La mujer entró a última hora, casi cuando estaba a punto de cerrar la librería. Me preguntó por una agenda de Mario Benedetti que tenía en el escaparate y, a raíz de ahí, me contó toda su vida. Tendría unos cuarenta y pico años, el pelo (cubierto por un estrafalario gorrito de lana rosa) y la piel muy claros, el aspecto de quien toma algún tratamiento para la ansiedad, y esos ojos tristes, muy tristes, que tiene la gente que pasa demasiado tiempo sola. Así dijo que estaba, muy sola, desde que, en este mismo año, se había muerto su madre y, poco después, su único hermano, con el que vivía. Por eso, decía, se refugiaba en la literatura. Le encantaban los libros, aseguraba. Evocaba, al ver la biografía de Audrey Hepburn, a su madre, en la cocina, preparando exquisitas comidas. Decía que era una mujer muy elegante, casi como aquella Audrey de mediana edad que nos sonreía desde su magnífica portada, que con una sencilla camisa blanca parecía una reina. Y al recordar el olor de su madre (olía siempre como los ángeles, recalcaba), se echó a llorar. Hablaba de la mala suerte de su hermano, de que nunca se había recuperado de su divorcio, y de que eso -aquella separación y los disgustos surgidos desde entonces, de los que nunca llegó a reponerse- le había provocado la muerte. Se llevó la agenda de Benedetti, con fotos, poemas y canciones del escritor y me dio las gracias, repetidas veces, por haberla escuchado. Me quedé pensando en que pocas cosas hay peores que la soledad no escogida. Esa soledad que recorre los días y las noches de muchas personas. Esa soledad con la que no saben ni quieren vivir. Y mientras recordaba aquellos versos del genial Benedetti ("Con tu puedo y con mi quiero/ vamos juntos compañero"), la mujer apareció de nuevo en la puerta para agradecerme el marcapáginas que le había metido en el interior de la agenda.
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