sábado, 27 de diciembre de 2014

Dos paseos

Me gusta pasear, solo o acompañado. A cualquier hora del día, sobre todo por las mañanas. Para dirigirme a algún lugar determinado o para despejar la mente, sin rumbo alguno. Estos días de Navidad, repletos de tantos excesos, los paseos resultan imprescindibles para equilibrarse. La tarde del día 24, alrededor de las cinco de la tarde, vamos caminando en dirección a la casa de mis padres. No vamos directos, sino que recorremos buena parte de la ciudad para llegar hasta allí. Hay silencio, poca celebración por las calles, la mayoría de los bares están cerrados. Hace unos años, esto era impensable. Los bares estaban abarrotados hasta las ocho de la tarde, más o menos, cuando los amigos que celebraban reencuentros se despedían para ir a cenar con sus respectivas familias. Supongo que la crisis tiene mucho que ver con todo esto. Tampoco hay demasiada gente por las calles. Algunos grupos de personas que hablan muy alto o niños que corretean un poco aturdidos, sin saber muy bien qué está pasando a su alrededor. No hay, pese a la iluminación de las calles, sensación de Navidad. Hoy, no. De repente, lo vemos. Está ahí, en un banco, cerca de la biblioteca del Fontán. Es un hombre, de unos casi sesenta años, con una mochila desgastada a su lado. Parece adormecido, pero no lo está. Cuando pasas por su lado, descubres que tiene los ojos abiertos, que está observando a todo el que pasa a su alrededor. Está ahí sentado, esperando. ¿Qué espera? Quién sabe. Que llegue la hora de ir a la habitación que tiene alquilada, a la casa de un familiar... Al lado de la mochila, un cartón de vino barato. Y sobresaliendo de la mochila, otro. Recuerdo que esa misma mañana, en Radio 5, escuché la historia de un hombre que había tenido una empresa y que con la crisis lo había perdido todo: el trabajo y la familia. Y que ahora dormía donde podía. Por las calles, básicamente. Tenía una voz grave preciosa. Y, pese a sus circunstancias, las palabras que decía transmitían una especie de extraño optimismo. No escuchamos la voz de ese hombre que está ahí, en el banco, esperando o dejando pasar las horas. Observando, en todo caso. Pero le pongo la voz del hombre que escuché por la radio esa misma mañana y al hombre de la voz grave le pongo el rostro de este hombre. Y seguimos caminando, en silencio. No hay nada que decir. La historia se cuenta por sí misma.
Han pasado dos días. Silencio es lo que te encuentras al entrar en el nuevo hospital de esta ciudad. Un silencio inquietante y la sensación de estar en uno de esos aeropuertos poco frecuentados. Apenas hay gente. Recorro largos pasillos en dirección al lugar donde está mi tío y no me encuentro más que con una chica que limpia el suelo y que me sonríe resignada cuando paso por su lado, y a otras dos que, con bata blanca y peinados ochenteros, salen por una puerta por la que yo accedo. En cierta manera, me gusta esa sensación de soledad, de encontrarte en un lugar completamente despejado. Sin murmullos, sin ecos de voces lejanas. El sol se detiene en los ventanales que hay cada ciertos tramos del pasillo. No engaña a nadie: es un sol de invierno. Pero allí dentro, en ese nuevo hospital que parece un aeropuerto poco frecuentado (quizá sea por la hora, las doce de la mañana), no hace frío. Todo lo contrario. Más que en un aeropuerto poco transitado, caminando por esos largos pasillos, parece como si estuvieses en una de esas naves espaciales que tantas veces hemos visto en las películas. El camino hasta llegar al lugar donde se encuentra mi tío es largo. Cuando llego, alguien me dice que tengo que ponerme una bata verde sobre la ropa. Y cuando lo hago y accedo por la puerta correspondiente, vuelvo a tener la sensación de estar en una película de ciencia-ficción y que, al traspasar la puerta correspondiente, en cualquier momento sobre mi figura alejándose en dirección al encuentro con mi tío aparecerá la palabra fin.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Pensar en Navidad

Piensas en la Navidad y piensas en todos aquellos años, los primeros de tu vida, en la casa de los abuelos, riendo sin parar, comiendo chocolate, jugando al calor de una cocina de carbón, protegido del exterior, de todo lo que vendría después y que entonces, por fortuna, aún desconocías. Piensas en Navidades más recientes y piensas en esas cenas en casa de tus padres, ya sin los abuelos, con ellos, tus padres y tu hermana y tu marido y ese tío que hoy lucha por la vida en un hospital donde todo aún huele a nuevo y a hospital porque los hospitales, por nuevos que sean, siempre huelen a hospitales. Piensas que eso, su ausencia hoy en la mesa, ensombrecerá inevitablemente la celebración. Qué risa nos provocaban las historias que nos contaba mi tío de sus años mozos por las noches de París. En los excesos estaba la gracia de todo aquello: juergas, champán, amores, juventud, voces aguardentosas, misterios... Y bebíamos vino por si acaso aquella era la última Navidad que pasábamos todos juntos, riéndonos con aquellas historias, que nunca se sabe. Piensas en esa amiga a la que se le acaba de morir el padre y piensas en aquellas palabras que escribió Soledad Puértolas tras la muerte de su madre, refugiada tal noche como la de hoy en un hotel, comiendo un miserable sándwich con su marido, alejada de todo bullicio y celebración. Piensas que algún día tu Navidad también será así, pero lo piensas fugazmente, como si no fuese contigo la cosa. ¿Para qué darle más vueltas a la cabeza? La vida no es más que este momento. Este mismo en el que estoy escribiendo esto y poco más. El que se lleve a engaño, peor para él. La que se lleve a engaño, peor para ella. Cuando uno llega a cierta edad, debe aprender a frivolizar las cosas, las situaciones. Piensas que te gusta la Navidad a ratos, dependiendo de las circunstancias. Las de este año no son demasiado propicias. Y entonces vuelves a pensar que es mejor frivolizar, escuchar alguna canción navideña, abrir la botella de vino, extender el mantel, comer lo que no deberías comer, no pensar. No pensar mucho en las ausencias (será inevitable) y no pensar mucho en las circunstancias (vamos a intentarlo). Pensar que eres afortunado y pensarlo en serio. Y luego ya, no pensar más. Nada más. Dejarse llevar. Simplemente. Por el ritmo de la música, o de las copas, o del excesivo dulce, o de las risas. Por las voces que te rodean. Por los ojos de los que te miran. Por ese momento, el que estás viviendo, el de esta Navidad. El único que cuenta.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Juego de fotografías

Para Azucena Vence.

Miro la fotografía, en blanco y negro. Dos mujeres. La abuela y la nieta. La mujer joven se apoya en el hombro de la mujer mayor. Un gesto delicado que podría describir perfectamente la fotografía, sin necesidad de palabras. De hecho, lo hace. La describe a la perfección. Sin embargo, me abalanzo sobre el espacio en blanco y escribo estas palabras. Hay algo en esa fotografía que me conmueve. La mujer joven, alrededor de los cuarenta años, aún puede disfrutar de su abuela. Quizá sea eso. Su fortuna me conmueve. Como me conmueve pensar que yo no he tenido esa suerte. Supongo que su caso es la excepción, que casi todos nos hemos quedado sin abuelos demasiado pronto. Eso pensamos siempre, sin duda. Me alegro, no obstante, de la felicidad que transmite la foto. La serenidad. La luz. El juego de colores, de sombras.  Cuando no hacen falta palabras pero las ponemos igualmente porque la poesía puede aparecer inesperadamente en cualquier rincón, en cualquier fotografía, donde sea. ¡Cuántas veces habrá apoyado su cabeza la mujer joven en el hombro de la abuela como lo hace ese día de septiembre, finalizando el verano, el sol ocultándose ya entre los árboles! Tantas veces, imagino, que será imposible recordarlas. La mujer joven se apoya en la abuela y lo hace sin darse cuenta, en un gesto instintivo. Buscando el refugio, el sosiego, la calma. Alejándose por unos instantes de todo lo demás. Ahuyentando esa brecha por la que a veces se cuelan los problemas y los líos de la vida cotidiana. Todo eso que, en la fotografía, es imposible percibir. Cerca de los abuelos, más aún de las abuelas, los problemas nunca existen. Quedan ocultos. Desaparecen. O eso creo recordar.
Ese mismo día, el día que miro esa fotografía en blanco y negro, se cumplen veinte años de la muerte de mi abuelo Tomás. Veinte años. Ahí es nada. Todas las cosas que pueden ocurrir en veinte años. Alegrías, decepciones, risas, llantos, más risas, enfermedades, nuevas ilusiones, fracasos, trémulas expectativas... Cientos de palabras podrían describir de un modo más o menos preciso ese tiempo. Cientos de imágenes que nunca podrían resumir del todo ese trozo de vida, ese trecho del viaje. Veinte años sin el abuelo y seguimos recordándole, cada día, como a la abuela Virginia, su mujer. Así quedan grabadas algunas personas en nuestra memoria. Pero no me dejo desanimar por la nostalgia. Miro de nuevo la fotografía que la mujer joven me enseña. Pienso que ella recordará a su abuela del mismo modo, cada día, cuando ya no esté. La fotografía donde ella está apoyada en el hombro de su abuela. Esa felicidad me reconforta. Esa serenidad. Esa luz. Ese juego de colores, de sombras. Miro todo eso y me quedo en silencio, recordando. Porque -ahora sí- ya no hacen falta más palabras.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Un banco, unas luces, una actriz

Hasta ahora, para los que ya hemos pasado la complicada barrera (¿hay alguna, en realidad, que no lo sea?) de los cuarenta, "La plaza del Diamante" estaba asociada al rostro de Silvia Munt. Un rostro muy peculiar: grandes ojos y unas facciones que remitían siempre a cierto aire de melancolía, de pena, de tristeza. El rostro de la Colometa, que ella recreó con gran acierto. Las consecuencias de una guerra y una posguerra podrían reflejarse muy bien en el rostro de la actriz catalana, en cada una de las facciones y registros interpretativos que exhibía en aquella serie de Televisión Española, dirigida por Francesc Betriu. La descubrimos, claro, en esa adaptación de la novela de Mercé Rodoreda, a mediados de los ochenta. Y su rostro, inevitablemente, remitía a la gran obra de la escritora catalana, que leeríamos más tarde. Una escritora, por cierto, a la que se debería reivindicar más. Su obra está prácticamente descatalogada y algunos de sus cuentos son piezas realmente extraordinarias. Así como su novela "Espejo roto", que podríamos considerar tan importante como "La plaza del Diamante". O incluso más.    
Hace unos pocos años, supimos que Ana Belén había realizado una lectura de la obra más conocida de Rodoreda y que Jessica Lange haría lo propio en Nueva York. Ahora también sabemos que la actriz americana, fascinada con el texto, muestra su empeño para que se adapte a la televisión americana. A ver si hay suerte.
Y en estas llegó una nueva versión teatral de la obra. Lolita Flores era la elegida para interpretarla. Lolita ya había dado muestras de su altísima calidad como actriz en aquella película, "Rencor", por la que se llevó el Goya en el año del célebre "no a la guerra". Lo que pasa es que en este país algunos artistas -quizá, en parte, por la familia de la que proceden o por su propio pasado artístico- se les mira con una lupa exagerada. Es el caso de Lolita. También es cierto que, tras aquella película, la actriz no tuvo demasiados papeles relevantes. No importa. Todos sabemos que hay interpretaciones que van más allá de todo elogio, que las palabras se quedan cortas. Esta ocasión es una de ellas. El dolor, el desgarro, el desamparo, la miseria, la tímida ilusión, el miedo, la inseguridad, la fragilidad, el hartazgo, la desesperanza, las injusticias, el frío, el hambre... Todo eso pasa por el rostro de Lolita -ah, esos ojos- en una interpretación llena de matices y contención. Un banco en el que sentarse, las luces de una fiesta que duró poco tiempo, una actriz prodigiosa y un foco que la ilumine. Con eso es suficiente. Se produce el milagro. La transformación es sorprendente. La voz -tan particular, tan hermosa- se adecúa a las alegrías -pocas- del personaje y todos sus -abundantes- padecimientos. Reflejo, sin duda, de quien tuvo que vivir aquellos años de miseria y desesperación. La interpretación es magistral. No estás viendo a esa señora que canta y se mueve con soltura por los escenarios musicales en diferentes registros, tampoco a esa otra que a veces protagoniza portadas de revistas porque, según ella misma confiesa, necesita (a falta de trabajo) ese dinero para comer y pagar el alquiler. Estás viendo a la Colometa, el memorable personaje de Rodoreda. Y a ratos, es cierto, sentada en ese banco de madera, fugazmente, puedes ver a su madre, aquel brío interpretativo que nadie supo explotar en su justa medida. Lolita lo ha conseguido. Su interpretación permanecerá. Eso queda fuera de toda duda desde los primeros minutos de representación.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Amar una cara es amar un alma

La historia de un hombre, escritor de profesión, que se obsesiona con la vida de otro hombre, el asesino de Martin Luther King, James Earl Ray. Y la fascinación por una ciudad, que acaso sea mucho más que eso, una ciudad, Lisboa. Acaso un deslumbramiento, un refugio, un estado de ánimo. El final de un trayecto, el reposo de un viajero, el aire limpio que a ratos se inunda de cierta melancolía y de cierto misterio. Sí, también podría ser un escondite. Un buen escondite. Se narran ambas historias, intercaladas, entrelazadas, la del asesino y la del escritor. El antes y después del famoso asesinato y el antes y el después del éxito de la novela del escritor cuya historia transcurre, precisamente, en esa ciudad, Lisboa. Leemos ambas historias casi de un modo vertiginoso, sin poder apartarnos del libro. Dos hombres, tan distintos, que, cada uno a su modo y con sus diferentes razones, huyen. Las huellas que uno de esos hombres, el escritor, trata de rastrear en las calles y las tabernas y los hoteles que el otro, el asesino, dejó. Y las huellas que la propia vida va dejando en su biografía, la del escritor. Su vida profesional y su vida personal. ¡Qué hermosas son las páginas donde se narra el principio de la historia de amor con su segunda mujer! Podríamos decir que son las mejores páginas que este hombre, el escritor, obsesionado con la vida del otro hombre, el asesino, ha escrito hasta la fecha. El latido inicial de una historia que comienza, el miedo de no volver a ver ese rostro que ya se ama ("Amar una cara es amar un alma", escribe Thomas Mann y recuerda el protagonista de esta historia, el escritor, fascinado ya por esa mujer, cuya sombra distingue en la penumbra de las habitaciones que han compartido), la fragilidad que arrastra todo principio amoroso, la misteriosa y arrebatadora fuerza del deseo.  Y el temor a perder todo eso y que se refleja magistralmente en una estación de tren, en las décimas de segundo en las que el hombre, en la época (no tan lejana en el tiempo) sin móviles, cree haber confundido el lugar de encuentro con la mujer a la que ama. Apenas unas páginas que, como si de la escena cumbre de una película se tratara, te dejan prácticamente sin aliento.  
Antonio Muñoz Molina ha escrito mucho, y muy bien, a lo largo de todos estos años. Y es difícil escoger entre páginas tan magníficas. Sin embargo, no tengo la menor duda de que si hubiese que hacerlo, las páginas de este libro, "Como la sombra que se va",  ocuparían un lugar destacado. Las páginas de ese hombre, el asesino, que huye y las páginas, tan desnudas, donde el otro hombre, el escritor, narra la fascinación por una ciudad que es mucho más que una ciudad, Lisboa, y por la mujer de la que se ha enamorado y que Thomas Mann, con apenas siete palabras, supo definir de modo magistral: "Amar una cara es amar un alma". Esa mujer que al hombre, al escritor, le gusta observar sin que ella se dé cuenta, distinguiendo su rostro entre los cientos de rostros que puedan pasar por su lado, ajenos a unos ojos que miran y a otros ojos que no saben que en ese preciso instante son observados. Detalles que hacen que pudiese escribirse el amor con mayúsculas, dejando atrás pudores y demás tonterías. Detalles que definen a ese hombre, el que escribe y el que ama de ese modo.
No os la perdáis. Creo que no es un mal consejo.
   

martes, 2 de diciembre de 2014

Flores rotas

Hay una paz extraña y triste en los locales que antes eran negocios prósperos y que ahora, por culpa de la crisis o de las actualizaciones del precio de los alquileres, están cerrados. Uno pasa por delante de ellos y no se atreve a pararse allí demasiado tiempo. Sólo detiene la mirada en ese cartel que pone SE ALQUILA y el nombre del particular o de la agencia que se encarga de los trámites. Y luego esa paz extraña y triste, similar a la de los cementerios donde están enterrados los seres a los que amamos. No, no hay que detenerse demasiado para sacar conclusiones ni para que la nostalgia se apodere de uno, una vez más. Pero, en este caso, parece inevitable. Aún puedo ver a la mujer que trabajaba allí, en ese local cerrado desde hace unas semanas. Era una mujer inquieta, que se movía de un lado a otro de la floristería, como si siempre tuviese algo que hacer: un ramo que arreglar, una llamada que atender, un cubo con flores frescas que colocar a la puerta del local. A veces, con esa misma inquietud, salía a la calle a fumar un cigarrillo y tampoco entonces podía estar quieta. Retocaba las flores frescas que había puesto a la entrada, le arrancaba una hoja marchita a cualquiera de las plantas que había colocado cerca de esas flores, o pasaba el dedo por el cristal del escaparate para quitar algo -una huella, un pelo, un pétalo diminuto- que se había pegado allí.
La veía todas las mañanas, durante el tiempo que trabajé en la librería que estaba (que aún está, afortunadamente) enfrente. Todas las mañanas esa inquietud, esas ganas de trabajar, de prosperar, de sacar adelante aquel negocio, la floristería que ahora, desde hace unas semanas, está cerrada. Alguna vez venía a la librería a comprar un papel de colores que necesitaba para un encargo, una tarjeta de felicitación, un lazo. O un libro que le habían encargado en el colegio a uno de sus hijos. No se quedaba mucho tiempo. Siempre atenta a que alguien pudiese entrar en la floristería, reclamar sus servicios. Ahora todo eso ya no existe. La tienda está cerrada desde hace unas semanas. Y esa paz extraña y triste que se apodera de los locales cerrados llega incluso a la otra acera, donde la librería en la que yo trabajaba sigue abierta, los libros asomando desde la puerta, incitando al lector. Desde ahí, desde ese lado de la calle, el cartel de SE ALQUILA aún hace más daño a la vista y esa paz extraña y triste tiene algo de fantasmagórico. Estoy seguro de que si abriésemos la puerta, aún podríamos sentir el olor de las últimas flores que estuvieron colocadas en esos cubos que, junto al resto del mobiliario, según reza otro cartel más pequeño que está pegado al cristal, ahora se venden. Un olor añejo, que -seguramente- se ha ido apoderando de cada rincón de la tienda, de los muebles que se venden. Como ese olor que tienen los cementerios cuando las flores marchitas son bastante más numerosas que las flores recién cortadas.

jueves, 27 de noviembre de 2014

El cuadro

 
Éramos jóvenes y nos besábamos
en cualquier rincón apartado.
Una casa abandonada,
un parque poco transitado,
un garaje sin cámaras:
cualquier lugar nos servía.



Éramos jóvenes y no poseíamos dinero,
pero teníamos ideas y con eso
era más que suficiente.



Un día, inesperadamente,
me pintaste un cuadro.
Un autorretrato de Francis Bacon
que venía en la portada de una revista y
que a mí me apasionaba.
La cara desfigurada del pintor,
las sombras que lo devoraban,
los fantasmas que acechaban,
el miedo que mordía.



No poseíamos dinero,
pero sí algunas ideas,
reflejos de talento
que quedaron plasmados
en algunos poemas
y en aquella reproducción
que aún está colgada en
una de las paredes de mi habitación.



Éramos muy jóvenes,
y tú y yo,
a pesar de lo que pensaba
el resto del mundo,
no nos besábamos
en parajes solitarios,
ni en casa abandonadas
ni siquiera en garajes sin cámaras.
 
Éramos amigos.
Sin besos,
sin sexo a escondidas,
sin deseo inconfesable.
Éramos amigos y teníamos ideas,
motivos para la risa
y ganas de devorarnos el mundo.
 
Esta mañana, siento que las ideas
van flaqueando,
los bolsillos siguen vacíos
y el mundo consiguió su propósito:
darnos una buena lección.
 
Ya no somos amigos,
pero el cuadro sigue colgado
en una de las paredes de mi habitación.
Siempre ignoré -si te soy sincero-
que el cuadro
iba a durar más que nuestra amistad.
 
Las cosas de la juventud, supongo.





Poema Finalista en el Premio Internacional de Poesía Jovellanos. El Mejor Poema del Mundo, 2014

  

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Mi mapa del mundo

Todos tenemos mapas, reales o metafóricos, a los que agarrarnos. Pueden ser varios mapas. Nuestros mapas del mundo. Cuando la vida se complica, echamos mano de ellos. Una bolsa, por ejemplo. Una bolsa llena de papeles, recortes, entradas de cine y de teatro, billetes de metro o de avión, servilletas escritas con un nombre (su nombre) y algo más, fotografías en color y en blanco y negro... La primera vez que fuimos al cine juntos, que pisamos Nueva York, que cenamos en París, que nos regalamos un libro. Todo eso está ahí y no tiene olor a viejo. Todo lo contrario: tiene un sentido. El que rige nuestro mundo. Mi mundo. A estas alturas, desgraciadamente, ya tengo la absoluta certeza de que no voy a trabajar nunca más en una librería. Fue un tipo afortunado durante casi diez años trabajando en uno de los oficios más hermosos del mundo, uno de los que más me gustan. Pero las cosas están claras. La pequeña librería no tiene presupuesto para contratar a nadie, bastante tiene con poder mantenerse, y la grande, cuando contrata, no se acuerda de mí. Perdonad la nostalgia, pero como este viernes se celebra el Día de las Librerías es normal que me ponga un poco de aquella manera. Son cuatro años ya alejado de aquel trabajo...  Al que sé que no voy a volver a no ser que me toque una lotería y pueda montar mi propia librería: El extraño viaje, como este blog, así la llamaría, siguiendo con el homenaje a aquel cómico que nos resulta imposible olvidar. Por eso necesito agarrarme a mis mapas. Los que, en cierta forma me guían y consiguen que no pierda el control, siempre tan frágil, tan endeble.
Ver todas las mañanas el rostro recién despertado del hombre con el que duermo, pasear con mi madre, escuchar las risas de mi hermana, las quejas de mi padre porque todo está tan complicado y más que va a ponerse, saber que eres imprescindible para una gata que es el ser más feliz del mundo cuando quito el ordenador de mis piernas y la dejo instalarse en ellas... Todo eso también son mis mapas. A los que me aferro con fuerza para no derrumbarme. Para que la nostalgia no se apodere por completo de mí. Para que la depresión no me alcance. Para que la escritura no me abandone, como le ocurrió a tantos escritores cuando los malos momentos acechaban.  
Y las esquinas de mi ciudad. Y los cafés, desde donde continúo escribiendo mientras veo a toda esa gente pasar -extraña o fascinante o anodina o cabreada-, y las luces de Navidad -esas luces que anuncian ya la proximidad de un tiempo de euforia y de tristeza, como siempre- iluminan tímidamente unas calles que ya no son las de entonces pero que siguen siendo parte de este otro mapa del que, por diversas razones, nunca quise huir. Mi mapa del mundo también está en ese cuaderno donde ya están anotadas las frases de otra historia que aún es una incógnita. Otra incógnita más.  
 

sábado, 22 de noviembre de 2014

El arroz con leche de la abuela

Empiezo el día haciendo arroz con el leche, que es el postre favorito de los amigos con los que vamos a comer. Y resulta inevitable que me acuerde -como cada vez que lo hago- de mi abuela Virginia, la mujer que me enseñó a hacerlo. En Mieres, a principios de los años ochenta. La recuerdo en aquellas mañanas de sábado, en la enorme cocina de su casa, escuchando la radio o algún programa musical de la televisión (le gustaba mucho la música: la copla, especialmente), revolviendo con la cuchara de madera y cantando. Dejaba a un lado la cuchara cuando llegábamos y vertía el postre, ya terminado, ya lo suficientemente espeso, en una gran fuente. Luego, abría el balcón y ponía allí la fuente para que enfriara primero, antes de echarle la canela o de requemarlo con abundante azúcar, según prefiriésemos ese día. Aquellos sábados eran jornadas de auténtica fiesta. Todos reunidos en torno a ella y al abuelo, más parco en gestos y palabras. Ella cantaba, ella reía, ella me decía cómo se hacía aquel postre (también otras comidas). A veces, antes de terminarlo, me dejaba revolver, siempre para el mismo lado, decía, que si no se estropea. Intento hacer el arroz con leche como el suyo (creo, modestia a un lado, que lo consigo) e intento sonreír siempre, como ella hacía. Olvidar los problemas y sonreír. Ella siempre sonreía, pese a aquel frágil corazón que le daba algún disgusto de vez en cuando y a aquel hijo, el pequeño, que también hacía lo propio. Instantes que vienen a mi memoria mientras revuelvo el arroz que dentro de unas horas comeremos en buena compañía, olvidando la dura travesía de estos tiempos (la pareja con la que vamos a comer también está al paro, los dos, pese a su preparación y experiencia) y sonriendo.
Me acuerdo también de los últimos tiempos de la abuela, cuando ya estaba muy enferma y caminaba con gran dificultad, a pasos muy lentos. Nos recibía con aquella sonrisa y haciendo el arroz con leche porque sabía que era el postre que yo deseaba. Aquel arroz ya no era el mismo. Las comidas, todas ellas, pese a lo buena cocinera que era, ya no le salían de la misma manera. La cocina sabe demasiado de nosotros mismos. Sabe si nos apetece cocinar, si lo hacemos por rutina, si estamos desganados o si estamos enfermos... Nosotros le decíamos que estaba exquisito y ella sonreía con cara de cansancio, probablemente convencida de que le estábamos mintiendo. Mi abuela siempre fue una mujer muy lista. Y su elegancia no le permitía llevarnos la contraria.
Me quedo con el primer recuerdo, convencido -pese a los vaivenes de la vida, ay- de la enorme suerte que he tenido al tener aquella abuela. La abuela Virginia, siempre presente en estos textos.
Así empiezo este sábado. Así, recordando, vamos haciéndonos viejos.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Palabras de Sergi Bellver sobre "La mujer de al lado"

Ovidio Parades se revela como un sutil explorador de la memoria y del alma femenina en 'La mujer de al lado', una novela que es a la vez un guiño a las lecturas y a las películas que le han formado como escritor y como observador sensible del mundo.


Sergi Bellver

martes, 11 de noviembre de 2014

La Santa, en mi memoria

Entrábamos en La Santa, cada viernes, como si entrásemos en un lugar que sabíamos que iba a hacer historia. Entrábamos en La Santa sabiendo que allí nadie nos iba a juzgar, aunque llevásemos el pelo largo, los ojos pintados, pañuelos de colores o nos besáramos con el hombre del fondo de la barra. Bailábamos como si no hubiera un mañana, pero éramos jóvenes, muy jóvenes, y había un mañana, el sábado, naturalmente, donde volvíamos a entrar como yo supongo que entraba Liza Minnelli en Studio 54: buscando complicidades y diversión, esperando que la noche no tuviese fin. Ah, y el beso del hombre del fondo de la barra, que, aunque no siempre era el mismo, nunca dejaba de mirar. La Santa era eso: Studio 54, el punk, Nueva York (que aún no conocíamos), eran las rancheras de la Dúrcal, los himnos de Alaska, las canciones de los 70, el espectro de Divine, Andy Warhol, Elizabeth Taylor pidiendo a gritos otra ginebra cuando ya estaba a punto de derrumbarse o Sammy Davis Jr. incitándonos a bailar como malditos. Dance, dance, dance... Allí nos empezamos a enterar de que algunos de aquellos conocidos con los que habíamos compartido pista de baile estaban cayendo por aquella maldita enfermedad que no voy a nombrar o que Marianne Faithfull, a quien escuchábamos sin cesar, deambulada por las calles de Londres borracha y sin casa de discos. Pero no importaba: siempre había una poesía que nos salvaba de aquellas noticias. La que alguien escribía en una servilleta de papel o la que alguien recitaba cuando el whisky había vencido su timidez, que ya sabemos que (algunos) poetas son muy tímidos. Yolanda, desde su taburete, lo observaba todo, como la perfecta anfitriona de ese lugar donde la fiesta se impone sobre todo lo demás. Cada uno teníamos nuestras penas o nuestros problemas, pero todos quedaban a la puerta. Ella, Yolanda, no dejaba que entrases con ellos. Así son las mujeres inteligentes con bufandas moradas alrededor de sus cuellos. Pon ahí un chupito de whisky, decía, encendiendo un cigarrillo (siempre tenía uno entre los dedos), que es mi cumpleaños, aunque no lo fuera. A veces, para ocultar aquella pena que arrastrabas y que se había colado por la puerta, le decía al camarero que sirviese otro chupito de whisky, que pagaba la casa. Y la vida, por perra que fuese, volvía a brillar como aquella bola plateada que daba vueltas y vueltas en el techo, Donna Summer que estás en los cielos (que entonces aún no estabas), last dance, y todo lo demás... Allen Ginsberg hubiese aullado desde cualquier rincón del local. La verdadera libertad siempre te provoca hacerlo.
El amor estaba en la pista de baile, y la risa, y las copas, y el temblor de las pieles al rozarse. Allá cada cual con sus gustos. Nadie se iba hasta que se encendieran las luces y en el exterior las otras luces, las de la mañana, mostraban todo su fulgor. Encendías un cigarrillo, evitabas los espejos y mañana sería otro día. Y allí, en aquella pista de baile, volverías a encontrarte con aquella tribu que sabías que era la tuya, aunque fueran apareciendo las primeras bajas y los poetas ya no escribiesen largos poemas. Como uno sabe quién es el amor de su vida cuando te dice las primeras frases, te da el primer beso, y el chico del fondo de la barra deja de interesarte lo más mínimo.
Dice Yolanda que se va, que con treinta años ya es suficiente. Se irá, no lo dudo. El merecido descanso siempre es necesario para todos. Se irá, pero su nombre siempre estará asociado al de alguien que hizo mucho por esta ciudad. Algún día se lo agradecerán como se merece. Yo lo hago desde entonces, desde la primera vez que entré en aquel local y supe que otros mundos también podían existir en esta ciudad. Y, de hecho, existieron. Los que estuvimos allí lo sabemos. Vaya si lo sabemos. A tu salud, amiga. Brindo por ella, brindo por ti. Como lo hacen todas esas borrachas gloriosas a las que adoramos. Hemos vivido y sobrevivido. No es poca cosa, querida.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Mujeres inteligentes

Me gustan las mujeres inteligentes. Me gusta observar sus movimientos, hablar con ellas, leer lo que escriben (si son escritoras), escucharlas (si son cantantes, actrices o periodistas, o buenas conversadoras, independientemente de su profesión). Hay muchas mujeres que me gustan. El mundo está lleno de mujeres inteligentes. Muchas están entre las líneas de este blog (cinco años ya escribiendo en él). Podría hablar de muchas de ellas, numerosas veces. Por fortuna, conozco a bastantes. Mi biblioteca está llena de libros de mujeres inteligentes. Y mi agenda de teléfonos, también. Soy un hombre afortunado en ese aspecto. Me gustan las mujeres inteligentes porque no dan rodeos, no marean la perdiz, saben que el tiempo es oro y que las pamplinas, a estas alturas, no tienen demasiado sentido. Me gustan esas mujeres que, si hay un problema (siempre hay problemas, qué le vamos a hacer), intentan solucionarlo. Me gustan las mujeres que no crean problemas porque eso, a estas alturas, es un signo de inteligencia. Me gustan las mujeres que dicen lo que piensan y que lo dicen de un modo educado, con elegancia y respeto. Que, de ese mismo modo, con educación, elegancia y respeto, defienden aquello en lo que piensan, en lo que creen. Con contundencia. Me gustan esas mujeres. Me gusta María Luengo. Hace unos días, en la presentación de mi nueva novela, se lo dije públicamente. María es una mujer muy bella físicamente, pero lo que más destaca de ella, pese a ser lo primero que salta a la vista, no es eso: es su inteligencia. La manera que tiene de observar y luego de hablar sobre lo que piensa. Eso es lo que realmente la hace bella. La manera de mirar, de reflexionar, de expresar sosegadamente y con firmeza esas reflexiones con palabras. La manera de callar (¡qué importantes los silencios!), cuando corresponde. De batallar por las luchas en las que cree. Porque ella cree que no todo está perdido. Y, de hecho, aunque a veces nos lo parezca dada la situación que atravesamos (los dos estamos sin trabajo), no lo está. No todo está perdido. Vamos a repetirlo varias veces por si alguna vez se nos olvida o las circunstancias hacen que perdamos pie, que a ratos uno está a punto de perderlo.
La otra tarde nos encontramos por la calle. Era viernes y hacía frío. El frío se ha instalado definitivamente, casi de un día para otro, ya iba siendo hora. El viento revolvía sus cabellos. María estaba guapa, pero no me refiero a esa belleza evidente que te asalta nada más verla. Era otra clase de belleza. La interior: ya lo he dicho. Lo repito. No es un tópico, aunque lo parezca. Es un hecho. Esa belleza que dice mucho más que la otra. A mí, al menos, así me ocurre. Ella hablaba y yo la escuchaba. Ella callaba y yo captaba su silencio. Y el viento, erre que erre, seguía revolviendo sus cabellos. El viento, ya lo sabemos, siempre hace lo que le da la gana.    

martes, 4 de noviembre de 2014

Las fotos de la tía Maru

Ya he escrito otras veces de la tía Maru. A mediados de los setenta y principios de los ochenta, aún vivía en Bélgica con su marido -el tío Jose, el hermano pequeño de mi padre- y sus dos hijos. Venían de visita por los veranos. Tenían un coche grande de color naranja y un aire europeo que contrastaba con el de los que nos habíamos quedado aquí. Sobre todo ella, la tía Maru. Atractiva, moderna sin pretenderlo, siempre con numerosos libros, revistas y cajetillas de tabaco en sus bolsos. Me gustaba la tía Maru. Su ímpetu, su manera de hablar (voz honda de tabaco negro), de moverse. El contraste con las otras mujeres. El arqueo de sus cejas cuando alguien decía cosas de otra época, pensamientos antiguos, reflexiones pasadas de moda. Sus silencios (tan significativos) o sus comentarios repletos de ironía. Pese a las apariencias de aquel tiempo, la tía Maru no tuvo una vida fácil. Llegarían otros tiempos posteriores y no tendrían mucho que ver con aquellos (vacaciones, coches anaranjados, revistas francesas, aires europeos...), pero ella siguió conservando la imagen de aquella mujer moderna (sin pretenderlo) y decidida, culta, atractiva, que seguía arqueando las cejas cuando escuchaba a su alrededor cualquier barbaridad que no tuviese que ver con el progreso, con las libertades. Que guardaba silencio o soltaba una carcajada tan honda como la voz que le dejaba el abundante tabaco negro. Ese tabaco que nunca ha abandonado.
Fue una de las primeras mujeres que leyó aquellos relatos juveniles que escribía sin descanso en las madrugadas, cuando aún vivía en casa de mis padres y tenía muy claro que lo único que quería hacer en esta vida era escribir. Hablábamos de ello. De literatura, de Marguerite Duras y de París. La vida, por entonces, ya no tenía para ella el glamour de aquellos veranos de la infancia. Pero ella, ya viviendo en España, seguía hablando de París como lo hace el que ha conocido bien otras ciudades, otras fronteras. En sus ojos, aún sigue ese afán por resistir -la vida, por complicada que sea, no podrá con nosotros: eso vienen a decir sus ojos- y una punta de tristeza que viene de la dicotomía entre lo que uno soñó y lo que le ofrecieron, entre otras cosas que no vienen ahora al caso.
Pero no quería hablar de la tía Maru, aunque siempre que empiezo a escribir sobre ella me lanzo porque me resulta un personaje literario fascinante y una persona a la que quiero (y respeto). Conservo el mensaje que me envió nada más leer mi última novela como si fuese una crítica que hubiese aparecido en el suplemento cultural más destacado. Sigue siendo una gran lectora. Y sigue siendo una superviviente, pese a la punta de tristeza de sus ojos que procede de esa dicotomía de la que antes hablaba y, sobre todo, de esas cosas que ahora no vienen al caso.    
Quería hablar de dos fotografías que me regaló el día de la presentación de mi última novela en Oviedo. En ellas, con cuatro o cinco años, ataviado con un collar y una pulsera (posiblemente de la propia tía Maru), aparezco yo, en casa de los abuelos, en el campo, a mediados de los setenta, sentado en el Seat 127 de color blanco que teníamos por entonces. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Cuatro o cinco años, ya digo. La vida por delante. Con sus alegrías y sus desastres. Las miro, y de repente tengo que dejar de hacerlo. Han pasado casi cuarenta años. Las miro y, sí, tengo que dejar de mirarlas, aunque no quiera hacerlo. Los ojos se empañan y el vértigo se agarra con tal fuerza a la garganta que incluso me resulta difícil respirar. La tarde es luminosa y nada ha sucedido aún. Como en esas obras de Chéjov donde las luces cálidas del atardecer no son más que el preámbulo de todo lo que vendrá después. Guardo las fotografías en un sobre y el sobre cerca de los libros importantes.        

jueves, 30 de octubre de 2014

En tiempos convulsos, feroces

Salvajes, sí. Y brutales, y despiadados. Como los propios tiempos que nos están tocando vivir. Así son las historias que conforman la película "Relatos salvajes", de Damián Szifrón. La gente está (estamos) harta de corrupción, miseria, desempleo... Harta de que siempre tengamos que pagar el pato los mismos. Y luego está el miedo y la preocupación por lo que pueda pasar después de todo lo que estamos viendo, ¿cuál será la gota que colme el vaso definitivamente? Y aquí, en la película, ese hartazgo desencadena, en ocasiones, una explosión de furia desatada. Un día de furia, como en aquella película de Michael Douglas. La furia es tan desatada que puede provocar la risa, pero no una risa cualquiera. Una risa nerviosa, cómplice, liberadora. Riendo salvajemente -una vez más- dentro de la más terrible aflicción, como apuntó Samuel Beckett. Como si, a través de estos personajes y de las cosas que les toca vivir, liberásemos la tensión de nuestras propias vidas, de nuestros propios problemas. De todo lo que está aconteciendo. Así, sin ir más lejos, sucede con el relato que protagoniza Ricardo Darín. La tensión va creciendo hasta que su pobre personaje no puede más y hace lo que no se debe hacer. Pero, secretamente, comprendemos los motivos por los que lo hace. Y no digo más para no desvelar nada de la trama. Hay que verla. En el cine.
Como el resto de las historias. Tengo dos favoritas: es normal en este tipo de películas que uno prefiera unas sobre las otras. La historia del cacique que llega a un bar pidiendo un plato de comida y la del niño bien que tiene un accidente. Hay tanta vida detrás de esas historias que apenas duran veinte minutos y están contadas de un modo tan vigoroso que se te hiela la sangre y se te encoge el corazón. Simplemente. La vida de la cocinera de la primera historia a la que me refiero daría para una película entera. Su pasado (entrevisto), su presente. Los ojos con los que mira, el rencor que alberga y, finalmente, la sensación de que nada de lo que pueda sucederle le importa en realidad lo más mínimo sobrecoge de una manera impactante. Y tampoco digo más. Bueno sí: que la actriz -Rita Cortese- borda su papel. Tardaré tiempo en olvidar esa mirada. Esa presencia.
La otra historia a la que me refiero, la del accidente del niño bien, aparte de helarte la sangre y encogerte el corazón, te deja una rabia difícil de digerir. Es tan injusto (y tan real, por otro lado) lo que sucede que dan ganas de llorar, directamente. No hay aquí espacio para la risa nerviosa, sino para el golpe seco, directo a la mandíbula. A las entrañas.
Todo el reparto está espléndido. Y la película, pese al mal cuerpo que siempre deja contemplar impotente lo injusta que es la vida, ese cruce de destinos endiablados, merece la pena. Mucho. Más aún en estos tiempos convulsos, feroces. No hay que perdérsela.    

miércoles, 29 de octubre de 2014

Reseña de Laura Freixas sobre "La mujer de al lado"

Me ha gustado mucho “La mujer de al lado”, la nueva novela de Ovidio Parades. Ovidio es un escritor joven (nació en 1971), que vive en Oviedo, que había sido librero, y que tiene una sensibilidad, un don de observación y de empatía con algunas personas y cosas (en particular la literatura y el cine, y muy especialmente con escritoras y actrices) fuera de lo común. Lleva un blog, que en opinión (si... se me permite citar algo tan personal) de mi madre (que desde que descubrió a Ovidio, es una fan), en opinión de mi madre, digo, el blog/diario de Ovidio es “como el de Trapiello, pero sin mala leche”. Me parece una buena definición… A mí me gustan mucho esos textos cortos en que Ovidio capta momentos, estados de ánimo, se fija en gente anónima en un supermercado o una cafetería, comenta una película, un libro… y lo hace siempre con reflexión, con sensibilidad, con respeto. Los ha publicado en varios volúmenes: El extraño viaje, Ventanas compartidas, Vivir en los cafés…, alguna vez con prólogo mío.
Hace dos años Ovidio publicó su primera novela, El tiempo que vendrá, donde mostraba las mismas cualidades que en su blog. Pero quizá le faltaba justamente el paso de la estructura del blog o diario a la propia de la novela. Esto en cambio sí lo ha conseguido con ”La mujer de al lado”, que tiene una curiosa y muy lograda estructura de “cajas chinas”, o se puede comparar también a un abanico cerrado (que sería la casa de pisos en la que vive, con sus padres y su hermano, el narrador) que se va desplegando, y mostrando diferentes personajes (la vecina, la portera, el hermano…). Cada uno con su historia, su carácter, sus preocupaciones. Los vemos aparecer, sabemos algo de sus vidas, pero luego desaparecen; uno de los alicientes de la novela es esa sensación de que nunca llegamos a conocer realmente a los demás, a entenderlos; siempre están “al lado”, no “con” nosotros, ni siquiera “en frente”; les vemos con el rabillo del ojo; conservan cierta aura de misterio.
“La mujer de al lado” es una novela dulce y un poco triste: nos presenta a personas “de a pie”, que luchan, que salen adelante, que fracasan, que se hunden, que a veces se vuelven a levantar… y nos las presenta con comprensión, con delicadeza, con cariño, aunque sin idealizarlas. En ese sentido se me ocurre que es muy diferente de otras novelas que presentan al mismo tipo de personajes pero con desprecio, ridiculizándolos, lo digo porque me acuerdo de “La colmena” por ejemplo, pero cierro el paréntesis. Otra cosa muy característica de la visión del mundo de Ovidio (lo del nombre de pila es porque le conozco en persona), y que también se refleja en la novela, es una visión más humana que política de la gente que se gana la vida como puede, que intenta sobreponerse a las dificultades, que no siempre consigue salir adelante… En cuanto al género, presenta con frecuencia personajes masculinos (auto)destructivos y mujeres psicológicamente fuertes, pero social y físicamente débiles, y que muchas veces soportan la violencia masculina; me alegro de que Ovidio en su literatura lo presente así, porque así es, estadísticamente hablando. Y la novela está muy bien escrita, con un fino don de observación; tomo al azar esta descripción, estupendo ejemplo de un ejercicio que pongo a veces a mis alumnas/os en los talleres: “Describir a un personaje por su forma de vestir”; él lo hace así: “Dos chicos y una chica (…) siempre con sombreros, pantalones estrechos, botas altas y terminadas en punta, enormes y oscuras gafas de sol y largos pañuelos de seda muy estampados colgando del cuello, sobresaliendo de sus cazadoras, de sus abrigos negros o de sus amplias gabardinas”. En fin, he disfrutado mucho “Las mujer de al lado” y solo le reprocho que no sea más larga, más compleja. Me ha sabido a poco. Pero como Ovidio está madurando como novelista a ojos vistas, y como ahora tiene tiempo (desgraciadamente, está en paro) estoy segura de que la próxima será todavía mejor. La espero con ganas.

Laura Freixas



martes, 28 de octubre de 2014

En aquel andén, una tarde de invierno

En medio de una fría tarde de invierno, haciéndose paso entre las gentes que bajaban de aquel tren con sus pequeñas o grandes maletas y sus bolsas de mano, apareció la figura de una mujer que destacaba poderosamente sobre todas las demás personas. El pelo largo y alborotado, a su aire; las ropas negras y sobre ellas una sencilla bufanda de color fucsia que también iba a su aire; el paso firme y decidido. Era ella, sí. Charo López. La actriz. No venía cansada, ni con cara de sueño después de aquellas largas horas de viaje. Venía entusiasmada, risueña, alegre, contenta. Con ganas de leer los textos de Maruja Torres y Rosa Regás en el teatro Campoamor (donde, años atrás, la había visto interpretando a Sarah Bernhardt junto a Emilio Gutiérrez Caba): para lo que había sido convocada. Nos besó y abrazó efusivamente. Y mientras lo hacía, yo no era del todo consciente de que estaba besando y abrazando a una de las cómicas que más había admirado en toda mi vida. Aquella mujer que había visto en películas, series de televisión y obras de teatro. Los ojos de Charo, en aquella fría tarde de marzo, seguían siendo los mismos que aparecían cuando su imagen se colocaba bajo los focos o tras las cámaras. Unos ojos que podían expresar cualquier sentimiento sin falta de añadir ni una sola palabra. Luego, claro, vinieron la voz y las carcajadas. El sentido del humor. Y aquella especie de curiosidad e ilusión juvenil por casi todo. Su belleza seguía siendo apabullante. Esa belleza que va más allá de lo físico (y qué físico), que entronca directamente con la inteligencia. Y que es la belleza que a uno le interesa. Aún no había cumplido los setenta. Hoy cumple setenta y uno. De ahí, estas palabras. De ahí, como un rendido homenaje, que vuelva a ocupar espacio en este blog.
Se ha hablado mucho de ella. De su misterio, de su risa, de su magnetismo, de los directores con los que trabajó y de los directores con los que -lamentablemente- no lo hizo, de sus memorables interpretaciones. (No hace falta recordarlas porque están en la mente de todos, pero sí quiero señalar su presencia en una interesante película que pasó sin pena ni gloria y que hoy resulta imposible rescatar: "Pasajes", de Daniel Calparsoro). Todo ello es cierto. Como es cierto que si fuera una actriz americana tendría varios Oscar (y no dudo que uno de ellos sería por los inolvidables cinco o seis minutos que aparece en "La colmena", la impecable adaptación de la obra de Cela por parte del gran Mario Camus: cinco o seis minutos que le bastan para definir la vida de su personaje, su pasado y su presente). Y todo ello -podría decir- es poca cosa al lado de aquella imagen que quedará grabada en mi mente mientras tenga memoria: la de aquella fría tarde de invierno, tirando de su pequeña maleta por un andén lleno de gente, destacando -sin pretenderlo- sobre el resto de aquellas personas. 
Y luego, con fuerza, la voz y las carcajadas. Pero antes la mirada. La mirada sobre todo lo demás.  

sábado, 25 de octubre de 2014

La última pieza del puzle

Que la vida iba en serio ya nos los dijo aquel poeta al que no olvidamos. Que a veces asusta y se presenta como un mazazo es algo que vamos descubriendo con el paso de los años y las circunstancias (casi nadie, en un momento u otro, se libra de ellas, por mucho que lo intente, que lo intentemos). Y que no hace otra cosa más que recordarnos que estamos aquí, y que sufrimos, y que nos enamoramos, y que somos imperfectos, y crueles (sí, crueles: mucho, en ocasiones), y vulnerables, también. Y que tenemos miedo: a la soledad, a la ausencia de dinero, al vacío que arrastra la muerte, a la enfermedad, a la crueldad (insisto)... De todo eso habla la película de Carlos Vermut, "Magical girl", merecidísima Concha de Oro en el último festival de San Sebastián. Compleja, brillante, apabullante, sobresaliente. No se puede desvelar mucho del argumento. Casi mejor nada. Casi mejor sentarse en la butaca del cine sin saber demasiado sobre ella y dejarse llevar. Dejarse golpear en silencio por ese cúmulo de sensaciones, miradas, historias, anhelos, traiciones, lealtades, deseos y crueldad (mucha, en ocasiones: repito). Y comprobar, una vez más, que la vida vuelve a ser un puzle al que siempre le va a faltar una pieza. La que sea. Una. Quizá la más importante, la definitiva, la que llevamos años buscando. Esa pieza que puede estar escondida detrás de un mueble o en una mano perversa o enferma o enamorada o temblorosa. O quién sabe dónde. El caso es que su ausencia estará ahí, presente, como otro mazazo. Desgarrador. Inevitable. Demoledor. Imborrable.
No se puede desvelar nada, o casi nada, del argumento de esta película que, por diferentes razones, no dejará indiferente a nadie. Pero sí se puede hablar de su maestría para encajar las vidas cruzadas de sus personajes, y la maestría de los actores. Sí se puede decir que todos están absolutamente perfectos. Y que Elisabet Gelabert  (qué mirada, qué voz, qué sabiduría: ¡qué grandes actrices hay en este país y qué pena que muchas de ellas no tengan los papeles que ser merecen y que se estén pudriendo de asco o pasando hambre, como nos recordó hace poco Concha Velasco!), en un pequeño pero jugosísimo papel, demuestra que a veces bastan siete u ocho minutos (como le bastaron a la gran María Asquerino en "El mar y el tiempo") para dejar huella en la memoria del espectador, que José Sacristán está soberbio, como acostumbra, y que cada vez nos recuerda más al añorado Fernando Fernán Gómez, y que si Bárbara Lennie no recibe todos los premios de interpretación de este año es para dejar de creer en ellos directamente. Su interpretación está más allá de cualquier elogio que pueda caber en este texto. Su mirada, su manera de moverse, su frialdad, su voz, su fragilidad, su desequilibrio, su inseguridad y su seguridad hacen de su interpretación un personaje tan complejo y repleto de matices que la convierten, por derecho propio, en una de las actrices más sobresalientes del panorama actual. Hay que verla en pantalla, en esta película, en el silencio y la oscuridad de una sala de cine, para comprender bien el alcance de mis palabras. Y de su talento.
Me hace gracia (o mejor dicho: me pone de muy mal humor) toda esa gente que ataca constantemente y por sistema al cine español. En nuestro cine, como en cualquier otro, hay buenas y malas películas. Y hay películas soberbias, como esta de la que hoy hablo, "Magical girl", y que nadie, con un mínimo de buen gusto y amor por el cine de verdad, debería perderse. Y no digo más. Porque creo que ya he dicho todo lo que se puede decir. Todo lo que tenía que decir.  

sábado, 18 de octubre de 2014

Pensar en ella

Pienso en ella, en la muerte, a menudo. No en la mía, sino en la de las personas a las que quiero. Sé que no es una buena idea, pero no puedo evitarlo. Supongo que el hecho de tener cerca a una persona con una enfermedad degenerativa que se manifiesta a su antojo, inesperadamente, contribuye a ello. O tal vez no. La idea de la muerte siempre está ahí. Supongo que a (casi) todo el mundo le sucede algo parecido. Tratas de pensar en otra cosa, de organizar escritos, de buscar cosas que hacer, de trazar proyectos, de inventar historias. No siempre consigue evadirte todo eso. Piensas cómo afrontarás ese dolor, a qué te agarrarás para ello. Salir a la calle, sin rumbo fijo, ayuda a esa evasión. Las largas caminatas, tan necesarias. Otras veces te dices a ti mismo que lo importante es aprovechar el momento, el día a día, este minuto que terminara antes de que concluya esta frase. Y piensas en otra cosa. Y ya está. A su lado, al lado de la idea de la muerte, nada es comparable. Ningún problema cuenta. Por eso prefieres pensar en esos problemas: para ahuyentar la idea de la muerte lo más lejos posible. Esa idea que siempre está ahí, acechando.
Hablo con mi madre todas las mañanas, a primera hora. Necesito saber cómo está, si ha pasado buena noche, si la enfermedad le ha permitido dormir, si se ha vuelto a manifestar en cualquiera de sus caprichosas apariciones. Cuando escucho su voz, ya sé si lo ha hecho o no. Ya sé cómo se encuentra. No hace falta que me diga nada. Con el saludo inicial, con esas mínimas palabras, con su respiración, es suficiente. Si está bien, respiro aliviado. Significa que la tregua sigue en pie. Salgo a pasear y pienso en mis problemas, en mis proyectos. Me olvido de todo lo demás. Me olvido del miedo.
Me gustan esos libros que escritores de prestigio publican tras la muerte de algún ser querido. He hablado ya de ellos aquí varias veces. Son libros estremecedores en su mayoría. Valientes. Reflexivos. Fundamentales. Ponen sobre el papel los miedos a los que deben enfrentarse tras el horror de la muerte. Los recuerdos. La aflicción. El dolor. La angustia. Las explicaciones. Las ganas de que pase de una vez por todas el periodo del duelo. Leo estos días uno de esos libros, "Niveles de vida" (Anagrama), de Julian Barnes. El libro está dividido en tres partes. En la última (la más interesante, a mi juicio), "La pérdida de profundidad", habla de la muerte de su esposa, de cómo el escritor se encuentra tras esa pérdida. Son palabras sencillas y estremecedoras las que emplea. No hacen falta más. No hace falta decirlo de otra manera. A modo de un poema en el que reflexionase sobre los años de convivencia, sobre la angustia de perder a la persona que te acompañó durante los treinta últimos años de tu vida, sobre el temor que produce quedarse solo. Todo ese vértigo.
Pese a la rotunda sencillez del lenguaje, el texto es muy poderoso. Recuerdos, palabras que intentan en vano consolar, la presencia de la persona querida en cada movimiento que se realiza... "Lloro su pérdida de un modo muy simple y absoluto. Tengo esa buena y también esa mala suerte. Antes las palabras venían a mi cabeza: la añoro en cada acción y en cada inacción". Estas palabras podrían resumir perfectamente todo el texto. La pérdida. No hay más. Esas palabras, como tantas otras de otros autores, que estarán ahí cuando las necesite. En otro nivel de vida. Espero que sea dentro de mucho, muchísimo tiempo.

lunes, 13 de octubre de 2014

Presentaciones de "La mujer de al lado"

El próximo jueves 16, a las 20 horas, en el Club de Prensa de La Nueva España, en Oviedo, presentaré mi nueva novela, "La mujer de al lado". Contaré con la presencia de María Luengo y Azucena Vence. Una semana más tarde, el viernes 24, lo haré en Gijón, a las 19,30 horas, en un mano a mano con Miguel González. Y el día 12 de noviembre, miércoles, en Avilés, en el Palacio de Valdecarzna, a las 19:30 horas. La alcaldesa de la ciudad, Pilar Varela, será la encargada de hacerlo. Habrá más presentaciones. Os iré contando. Estáis todos invitados.
Gracias por leerme y por seguir este blog. Hace cinco años que empecé a escribir aquí. Fui un día de finales de octubre. Y no sabía muy bien hasta dónde me iba a llevar este extraño viaje. Aquí estoy. Aquí estamos. Gracias de verdad.

domingo, 12 de octubre de 2014

Mujeres, voces, bosques

Una de las muchas cosas buenas que tiene el otoño, dado el número de estrenos interesantes que nos llegan puntualmente a esta ciudad, es recuperar la costumbre de ir al cine todos los sábados, a primera hora de la tarde. Comer temprano y dar un largo paseo, si el tiempo lo permite, hasta llegar al cine. Pocas cosas me siguen proporcionando mayor felicidad. Ahí estamos, impacientes por ver la nueva película del interesante David Fincher, "Perdida", basada en una novela de mucho éxito que no he leído. El señor Fincher casi siempre nos introduce en mundos turbios e inquietantes: personajes e historias que te atrapan durante dos horas largas que pasan en un suspiro. "Seven" y "Zodiac" me parecen dos espléndidas películas. No puedo decir lo mismo de esta última que ha dirigido. Nos  ha parecido falsa, tramposa, sin demasiado sentido y un punto misógina. Cierto es que el director sabe mantener la atención del espectador. Pero, una vez conocido el desenlace, te preguntas: ¿todo esto para esta conclusión? Salimos del cine decepcionados y decidimos no pensar demasiado en ello. No están los tiempos para tirar el dinero y me da rabia cuando la desilusión es tan grande. Disfruto del paseo de regreso. Me reconforta.
Llegamos a casa y termino -era inevitable, pese a mis intentos para que no fuera así- de leer el último libro de Ana María Matute, "Demonios familiares". El último de verdad. De ahí la pena y el deseo de no querer terminarlo. Aunque sea una obra inacabada, es una auténtica delicia. Entronca con algunos de sus grandes títulos, "Primera memoria" o "Paraíso inhabitado". Leyéndola te das cuenta, una vez más, de lo mayúscula que ha sido su pérdida. Nos queda su extensa obra, sí. Pero la pena es inevitable. El tiempo siempre es demasiado corto para todos. Releo varias veces una frase que es Ana María Matute en estado puro. Una frase demoledora que podría muy bien resumir su particular universo: "Aún no me había dicho a mí misma que a menudo cuando un deseo se cumple, todo un mundo muere". Ahí queda eso. Volveré a leer estos "Demonios familiares", a la historia de esa chica, Eva, que se refugia en los bosques (como también lo hacen algunas protagonistas de Margaret Atwood: espero que, a diferencia de Matute, no se quede sin el dichoso Nobel) y los desvanes.   
Termino el sábado escuchando el nuevo disco de Marianne Faithfull, "Give my love to London". Otra maravilla de esta señora que ha sabido sobrevivir y reinventarse como pocas. Escuchar a Marianne siempre me trae recuerdos de todas las épocas de mi vida adulta. En los momentos difíciles y en los menos difíciles, ella siempre está ahí. Con esa voz única y la melancolía con la que cuenta sus historias. No me canso de escucharla. La versión que hace del "Going home" de Leonard Cohen pone los pelos de punta. La escucho, la escucho, la escucho...
Y así, regresando a casa, regreso al bosque, a mi bosque particular, a punto ya -qué vértigo- de cumplir cuarenta y tres años.     

viernes, 10 de octubre de 2014

Las agujas del reloj

Eran tardes largas y deliciosamente lentas, donde había tiempo para leer y para escribir. O para debatir sobre cualquier tema (política, cine, literatura, amores pasajeros o amores imposibles...) en un café, siempre con un buen puñado de cigarrillos cerca (tiempos en los que aún se podía fumar en los cafés). Leíamos a Modiano. En aquellos libros, publicados por Alfaguara, casi siempre había un joven, deambulando por calles y cafés de París. Se enamoraba, no tenía mucho dinero, llevaba libros en la mano, quizá se adentraba en la habitación de algún hotel. Si había suerte, lo hacía acompañado. Había una mujer un tanto misteriosa, enigmática. Atractiva. No eran novelas detectivescas, pero lo parecían. Se perseguía un deseo, se intuían enigmas. Estaban escritas con un lenguaje poético, transparente. Los libros y la orilla izquierda del Sena. Los muelles y las brumas. Las sombras del pasado. Pienso en uno de aquellos títulos, "Más allá del olvido", que el autor dedicó a Peter Handke. No había un argumento propiamente dicho, no importaba demasiado. En eso, quizá, consistía aquella manera de narrar. Su encanto. No tenía el desgarro -ni el deseo- de la Duras (sin Nobel: otra injusticia) pero nos gustaba. Estábamos en París, sin estarlo, y con eso, en aquel tiempo, era más que suficiente. París era una meta. Había que alcanzarla (la alcanzaríamos, algo más tarde). Como aquellos personajes que, entre brumas y vaivenes, trataban de alcanzar algo, no sé muy bien el qué. El amor, tal vez. O la escritura. O la utopía. O la identidad. Aquellos enigmas. Aún indescifrables. Ésa es la palabra.
Luego vendrían más libros, ya publicados por Anagrama, y seguíamos leyendo a Modiano. Sus libros nunca faltaron en mi biblioteca ni en las librerías en las que trabajé. Quizá las tardes ya no eran tan largas ni deliciosamente lentas, pero volvíamos a él como quien vuelve a ese lugar confortable donde encontraba cobijo en el pasado. Siempre París y las brumas y los muelles y los cafés y los callejones y las estaciones de metro. Y la búsqueda, la denuncia, el pasado, el desencanto. Libros que se leían siempre con agrado. No decepcionaban, aunque se repitiesen paisajes y sensaciones, aquellos enigmas -aún- indescifrables. Como nunca decepciona volver a París. O al cobijo, ya está dicho, de ese lugar que una vez nos perteneció y fue más que confortable.
Modiano. Acaban de darle el Nobel. Recuerdo, de pronto, un libro suyo que me gustó mucho, "Reducción de condena", publicado por Pre-Textos. Me levanto y lo busco. No lo encuentro. Quizá se lo presté a alguien y no me lo devolvió. Quizá se quedó en alguna de las estanterías de la última librería en la que trabajé. No importa. El recuerdo me anima y me incita a buscarlo. Lo haré. Sin embargo, me encuentro con ese que antes mencionaba, el que dedicó a Peter Handke, "Más allá del olvido", publicado por Alfaguara. Lo cojo y lo abro al azar. Y leo: "Sentí sus labios en mi cuello. Le acaricié el cabello. No estaba tan largo como antes, pero nada había cambiado en realidad. El tiempo se había detenido. O más bien, había retrocedido a la hora que marcaban las agujas del reloj del café Dante, la noche en que nos encontramos allí, poco antes del cierre."
El tiempo no se ha detenido, en modo alguno, pero, por unos momentos, lo parece.

jueves, 2 de octubre de 2014

Cuando una novela ve la luz

En medio de una operación de muelas más complicada de lo que parecía y de ese cierto aturdimiento y malestar que siempre provocan los antibióticos, llega a las librerías mi nueva novela, "La mujer de al lado".  Cuando eso pasa, cuando una novela tuya está ahí -¡al fin!-, en las estanterías y escaparates de las librerías, muchas cosas pasan por tu cabeza. Muchas. Alegría, satisfacción, miedo, nervios, incertidumbres... Una cierta nostalgia. Una cosa está clara: ésa es la novela que has querido escribir, a la que has dedicado los dos últimos años de tu vida. Pese a los vaivenes de la mayoría de los personajes que la habitan, a los tramos menos amables de sus vidas, a los problemas que sufren, he sido muy feliz (sí, es la palabra) escribiéndola. Quizá ha sido la obra que más felicidad me ha provocado a la hora de escribir. Mi vida, como la de la mayoría de la gente, no es ningún camino de rosas. También hay problemas en ellas. Hay dos fundamentales: la enfermedad de mi madre (cuando le da por hacer de las suyas: cuando no lo hace, también está ahí, pero vamos aguantando) y el paro. El primero, obviamente, es el más importante para mí. Y es el motivo por el que no nos vamos de esta ciudad. La decisión está tomada desde hace tiempo. Mientras mis padres estén aquí, nosotros también lo haremos. Punto final. Pese a ello, es muy doloroso llevar cuatro años sin poder ejercer tu profesión (no sé a qué otra cosa me podría dedicar más que a estar -de una manera u otra- entre libros, a punto de cumplir cuarenta y tres años), sin desarrollar la creatividad (todo eso en lo que crees: acercar la cultura a la gente, más aún en estos tiempos: la cultura -no lo olvidemos- ayuda a evadirse de las miserias en las que los poderosos nos han enfangado, agarrándonos por el cuello) sin cobrar un euro, etcétera. Ver pasar la vida y ver cómo otras personas consiguen las pocas oportunidades de trabajar en una librería que esta ciudad te puede ofrecer. No es un trago amable. Ni creo que sea justo, pero quizá esté mal que yo diga eso. Mis antiguos clientes deberían hacerlo. Algunos ya lo hacen. Y se lo agradezco inmensamente.
Ésos son mis problemas. No digo que más graves o menos que los de los demás (hay gente que lo está pasando muy, muy mal, aunque los políticos, casi todos ellos, miren para otro lado). Son los míos. Quizá algunos de los que me leéis los compartís. Trato de no pensar en ellos, pero es, como comprenderéis, inevitable. La salud, pese al tópico, es lo que realmente importa y el dinero, más tópico aún, es imprescindible para vivir. Escribir la novela, esta novela concretamente, me salvaba cada mañana de mis problemas. Me hacía como digo muy feliz, pese a las desdichas en las que se ven envueltas algunos de los personajes. Me sentaba ante el ordenador y me dejaba llevar durante varias horas, hasta que llegaba el momento de ir a buscar a mi madre para su (imprescindible) paseo matinal. La escritura se apoderaba de mí, por así decir. La novela, como ya sucedió con la anterior, era algo más larga, pero, en el tramo de las correcciones, siempre tiendo a pensar que menos es más. Fui feliz en esas primeras horas de la mañana, durante los dos últimos años. Escribiendo la historia de Lucía, la mujer de al lado, y la de Emilio, el chico que se siente fascinado por ella desde el primer momento. Los problemas de mi vida, cuando estaba dirigiendo sus vidas (o ellas me dirigían a mí, quién sabe), desaparecían. La literatura (como siempre: de un modo u otro) me agarraba a la vida y me hacía olvidarme de todo los demás. La enfermedad de mi madre, estar siempre pendiente de que nos dé la murga en el momento más inesperado. Y el paro: la frustración de no desarrollarte y la de no cobrar un miserable euro. Cuatro años ya. Eso desaparecía, sí, cuando me metía en mi historia, la que estaba contando, la que quería contar. "La mujer de al lado". La historia de Lucía y de Emilio. Y la de toda esa galería de personajes que les rodean y que, en algunas ocasiones, se pierden en el camino. En el sueño que perseguían. Ah, la vida. Una vez más.
Todo comenzó con un viaje solitario en tren, de Oviedo a Gijón, una mañana cualquiera. El vagón iba prácticamente vacío y, sin verla físicamente (porque no estaba allí), la descubrí (en mi cabeza). Una mujer estaba sentada, enfrente de mí. ¿Hacía dónde iba? ¿De dónde venía? No parecía llevar buena cara. Parecía tener miedo. Huir de algo, de alguien. Ese fue el hilo del que comencé a tirar y todo lo demás fue surgiendo, cada madrugada, mientras Íñigo y la gata dormían y la casa estaba en completo silencio. Lo demás quedaba aparcado a un lado durante esas horas. Mi cabeza sólo existía para ella, para la novela. El resto del día, pese a los quehaceres cotidianos, también, aunque de otro modo. Cuando escribimos una novela, es así: todo gira a su alrededor y casi cualquier detalle es captado para ir a ella (aunque luego no vaya).
Ahí está, en las estanterías y escaparates de las librerías. No hay vuelta atrás. De algún modo, ya no me pertenece. Es de cada una de las personas que la van a leer. Cada una de esas personas, tendrá su propia versión de la novela. Se apropiará de ella. La harán suya. A mí me queda la satisfacción del trabajo hecho y esas horas, las de la madrugada, cuando, mientras escribía, fui feliz de un modo en que de ninguna otra forma similar se puede ser en esta vida.
Este extraño viaje continúa.
  

lunes, 29 de septiembre de 2014

La isla mínima

No es una película cualquiera. Es una de las mejores películas que he visto en los últimos tiempos. Una película española, curiosamente. Toda esa gente que ataca indiscriminadamente al cine español (no importa de qué intérprete, director o historia se trate: el caso es atacar), debería ir a verla. "La isla mínima", de Alberto Rodríguez. La historia es sencilla. Dos hombres investigan la desaparición de unas jóvenes, en un rincón de mala muerte de este país, en los primeros años de la democracia. Ese argumento que hemos visto cientos de veces en películas (buenas y malas) y en series de televisión (buenas y malas). Sin embargo, la atmósfera creada, la tensión, la manera de llevar la historia, los intérpretes y la dirección hacen que se nos olvide lo trillado que, inicialmente, pueda parecernos el argumento. La historia te atrapa desde el momento mismo en que empieza la película. Te atrapa hasta el final. No desfallece en ningún momento. No hay tregua. No hay trampas ni tiempos muertos. El guión es muy sólido. No hay hilos secundarios que te despisten de la historia central. Todo está perfectamente amarrado. El escalofrío surge cuando tiene que hacerlo. Dos horas que transcurren en un soplo. Para ello, aparte de ese guión absolutamente perfecto, de esa dirección impecable, de esas localizaciones que se acoplan perfectamente a la historia que se narra, Alberto Rodríguez cuenta con dos intérpretes de excepción: Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez. Los dos están soberbios. Forman uno de esos dúos interpretativos tan sólidos que, ante cualquier premio, el trofeo debería ser repartido entre los dos. Se complementan. Se apoyan. Se necesitan. Dos maneras de entender la profesión que les cayó en suerte. Presente y pasado (presente y pasado también del propio país: ¡esos residuos franquistas!). Dos miradas que no pasan desapercibidas. Javier Gutiérrez se ha llevado el premio de interpretación del Festival de San Sebastián. Y se llevarán más, los dos, si hay justicia. Quizá su personaje, con los múltiples matices que esconde, sea más jugoso, más lucido. No obstante, no hay que olvidar la contención, los silencios y la mirada de Raúl Arévalo. El contrapunto. De ahí, como digo, que se trate de un poderoso trabajo a dos manos. Sus mejores interpretaciones hasta la fecha. Sin duda alguna.
Es una película española, sí. Una de las mejores que he visto en mucho tiempo. Fuera prejuicios (quien aún los tenga), por favor. Merece la pena entrar en la sala de cine, dejarse llevar por una historia dura y bien contada, recuperar la magia de aquellas primeras sesiones de los sábados o  de los viernes (los días de los estrenos). Salir del cine y, aún conmovidos, comentar la historia. Sintiendo aún el escalofrío y la emoción de lo que has visto.        

viernes, 26 de septiembre de 2014

En silencio

Un misterio. En eso se convirtieron los últimos años de su vida. Nadie parecía saber nada de ella. Estaba alejada por completo del mundo literario. Hacía casi quince años que no publicaba una novela. Su voz había surgido a principio de los años ochenta, con una novela corta, "El Sur", que su marido, Víctor Erice, convirtió en una película imprescindible del cine español. A principios de aquellos años, los ochenta, publicó unas cuantas novelas, todas ellas en Anagrama, la editorial que estaba dando a conocer la obra de autores tan importantes como Álvaro Pombo, Javier Marías o Soledad Puértolas (las tres voces -cuatro con la de Adelaida- más importantes de aquellos años, sin olvidarnos de la de Antonio Muñoz Molina, desde otras editoriales: cinco voces, por lo tanto, muy representativas). De hecho, por "El silencio de las sirenas" ganó el premio Herralde de novela, una de las mejores y de la que más orgullosa se sentía la propia escritora. El silencio, sí. No el de las sirenas, sino el de las mujeres. El amor. El desamor. Y ese sentimiento que está a medio camino entre la melancolía y la tristeza (o de la tristeza y de la melancolía), estaba presente en todas sus obras. También la infancia, la mirada del que aún no comprende muy bien todo lo que le rodea. "La tía Águeda" es un buen ejemplo de ello. Su prosa era sencilla (que no simple) y directa, y siempre escondía aquella grieta por la que se asomaba aquella tristeza, aquella melancolía. La misma que distinguimos al contemplar la mayoría de sus fotos, también las de aquella época, principios de los ochenta. Después de "Las mujeres de Héctor", cambió de editorial (pasó a Plaza & Janés y luego a Debate, donde publicó su dos últimas novelas: "El secreto de Elisa" y "El testamento de Regina") y los críticos señalaron un cambio en el rumbo de su obra. Quizá las nuevas obras no tenían la maestría de "El Sur" o "El silencio de las sirenas", pero sí tenían una calidad literaria y una  hondura que no merecían ser arrinconadas en el olvido. La soledad de las mujeres (muchas mujeres en sus narraciones), la incomunicación, el abandono... El amor y el desamor. Aquella eterna melancolía. Los cuentos de "Mujeres solas" o la novela "La señorita Medina" apuntan en esta dirección. La amistad entre mujeres, los secretos, los enigmas... De todo ello  había en su obra (que incluye también una novela juvenil publicada por Anaya, "El accidente", y varios cuentos publicados en diversas antologías). El misterio. Por alguna grieta también se colaba eso, el misterio. El de vivir, sobremanera. El que, acechando constantemente tras la grieta, también pareció apoderarse de su propia existencia. Hasta el final. Ya desde el olvido.
La vida, ya lo sabemos, es muy injusta en ocasiones. No sé si alguna vez su obra se reivindicará como, a mi modo de pensar, se merece. Más aún en estos tiempos donde todo va a demasiada velocidad y las cosas no pintan demasiado bien para la cultura (para casi nada, en realidad). Quizá no importe demasiado, después de todo. Las cosas son como son, y a veces resulta muy complicado cambiarlas. Supongo que siempre habrá alguna mente inquieta que tras la lectura de su obra más emblemática, "El Sur", se decida a leer todas las demás (siempre están las bibliotecas, ya que su obra está prácticamente descatalogada). Y sentir aquella punzada de melancolía, aquel modo de tratar de explicarse la vida, en tantas palabras como silencios.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Todos esos años atrás

Sobre el deseo, el rencor, el perdón, sí, sobre todo eso, tan humano (y, a veces, tan pesado, tan enrevesado), versa la nueva novela de Javier Marías. Estamos en Madrid, en 1980. Un matrimonio en decadencia, con múltiples conflictos y secretos, y el narrador, un chico que por aquel entonces tenía veintitrés años (aunque cuenta la historia desde el presente, mucho después de aquel tiempo en el que la gente de Madrid apenas dormía, como se apunta en el texto: el despertar después de cuarenta años de dictadura, la alargada sombra de aquellos cuarenta años -las tropelías, las injusticias, los abusos: muy presentes aquí-, los bares de moda que empezaban a surgir, los años de la famosa movida y todo aquello), que entra en la casa como ayudante del marido, director de cine en horas (más o menos) bajas. Se intuye una traición (algo terrible). Y el narrador, obedeciendo las órdenes del director de cine, se empeña en la búsqueda de esa traición. Podríamos decir que así da comienzo la historia. Donde están presentes muchos de los acontecimientos de la reciente historia de este país. Y no tan reciente. Se repasa buena parte de ese tiempo, el reciente y el menos reciente (de aquellos barros, ciertos lodos intolerables). Y algunos breves tramos de la historia del cine, sobre todo los referidos a secundarios conocidos y menos conocidos, de paso por aquí. En la investigación, empiezan a salir a flote datos, escenas imprevistas, extraños viajes al fin de esa noche madrileña, retorna el pasado y sus consecuencias y sus tropelías (la endiablada presencia de la guerra y de lo que vino después, aquellos cuarenta interminables años). Y en medio de todo ello, narrado con la maestría habitual de Marías, la historia de una mujer, la mujer del director de cine en horas (más o menos) bajas, Beatriz Noguera. ¡Qué gran historia la suya! ¡Cuántos matices, pliegues, recovecos, fragilidades! Sin duda, a mi juicio, es el mejor personaje femenino de la literatura de Javier Marías: por su hondura, por su miedo, por su inseguridad, por su dolor, por su complejidad, por su belleza. Los secretos surgen a la superficie. Las heridas se ponen al descubierto. Son trepidantes los tramos dedicados a ella, donde uno va sabiendo y queriendo saber más. Uno desea que esa mujer, Beatriz Noguera, no desaparezca en ningún momentos de las páginas que estamos leyendo. Tal es la fuerza del personaje. Lo que esconde detrás de un matrimonio en decadencia. Esa mujer, tocando el piano, destinataria de todos esos abrazos rotos. Y el silencio.
No sé si "Así empieza lo malo" es la mejor novela de Javier Marías: creo que eso poco importa a estas alturas. Difícil escoger entre tantas y tantas páginas excelentes, inolvidables. Sé que es una gran novela, donde historias dentro de historias encierran una narración potentísima y conmovedora. La existencia de un puñado de personajes que, ya que hablamos de cine, podrían ser material para una buena película. Con ese personaje central femenino sobre el que, más allá de secretos y mentiras y traiciones (acontecimientos terribles), giran los demás dominándolo, acaso sin querer, todo. Tan turbadora es su presencia. Como lo es, sí, la propia y deslumbrante novela.  

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Recordando a Capote

En el verano de 1988, se cumplían cuatro años de la muerte de Truman Capote. (Este verano se han cumplido treinta). Yo estaba a punto de entrar en la universidad y llevaba el pelo largo, mucho más largo de lo que lo llevo ahora. Muchas veces, por la calle, algunas personas, con mayor o menor disimulo, se daban la vuelta para mirarme. Algunas, incluso, murmuraban algo entre dientes y sonreían maliciosamente. Esta ciudad no era Nueva York, precisamente. Ni tampoco Madrid. Por decisión propia, trabajé durante un mes en el quiosco que estaba al lado de aquellos cines donde pasaba bastantes horas, cerca de mi casa y de la librería donde, mucho más tarde, trabajaría unos cuantos años. El quiosco donde compraba aquellas revistas que me interesaban y que  venían de la capital, no sin cierto retraso en ocasiones. Había revistas, había libros, ¿qué más podía pedir aquel joven solitario de larga melena? Allí le descubrí, a las pocas horas de entrar a trabajar. Era un ejemplar un tanto ajado por el sol que entraba por el escaparate de "Desayuno en Tiffany´s". En el tiempo libre que me dejaba el trabajo, leía aquella novela (y los otros relatos que componían el volumen). La leí varias veces. Todas ellas con el mismo entusiasmo. De repente, sólo tenía un deseo: escribir como aquel hombre. No se podía escribir de un modo más brillante, pensaba. Estaba deslumbrado por aquella literatura. Antes de que terminase aquel mes de trabajo (cubría las vacaciones de la dependienta habitual), empecé a buscar más libros de aquel autor. Leí todos los que estaban traducidos al castellano y algunos, con el diccionario siempre cerca, que no lo estaban. Y quería que cada página que escribía fuese como las suyas. ¿Qué escritor decente no soñó alguna vez con eso, con escribir como Capote?
A Truman Capote le hubiese bastado escribir un libro, "A sangre fría", para ser considerado un autor descomunal y llevarse todos los premios del mundo, Nobel incluido. Esa obra justifica una carrera entera. Pero Capote, incluso en sus momentos más decadentes (por así decir), era sublime. "Música para camaleones" es el título con el que ejemplificaría estas palabras. Perfeccionista y brillante, el retrato de Marilyn que realiza en ese libro es una pieza única, soberbia. Como el que hace de la mujer que limpia su casa. En dos pinceladas, refleja la fragilidad de la actriz como nadie supo hacerlo igual. Y la existencia de una mujer normal y corriente. Los dos rostros que recorren toda su obra: el de las estrellas que se mueven bajo los focos y el de la gente de la calle. En este último sentido, tendríamos que regresar a la historia de los asesinos de "A sangre fría" y a la de la familia asesinada. Es un retrato tan exacto y perfecto que el escalofrío vuelve a recorrer nuestra espalda cada vez que leemos ese libro monumental, donde no sobra ni falta una palabra.
Dicen que el éxito de aquel libro destrozó la vida del escritor. Vale. Comenzaron las fiestas, las obsesiones (Capote se obsesionó con los dos asesinos de un modo desproporcionado, como sabemos), la decadencia. Quiso emular a Proust y hacer una revisión de la vida neoyorquina. No pudo acabar aquel trabajo. El alcohol, las pastillas y las fiestas (la imagen del escritor bailando en Studio 54 o tumbado en uno de aquellos sillones, con el rostro abotargado, forma parte de la leyenda) pudieron más que la escritura. Murió cuando faltaba un mes de celebrar su sesenta cumpleaños, muy cansado y regresando -de alguna manera- a su infancia.
En aquel momento -el verano de 1988, cuando se cumplían cuatro años de su muerte-, aún no sabía que muchos años después me fotografiaría delante de la casa donde Truman escribió buena parte de su obra, en Brooklyn. En aquel momento, en el verano del 88, devorada la historia de Holly Golightly, yo sólo quería leer más cosas de aquel escritor que desde la primera línea me pareció absolutamente genial. Quería leer toda su obra y escribir como él. Quería seguir llevando el pelo largo y que nadie me juzgase por ello. Aunque, a decir verdad, ya a aquellas alturas, me daba igual que lo hiciesen que no. Llevaba el pelo largo porque me daba la gana, y punto. Sobre pocas cosas podemos elegir libremente y ésa es una de ellas. Oviedo no era Nueva York ni Madrid, etcétera...
Aquel verano, el del 88, no sabía, como digo, que muchos años más tarde, recién casado, me fotografiaría delante de su casa, la casa de Truman Capote, llegando a sentir una emoción casi tan intensa como la que me produjo leer por primera vez sus libros. Leerlos incansablemente, a lo largo de los años. Allí delante, en aquella tranquila mañana de mayo, con el pelo rapado casi al cero y una de esas suaves brisas que recorren su literatura, sentí que se cerraba una especie de ciclo. El que había comenzado el verano de 1988, descubriendo su obra. Un verano ocioso en el que todo aún estaba por llegar.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El concierto al que no fui

Me agobian mucho los conciertos que no tienen lugar en teatros o auditorios. No es algo nuevo. Ése es el motivo por el que no fui a ver el concierto que conmemoraba los cincuenta años de carrera de Víctor Manuel. Sin embargo, las imágenes del cantante, tanto en solitario como acompañado de su mujer y sus amigos, me traen a la memoria numerosos recuerdos. No en vano, sus canciones (como las de su mujer y las de la mayoría de sus amigos) son parte fundamental de la banda sonora de nuestras vidas. Recuerdo de aquellas lejanas tardes de la infancia, en Mieres, a la abuela Virginia, tan amante de la música como era, escuchando sus canciones. El hecho de que el cantante fuese de la localidad, le añadía un componente de inevitable cercanía. Era como si todos le conociesen. Todo el mundo parecía sentirse orgulloso de aquel chico que había nacido a dos pasos y que había triunfado en la música. Nadie hablaba mal de él. La abuela cantaba aquellas canciones que escuchaba en la radio o en la televisión, y nosotros la escuchábamos a ella. Cantarina y risueña. Feliz. Echándole un sentido positivo a la vida que, ahora, tantos años después, cuando me siento abrumado por algún problema, recuerdo y trato de aplicarme a mí mismo. Cantemos (aunque, a diferencia de la abuela, lo haga fatal), sí: ése siempre es un buen lema. Una estupenda manera de agarrar la vida.
En la adolescencia, ya entrados los años ochenta, seguíamos escuchando sus canciones, comprando sus discos. Me gustaban aquellos discos que sacaban conjuntamente, él y su mujer, Ana Belén, a la que adorábamos. "Para la ternura siempre hay tiempo" me parece un gran ejemplo de aquellos discos que realizaban mano a mano. Él componía y ella cantaba. O ambos cantaban. Estábamos descubriendo otras músicas, claro, pero las suyas seguían siendo un referente. Esa parte de la banda sonora de una vida que siempre está ahí, presente. Que nunca se aleja demasiado.
Tuve ocasión de verlo en directo, varias veces, siempre en recintos cerrados y con butaca de por medio. En el Campoamor, sin ir más lejos, donde tantos conciertos memorables tuvieron lugar. ((Me viene ahora a la cabeza aquel de María Dolores Pradera con Carlos Cano: otro momento excepcional). Siempre disfrutando de su música.    
Por eso, al ver las imágenes de los conciertos, me entró una especie de nostalgia. Repasando sus canciones uno viene a repasar partes esenciales de su vida. Las personas que ya no están físicamente a nuestro lado porque se han muerto y las que ya no lo están porque se han alejado. O las hemos alejado. Así es la vida. Y así son los domingos, leyendo los periódicos. Días apropiados para esa especie de nostalgia que te atrapa cuando ves una imagen o escuchas una determinada canción. Ese paso del tiempo tan presente en los rostros de los que participaron en el concierto no es más que un reflejo de nuestros propios rostros. Queda la música. Y la certeza de que, efectivamente, cincuenta años, como decía el titular no son nada. Un abrir y cerrar de ojos. Y muchas -muchísimas- imágenes que surgen a toda velocidad y perduran en nuestra memoria. Queda la música, sí. Y la escuchamos.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El balcón en invierno

El escritor empieza a redactar su nueva novela, la historia de un jubilado. No parece muy convencido con esas primeras páginas. A ratos, sí. Después de volver a leer esas palabras. En otros momentos, no. Parece cansado. Y decide salir a la calle, abandonar el cuarto de trabajo, entregarse a la vida que bulle en esas calles y cuyos sonidos, amortiguados, llegan hasta su rincón. Regresa enseguida. Vuelve a casa. Pero no a la novela que había comenzado a escribir, la del jubilado. Se queda en un lugar a medio camino: el balcón, "ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie ni a resguardo", y empieza a recordar. Cuando él y su madre se asomaban a otro balcón, mucho tiempo atrás. Ahí se inicia el libro, el último de Luis Landero, "El balcón de invierno". Los recuerdos de la ya lejana juventud, la relación con el padre (ah, la muerte del padre: uno de los ejes de esta narración) y con la madre, las primeras palabras escritas, los motivos por los que la escritura -desde entonces- ya no puede abandonarle. Un libro que no es el libro que el escritor había empezado a escribir, la historia de aquel jubilado. Es otra cosa. Un libro, probablemente, más sincero. Más emotivo. Sobre preguntas y emociones y hallazgos y viajes y diferencias y reconciliaciones. "Las voces del ayer sonando por un momento en la memoria con la misma nitidez que las campanas del reloj y los chillidos de las golondrinas". Un libro sobre la vida del escritor que empezó a redactar una novela sobre un jubilado que no le gustaba. Un libro en el que descubre los motivos por los que las palabras que escribe le otorgan un sentido a su vida. La escritura y la vida, que muchas veces vienen a ser lo mismo. O algo muy parecido.
Tras la magnífica "Absolución", Landero se refugia en el balcón de su casa. Ese balcón que le lleva a otros balcones, los que componen su recorrido vital. Y el resultado vuelve a ser excelente. Palabras detrás de las que se esconden años, experiencias, recuerdos, frustraciones, momentos de gloria. Y el vértigo por ese (inevitable) paso del tiempo que todos sentimos y que casi es un personaje más.  
El afán (cito de memoria) es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que eso conlleva, escribió Landero en su primera novela, "Juegos de la edad tardía". Una vez terminado de leer este último libro, es la frase que me ha venido a la cabeza. Ya lo sabemos: Hay frases tan certeras y contundentes que se clavan en la memoria y permanecen. Como también lo hará este libro, el que comenzó a redactarse después de abandonar la historia de aquel jubilado y asomarse a un balcón.  

sábado, 6 de septiembre de 2014

Otro verano en retirada

Nunca me han entusiasmado los veranos. Los únicos que me gustaban eran aquellos, los de la infancia, en los que la idea del viaje (sin ser consciente de ella todavía) estaba presente y donde todo aún estaba por determinar. Por descubrir. Recuerdo veranos enteros metido en salas de cine y bibliotecas frescas y con olor a humedad leyendo todas las obras de un determinado autor, el elegido para aquel verano. Era una especie de tarea que me imponía a mí mismo para huir del calor y de la soledad del adolescente solitario que fui. No lo pasaba mal. Todo lo contrario. Para las noches, tenía la radio, la lectura, la escritura y más películas. Películas proyectadas mientras la casa estaba en penumbra y todos dormían. No había problemas ni quebraderos de cabeza. El futuro estaba por delante. Y, en aquel tiempo, uno confiaba en que las cosas iban a salir del mejor modo posible. No había dudas sobre eso.    
Está a punto de acabarse otro verano. No ha sido el mejor de mi vida, precisamente. Pero no vamos a quejarnos. Vamos a encarar el otoño, día a día, ¿para qué plantearse las cosas a largo plazo? La vida es muy caprichosa, así que dejemos que nos sorprenda. Lo va a hacer, sorprendernos en uno u otro sentido, de todas las maneras, nos pongamos como nos pongamos. Que actúe a su manera. Como siempre hace.
Han pasado cosas buenas en este verano, también tengo que reconocerlo. Nuestras vacaciones en Alicante y en ese pueblo maravilloso de Asturias, Sevares, donde hemos pasado varios días gracias a la generosidad de los buenos amigos (las buenas amigas). Los amaneceres en uno y otro lugar. Las cervezas a media tarde, charlando. O leyendo. El regreso a aquella playa, la de San Juan, después de tantos años. El cúmulo de emociones que eso trajo consigo. De recuerdos. Compartidos con Íñigo, bajo aquellos cielos tan azules y siempre despejados. Aunque el vértigo que provocan los años transcurridos desde aquellos viajes de la infancia sea enorme, ahora está su mano y sus silencios cómplices para afrontarlo. Nos hemos reído con Araceli y su marido, siempre con ese vino que nos encanta cerca, compartiendo esas risas y los problemas que nos unen. Me gusta pasar la tarde con Araceli porque es una persona que te contagia su sentido positivo de las cosas, pase lo que pase. He conocido en persona a Sergi Bellver. Y no me decepcionó: todo lo contrario. Parecía que fuésemos amigos de toda la vida. Con la gente generosa (y más si compartes modos de ver la vida), siempre resultan fáciles las cosas. Y he presentado su libro, "Agua dura", cuya relato "Islandia" me sigue estremeciendo cada vez que lo leo (por ese motivo una de sus frases está entre las citas de mi nueva novela, a punto de llegar de la imprenta). Fue una tarde gloriosa, llena de amigos e interés por la literatura, que es una de las cosas que más me pueden entusiasmar. Sigo echando mucho de menos mi trabajo en una librería (aquella tarde, como tantas otras, fue inevitable pensar en ello), por eso, lejos de albergar resentimientos, me alegra hacer cosas así. Entre libros: ahí es donde soy verdaderamente feliz. Creo que la cámara de Íñigo jamás pudo captar una fotografía donde no se reflejase eso. He paseado mucho, como siempre. He paseado y he leído mucho. Los paseos me ayudan a despejar la mente, a no enmarañar los problemas. Mi madre va recuperándose poco a poco de ese terrible brote de su enfermedad. Y eso es verdaderamente lo único que me importa: su mejoría.
No ha sido el mejor verano de mi vida. Pero, pensándolo bien, tampoco ha estado tan mal.