martes, 28 de mayo de 2013

Cosas de niños

Hace muchos años, durante varios meses, trabajé cuidando al niño de unos amigos. Era un niño rubio, gordito, guapo y muy bueno: apenas lloraba ni se enfadaba por nada. Ellos, mis amigos, sabían que me encantaban los niños y me ofrecieron aquella posibilidad de embolsarme algún dinero. Tengo muchas anécdotas al respecto. Desde la oposición de algunos amigos o familiares de mis propios amigos de que le encargaran a un hombre el cuidado de su hijo de apenas seis meses hasta varias mujeres, en el parque (donde le llevaba para leerle algún cuento o enseñarle el juego de los patos del estanque), que me decían lo mucho que se parecía aquel niño a mí, interpretando que se trataba de mi propio hijo y sin imaginar ni por los más remoto que yo era su cuidador. Ni que decir tiene que el niño estaba encantado conmigo. Y yo con él. Por aquella época, mi hermana aún estaba en la Facultad. A veces, en el descanso, iba con el niño y nos sentábamos en una terraza a tomar un café con ella y comentar nuestras últimas andanzas nocturnas del fin de semana, que en aquella época eran muchas. Una compañera suya, para costearse los estudios, también trabajaba cuidando niños. Niños pequeños, de los que aún van en silla, como aquel que estaba a mi cargo. Uno de ellos, según me contó mi hermana en varias ocasiones, recibió bastante tortas y malos tratos por parte de aquella joven cuidadora, compañera suya de la Facultad, cuando el niño lloraba, tenía hambre, quería salir de la silla o rechazaba la merienda. El resto de sus compañeros no daba crédito a aquel comportamiento. Seguro que por tratarse de una chica nadie se escandalizó inicialmente porque se dedicara al cuidado de niños, como habían hecho aquellas otras personas conmigo (personas cultas, progresistas y con un pensamiento avanzado, en algunos casos) por ser un hombre. Ni nadie sospechaba del trato que le daba a aquellos pobres críos. Las injusticias de la vida. Y sus malditos estereotipos. Así nos va.
Pienso en todo esto mientras veo una película protagonizada por Alan Cumming, "Any day now". En ella, una pareja de gays, en la California de finales de los setenta, intenta hacerse con la adopción de un niño deficiente. Ni que decir tiene las dificultades por las que tienen que pasar para intentarlo. Las humillaciones, las preguntas absurdas, el brutal rechazo... Finalmente, no lo consiguen. Y el desenlace es triste, muy triste. Con esa tristeza desoladora que provoca habitualmente la impotencia más absoluta. Las reglas de una sociedad injusta, profundamente machista y homófoba (más aún en aquellos años, los setenta). No sé si las cosas han cambiado mucho al respecto. Me temo que no. Las trabas para adoptar por parte de una pareja gay siguen siendo infinitas. Y en París, ciudad por excelencia de la cultura y el refinamiento, estamos viendo cosas verdaderamente aberrantes (ataques y golpes incluidos) en contra del matrimonio gay y la adopción. Voces que claman barbaridades contra esa ley que en nuestro país se fue adaptando en la sociedad sin mayores inconvenientes. Voces que jamás hubiésemos pensado que podrían venir de esa ciudad, París. La vida nunca dejará de sorprendernos. Y así, entre unas cosas y otras, ya se me han ido quitando las ganas de tener hijos, qué queréis que os diga.

Cosas de niños

Hace muchos años, durante varios meses, trabajé cuidando al niño de unos amigos. Era un niño rubio, gordito, guapo y muy bueno: apenas lloraba ni se enfadaba por nada. Ellos, mis amigos, sabían que me encantaban los niños y me ofrecieron aquella posibilidad de embolsarme algún dinero. Tengo muchas anécdotas al respecto. Desde la oposición de algunos amigos o familiares de mis propios amigos de que le encargaran a un hombre el cuidado de su hijo de apenas seis meses hasta varias mujeres, en el parque (donde le llevaba para leerle algún cuento o enseñarle el juego de los patos del estanque), que me decían lo mucho que se parecía aquel niño a mí, interpretando que se trataba de mi propio hijo y sin imaginar ni por los más remoto que yo era su cuidador. Ni que decir tiene que el niño estaba encantado conmigo. Y yo con él. Por aquella época, mi hermana aún estaba en la Facultad. A veces, en el descanso, iba con el niño y nos sentábamos en una terraza a tomar un café con ella y comentar nuestras últimas andanzas nocturnas del fin de semana, que en aquella época eran muchas. Una compañera suya, para costearse los estudios, también trabajaba cuidando niños. Niños pequeños, de los que aún van en silla, como aquel que estaba a mi cargo. Uno de ellos, según me contó mi hermana en varias ocasiones, recibió bastante tortas y malos tratos por parte de aquella joven cuidadora, compañera suya de la Facultad, cuando el niño lloraba, tenía hambre, quería salir de la silla o rechazaba la merienda. El resto de sus compañeros no daba crédito a aquel comportamiento. Seguro que por tratarse de una chica nadie se escandalizó inicialmente porque se dedicara al cuidado de niños, como habían hecho aquellas otras personas conmigo (personas cultas, progresistas y con un pensamiento avanzado, en algunos casos) por ser un hombre. Ni nadie sospechaba del trato que le daba a aquellos pobres críos. Las injusticias de la vida. Y sus malditos estereotipos. Así nos va.
Pienso en todo esto mientras veo una película protagonizada por Alan Cumming, "Any day now". En ella, una pareja de gays, en la California de finales de los setenta, intenta hacerse con la adopción de un niño deficiente. Ni que decir tiene las dificultades por las que tienen que pasar para intentarlo. Las humillaciones, las preguntas absurdas, el brutal rechazo... Finalmente, no lo consiguen. Y el desenlace es triste, muy triste. Con esa tristeza desoladora que provoca habitualmente la impotencia más absoluta. Las reglas de una sociedad injusta, profundamente machista y homófoba (más aún en aquellos años, los setenta). No sé si las cosas han cambiado mucho al respecto. Me temo que no. Las trabas para adoptar por parte de una pareja gay siguen siendo infinitas. Y en París, ciudad por excelencia de la cultura y el refinamiento, estamos viendo cosas verdaderamente aberrantes (ataques y golpes incluidos) en contra del matrimonio gay y la adopción. Voces que claman barbaridades contra esa ley que en nuestro país se fue adaptando en la sociedad sin mayores inconvenientes. Voces que jamás hubiésemos pensado que podrían venir de esa ciudad, París. La vida nunca dejará de sorprendernos. Y así, entre unas cosas y otras, ya se me han ido quitando las ganas de tener hijos, qué queréis que os diga.

viernes, 24 de mayo de 2013

Reinventando el amor

Llevo unos días sin ganas de hacer demasiadas cosas y, sin embargo, no paro. A veces me gustan esas contradicciones. Ayudan a no pensar mucho en lo negativo y a tirar hacia delante. Estoy seleccionando los textos para mi próximo libro, dándole más vueltas a la nueva novela, preparando algunas historias que me han encargado, el viaje a la Feria del Libro de Madrid... Y leyendo. Me he leído dos novelas esta semana. La de Sebastian Barry, "En el lado de Canaán", de la que hablaré aquí próximamente. Y otra, "La invención del amor", reciente Premio Alfaguara, de José Ovejero. En realidad, esta última la leí de un tirón. No pude parar de leer hasta terminarla. Llegó a mis manos ayer, a última hora de la mañana, y no conseguí cerrarla hasta llegar a la última línea. Tengo que decir que no había leído ninguna novela suya (lo siento). Sólo relatos (fabulosos, por cierto). Pese a recibir sus novelas cuando aún trabajaba en la librería y pensar en leerlas en más de una ocasión, y de escuchar a reputadas voces (Rosa Montero, por ejemplo) hablar maravillas de ellas. La sobrecarga del mundo editorial es así de injusta. No importa. Nunca es tarde. Hoy mismo pienso ir a la biblioteca a buscar otra novela suya, pese al aluvión de cosas pendientes que tengo sobre la mesa. Estoy deslumbrado por su escritura, por esta novela, "La invención del amor".  No conviene desvelar nada de su argumento. El azar, el amor, la soledad, el hastío, los tiempos de crisis que nos están tocando vivir... Ese cierto cansancio que a veces nos llega alrededor de los cuarenta, esa edad en la que no eres joven ni viejo. En la que aún quieres hacer cosas, pero la perspectiva de todo ha cambiado inevitablemente. Todo eso está ahí, en la escritura de Ovejero. En unos personajes perfectamente definidos, en una historia que te envuelve, que te atrapa, que no te deja aparcar el libro ni para ir a la cocina a beber un vaso de agua, estirar las piernas o tomarte un respiro. Tampoco quieres quedarte dormido: quieres seguir leyendo, saber lo que pasa, lo que pasó. La historia de su protagonista, la de Clara, la mujer que desencadena toda la historia. Bueno, la mujer que está detrás de una llamada que desencadena toda la trama. Como en algunas de las mejores novelas policíacas. Como algunas de las mejores novelas, simplemente. "La invención del amor" no es una novela policíaca, aunque podría serlo. No es estrictamente una novela de amor, aunque también lo pueda ser (lo es, lo es). Es la historia de una vida que no quiere resignarse, que se refugia en lo que hay al otro lado del espejo, en lo que hay al otro lado la realidad pura y dura, en la imaginación. Y desde ahí, desde ese refugio, consigue salvarse. La mentira sirve para recuperar la verdad. La mentira transforma el viaje. A veces, sí, por insólito o increíble que parezca, las mentiras sirven para eso, para recuperar la verdad. La única verdad que, finalmente, importa, y que está en el título de esta espléndida novela y que, a pesar de ser una palabra tan manoseada, todos acabamos pensando en ella. Volveré a leerla.

lunes, 20 de mayo de 2013

Apunte sobre la felicidad

¿Existe la felicidad? Lo bueno de ir cumpliendo años es que sabes que existe, que no es una mentira o una ilusión, algo que sólo les pasa a los protagonistas de un libro o de una película. Existe. A ratos, eso sí. Instantes que aparecen de un modo casi mágico, sin contar con ellos. Salir de la presentación de un libro y tomarte un vino en un local recientemente restaurado, dos días antes de celebrar que conoces desde hace seis años a la persona que está a tu lado. Tomar el vino tranquilamente, disfrutando de su sabor, comentando las cosas más destacadas que han sucedido (la pena que produce el hecho de que Maruja Torres, siempre tan generosa con nosotros, ya no vuelva a escribir en el periódico donde venías siguiéndola desde que eras un adolescente), la película que irás a ver o los libros que comentarás próximamente, los planes que están por venir, mientras, al otro lado de la cristalera, el sol no sabe muy bien qué hacer, si largarse definitivamente o acompañar a la lluvia que parece estar a punto de regresar. Es sólo un ejemplo. Un pequeño ejemplo que explica muy bien de qué va todo esto de la felicidad. Lo demás es otra cosa. La ansiada serenidad (tan importante y escurridiza como la propia felicidad), incluida. Las grandes palabras se pierden siempre por sí mismas. Y suele quedar, detrás de ellas, lo pequeño, lo cotidiano: todos esos momentos que resultan difíciles de atrapar y que, cuando lo haces, cuando los atrapas, conforman el lado bueno del camino que vamos haciendo. Una especie de puzle, de rompecabezas, en el que todo va adquiriendo un sentido. Eso que, en otro tiempo, pese a los buenos momentos, te parecía casi imposible.   
Salimos a la calle. El sol se ha ocultado definitivamente. Resulta reconfortante hundir las manos en los bolsillos del abrigo, anudar bien el pañuelo al cuello. Caminar en silencio. En casa me espera la lectura de uno de los libros que me traigo entre manos estos días, el diario de Laura Freixas, "Una vida subterránea" (espléndido título).  Es un texto delicioso, que nos permite entrar en la intimidad de la escritora. Sus miedos, sus anhelos, sus frustraciones, sus melancolías... La obsesión por perfeccionar su escritura, los conflictos sobre la maternidad, los planteamientos sobre la felicidad. Descubro que eso también está presente en el diario. Lo estoy leyendo como si se tratara de una novela, la de una parte de su vida, la que transcurre entre 1991 y 1994. Laura Freixas es una gran escritora. Se mueve con soltura por todos los géneros. De repente, mientras leo el diario, viene a mi memoria una imagen reciente. La escritora, en los exitosos Encuentros Literarios que se celebraron recientemente en esta ciudad, mientras Rossy de Palma leía unos párrafos de este diario. Laura estaba a mi lado. Y, mientras la abarrotada sala escuchábamos con interés las palabras, sus palabras, en boca de la actriz, Laura, con la cabeza un poco inclinada hacia abajo, las manos entrelazadas, se mostraba nerviosa, como si mostrar aquella parte de su vida ante el público le resultase un poco complicado. El público pronto rompió a aplaudir, enfervorizado con aquellas palabras. Una parte de su vida. Esa que nos permite ver a los escritores más cercanos, por decirlo de un modo sencillo. Una mujer que siente, que piensa, que se rebela, que se enfada consigo misma en ocasiones, que lucha por sus derechos y por los derechos de las demás mujeres. Una gran escritora. No considero que este diario sea una obra menor dentro su espléndida obra literaria. Todo lo contrario. Podríamos decir que es el armazón que le da sentido al sinsentido que a veces resulta vivir y escribir. Le da sentido a través de la palabra, en esa vida subterránea que va por debajo de la obra. La sombra que se mueve entre bambalinas y que es tan importante como la que lo hace en el escenario. Una lectura realmente apasionante. Sin máscaras. Cara a cara. Con el talento al que su autora nos tiene acostumbrados.
La felicidad existe, sí. A ratos. Y cuando hace su aparición, a veces lo hace de un modo generoso. La tarde, la presentación del libro, la charla delante del vino, el paseo de regreso a casa, la lectura del diario de Laura. Hay días en que resulta cierto que no deberíamos pedir nada más. Y no lo hacemos. Conviene ser prudentes. Y sigo leyendo: "Esta mañana me he despertado abrazada a E. y sintiéndome llena de cariño, de vitalidad, de gratitud hacia la vida".

jueves, 16 de mayo de 2013

En blanco y negro

De repente, inesperadamente, aparece la fotografía. Es la fotografía de la madre de una amiga mía, Bea. En blanco y negro. Está rodeada de otras mujeres, cocinando. O haciendo que cocina. Mira a la cámara, con algo de recelo, quizá de nerviosismo, como si quisiera que el fotógrafo dijera rápidamente que la foto ya está lista, que puede adoptar su postura normal. Los movimientos naturales, espontáneos, cotidianos. Bea, mi amiga, se parece cada día más a ella, a la mujer de la fotografía en blanco y negro, su madre. Esa mujer que ya no está aquí físicamente, pero sigue con ella (yo lo sé) porque no hay día que pase que mi amiga no la recuerde. La recuerda y se emociona, y luego, como es lógico, sigue a sus cosas: sus hijas, su marido, sus amigos, su trabajo... La vida. Y la vida sigue, no queda otra. Todos lo sabemos. Aunque nos duela, que nos duele, claro que nos duele. La ausencia de los seres queridos sigue doliendo, aunque el dolor inicial se haya ido aplacando con el paso de los días, de los años. Si no fuese así, nos acabaríamos volviendo todos locos. Completamente locos. Perderíamos el sentido, la razón, las ganas. Hay gente a la que le sucede, lamentablemente. No es el caso de mi amiga, por fortuna. Tiene amigos, una buena familia. Eso siempre ayuda a tirar hacia delante. A pesar de los pesares.
Me ha emocionado ver esa foto (aunque yo sólo vi a su madre una vez, de refilón) y me ha hecho recordar un montón de cosas. Esta semana, gracias al artículo que Rosa Regás escribió en la edición digital de El Mundo, mi abuela Virginia salía en la portada de ese periódico (que tanto he leído en los cafés cuando Umbral escribía en él). Veinticuatro años después de su muerte, ocurrida un mes de mayo, una tarde lluviosa y fría, invernal. No su fotografía, sino parte de su historia, la manera en que trató a su nieto, el modo en que lo quiso. Hay una fotografía suya, de mi abuela, en la casa de mis padres. En ella, estamos todos -mis abuelos, mis padres y yo-, excepto mi hermana, que no había nacido aún. Está en el salón, en un lugar bien visible. Y es una fotografía que me encanta, pero que trato de no ver demasiado a menudo. Cuando paso por delante de ella, miro hacia otro lado. Me pone triste. No sólo porque me acuerde de ella (para eso no me hace falta una fotografía: lo hago todos los días de igual modo, como ya he escrito en otras ocasiones), sino por el paso del tiempo. En todo lo que ha pasado desde que fue tomada (hará de ello casi cuarenta años), en lo que hemos perdido. En las luchas (tan arduas, en ocasiones) hasta llegar hasta aquí. Pero no conviene ponerse triste: ese largo recorrido es lo que ahora mismo soy, en lo que me he convertido. Con las luchas y con las risas. Con las ausencias y con quien está a mi lado. Mis casi cuarenta y dos años. Por eso, porque no conviene ponerse triste, me quedo con la imagen de mi abuela: tan fina, tan elegante, tan educada, tan cariñosa, tan comprensiva, tan protectora con los suyos, tan enamorada de su marido hasta el final... Ésa es la fotografía que conservo de ella, veinticuatro años después de su muerte. En blanco y negro o en color, eso qué importa.      

lunes, 13 de mayo de 2013

Deambulando con la melancolía

Hay noches en las que la melancolía se apodera de uno. Es una vieja sensación que, de cuando en cuando, reptando como el insomnio o la desidia, vuelve y se instala cómodamente por unas horas, sin que nadie la haya invitado. No creo que existan motivos concretos. Las cosas son así. O quizás los haya, motivos concretos, pero pienso que no importan demasiado. Supongo que el hecho de cumplir años sea uno de ellos. Ver pasar el tiempo a una velocidad de vértigo siempre asusta: la sensación de que cada vez nos va quedando menos y de que aún nos queda mucho por hacer (si nos dejan hacerlo, que esa es otra). Los engaños, las decepciones, la desaparición de toda esa gente -de nuestra vida cotidiana o del mundo del espectáculo, que vaya racha que llevamos- que nos ha ido acompañando a lo largo de todos estos años con su complicidad o su talento. En fin, supongo que todo eso, aunque no nos detengamos demasiado a pensarlo, influye para que la melancolía llegue de pronto, una noche cualquiera, no importa que sea martes o domingo, y se apodere por unas horas de nosotros. No se puede evitar. Y lo que no se puede evitar es mejor intentar hacerlo más llevadero. ¿Cómo? De la misma manera de siempre, qué remedio. Leyendo (releyendo, más bien) algo que nos gusta; recordando momentos que vividos con esa gente que, por unos motivos u otros, ya no está a nuestro lado; viendo fotos antiguas (instantes recorriendo playas o mercados, librerías o museos, cafés o calles hasta entonces desconocidas, que quedarán atrapados en nuestra memoria mientras se siga manteniendo viva: imágenes que vuelven otra vez, que nunca se han ido); escuchando música... Escuchando música, sí. Esta noche escojo esa opción. Pienso que es una de las mejores maneras de hacer más amable y llevadera esa melancolía. Refugiarse en viejos temas que nos emocionaron y que nos siguen emocionando. Músicas de muy variados y diferentes estilos. The Smiths, Leonard Cohen, Bowie, Paul Simon, Ana Belén, Chavela Vargas, Cristina Lliso... Músicas que, en todo caso, nos hacen acomodarnos en esa melancolía, acoplarnos a ella, caminar de su lado. Porque contra la melancolía es mejor no luchar. Es mejor aliarse con ella hasta que decida marcharse por su cuenta con la misma facilidad con la que llegó. Si te enfrentas a ella, la melancolía se alía con la tristeza o la desesperación y sales perdiendo irremediablemente. Ella, te pongas como te pongas, siempre termina ganando el combate. Lo bueno de cumplir años es que vas sabiendo este tipo de cosas. No se trata de resignación, sino de inteligencia. O mejor aún: de supervivencia.
Hay noches, ya digo, en que la melancolía se enreda por aquí y es mejor deambular un rato con ella. Sólo un rato.   

sábado, 11 de mayo de 2013

La misma ciudad

Lo bueno de ir cumpliendo años es que sabes que, pese a los problemas que parecen no tener fin, hay un momento en que decides que el mundo de las complicaciones se pare (o que siga girando, pero tú te bajas de él momentáneamente) y decides ser feliz. Por unos instantes. Por unas horas. Porque lo necesitas. Ya digo que, en mi caso, no es difícil encontrar ese hueco de felicidad, de serenidad. Es algo que has aprendido con los años. Me basta con cambiar de ciudad. Con ir a Gijón, con pasear por sus calles, con entrar en sus librerías, con sentir el sol y el mar desde una terraza, mientras tomamos un café. O dos. Con eso es suficiente. Hay ciudades en las que uno, pese a no vivir allí, se siente parte de ellas. Eso nos pasa con Gijón. Por muchos motivos. Por razones fundamentales. Gijón siempre es una vía de escape, un soplo de aire fresco. Una manera de parar la rueda de las dificultades y respirar otros aires. Me imagino que es lo mismo que le ocurre a la gente que le gusta ir de monte. La semana, con sus infinitas problemáticas, se detiene y te deja esa pequeña parcela para respirar y regresar con fuerzas renovadas. Algo así.
Sentados en una terraza, sintiendo en la piel un sol que no lucía en nuestra ciudad cuando la dejamos atrás, le hablo a Íñigo del último libro de Luisgé Martín, "La misma ciudad". Las palabras se agolpan atropelladamente porque son muchas cosas las que quiero contarle sin destripar nada de su argumento. Es una de esas novelas que te hacen pensar mucho sobre la condición humana, sobre el comportamiento de los hombres, sobre el azar, sobre los tiempos que estamos viviendo (y no me refiero a la crisis), sobre los valores o su pérdida, sobre los sueños, los anhelos, la vida que imaginamos en los demás. Una novela de las que quieres hablar después de leerlas. No parar de hacerlo, que los demás compartan tu euforia. La alegría por haberla leído. Y la pena -siempre está ahí, qué le vamos a hacer- que sientes porque, lamentablemente, ya no trabajas en una librería y no puedes recomendarla, como hacías con esos libros que te impactaban a todo el mundo que te pedía consejo o que sabías que iba a disfrutar de la lectura de determinados libros tanto como tú. Cuando me pasa algo así, cuando descubro una lectura que me impacta de esa manera, suelo llevar el libro en la bolsa unos cuantos días después de haberla leído. Es una cosa extraña, sí. Como si teniéndola ahí, en la bolsa, no me desprendiera de ella, como si en cualquier momento tuviese la necesidad de leer un párrafo, de rescatar esas frases que me han dejado noqueado. Por eso saco el libro de la bolsa, sentados aún en la terraza, delante de los cafés, y le leo a Íñigo un párrafo: "Me di cuenta de que nada de lo que hacemos tiene sentido y de que, sin embargo, deseamos seguir haciéndolo. Me di cuenta de que las cosas más absurdas son las que luego nos dan más felicidad". Y quedamos en silencio, pensando en esas palabras, mientras la tarde sigue su curso ajena a todo, incluso a nosotros mismos.

martes, 7 de mayo de 2013

Desde la ventana

Cada uno tiene sus propias maneras de escapar de la realidad. Más aún en estos tiempos que corren y aunque sólo sea por un rato. La ventana, por ejemplo. Es una de ellas. Asomarse a la ventana. Desde las ventanas de este apartamento sólo se pueden ver las ventanas del edificio de enfrente. No es poca cosa. Hay cientos de vidas en todo ese edificio que, seguramente, merecerían una historia cada una de ellas. Pero hoy no quiero evadirme de esa manera. Prefiero evocar otras ventanas a las que me asomé a lo largo de todos estos años. Las de aquel céntrico hotel de Buenos Aires donde estuvimos hace cuatro años, si ir más lejos. Otros tiempos, que empiezan a parecer lejanos, pero que siguen perteneciéndonos. Me recuerdo allí, en la terraza de aquella habitación, contemplando buena parte de la ciudad desde aquella altura. Aún no había amanecido del todo. Como ahora, asomado a mi ventana, recordando aquella otra visión. Recuerdo que, desde allí, desde Buenos Aires, pensé en mi abuela Virginia, como hago muchas veces, casi todos los días, pese a los 24 años transcurridos desde su muerte. Pensé que aquella ciudad le hubiese gustado. La gente, las calles, los parques, los teatros... Sentarse tranquilamente en un café y observar la vida desde él, como  ella, la abuela Virginia, solía hacer, asomada a la ventana de su casa o en la terraza de los cafés donde nos sentábamos cuando el buen tiempo lo permitía. Pensé en ella, sí, como pienso hoy, que se celebra el Día de la Madre, asomado a la ventana de este apartamento en el que vivimos desde hace ya más de cinco años, evocando aquella otra ventana, la del céntrico hotel de Buenos Aires. No puedo decir, como el protagonista de ´la última y espléndida novela de Anne Tyler, "El hombre que dijo adiós" (no os la perdáis), a quien se le aparece su esposa fallecida a causa de un tonto accidente doméstico, que haya visto a mi abuela después de su muerte. No llego tan lejos. Pero sí puedo decir que la siento muy cerca. Que sigue muy presente en mi vida porque la recuerdo cada día, desde Buenos Aires o desde esta misma ciudad en la que vivo y que, poco a poco, en su decadencia, se va pareciendo a aquella en sus tiempos más duros. Los locales que cierran, la falta de dinero y de expectativas, la cara de tristeza de la gente... En fin, todo eso. Todo eso de lo que hoy, Día de la Madre, no quiero hablar, aunque está ahí, muy presente. Hoy no se habla de nada de eso. Prohibido. Hoy, en casa de mis padres, se hablará de otras cosas. También de la abuela, a la que mi madre y yo evocaremos en algún momento mientras estemos sentados en una terraza, tomando el vermú, degustando lentamente el Martini servido en copa, sintiendo el sol que calienta nuestras pieles, nuestros huesos. Sé también que la recordaré cuando entre en la cocina y perciba el olor al pollo que mi madre ha guisado para comer este día. El mismo olor que muchas veces había en la casa de la abuela cuando íbamos a visitarla los sábados. Hay cosas que no desaparecerán mientras nosotros estemos vivos. Eso es lo que pienso ahora, mientras me retiro de la ventana de este apartamento y el sol ya empieza a lucir en un cielo completamente azul, sin rastro de nubes, en este día en el que mi madre aún está a mi lado (como todos los días) y en el que juntos, sin ponernos tristes, evocaremos a la suya. Sin ponernos tristes (o sólo un poco), sí, porque sabemos que ella aún está muy presente en nuestras vidas. Como sigue estando Dorothy después de muerta en la vida de su marido, el protagonista de la historia creada por Anne Tyler. No importa en qué lugar del mundo nos encontremos. Ni a las ventanas que nos asomemos.  

viernes, 3 de mayo de 2013

Días con libros

Hoy, tres de mayo, se inaugura LibrOviedo, la feria de los libros de mi ciudad. En la Plaza de Trascorrales, en esta ocasión. Tengo muchos recuerdos de esta feria: como cliente, como librero, como escritor. Como cliente, en aquellos años de juventud, comprando libros y descubriendo a unos autores y otros, a unas autoras y otras. Como librero, trabajando allí, acercando y recomendando al público, compartiendo anécdotas, risas y trabajos con otros compañeros. Como escritor, presentando mis propios libros, arropado por los fieles lectores. (Este año, firmaré ejemplares de mi novela el domingo 5, a las 20 horas: allí os espero a todos los que podáis u os apetezca). Diferentes sensaciones, pero buenos recuerdos en todos los casos. La emoción de conocer a una escritora que admirabas y de que estampase su firma en el último libro. Con un poco de suerte, antes o después de la presentación y la firma, podías hablar con el autor o la autora. Pero lo más importante era el libro. Tenerlo en las manos. Hojearlo. Manosearlo. Comprarlo (con un poco de descuento, que nunca venía mal, y menos aún hoy en día). Llevártelo a casa. Disfrutar de su lectura tras la ansiada espera (desde que leías en algún periódico que se iba a publicar hasta el momento en que lo tenías en las manos, siempre pasaba algún tiempo). Volver al día siguiente. Y, si las cosas iban bien, poder comprarte otro libro. Y otro. Días con libros. Días felices con libros, en Oviedo. Más que nunca. A veces, en alguna entrevista, me preguntan si este tipo de ferias son positivas. Siempre, al margen de los resultados económicos posteriores, respondo que sí. Como el Día del Libro u otro día de este estilo. Sacar los libros a la calle, acercarlos a la gente, a todo tipo de gente: a los lectores habituales y a los lectores esporádicos. A los que leen todos los días y a los que no leen nunca (quizá con estas iniciativas, un día, inesperadamente, empiecen a hacerlo, que nunca se sabe). Que la gente toque el libro (cada uno el que escoja libremente), lea sus primeras líneas o las del medio o las del final. Que se anime a preguntar al librero, que se anime a comprarlo. Que elija un marcador, que pueda -llegado el caso, si hay suerte ese año- hablar con su autor o autora, que pueda llevarse el libro firmado. Para eso sirven estas ferias, las ferias de libros. En Oviedo, como la que se inaugura hoy, o en cualquier otra parte. Disfrutar de los libros: olerlos, tocarlos, manosearlos, llevarlos a casa y leerlos. Y, llegado el caso, volver a hacerlo, volver a leerlos. A pesar de todo -de la crisis, de los recortes, de la miseria de los bolsillos, de la tristeza de estos tiempos...-, nadie conseguirá quitarnos ese placer. El de vivir con los libros, en los libros. El de dejarnos llevar por la imaginación y vernos atrapados entre sus páginas, las que cada cual decida. Días con libros, sí. Como una fiesta. La que consigue que nos alejemos por un rato de este mundo y llevarnos a esos otros, los mundos que abren las mentes, que las avivan.