sábado, 30 de abril de 2011

Asmán

Asmán se acaba de cortar el pelo. Su larga melena se ha convertido, de un día para otro, en un pelo corto, muy corto, con dos mechones un poco más largos en la parte delantera. Y el negro se ha transformado en rojo, en un rojo muy llamativo, nada discreto. Ella, Asmán, no lo es, discreta. No puede serlo. Su cuerpo -altísimo- es espectacular; los rasgos de su cara, casi perfectos; el negro de su piel, muy atractivo. Ah, las pieles negras: qué viveza, qué tersura, qué brillo único. Asmán, que podría haber sido modelo perfectamente, se ha cortado el pelo, sí. Nada ha cambiado. O quizá sí. Cuando uno se corta el pelo de esa manera tan radical es que está buscando algo. Un cambio, el que sea, por pequeño que nos parezca. Asmán, tan bella como inteligente, ha nacido lejos de aquí y ha recorrido muchos lugares del mundo. Hablando con ella, te das cuenta de su cosmopolitismo, de su capacidad de comprender a los demás. Ahora, quizá esté buscando ese cambio, ¿quién, hoy en día, no lo busca? Algo que alegre el espíritu, que provoque la sonrisa, que nos haga sentir un poco mejor. Sólo un poco. Qué larga está resultando esta crisis para todos. Veo a Asmán cada mañana, cuando, después de pasarme horas escribiendo, salgo del portal. El bar en el que trabaja está en la misma acera que nuestro apartamento, al principio de la calle. Cuando paso por delante, muchos días aún no ha amanecido del todo, pero ella ya está poniendo la terraza, haciendo un café, preparando los pinchos para el desayuno, últimando el menú del día, recogiendo los periódicos en el quiosco de al lado o sacando brillo a las copas de vino con un enorme paño blanco. Esté haciendo lo que esté haciendo, siempre levanta la cabeza y me sonríe con complicidad, me saluda con los ojos o con la mano, su hermosa mano negra. Asmán, en los ratos libres, cuando el bar está vacío, se pone las gafas y lee. Le gustan todos los libros, casi todos. Historia, novela, ensayo, filosofía... Lo que sea. Le gustan mucho los relatos de mujeres viajeras. Este año quiere matricularse en la universidad a distancia. Asmán, en esos momentos, con esa dulzura de mujer brava y luchadora, abandona la lectura y me saluda, tenga un buen día o no lo tenga, y ese gesto, a mí, al pasar por delante de su bar, esté o no de buen humor, me alegra la mañana, me reconcilia en cierto modo con la vida, aunque sólo sea durante unos segundos, durante esos breves instantes que dura el saludo, la sonrisa generosa, el gesto cómplice, la hermosa mano negra en alto.

miércoles, 27 de abril de 2011

La Matute

Tantas noches, tantas, leyéndola. Hasta que la voz, enfadada y soñolienta, de mi padre atravesaba la casa para decir que ya estaba bien, que ya eran horas de ponerse a dormir, que al día siguiente había que ir al colegio, o la luz del nuevo día asomaba tímidamente por las rendijas de la persiana. Tantas noches, tantas, sumergiéndome en aquellas historias tiernas, crueles, estremecedoras, repletas de fantasía, delicadeza, desbordantes de imaginación y lirismo. De "Pequeño teatro" a "Paraíso inhabitado", esa obra maestra. Las historias de la Matute, como decíamos, como decían. La Matute, así, sin el nombre, como se denomina a las grandes actrices, a las actrices de verdad, de cine o de teatro, o de ambas cosas, de aquí y de allá, de Madrid, de Londres, de París, de Argentina o del mismísimo Broadway, las que, con su trabajo y su inmenso talento, han conseguido que las llamemos así, por el apellido, despojándolas del nombre. La Maura, la Redgrave, la Deneuve, la Membrives, las Hepburn... La Matute, hoy, al fin, recibe el Cervantes, el gran premio de las letras españolas. La Matute se merece este premio y todos los demás que vengan: el Nobel, un suponer. Por su literatura, evidentemente. Y también se merece el aplauso, el más fuerte, el más sonoro, el más encendido, por esa literatura de primerísimo orden, evidentemente, y por esas palabras tan suyas, refiriéndose siempre a sí misma como una niña rara, diferente, muy imaginativa, a la que no le gustaban las muñecas ni se sentía identificada con las otras niñas, esa niña con ganas de jugar con las palabras, extraña en este mundo, en el mundo de los adultos, con las que muchos de nosotros, sintiéndonos identificados con ellas, con sus palabras, nos encontrábamos menos solos, menos diferentes, hasta que la voz, enfadada y soñolienta, de un padre nos obligaba a dormir o la luz del amanecer entraba por las rendijas de aquella vieja persiana que no cerraba del todo.

martes, 26 de abril de 2011

Virginia Woolf

Ayer, en el Club de Prensa de La Nueva España, después de la presentación de "Literatura y turismo", ese libro sobre libros y viajes con el que la editorial Septem quiere conmemorar sus diez años de andadura, una mujer se acercó y me dió las gracias por mencionar a Virginia Woolf en mi discurso. Me contó que era su escritora preferida y que consideraba que no estaba siendo tan recordada como debía. Hablaba yo de escritores, mitomanías y ciudades, y la mencionaba a ella, a Virginia Woolf, como parte emblemática de cualquier visita a Londres. Allí, en la ciudad inglesa, uno se la imagina, a ella o a la señora Dalloway, que lo mismo da, caminando por sus calles, en un día fresco y soleado, dejando atrás las sombras por unos instantes, envuelta en sus propias ensoñaciones, comprando un ramo de flores amarillas para adornar la mesa de los invitados que vendrán a cenar esa misma noche o para que su olor traspase la entrada de la casa. Mencionaba también la habitación propia que Virginia Woolf, en su memorable ensayo (ese ensayo, "Una habitación propia", que no ha envejecido lo más mínimo), reclamaba para sí misma y para todas las mujeres. Esa habitación imprescindible para leer, para escribir, para trabajar, para coser, para vivir, para asomarse a la ventana, para descansar, para dejar pasar las horas sin más, para evocar, para estar. Para sentirse una persona con identidad propia, para no depender de los demás: maridos, padres, hermanos... Para no depender de nadie. "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción".
Sí, quizá sea cierto lo que decía aquella mujer que se acercó a mí para darme las gracias por mencionar a la escritora inglesa en mi discurso. Quizá no la recordemos tanto como se merece. Virginia Woolf: sus tormentos y su talento. Virginia Woolf: sus ensayos, sus novelas, sus relatos, sus páginas autobiográficas, sus diarios, sus cartas... La minuciosidad de sus textos, de todos ellos; el amor por el detalle, los detalles; las palabras que tan mágica y delicadamente retratan esos detalles. Todo eso está en ella, Virginia Woolf. No conviene olvidarlo. No conviene despirtarse. Hay que seguir luchando para tener esa habitación propia, para conservarla. Aquella mujer, la que se acercó a mí tras la presentación, lo sabía. Seguro que lo sabía. Conservo sus palabras de agradecimiento como un buen regalo. La recompensa para aquel adolescente que, en su habitación, empezó a leer a la escritora inglesa y que, después, en las calles de Londres, en medio de sus brumas o bajo ese sol templado tan característico de la ciudad inglesa, evocó en la figura de ella misma, Virginia Woolf, o de la señora Dalloway, que viene a ser lo mismo.

lunes, 25 de abril de 2011

Elvira Lindo, en el backstage

De repente, la ves. Es una foto luminosa: está ahí, pululando por Internet (está colgada en la página de su editorial, Seix-Barral), y no puedes apartar tus ojos de esa imagen. La escritora, Elvira Lindo, está en Barcelona: ha acudido a firmar ejemplares de su última novela, "Lo que me queda por vivir", a encontrarse con sus numerosos lectores. Abril, 2011. San Jordi, la fiesta de los libros y de las rosas: la cultura a pie de calle, a pleno sol, más que nunca al alcance de todos. (Es la primera vez en ocho años que tal día como ese, el día del libro, no trabajo en una librería: durante todos esos años, ese día siempre fue uno de los mejores, de los más especiales: ay, la gente, que -por fortuna- nunca dejará de sorprenderme). Es, quizá, una foto cogida por sorpresa. La escritora, Elvira Lindo, en una esquina, tal vez a punto de acercarse ya a la mesa donde la espera su público, se perfila los labios, se da los últimos retoques, como si quisiese estar perfecta para recibir con su firma y su sonrisa a los lectores, a todos esos hombres y mujeres que consideramos su literatura una de las mejores de este país. Los labios, bien perfilados. Con ellos así, bien perfilados, se va a cualquier parte. Unas gafas grandes y negras, que recuerdan a las gafas que utilizaba Gena Rowlands en alguna de sus mejores películas (John Cassavetes, los años setenta, las calles de Nueva York, esas calles que Elvira conoce tan bien), ocultan sus ojos, esa mirada suya inquieta y cercana, siempre atenta a todo, con ganas de curiosear, de observar el comportamieto de la gente. Sí, ésa es una de las principales virtudes de la escritora: ponerse en la piel del otro, acercarse a él y comprenderlo. Por eso tantas personas la siguen, la seguimos. Ahí están sus novelas, sus artículos, sus perfiles y retratos de grandes artistas, el lado más humano de todos ellos. El corazón de la gente, sí, al que saber llegar. Ahora está ahí, en la calle, retocándose los labios, dándose el último toque de color, observando su imagen en un pequeño espejo, el bolso colgado en el brazo izquierdo con estilo. Con ese aire a la Gena Rowlands de los setenta, la mejor Gena Rowlands: las gafas, el pañuelo del cuello, el collar de color oscuro: todo con ese aire un poco retro, vintage, que tan bien le sienta. La escritora a punto de recibir a sus lectores, de ofrecerles lo mejor de sí misma: su sonrisa y su literatura. Elvira Lindo, en el backstage, atrapada en ese instante, qué lujo.

domingo, 24 de abril de 2011

El misterio del amor

Un anillo en un dedo no significa gran cosa. Se trata sólo de algo estético: más caro o más barato, más grande o más pequeño, más bonito o más feo. Lo que hay detrás, lo que simboliza, sí. Ésa ya es otra historia. El anillo, grueso y de plata, que va en uno de los dedos de mi mano derecha, no está ahí desde el año pasado, cuando tal día como hoy nos casamos en el ayuntamiento de una de nuestras ciudades preferidas, Gijón, sino que va conmigo desde aquella lejana tarde en la que decidimos comprometernos. Ah, el compromiso. Qué poco se lleva esa palabra. Qué mal se utiliza. Qué importante es, pese a todo, pese a estar tan ninguneada, tan pisoteada, tan olvidada. El compromiso con la familia (la propia o la que uno escoge libremente, o con ambas), con los amigos, con los trabajos, con la pareja, con uno mismo, con la propia escritura... Aquella tarde, la que decidimos comprometernos, estábamos en París, donde pasamos una semana entera, de lunes a lunes. El primer viaje que hicimos juntos, París. Necesitaría algunas páginas para describirla: sus calles, sus olores, sus gentes. Ese punto exacto de elegancia, literatura, sofisticación y decadencia. Nada le sobra, nada le falta. Una ciudad -otra- a la que habrá que volver. Acabábamos de comer y vimos esos anillos, los dos en plata, uno más ancho que el otro, en una lujosa joyería enfrente de aquella terraza. Eran unos anillos caros (en París, ¿qué no lo es?), pero el vino que nos habíamos tomado -un excelente Burdeos- con la comida ayudó a disipar las dudas en menos de un minuto. Desde entonces, están en nuestros dedos. Dos anillos de plata, uno más ancho que otro. Como algo estético, sí, y, también (y esto es lo más importante), como símbolo de un compromiso, el nuestro, libremente escogido. Cuatro años de compromiso. Lo más hermoso de este tipo de compromisos, a diferencia de otros que te vas encontrando por el camino, es la libertad con la que los escoges. El viaje nunca es sencillo: siempre por asuntos externos, ajenos a nosotros, todo hay que decirlo. La vida tampoco lo es, ya lo sabemos. Pero es hermoso, muy hermoso, compartirla juntos. Dos en la carretera. A ratos, el viaje es melancólico como un domingo por la tarde, por diferentes motivos, como lo era aquella película (maravillosa) de Stanley Donen, con Audrey Hepburn y Albert Finney. Casi siempre, divertido, lleno de momentos gloriosos por los que brindar, hay que tratar de ser positivos, que el ánimo y las ganas (por todo) no decaigan nunca. Nunca. Dos en la carretera. Contemplando la vida, dejándola pasar, riéndonos con ella, disfrutándola plenamente, resistiendo sus pulsos, sus extravagancias. El misterio del amor. No hay otro igual.

jueves, 21 de abril de 2011

Veruca

Veruca era la perra que mi hermana, con su novio de entonces, fue a buscar a la perrera municipal. Con ella en brazos, recién rescatada de aquel triste lugar, pasaron a verme a la pequeña librería en la que entonces trabajaba, Aldebarán. Era un día luminoso y ella estaba asustada, temblorosa y sucia, muy sucia. Las lanas marrones de su frondosa mata de pelo estaban pegadas unas a otras, llenas de barro, moscas y excrementos, y olía, lógicamente, fatal. Al parecer, los dueños anteriores la habían abandonado y estuvo deambulando por las calles durante días: perdida, desorientada, muy asustada. No estaba acostumbrada a la dureza de las calles, a esa soledad. Por entonces, como ya he contado en alguna ocasión, yo aún tenía miedo a los animales. Un miedo atroz que estuvo ahí desde siempre, que no sé de dónde venía y que desapareció cuando pasé un año de mi vida viviendo en el campo, en Sariego, rodeado de toda clase de animales: perros, gatos, patos, ovejas, ocas, cabras... Veruca fue uno de los primeros animales a los que me acerqué, que subí a mi regazo, que permití que me lamiesen la cara, las manos, las piernas desnudas. Veruca (su nombre viene de un personaje de Tim Burton, cuya obra, literaria y cinematográfica, mi hermana adora incondicionalmente) era inquieta, juguetona, revoltosa y bonachona. Se hacía querer, se ganaba siempre el cariño de la gente: tan zalamera y entregada era. Lo que más le gustaba del mundo era comer. Y enredarse entre las piernas de los que íbamos de un lado a otro por aquella soleada casa, la que mi hermana compartía por entonces con Álvaro, enfrente del Campus del Milán. En las fiestas que allí hacíamos (siempre hay algo que celebrar), era una más. Le gustaba la gente y estar rodeada de ella. Iba de la cocina al salón, del salón a la entrada para recibir, risueña y muy excitada, a todos los invitados. Siempre estaba alerta por si nos caía algo al suelo: un mejillón, un trocito de queso, de jamón, de tortilla de patatas o de aquella deliciosa empanada que comprábamos en ese sitio que, a vueltas con la crisis, acaba de cerrar. Qué tiempos. Qué lejos y qué cerca están. Cuatro años han pasado ya.
Los recordé ayer, de golpe, cuando la vi correr hacia mí (me reconoció enseguida), con sus ladridos más alegres y encendidos, con sus pasos un poco torpes (le siguen sobrando algunos kilos) y muy graciosos, subirse por mis piernas, reclamando -como siempre- su ración de mimos y caricias, con ganas de jugar. Veruca, testigo de una época inolvidable de nuestras vidas, también del comienzo de aquel amor, el nuestro, cuatro años ya. Cuatro. Qué vértigo.

martes, 19 de abril de 2011

Stella

Ése era su nombre de guerra, Stella. No era que conociese a la hermana de una de las mayores heroínas de Tennesse Williams, no: se lo había puesto por Stella Stevens, a la que había visto una aburrida tarde de domingo en una película del oeste que habían puesto por la televisión y de la que ni siquiera recordaba el título. Vivía en un apartamento muy pequeño del centro. Su hijo, de siete años, dormía en el sofá de la sala. Algunas noches, el niño se despertaba asustado, después de soñar con alguna pesadilla, y se metía en la cama con su madre. A la madre le encantaba dormir con el niño, sentir el olor de su piel muy cerca, pero no le gustaba hacerlo en aquella cama, la misma donde recibía a sus clientes. No soporto este apartamento, tan diminuto, decía. A veces les ruego a los hombres que no hagan demasiado ruido, por el niño, les digo. Algunos me hacen caso y otros, no. Hay mucho cretino suelto por ahí, qué te voy a contar. El niño nunca pregunta nada. Le digo que no salga de la sala mientras estoy reunida con alguno de aquellos señores en la habitación. No, nunca hace preguntas. Ninguna. Se queda en silencio, en la sala, haciendo los deberes o viendo la televisión. Le gusta mucho leer, ¿sabes? Y las matemáticas, también. Aprendió a sumar y a restar muy pronto. Yo no soportaba las matemáticas, añadía. En eso es igual que su padre. Al principio, pensé que iba a ser un error, el mayor de mi vida, pero eso sólo fue al principio. Ahora no concibo mi vida sin él, pobre hijo mío. Por él estaría dispuesta a ponerme a fregar, que es lo peor que llevo en este mundo, fregar la mierda de los demás, eso sí que no. Me gustaría tener otro trabajo, claro, cualquier otro menos ése, fregar. Mi madre se pasó la vida haciéndolo y no quiero terminar así, con aquellas manos ajadas, la piel cuarteada y con aquel olor a lejía siempre en el cuerpo, imborrable. Aún ahora, que ya no puede fregar, sigue oliendo a lejía. No hay crema hidratante que pueda con ese maldito olor. Aunque le pusiese el bote entero: ni así desaparecería.
Stella, por Stella Stevens. La conocí una noche, hace mucho tiempo ya, era su día de descanso y estábamos en el mismo bar. Empezamos a hablar y, de repente, me propuso subir a su apartamento, el niño, hoy, está con sus abuelos. Está bien, le dije, subiré y seguiremos hablando. ¿Acaso hay algo mejor que eso?, preguntó. Y soltó una sonora carcajada, echando aquel pelo tan bonito que tenía hacia atrás.

lunes, 18 de abril de 2011

Días en Navia

Dos días en la feria del libro de Navia. Buen tiempo, contacto con los lectores, nuevos descubrimientos. Todo ello frente a la ría. Un pequeño bosque al otro lado del agua; casas rehabilitadas, recién pintadas con vistosos colores; el sol calentando con fuerza: un paisaje incomparable, como de cuento con final feliz. El primer día, el sábado, Celes, la responsable de cultura, decidió que Carmen Amoraga, que venía a presentar su novela "El tiempo mientras tanto", finalista del último Planeta, y yo, que iba con "El extraño viaje", hiciésemos una presentación conjunta. Resultó buena la química desde el principio. Hablamos cada uno de nuestros respectivos libros, de cómo había sido el proceso de creación, y luego, entramos en un pequeño debate sobre la literatura, sobre los lectores, sobre la cercanía que considerábamos necesaria con el público. Esos lectores que, sin conocerte absolutamente de nada, se reconocen en lo que has escrito y se acercan, tímidamente o pisando fuerte, o te mandan correos (gracias a todos, una vez más) para decírtelo. Sin duda, la mejor recompensa.
Carmen Amoraga, qué hallazgo. Después de la presentación, durante la comida, se mostró cercana, encantadora, abierta, comunicativa, simpatiquísima. Sabe de literatura y conoce a los escritores, a casi todos: a los campechanos y a los que no lo son tanto. Hablamos de esto y de lo otro. De literatura y literatos. Y, ¡cómo no!, del buen comer y del buen beber. Ay, esa buena vida que nos pierde... También hablamos de Elvira Lindo, de lo encantadora que es, del prólogo que escribió tan generosamente para mi libro (y que Carmen, tras hacerse con él, se apresuró a hojear), de que el martes recogerá en su pueblo, Picaña, donde ella, Carmen Amoraga, es concejala, un premio. Curiosas coincidencias.
A veces, en medio de unos vaivenes y otros, del trajín de ir y venir, de las cosas que resultan y las que no resultan, la vida te ofrece deliciosas sorpresas. La de este fin de semana, en Navia, fue una de ellas.

jueves, 14 de abril de 2011

Maneras de estrella

La otra tarde, después de ver la última película de Catherine Deneuve, me acordé de ella. Loli tiene algo de Catherine, como tiene algo de Marilyn Monroe y de Sara Montiel, a las que, como es lógico, dada su entusiasmo por el cine clásico, adora. Loli no es de mi familia directa, sino que pertenece a ese grupo de personas que uno decide con absoluto convencimiento que formen parte de su familia real, de esa con la que mantiene toda clase de filias y complicidades. La verdadera familia es la que formas tú con quien tú libremente decides. La que está ahí, aunque no te veas todos los días ni todas las semanas, en lo bueno y en lo malo. La que respeta tus decisiones, la que aconseja, la que no juzga. Loli y su familia estuvieron en mi boda con Íñigo, hace casi un año ya, que es más de lo que puedo decir de algún miembro de esa familia que me fue impuesta, que no asistió por el puro prejuicio que aún tienen algunas personas al ver a dos personas del mismo sexo casarse. Ella y su marido eran amigos de mis padres antes de que ninguno de nosotros, sus respectivos hijos, hubiésemos nacido. La amistad perduró en el tiempo y se afianzó. Con Loli siempre tuve (y sigo teniendo) esa complicidad especial que uno mantiene con los buenos amigos. Una parecida manera de ver las cosas, de entender el mundo, de estar en él. El amor por el cine y la admiración por sus mujeres maravillosas, por esos actores -con Marlon Brando a la cabeza- que ya no existen, por los buenos vinos (también por los espumosos, llegado el caso), por las ciudades alejadas de la nuestra y por la buena vida. Disfrutamos tanto cenando en un buen restaurante como dejándonos seducir por una buena película en pantalla grande, que es donde se deben ver las películas. Todas aquellas películas que veíamos en los cines al lado de nuestras casas, tantas tardes. Y que luego comentábamos, aún emocionados, con esa emoción única que es patrimonio de quien ama el cine profundamente, delante de un vino o de una copa de champán. Siempre en los bares, con ganas de lucirnos y de estar ahí, alternando. La casa siempre se nos caía encima, y nos sigue cayendo, qué le vamos a hacer. Danos una calle, una barra y una charla y somos felices, tampoco es pedir tanto, ¿no?
A mucha gente, entonces, le parecía raro que ella, algunos años mayor, y yo tuviésemos aquella amistad. Una mujer casada y un chico joven. Como la señora Robinson y aquel muchacho que siempre permanecerá en nuestra memoria con la cara de Dustin Hoffman, pero sin tensión sexual ni deseo de por medio. Alguna gente, ya se sabe, sacándola de sota, caballo y rey, nada tienen que hacer. La edad ni el sexo no son obstáculos para que dos personas tengan un universo de cosas en común. Una amistad. Parece una obviedad decirlo a estas alturas, pero parece que aún hay que hacerlo.
Loli, con su carácter abierto, risueño, con un sentido del humor muy peculiar. A mí me hace mucha gracia ese sentido del humor, tan asturiano, por un lado, lleno de refranes que vienen de su madre y de las mujeres de su familia, y tan cosmopolita por el otro: todo ello mezclado con los sueños de visitar con frecuencia París o de conocer a Warhol y su universo. A Warhol le hubiese encantado Loli, no me cabe la menor duda. Como a ella le hubiese encantado asistir a alguna de las fiestas de Andy, en el Studio 54 o donde fuera. Hace unos años, estuvo enferma, muy enferma, y yo no pude estar a su lado tanto como hubiese deseado porque también lo estaba, la depresión es una de las peores enfermedades que a uno le pueden tocar. Y hasta el punto que puede llegar esa enfermedad sólo lo sabemos los que pasamos por ello y los (pocos) que estaban constantemente ahí, a nuestro lado. Ahora vuelve a estarlo. Algo pasajero, aunque igualmente latoso. Por eso hoy quiero recordarla (y recordárselo a ella) como es: risueña, de carácter abierto, con ese amplio sentido del humor. Y con aquel mono de lentejuelas que se puso una Nochevieja (para tomar una copa en algún pub de esta ciudad con la misma naturalidad con la que Liza Minnelli hubiese sacado uno parecido del armario de su madre, la gran Judy Garland: ésa, la naturalidad, y echar a la espalda lo que los demás piensen de esa naturalidad suya, son otras de las virtudes por las que adoramos a Loli), con mucha purpurina en su pelo rubio y en el escote, y que, por un momento, con todo aquel glamour a cuestas me hizo parecer que sí, que, juntos -juntos y diferentes, y orgullosos de ambas cosas-, estábamos a punto de entrar en una de las fiestas de Andy Warhol, en el Nueva York de los ochenta, en el Studio 54 o donde fuera.

miércoles, 13 de abril de 2011

Otra mujer

La mujer es alcohólica. Tiene alrededor de cincuenta años y vive donde yo vivía antes, cerca de la casa de mis padres. La veo muchas veces, en la mañana o en la tarde, depende del día, cuando voy a buscar a mi madre para dar un paseo y tomar un poleo en una terraza de los alrededores. Hoy es uno de esos días. Son las seis de la tarde de un lunes cualquiera y estamos en una de esas terrazas, pese a que el sol ha vuelto a desaparecer y hace frío de nuevo. Mi madre nota la ausencia de ese calor que tuvimos días atrás en las rodillas, en todos los huesos. La mujer está ahí, bajo uno de esas estufas que instalaron durante el invierno en casi todas las terrazas para la gente fumadora. El cigarrillo en una mano, los codos apoyados en una de las mesas altas, los cuellos de la cazadora subidos, bien abrigada la garganta con un pañuelo de marca enrollado con estilo al cuello. La mirada lejana, ausente, perdida en algún punto de su imaginación, probablemente. Fuma despacio, muy despacio, como si no tuviese ninguna prisa. De hecho, no parece tenerla. Ha dejado su copa de vino tinto en la barra, dentro del bar, que está casi vacío a estas horas. No habla con nadie. No sonríe nunca. En este bar, o en cualquier otro, a cualquier hora de la mañana o de la tarde, siempre está sola, sin hablar con nadie. Sólo una vez la vi hacerlo: en un bar cercano, era muy temprano, aún no había amanecido, estaba muy borracha ya, trataba de darle conversación a todo el que se disponía a desayunar a su lado. Un café, una tostada, un pincho de tortilla o de calamares, y ella pidiendo a voces un vaso más de vino: en vaso de sidra, atinaba a decir. Ahora parece ensimismada, perdida en sus pensamientos, fumando. No me ha reconocido. Entra y sale de los bares constantemente para eso, para fumar. Las copas de vino le duran poco tiempo, casi menos tiempo que los cigarrillos. Alguna vez pasó por la pequeña librería en la que años atrás yo trabajaba. Fue una tarde de verano, la humedad de los últimos días de agosto. Sabía de libros, de escritores. Tenía buen gusto literario. Le gustaba la poesía, especialmente. Los poetas alemanes, sí, sobre todos los demás. Me contó que ahora apenas leía, que no podía. No entró en más detalles. Habló de los clásicos que había leído en la biblioteca de su padre durante su juventud. Balzac, Flaubert, Galdós... Y Rilke, claro. Mi padre, suspiró. Se le humedecieron los ojos. Dijo: seguiremos hablando otro día. Y salió de aquella librería. Volvió alguna vez más, pocas. Después de aquella conversación, la vi en la misma terraza en la que está hoy. En la que mi madre y yo tomanos un poleo y hablamos de los últimos acontecimientos de nuestras vidas, de la dulce rutina. Y también de eso que aún está por venir.

lunes, 11 de abril de 2011

El librero y la madre

El librero está ahí, delante de la enorme mesa de trabajo, rodeado de libros de segunda mano, los que vende en su pequeña y acogedora librería del centro. Una librería interesante, ordenada, bien repleta de magníficos volúmenes, donde siempre suenan excelentes músicas: jazz, soul, blues, pop, rock... Los sonidos de Nueva Orleans o de Memphis, a veces, allí, en la librería, como antes estuvieron en algunos de los mejores bares de la ciudad, ahora ya casi desaparecidos por completo. Un librero con conocimiento de lo que se trae entre manos. En los últimos días del invierno, en esos días en los que él, el invierno, quería dejar claro su poder y no batirse en retirada aún, se murió su madre, la madre del librero, cuando parecían que los estragos de un infarto reciente ya se iban alejando. La muerte muchas veces es así, zas, te pilla de sorpresa, a traición, cuando ya se la empezaba a arrinconar, aunque sólo fuera por el momento, en el olvido. La librería, aquellos días, estuvo cerrada. Cerrado por defunción, decía en un cartel escrito rápidamente, con tinta temblorosa y azul, y colocado en el cristal de la entrada. El librero trabaja solo. Los que trabajamos entre libros sabemos bien de las dificultades del negocio, sobrevivir vendiendo libros en estos tiempos de crisis y piraterías varias. Cuando volví por allí, él mismo me contó esa historia, la de su madre. Aún estaba aturdido, en otro mundo, como si la cosa no fuese con él. Y abatido, claro, muy abatido por la muerte y por lo inesperado de la propia muerte. La madre, ¿quién no se queda abatido tras la muerte de una madre? Hay quien dice, tras pasar por ello, que nunca vuelves a ser el mismo. Que la percepción de las cosas, de todas las cosas, tampoco vuelve a ser la misma. Los que aún tenemos a nuestra madre cerca, preferimos no pensar mucho en ese momento. Sabemos que algún día, más tarde o más temprano, llegará, pero preferimos ahuyentar el tema, alejarnos lo máximo posible de él, como si, por alguna razón mágica y milagrosa, nunca tuviese que suceder. Ahora, pasados aquellos días iniciales, el aturdimiento posterior, el librero sigue ahí, frente a su puesto de trabajo, qué remedio. Ya desapareció del cristal el letrero escrito con mano temblorosa, la tinta azul y apresurada. La vida sigue. Uno de estos días en los que he vuelto a pasar por allí, descubrí que, entre todos los libros que inundan su enorme mesa de madera, esos libros que aún tiene sobre ella para ponerles el precio o seleccionarlos para ir colocándolos en una u otra estantería, una fotografía, tamaño carné, de una señora mayor. No me atreví a preguntarle, pero deduje que se trataba de ella, de su madre. Quizá una de las últimas fotografías que le habían hecho. Quizá, sí, la última. Resultaba conmovedor. Muy tierno y conmovedor. La imagen de aquella señora, la madre con toda probabilidad, en la pequeña foto. La del hijo, escuchando una música melancólica, tratando de ahuyentar el dolor, recordando alguna comida reciente con ella, alguna de las últimas visitas al hospital o a casa, acaso alguna anécdota vivida a su lado tiempo atrás, cuando nada hacía presagiar la llegada de la enfermedad o de la muerte. ¿Quién no puede reconocerse ahí, aunque sólo sea por unos momentos?

viernes, 8 de abril de 2011

El pecho de Blanca

Me encontré con ella en uno de mis paseos matutinos por la ciudad. Blanca. Mi profesora de informática de entonces. Qué cruel, el tiempo, se volvió contra ella. Era, en aquellas clases particulares de los sábados por la mañana, una mujer alta, muy bella y atractiva, que desprendía sensualidad por todos los poros de su piel. En cada movimiento suyo, un importante chispazo de sensualidad. Llegaba, pasadas las once de la mañana, a aquella céntrica academia con su pelo rubio, largo y rizado, húmedo aún por la rápida ducha. Sin maquillaje, con la piel tersa y las huellas de la noche -noche feliz, imaginaba yo entonces, sin dormir, bailando con algún tipo de manos grandes- en los ojos, hermosos ojos de color nuez. Blanca, a mis quince años, era el sueño de cualquier adolescente heterosexual. Blanca, a mis quince años, era la mujer que, con otras identidades, protagonizaría muchos de mis futuros relatos. Su clase, su elegancia. Aquel aspecto de mujer libre, sin ataduras. Aquellas ganas de comerse el mundo de un bocado. Los vestidos blancos, sueltos, ligeros, de corte ibicenco, que movía el aire cálido de las mañanas de primavera que entraba por el enorme ventanal de aquel edificio antiguo de techos altísimos. Vestidos hippies, vaporosos, que dejaban entrever sus largas y perfectas piernas, la forma de su culo, la textura de su ropa interior, también blanca, el ombligo, los pechos. Pechos a su aire, sin sujetador: ni grandes ni pequeños, bien redondeados, bien altos aún. Uno de aquellos sábados primaverales, inclinándose sobre mí para explicarme la función de no sé qué tecla, pude ver perfectamente aquel pecho. La visión de aquel pecho desnudo, tan cerca de mis ojos: supe de inmediato que algún día escribiría sobre él. Ni grande ni pequeño, redondo, bien alto aún, casi perfecto. El pecho de Blanca. Poco después, en el pecho desnudo de Victoria Abril creí volver a ver aquel pecho, el pecho de Blanca, que alguna vez estuvo, a qué negarlo, en lo más alto de mis fantasías nocturnas.
Ayer la vi, sí, era ella, Blanca, en uno de mis paseos matutinos. No me reconoció. El tiempo, qué estragos. Yo sí la reconocí de inmediato. Era la misma y no lo era. Aquella cara fresca, lozana, juvenil, era ahora la cara de una mujer casi desfigurada por el paso de los años, casi veinticinco años más tarde, prematuramente avejentada, hinchada, deformada. El tiempo y su crueldad. Un poco, sí, como la de Kathleen Turner de estos últimos años. El mismo cambio: la actriz americana antes y después. En los gloriosos 80 y ahora. Blanca pasó por mi lado, con un paso lento y cansado, como un fantasma, como una figura del pasado, de aquella lejana adolescencia. Era y no era ella. Blanca, en mi recuerdo, a mis quince años. Mi memoria recuperó aquella imagen, la que quiero conservar de aquella profesora de informática. Aquel pecho, aquella mañana. Blanca, tantos años después. Algún día escribiría sobre ella. Sí, lo sabía.

martes, 5 de abril de 2011

Una helada sonrisa

La otra tarde, con cierta resaca, estábamos en McDonald´s. No era una hora muy concurrida. De hecho, apenas había gente, tres o cuatro personas dispersas por el amplio local, pero resultaba evidente que un rato antes la cosa no había sido así. En las mesas de al lado, aún quedaban restos de comida, vasos de plástico gigantes goteando refrescos de diferentes colores, muchas servilletas usadas y embarulladas, envases de patatas y hamburguesas aplastadas, sobres de ketchup y de mayonesa sin abrir desperdigados entre las bandejas y los manteles de papel, aros de cebolla espachurrados, pringosos vasitos de helado y de yogures de fresa, descuentos para no sé qué atracción infantil, la piel de un plátano muy maduro. Íñigo esperaba por nuestro pedido. Mientras tanto, sentado a la mesa, anotaba algo en mi cuaderno recién estrenado. De repente, noté la presencia de alguien a mi lado. Levanté la vista y me encontré con una cara conocida. Era la de un hombre de edad indefinida, que llevaba un gorro enorme en la cabeza, desproporcionado para su estatura, una capa negra sobre sus hombros y la cara pintada como la de un payaso un tanto siniestro y esperpéntico. Le conocemos porque, siempre así vestido, pide dinero por todos los rincones de la ciudad. Recorre bares y terrazas, de un lado a otro, con su cuenco para las monedas y su triste disfraz. No nos cae demasiado bien, todo hay que decirlo. A veces, a ese triste disfraz, añade una especie de silbato o trompetilla y, cuando alguien está despistado, hace sonar el artilugio de un modo ciertamente grosero y maleducado. Mucha gente se asusta y provoca sobre ella una comprensible sensación de indignación y de rechazo. La otra tarde, delante de mí, no utilizó su ya famoso y molesto truco. Sólo tendió delante de mi cuaderno el pequeño cuenco y farfulló algo sobre sus hijos. Nunca antes le había oído hablar. Su acento parecía extranjero; su manera de hablar, un tanto atropellada. Negué con la cabeza y siguió caminando hacia la parte de arriba del local donde se encontraba el resto de la escasa clientela. Observé que nadie le daba nada. Al bajar las escaleras, se detuvo en cada una de las mesas que, repletas de restos de comida, había delante de la nuestra. Metió el cuenco para las monedas en un bolso de su desgastado pantalón negro y se puso a revolver en aquellos restos de comida. Lo hacía de una manera delicada, como si no quisiera otorgar más desorden a aquel desorden. De pronto, el hallazgo. Allí, en aquella mesa revuelta, descubrió un cartón casi mediado de patatas fritas. Lo dobló por la parte de arriba, como tratando de conservar un calor ya inexistente, cogió varios sobres de ketchup y, mirando a un lado y a otro, salió deprisa del local. Al pasar por mi lado, su cara, bajo aquella espesa capa de maquillaje blanco, había cambiado por completo. Sí, agarrando con fuerza aquel insignificante tesoro, parecía sonreír. Una sonrisa tan helada como aquellas miserables patatas fritas. Como el escalofrío que recorrió mi espalda.

lunes, 4 de abril de 2011

Catherine Deneuve

Hay mujeres de las que uno no puede apartar la vista, ya estén solas o acompañadas. Son razones que van más allá de la belleza física. Esa belleza que está conformada de múltiples cosas -talento, personalidad, inteligencia- y que todos buscamos donde sea, aquí y allá, incansablemente. Catherine Deneuve es una de esas mujeres. Más allá de su espectacular físico, está su poderosa presencia. Esa presencia conformada por lo anteriormente citado. Hay que ser muy inteligente para, siendo el pedazo de mito que es, saber reírse de sí misma, llegado el caso. Y ella, Catherine, lo hace. Está absolutamente magnífica en la última película de Francois Ozon, "Potiche", con chándal rojo o azul, diez rulos en la cabeza o con tacones de vértigo, todas las joyas y elegantes vestidos de gasa encima. Con sus arrugas y sus kilos de más. Desafiando la leyenda. Un personaje bombón, al que ella sabe hincarle el diente con inteligencia, sabiduría y abundantes dosis de sarcasmo. Creo que no la había visto en una interpretación tan potente desde "Los ladrones", de André Techiné, uno de los mejores papeles de su carrera. Tanto Techiné como Ozon la adoran: es incuestionable viendo los personajes que le ofrecen, que crean para ella. Y contribuyen a que -algunos- no podamos apartar nuestros ojos de ella. Catherine demuestra, una vez más, que sigue siendo mucha Catherine.
Hay muchas mujeres en ella, como es lógico después de tantos años en la cima. La joven y la madura. La que interpreta y la que posa o desfila con los últimos diseños de los mejores modistos. La que sonríe y la que llora por la pérdida de sus amores y amigos muertos. Y sobre todos ellos, evidentemente, el gran Yves Saint Laurent, el genio, su fiel e íntimo confidente. Hay un momento muy conmovedor que cuenta el compañero del modisto, Pierre Bergé, en su libro "Cartas a Yves": relata cómo, tras la muerte del genio de la costura, entró en la habitación donde yacía sin vida y ella, Catherine, a modo de despedida, se tumbó a su lado y se abrazó a él, su gran amigo. Es, sin duda, una anécdota que le pone corazón a esa frialdad con la que se la asocia. Un momento conmovedor.
Catherine, la Deneuve, sabe envejecer evolucionando, arriesgando. Y eso dice mucho de lo que hay en el interior. Engrandece el mito. Y hace, evidentemente, que nuestras miradas, estando sola o acompañada, se centren en ella. Sólo en ella.

sábado, 2 de abril de 2011

Una nueva librería

Una librería es siempre una ventana abierta a la cultura. El lugar de encuentro entre el escritor y el lector. El librero, con sus conocimientos y buen hacer, debe contribuir, si así se lo solicitan, a ese encuentro. Con prudencia y con cariño, con mucha mano izquierda: cada cliente requiere su trato y su tiempo; cada lector, su libro. El librero nunca debe juzgar los gustos del cliente, aunque se encuentren en las antípodas de los suyos propios. Aún me embargan renovadas ilusiones cada vez que entro en una nueva librería. Sé que encontraré algo que me interesa y que aún no tengo. Aquí, en Oviedo, mi ciudad, o en cualquier otra de las ciudades que visito. Buenos Aires es la locura para los que amamos la literatura. A cada paso, una librería. La calle Corrientes, de día y de noche, es una especie de paraíso al que regresar una y otra vez. Libros y más libros. Nuevos o de segunda mano, qué más da. Una fiesta contínua. En estos tiempos tan complicados, qué dificil iniciar un nuevo proyecto en este sentido (en todos los sentidos), abrir una librería. Hay que ponerle toda la ilusión, las ganas, el arrojo, la fantasía y el dichoso dinero, que siempre lo complica y emborrona todo. Por eso, hay que celebrar, en este dos de abril, día dedicado a la literatura infantil y juvenil, que tenemos una nueva librería en Oviedo, Pintar-Pintar. Un espacio íntimo, luminoso y acogedor, lleno de buenos libros para los más pequeños. Mis amigas Ángela y Esther S. Vallina la inauguraron ayer por la tarde. Dirigen con éxito y mucho mimo y dedicación la editorial destinada al público infantil y juvenil con el mismo nombre. Y ahora, con toda la ilusión, las ganas, el arrojo y la fantasía de los que antes hablaba, se decidieron con la librería, destinada -de momento- al mismo público, los niños y los jóvenes. Exigente público, no lo olvidemos. Una gran noticia para este revuelto principio de primavera. Toda la suerte, chicas.