvajes, demoledores o entrañables, según el caso. Casi siempre su manera de ver las cosas, de sacarle punta a todo, de afilar los colmillos y el lápiz, te llevaba a la risa. A la carcajada, incluso. Es uno de los talentos de Maruja: esa capacidad de observar el mundo y de reírse. De darle la vuelta a todo y provocarnos la risa, la carcajada. Siempre con inteligencia y estilo. Supo hacer suyas aquellas célebres palabras de Mae West: cuando soy buena soy muy buena, pero cuando soy mala, soy mejor... Y Maruja sabe ser buena (y tierna) cuando toca y mala con los que corresponde, que no son pocos.
Recordé, de pronto, aquellos veranos: en la playa, tumbado sobre la arena o sentado en una terraza sintiendo la brisa del mar y el sol sobre la piel, leyendo a Maruja (era lo primero que hacía nada más adquirir el periódico), divirtiéndome con ella, dándole la razón. Siempre la había admirado, pero aquellos textos me hacían admirarla aún más (creo que es uno de sus mejores trabajos, seleccionando entre los muchos y buenos que nos regaló, que aún sigue haciéndolo desde esas entradas breves y certeras que escribe en su blog) por eso precisamente, por arrancarme la risa. Ah, la risa, ¿qué sería de nosotros sin ella? Aún más en estos tiempos que corren... Hay que imponérselo, como sea, a la hora que sea, con cien euros en la cartera o con uno solo, como si fuera algo tan necesario como el aire que respiramos, el agua que bebemos o los alimentos que ingerimos. La risa me ha salvado de tantos tramos oscuros de la vida que no sería justo dejar de recordarlo. Hoy y siempre. Quizá hoy más que nunca. La risa me salva en estos momentos tan difíciles también, justo es reconocerlo. Como a tantas y tantas personas... Unas risas y todo se ve de un modo diferente, aunque los problemas sigan ahí, que siguen, los muy cabrones. Maruja, desde su blog o sus redes sociales, me sigue haciendo reír. Mi hermana, tan salvaje en ocasiones (la vida y sus circunstancias es lo que tienen, que te vuelven cada vez más salvaje con el sentido del humor), también. Íñigo me hace reír cada día. De todas sus virtudes, que no son pocas, ésa es una de las que más me gustan. La capacidad que tiene de hacerme reír. Fue así desde el principio, desde que nos conocimos. La risa siempre estuvo presente, y ahora, con más motivo. Sin ella, estaríamos perdidos. No me cabe la menor duda.
Han pasado muchos años desde aquella mítica sección -Hogueras de agosto- que ayer Maruja recordaba. Muchos años y muchas cosas. Cosas nuevas y cosas que se repiten. Pero seguimos aquí, y seguimos riéndonos. A pesar de las decepciones, los desengaños, las enfermedades, los políticos, la crisis, el euro en la cartera y demás zarandajas. Y será así, no lo dudo, hasta el último aliento, que espero que vaya acompañado de una sonora carcajada.   

martes, 6 de agosto de 2013

Los guardianes

El perro -grande, marrón, muy inquieto- daba vueltas alrededor de la mesa de la terraza donde estaba sentado su dueño, justo enfrente de la mía. Aún no eran las once de la mañana. El sol iba y venía. Estaba esperando a mi hermana, tomando un café y leyendo el libro que acababa de sacar de la biblioteca, "El guardián invisible", de Dolores Redondo. Llevaba meses esperando por él, de hecho lo tenía reservado en la biblioteca del Fontán, pero, casualidades de la vida, tuve que ir a buscar otro libro a la biblioteca del Naranco y allí me encontré con la novela de Dolores, en la mesa de las recomendaciones de los usuarios de la propia biblioteca. Sentado en aquella terraza, no podía abandonar la apasionante lectura que tenía entre manos, sin embargo, de cuando en cuando, me resultaba imposible no apartar la vista de aquel hombre, de unos sesenta y pico o setenta años, y de su enorme perro de color marrón, que dejó de dar vueltas alrededor del dueño cuando el camarero les trajo una botella de agua helada y un cuenco plateado para que el perro pudiese beber cómodamente, algo que hizo nada más que el hombre apoyó en el suelo aquel cacharro con el agua helada.
-Es un perro muy bueno, muy cariñoso... -dijo el hombre dirigiéndose hacia mí.
-Sí, eso parece -le repliqué.
Y hundí de nuevo los ojos en el libro. En la apasionante historia de esa inspectora, Amaia Salazar, que tiene que investigar el caso de unas niñas que aparecen asesinadas en extrañas circunstancias. Una magnífica novela, donde, junto a los tramos de la investigación, vamos descubriendo las debilidades, los miedos, los fantasmas y los anhelos de la propia inspectora y de su familia: todo perfectamente hilado. Una voz, la de Dolores Redondo, que dará mucho que hablar. Estoy seguro.
De repente, escuché de nuevo la voz cavernosa de aquel hombre -la voz de un hombre que había fumado mucho en su vida, sin duda: que, tal vez, siguiese haciéndolo- dirigiéndose hacia mí.
-Lo tengo desde que me quedé viudo, ¿sabe?
Sonreí. Eso está bien, le dije.
-Mi mujer se murió de cáncer, hace dos años, algo espantoso, terrible... -confesó. Y desde entonces es mi única compañía. No tuvimos hijos y ya no tengo familia ni amigos: todos están muertos... Así que él -dijo, señalando al perro- es mi única familia, lo único que tengo... Freddy... Paseamos mucho, sobre todo por las mañanas... Él me cuida a mí y yo le cuido a él... Freddy... Espero morirme antes que él. No podría soportar más pérdidas...
Y el perro, al escuchar de nuevo su nombre, se puso a dar saltos y ladridos a su alrededor.
Qué casualidad, pensé. El perro se llamaba como uno de los protagonistas de la novela que estaba leyendo. Curiosas coincidencias. No es que se tratase de un nombre excesivamente original, pero la coincidencia me sorprendió.     
El hombre se levantó. Me deseó un buen día y se marchó con el perro revoloteando a su alrededor, apurando el agua que quedaba en el fondo de la botella. Cuando descubrí a mi hermana, a lo lejos, observé que se detenía unos instantes para acariciar al perro, algo que nunca puede evitar hacer.
-Se llama Freddy -me dijo cuando llegó a la mesa donde la esperaba- ¿No es precioso? Algún día tendré uno parecido...
-Lo sé -le contesté.
-¡Bah!, aunque yo nunca llamaría a un perro así...  Freddy, ¡qué absurdo! ¿Qué libro estás leyendo?

lunes, 5 de agosto de 2013

Una adorable criatura

Mientras el mundo se derrumba y la melancolía nos acecha, ¿qué mejor opción que ver una película de Marilyn? Una cualquiera, la que sea. Un homenaje -otro- para recordar que ya han pasado cincuenta y un años desde su muerte. No importa. El mundo se derrumbará (ya lo está haciendo), pero ella no. Ella permanecerá subida a sus tacones y a su talento de gran cómica. Su manera de sonreír, de caminar, de hablar, de mover los ojos, de transmitir alegría o tristeza, euforia o decepción... Todo eso es tan potente que permanecerá. ¡Esa manera de expresar la fragilidad en un cuerpo tan sexy, tan rotundo, tan espectacular! Nadie como ella supo hacerlo de ese modo. Han pasado cincuenta y un años y no hemos conocido a nadie que, ni de lejos, pueda evocarla. Marilyn, como tantas otras, fue única. Y supongo que es mejor que siga siendo así. Mientras haya deuvedés, habrá esperanza.
Qué lejanos aquellos tiempos en los que veíamos las películas en las cintas de los vídeos VHS. Los tiempos de nuestra primera juventud. En la noche, cuando todos dormían, volvían a aparecer en la pantalla todas estas mujeres que nacieron para convertirse en mitos inmortales. Antes de eso, como mi padre no quería comprarnos un aparato de vídeo para que no entorpeciera nuestros estudios, tenía que ver esas películas en casa de mi amiga Silvia. Con ella y con su madre, Loli, que siempre admiró profundamente a Marilyn (y con la que guardaba cierto parecido), vi aquellas primeras películas. Aún no había cumplido los quince años. Por la penumbra de aquel salón, desfilaron todas estas mujeres del cine. Loli nos contaba que la había visto en el cine, en Mieres, muchos años atrás. Pero nunca adelantaba nada del argumento. Sólo comentaba la admiración que, gran cinéfila como era (y sigue siendo), también sentía por ellas. Marilyn se paseaba por allí, con sus andares insinuantes y su fragilidad. (¿Cómo me definirías?, le preguntó un día a Truman Capote. Eres una adorable criatura, señaló el pequeño genio. Así lo cuenta en el magistral retrato -quizá el mejor de cuantos escribió- que el escritor trazó sobre ella). En aquellas tardes, veíamos "Niágara" o "Bus Stop" o "Eva al desnudo". A veces, si al día siguiente no había que madrugar para ir al colegio (¡cómo contrastaba la luminosidad y el talento de aquel cine con la grisura de aquellos curas y aquel paisaje!), veíamos dos películas seguidas. Y pensábamos que la vida iba a ser siempre así de fácil, que no habría derrumbes ni melancolías. Ni que nadie iba a arruinar nuestros sueños, los que estaban empezando a llegar. Que apagaríamos las luces y Marilyn o cualquier otro de aquellos mitos del cine clásico que también pasaron por aquel salón, podría solucionarlo todo. Y en parte, es cierto que fue así, que sigue siendo así. Apaguemos las luces y dejemos que esa magia siga funcionando. Es la única que sigue intacta, que nadie podrá arrebatarnos, aunque el mundo se derrumbe y la melancolía nos aceche con sus fauces y sus ganas de incordiar.  

sábado, 3 de agosto de 2013

La cajera

No parecía española, aunque probablemente lo fuese. Desde su puesto en una de las numerosas cajas del supermercado, destacaba por su rostro (muy maquillado, con labios perfilados) y su peinado (rubio y cardado, algo pasado de moda). Era como una de esas chicas que vemos en las cajas de los supermercados de las películas o las series americanas. Una de las chicas más guapas del instituto, de las que todos los chicos se terminan enamorando. Y ellas, finalmente, siempre acaban escogiendo al tipo equivocado. Ese que, en todas las series o películas americanas, se parece a Ray Liotta, aunque no lo interprete Ray Liotta. Ahora, rondando los cincuenta (año arriba, año abajo), aún conservaba algo de aquella belleza. Sus esfuerzos por mantenerla resultaban evidentes. Estaba allí, en la caja del supermercado, pasando los productos -uno tras otro- con desgana, pero era evidente que no quería estar en ese sitio. Su actitud la delataba. El rostro impasible, la mirada helada, las manos que se movían mecánicamente. La manera de hablar, casi en un susurro, sin apenas mover los labios ni un solo músculo de la cara, para decir el importe final de la compra. 20 con 50. ¿Perdone?, exclamó la mujer que revolvía con unos dedos hinchados por el calor y la mala circulación, las uñas pintadas de rosa y con necesidad de un buen retoque, entre las monedas de una cartera que imitaba a las de esa conocida marca que lleva un galgo estampado en la parte delantera. Y la cajera lo repitió con idéntica desgana, sin elevar demasiado el tono de voz. 20 con 50. Definitivamente, aquel no era su sitio.
¿Qué vida se escondía detrás de aquella mujer? ¿Una familia típica? ¿Un divorcio reciente? ¿Unos hijos adolescentes que sólo le acarreaban problemas y discusiones? ¿Un amante absurdo que tampoco le alegraba demasiado la vida? Quién sabe. Desde luego, eso no era lo importante. Lo importante era lo que pasaba por su cabeza. El lugar donde se encontraba mientras pasaba los productos por la caja y los cobraba. Ese lugar donde siempre había querido estar. Nada que ver con el supermercado en el que se encontraba en aquellos momentos. La suerte siempre es caprichosa. La suerte es la que lo determina todo. Quizá únicamente estaba pensando en el sitio donde iba a pasar las vacaciones. Esa playa alejada del trabajo. Faltaban ya pocos días, seguramente. Quince o veinte días que pasarían volando. Una escapatoria momentánea. Pero, cuando la suerte no se pone de tu lado, esas escapatorias momentáneas se convierten en las únicas escapatorias posibles. Y después, a seguir con la función. Es lo que toca. Y ella, la cajera, lo sabía. Nadie llega a los cincuenta (años arriba, año abajo) sin haber aprendido esa lección, por muy lejana que fuese la ciudad en la que imaginariamente se encontraba o muy improbable el sueño que perseguía.

jueves, 1 de agosto de 2013

Aniversario

Entre julio y el aniversario de la muerte de Marilyn, está el aniversario de boda de mis padres, que es, precisamente, hoy: uno de agosto. Cuarenta y tres años de matrimonio. Vértigo da pensar en ello: en la cifra, en la velocidad con la que pasa el tiempo. Las imágenes del día de su boda están muy presentes en mi cabeza porque de vez en cuando echamos un vistazo a las fotos en blanco y negro de ese álbum que mi madre conserva en uno de los altillos del armario de su habitación. Casi todas las bodas son parecidas. La ilusión, el nerviosismo, la incógnita de lo que vendrá después... Todos esos años. Cuarenta y tres, ya digo, en el caso de mis padres. No solemos ponernos tristes ni melancólicos cuando revisamos esas fotos. Todo lo contrario. Es una sensación rara pero placentera, reconfortante. Están ahí, los dos, mis padres, en el álbum, en esas fotografías en blanco y negro, y están aquí, a nuestro lado. No es poca cosa. Si exceptuamos la enfermedad de mi madre, podríamos decir que su vida en común no ha estado mal. Todo lo contrario. Si contamos con ella, con la dichosa enfermedad, no deberíamos quejarnos del todo. Porque, pese a ella, a la enfermedad, mi madre está ahí. Aquí estará dentro de un rato, alrededor del mediodía. Vienen a comer con nosotros. Ése es nuestro regalo: prepararles la comida. Mi madre, que es una estupenda cocinera aunque detesta cocinar (cosa extraña, lo sé), no conoce mejor regalo. No le importa que sea un plato sencillo o sofisticado: eso le da igual. Lo que cuenta es que no lo tiene que preparar. Según van pasando los años, más va detestando el tema de la cocina, qué cosas.
Llegarán alrededor del mediodía y la casa se irá llenando de risas, voces, palabras... Las quejas de mi padre porque nunca quiere celebrar nada (¿son todos los padres de su generación iguales?) y la alegría de mi madre. Aquí (mi padre lo sabe) no hay escapatoria: hay que celebrarlo todo: somos mayoría. Dejar los problemas a un lado. Y descorchar el vino. El de la juventud, que diría el gran John Fante (¡qué prodigio de relatos los que acaba de publicar Anagrama -donde también está publicada el resto de su obra: nadie debería perdérsela con ninguna excusa- bajo ese título precisamente,"El vino de la juventud"!), que cada vez, por tantas razones, va siendo más escaso. Pero hoy no importa nada de eso. Sólo las risas, las voces, las palabras con las que, dentro de un rato, alrededor del mediodía, ser irá llenando esta casa. Las que algún día, tal vez hojeando el álbum de fotografías que mi madre conserva en el altillo del armario de la habitación que comparte con mi padre desde hace cuarenta y tres años, recordaremos.