lunes, 29 de julio de 2013

El misterio de los hallazgos


Hay días en que la necesidad de comprar un libro se vuelve apremiante. Esos días, no sabes muy bien qué libro vas a adquirir. Sabes que tiene que ser uno, ineludiblemente. Un libro para ese día. Entonces, te preparas, sales de casa y te encaminas hacia alguna librería de viejo. Tiene que ser un libro de segunda mano. No vas buscando un libro en concreto, sólo te dejas llevar por la necesidad, casi imperiosa, de hacerte con uno, aunque en la mesa haya unos cuantos ejemplares pendientes de su lectura. Por ese motivo, el de salir a la aventura, es mejor una librería de viejo. Algo aparecerá. La magia de los hallazgos nunca falla. Su misterio, tampoco. Lo más probable es que encuentres más de uno, y ahí surgirá el problema, lo sabes: deberás tomar una decisión, si surgen varios libros apetecibles (que suele ser lo más normal). Te preparas y sales de casa. A la aventura. Sin ningún nombre concreto en la cabeza. Te dejas llevar, sí. La necesidad de la sorpresa. El misterio de lo que puede surgir. El libro que llegará a tus manos. Los libros, seguramente. Los libros. En plural. No hay duda que albergar a ese respecto.
Ese tramo: el de tu casa hacia la librería se convierte, de pronto, en algo tan especial como la Noche de Reyes cuando eras un niño. Sí, algo así. O cuando estás esperando, ya sentado en la butaca, para ver una película o una obra de teatro que te apetece muchísimo. Similares emociones. Dispones de un poco más de media hora. Tiempo más que suficiente. Entras en la librería, saludas al librero, que sigue a lo suyo, y empieza la segunda parte de la aventura. La mirada recorre las estanterías. Detienes ese extraño nerviosismo que se apodera, por unos instantes, de ti. Hay que disfrutar del momento. Coger un libro y otro, y otro más. Leer la parte de atrás de todos los que vas cogiendo. Descubrir que muchos de los títulos que pululan por allí están en las estanterías de tu propia casa. Definitivamente, intuyes que saldrás de allí con un libro. El que estabas buscando para ese día. Una nueva adquisición. Un título más para la biblioteca. Y, de pronto, lo ves. Sabes perfectamente que va a ser ése, justamente ése, el que cogerás, pagarás (estupendo precio) y te podrás a leer en una terraza, mientras tomas un café y esperas a tu marido.
Cuando él llega, medio sonriendo, aún con el pelo mojado por la ducha, consciente de que iba a encontrarte con un nuevo libro (no lo duda en ningún momento), no pregunta nada. Sólo mueve la cabeza, los ojos (azules). Ese gesto que es una indagación sobre el libro que has adquirido. No dices nada, abandonas la lectura de las primeras líneas, enseñas la portada. Esa portada donde se muestra el título, el nombre del autor (del que ya habías leído otros libros: buenos libros). "Los voladores", Peter Stamm. Eso muestra la portada, sí. Y sabes que, esa misma tarde o al día siguiente, te aguarda otra aventura, la que viene después de los hallazgos, de su misterio: la lectura. Y por un momento piensas que en eso consiste buena parte de la felicidad. De la tuya, al menos.

sábado, 27 de julio de 2013

La primera vez que no te quiero

Un puzzle en el que, metáfora de la propia existencia, van encajando a la perfección las piezas de una vida fragmentada, construida desde el recuerdo, a golpe de ironía y sinceridad, de ternura y contundencia, de intimidad y reflexión. La vida de una mujer, Julia, la protagonista de la nueva novela de Lola López Mondéjar, "La primera vez que no te quiero". Una vida -como todas- repleta de estados de ánimo, sensaciones, anhelos, decepciones, avatares, luchas, luces y sombras. Lo normal, aunque en cada uno de nosotros, como en ella misma, Julia, esa normalidad se convierta siempre en algo extraordinario. Una vida que se va diseccionando con implacable serenidad. Sin más frialdad que la necesaria. Sin fingimientos. Con precisión. Como Margaret Atwood diseccionaba la infancia y la juventud de la protagonista de "Ojo de gato", una de sus mejores novelas (me ha venido a la cabeza varias veces la obra de la canadiense al leer la extraordinaria novela de Lola que hoy nos ocupa). La vida como aprendizaje, ¿de qué otra cosa se trata? Y también como fascinación. Los altos y los bajos, los momentos de gloria o  de fracaso, la inocencia y su reverso, desde ese arranque sobrecogedor, espectacular: "Cuando tenía dos meses de edad, mi madre intentó ahogarme mientras me bañaba". A partir de ahí, todo lo demás. Las relaciones con los otros: la familia, los compañeros, las amigas, los hombres... Ah, el amor. Otra forma de aprendizaje. Los caminos, en este sentido, equivocados. O no. Las elecciones que determinan buena parte de lo que vendrá después, de los que somos, de lo que reflejan nuestros espejos. Caer y levantarse, otra vez más. En eso consiste todo esto, ¿no? Evidentemente. Aunque esa teoría se vaya aprendiendo poco a poco, a golpe de caídas y sus posteriores restablecimientos. De decepciones, sí. Esas puertas que se cierran de una manera violenta y que -inevitablemente- conforman el carácter de un modo rotundo, decisivo. Como lo conforman -siendo justos- esas otras ventanas que se abren, de las que sólo se espera luminosidad. Hechos que el tiempo transforme en buenos recuerdos. Tal vez, a qué negarlo, recuerdos un poco distorsionados. Sólo un poco. 
Las ganas de cambiar las cosas, las propias y las que la rodean, la mayoría de las que le rodean, a ella, a Julia, la joven protagonista. En un mundo cerrado (el último tramo del franquismo) y la apertura que se atisbaba y que fue llegando posteriormente, con cierta lentitud (aunque ahora pueda verse de otro modo). Julia, en ese trayecto, va cambiando, como es lógico. Su existencia se va transformando en esos años, como el propio tiempo que le está tocando vivir. Los acontecimientos pegados a la piel de la niña, de la adolescente, de la mujer, a la generación a la que pertenece. La de tantos españoles (mujeres y hombres) que estuvieron ahí, que soñaban con un tiempo diferente, definitivamente mejor, pese a la lentitud en sus avances. Una generación -acaso como todas- que hizo las cosas como pudo, como supo. Simplemente. Con sus aciertos y sus errores. Tampoco lo tenían nada fácil. Seamos justos reconociéndolo.
Lola López Mondéjar, autora de varios libros, entre ellos los muy recomendables  "Mi amor desgraciado" (novela) y "Lazos de sangre" (un conjunto de historias cortas, donde se encuentra uno de los relatos más fascinantes y conmovedores que he leído en los últimos tiempos, "El hermano gemelo"), ha escrito una novela extraordinaria, impactante. Tan hermosa como su título. Un viaje que es el viaje de una niña hasta que se convierte en una mujer hecha y derecha, como ella misma señala al final de este recorrido, y que son muchos viajes. Viajes que ningún lector atento debería perderse. Hacedme caso.   

viernes, 26 de julio de 2013

Una jornada demasiado triste

Ajenos a la tragedia de la que después, al llegar a casa, nos enteraríamos, tomábamos una cerveza en esa terraza que instalan cuando hace buen tiempo en el Parque de Invierno. La sombrilla (roja) de la propia mesa (también roja) nos protegía de la intensa luz. Algunas mujeres, tumbadas en el césped, tomaban el sol y leían gruesos novelones de los que me resultaba imposible atisbar el título, pese a mis intentos. Otras, en una de las mesas cercanas a la nuestra (todas rojas, con la publicidad de la cerveza que estábamos tomando), jugaban a las cartas y cuchicheaban, entre risas y algarabía vacacional. El hombre que atendía el bar veía, cuando le dejaban los pedidos de la gente, un capítulo de "Ley y Orden" en una pequeña televisión que estaba al otro lado de la barra. Íñigo hacía fotografías y yo apuntaba cosas en el cuaderno sobre la nueva y magnífica novela de Lola López Mondéjar, "La primera vez que no te quiero", que Siruela publicará en septiembre. La agradable sensación nos invitó a pedir otra cerveza. Daba pereza proseguir con el paseo y regresar a casa. Los veranos, en la ciudad, si sabes sacarle partido a las cosas y no desesperarte en exceso, también tienen su lado bueno. Los años y las circunstancias nos van convirtiendo en eso: en expertos en quedarnos con lo bueno de las cosas y tratar de arrinconar lo menos bueno. Algo positivo tenía que tener el hecho de cumplir años, ¿no? Tomamos una última cerveza en el Dickens, con el sol aún calentando con fuerza las pieles, y regresamos a casa. Al encender la televisión, apareció la noticia. Todo resultaba algo confuso, como siempre ocurre al principio de estos casos. Escuchamos las noticias por la radio hasta bien entrada la noche. Una desgracia absoluta. Un accidente de tren. ¿Un fallo humano? Ese dolor extraño que se instala en cada uno de nosotros cuando asistimos a tragedias de este calibre ya estaba por ahí. La rabia. La impotencia. Lo que se escapa a nuestra comprensión, a nuestro entendimiento. El descarrilamiento, fuesen cuales fuesen las causas, era un hecho. Y las numerosas muertes, también. Una tras otra.
Ya por la mañana, aparecieron nuevas imágenes: en la televisión, en las redes sociales, en las ediciones digitales de los periódicos (algunas, siendo honestos, era mejor no verlas: de nuevo el mismo debate de siempre: ¿dónde están los límites que separan la información del morbo más degradante?). El eco de muchas voces: políticos, familiares de las víctimas, familiares de viajeros de los que se desconocía aún su suerte, teléfonos que sonaban y que no sonaban, ciudadanos de a pie... La solidaridad de la gente, las palabras de apoyo, el hecho de ponerse en la piel del otro. Y el corazón, helado y encogido. Sin saber muy bien qué hacer, qué decir. La impotencia, que no se esfumaba. ¡Cómo iba a hacerlo! La sensación de fragilidad. Cualquiera de nosotros, aunque suene a tópico, podíamos haber ido en ese tren. Quién sabe. Cosas del destino. Y eso es lo que nos asusta aún más. Y lo que hace que nos agarremos al presente, sea el que sea, con total intensidad. Es lo que tenemos, el presente. Es lo único que tenemos. Lo único que está claro.
No hace falta ser gallego ni tener sangre gallega por las venas, como es mi caso por parte de la familia materna, para sentirte parte de ese pueblo que ahora sufre hasta lo indecible, de todas esas vidas truncadas de una décima de segundo a otra, de los familiares que lloran a sus muertos. 
Queda la certeza de que siempre hay que decir la palabra que estamos sintiendo. Queda la incertidumbre. Y queda, inevitablemente, el temblor. El que siempre produce el hecho de estar vivos, alerta.

martes, 23 de julio de 2013

Recordando a Carmen

No es fácil asumir que los autores vivos a los que hemos admirado desde muy jóvenes -como esa otra parte de la familia que hemos ido creando a nuestro antojo o al capricho del destino, que así es como siempre aparecen los descubrimientos y los hallazgos que merecen la pena: esa familia compuesta por (mujeres y hombres) literatos, cómicos, pintores, músicos, directores de cine...- vayan desapareciendo. Es ley de vida y todo eso que suele decirse para consolarnos, pero a uno siempre le queda la agria y desagradable sensación de que muchas obras han quedado truncadas por la dichosa muerte. Por lo inesperado o lo traicionero de esas muertes, ya nunca podremos disfrutar de esas palabras y esas historias que nunca llegaron a ser escritas. Tal vez -fugazmente- imaginadas, quién sabe. Anotadas con mimo o con premura en un cuaderno de rayas o de cuadritos. Recuerdo hoy, cuando se cumplen trece años de su desaparición, a Carmen Martín Gaite. En realidad, la recuerdo muy a menudo porque siempre vuelvo a sus novelas, a sus ensayos, a sus relatos, a sus poemas. A rachas, como ella misma diría refiriéndose a su poesía. Sus libros siempre están ahí, al alcance de la mano, desperdigados entre el mueble de la entrada, la mesita de noche y las estanterías de la sala, ya perfectamente acoplados, después de cinco años y medio, a esta casa. Siempre hay un orden dentro del aparente desorden de mis libros. Un orden, perdido en el desorden, que, como muchos de los párrafos de esos libros, me sé de memoria. Su obra -tan amplia, tan variada, tan compleja- resiste perfectamente el paso del tiempo. La búsqueda del interlocutor, los fragmentos de interior, las nubosidades variables que nos acechan, lo extraño que sigue siendo vivir, la necesidad de irse (y de volver, posteriormente) de casa... Lo real y lo soñado. Nueva York, Madrid o alguno de esos pueblos castellanos donde siempre regresaban algunos de sus protagonistas (hombres y mujeres). El día, con su luz o su cielo encapotado y lleno de nubarrones (metáforas ambas de los propios sentimientos y estados de ánimo). Y la noche, con sus fantasmas o la manera de ahuyentarlos. Carmen, sí, continúa estando muy presente en esta casa. Sus palabras, sus divagaciones, sus retahílas... Todo eso que concentró en esos "Cuadernos de todo" que aparecieron tras su muerte. El ansia por escribir, por dejar de fumar, por aniquilar los malos momentos... Y la felicidad por encontrar la palabra adecuada, por el humo de un cigarrillo (uno solo) fumado como recompensa después de la contención, por un encuentro inesperado, por una charla compartida... Sí, todo eso. Y los sueños, siempre recurrentes, donde la madre o el padre, ya desaparecidos, hacen su aparición. Esos sueños que reflejan esa máxima popular que dice que nadie se muere del todo mientras otro lo recuerde. Es fácil comprobarlo no sólo pensando en algunos miembros de nuestra propia familia, sino leyendo y releyendo a Carmen. Como presente está la manera de luchar contra la fragilidad o la impotencia o como quiera llamarse cuando un ser tan querido como una hija desaparece. Cuando la vida se vuelve del revés y muestra su lado más feroz y absurdo. En su caso, tras esa tragedia, la de la muerte de su única hija, escribió una de sus novelas más luminosas, "Caperucita en Manhattan", escapando así de toda connotación triste o dramática. Dejando volar la imaginación por los cielos neoyorquinos. Esos mismos que aparecen en "De su ventana a la mía", uno de los textos más hermosos que Carmen Martín Gaite creó recordando a su madre, soñando y escribiendo.
Alguna vez le escuché decir al gran Álvaro Pombo que cuando ambos se ponían demasiado melancólicos o la vida les pesaba demasiado, que hay mañanas y tardes y noches para todo: ya lo sabemos, se reunían en una de las casas, hacían una tortilla de patatas y se bebían una botella de vino. No encontraban mejor remedio para rehuir el peso de esa jornada y continuar mirando al porvenir con la mejor cara posible. Y en realidad, para qué engañarnos, no lo hay. Si lo sabré yo.      

lunes, 22 de julio de 2013

Otro perdedor

Un perdedor. Otro más. La vida está llena de ellos (no hay más que fijarse un poco o acodarse en las barras de determinados bares: la cara B de tantas caras A o de su apariencia, que también puede ser) y las películas, también. Una figura, la del perdedor, (casi) siempre atractiva, que esconde detrás miles de matices, de aristas, de problemas no resueltos y de sueños (posibles o imposibles) por alcanzar. Un perdedor con un talento en este caso, el de cantar como Elvis Presley. El hombre arrastra ese talento por bodas, salas de bingo, antros y otros clubes de mala muerte. Talento desperdigado y muy mal pagado. No lleva una buena vida: todo lo contrario. Y se obsesiona aún más con su cantante favorito, ese al que imita y del que no se cansa de ver una y otra vez sus vídeos, sus películas, sus actuaciones. Así es la vida de este hombre, el protagonista de "El último Elvis", un pequeño remanso en medio de la sequía veraniega de estrenos decentes, un alivio para una tarde de domingo con bochorno y sin sol. La obsesión llegará hasta sus últimas consecuencias. Hasta entonces, de la mano de su protagonista, un magnífico John Mclnerny (imitador también de Elvis en la vida real: por ahí andan colgados sus conciertos en el mítico Luna Park) y su voz prodigiosa, asistimos a una ceremonia de sordidez, soledad, decadencia y, finalmente, locura. A partir de cierto punto no hay retorno posible, escribió Kafka. Nuestro protagonista, atrapado por completo en esa obsesión que lo devorará, traspasa ese punto con creces. No hay retorno posible y quizá sea mejor así. No hay retorno posible y ya está. Lo demás ya no importa. Hay límites que no se pueden bordear simplemente, sino que quien los alcanza está destinado a deslizarse por ellos sin remedio. El espectáculo debe continuar adquiere aquí unas dimensiones trágicas y apabullantes. Asombrosas. Y la vida sigue. Sin más. Con todas esas caras B (reverso de tantas caras A o de su apariencia), acodadas en las barras de los mismos bares, un bochornoso domingo más, un domingo cualquiera, esperando.

domingo, 21 de julio de 2013

Tan sólo tu mano

Ayer, alrededor de la seis de la tarde, estalló la tormenta. Ni siquiera eso sirvió para refrescar el ambiente. El calor y la humedad, fuertemente enredados, eran mucho más poderosos que la lluvia. Por las ventanas abiertas, entraba ese olor, el de la lluvia. Ese olor que resulta tan complicado de definir con palabras pero que reconforta cuando han pasado muchos días sin sentirlo al otro lado de la ventana. Francesca subía y bajaba del sillón. Se escondía debajo de la mesa, de la cama, asustada por los truenos, y regresaba a nuestro lado, inquieta y extrañada, aún con el susto en los ojos. Unos ojos que también parecían pedirnos explicaciones sobre lo que estaba pasando: la tormenta y su revuelo. Francesca, la gata. De repente, la miré y pensé que me gustaría decirle que el libro de poemas que tenía en las manos estaba lleno de gatos. De gatos, sí. Y de caricias, de amores imposibles (o posibles, quién sabe: ahí siguen esas ráfagas de misterio para darle -acaso- más hondura al poema) que no dejan dormir, de ecos de otras voces, de la voz de Leonard Cohen, de miradas de chicas de ayer y de quien mejor las recordaba (Antonio Vega), de décimas de segundo en las que vuelve a ser invierno y todo sigue igual (o no). Y nada ha cambiado, nada, excepto nosotros mismos. Cada uno de nosotros. Y también él -quizá-, el poeta al que pertenecen los versos que en la tarde de ayer, tarde de tormenta y calor, estaba leyendo, Carlos Iglesias Díez. Poemas reunidos bajo un mismo y sugerente título, "El niño de arena". Un libro de silencios y tristezas, de insomnios y recuerdos, de amor y sugerencias, de dolor y adioses y posibilidades... Un magnífico puñado de poemas para una tarde de verano y tormenta, sin ir más lejos. Para aliviar heridas o para recordar lo que somos y lo que ya no somos. Detrás de las palabras de Carlos, de su aparente sencillez, se esconde una complejidad que no es otra que la complejidad de estar aquí, de sentir, de sufrir, de soñar, de añorar... La complejidad de estar vivo. Con todas sus consecuencias. Dichosas y menos dichosas. De estar vivo y de esperar. Sí, esperar. Como ahora. Como siempre.
Todo esto me hubiese gustado decirle a Francesca, la gata, cuando, ya más calmada, se instaló en la parte de arriba del sillón donde yo leía estos poemas, mirando a través de las ventanas abiertas, la tormenta que se alejaba. Pero no se lo dije. Preferí leerle un poema, "Caricia", uno de los que más me había gustado. Se lo leí. A ella y a quien estaba a mi lado. "Siento sobre mi espalda/ el ruido de una puerta/ al cerrarse,/ o quizá un estrépito/ de cristales rotos,/ o tal vez el taconeo/ inaudible de la luna,/ o puede que la mirada/ borrosa de algún gato,/ o es posible que sea/ el parpadeo inexistente/ de las mariposas./ O tu mano./ Tan sólo tu mano,/ que me acaricia."
Y ella, Francesca, la gata, como tantas otras veces, desde su silencio y su misteriosa complicidad, también pareció comprender.

martes, 16 de julio de 2013

Cines de verano

La realidad es tan terrible, absurda y complicada en estos tiempos que nos están tocando vivir que prefiero huir de ella por un buen rato y refugiarme en mis cosas. Las de siempre: los paseos, las lecturas, las películas, la escritura, la música, las series de televisión, la cocina... Ahí, precisamente, en la cocina, haciendo bechamel y escuchando Radio Clásica, recordé la otra tarde aquellos cines de verano al aire libre. No sé por qué vino ese recuerdo a mi cabeza. Esas cosas -como tantas otras- siempre son un misterio, una incógnita. La tarde anterior, a primera hora, habíamos ido al cine a ver "El hipnotista", una película correcta y entretenida para una tarde de verano, que, además, tiene el aliciente de ver a la estupenda Lena Olin, de la que hacía tiempo que no se sabía nada. Pero no fue allí, en el cine, ni a la salida, cuando recordé los cines de verano, sino, ya digo, en la cocina, haciendo bechamel para unas croquetas de jamón, la tarde del sábado. Traté de hacerlo, pero no recordé el nombre de aquel cine con la puerta principal pintada de intenso azul y las paredes de un blanco impecable que había en San Juan, el lugar en el que veraneábamos, a pocos kilómetros de Alicante, cuando éramos pequeños. Sólo me recuerdo allí sentado, al aire libre, ya de noche, al lado de mis padres. Y la emoción, ya bien presente, por asistir a aquel espectáculo. La noche, el calor, el movimiento de los abanicos para combatirlo, el cielo estrellado, las ganas de ver la película, la que fuera, la única que ponían... Aquello, visto desde este presente, era el paraíso, indiscutiblemente. Aunque entonces no lo supiésemos. ¿Qué más se podía pedir? Por el día, la playa. Por la noche, el cine al aire libre (que pronto comenzaría, al aire libre o no, a ser un refugio: lo que sigue siendo). Entre medias, algunos granizados. Y el descubrimiento de las primeras lecturas, de las primeras sensaciones. No había más planteamientos, más problemas. Sí, un auténtico paraíso. Nadie puede superar eso.   
No me puso triste ese recuerdo, ni siquiera nostálgico. Un recuerdo agradable, desde luego. Un recuerdo que, por un momento, me hizo volver a aquel tiempo, a aquellas lejanas noches de verano, mientras removía la bechamel y el sol, ya casi en retirada, dejaba un reflejo luminoso en el cristal de la ventana de la cocina. El mismo cristal en el que, fugazmente, poco después, se reflejó mi rostro y, casi como por arte de magia, tras un ligero movimiento de mi cuerpo, dejó de hacerlo.  

domingo, 14 de julio de 2013

Los tulipanes y las palabras

No hace demasiado tiempo, Hilario Barrero colgó en su página de Facebook la foto de un ramo de tulipanes. Los tulipanes, hermosísimos, estaban en un primer plano, bien visibles. De eso se trataba: de resaltar su belleza. Y la armonía que se adivinaba detrás de ellos. Al fondo, podían distinguirse algunos muebles de la sala, un frutero sobre una mesa de madera y una ventana por la que se filtraba una luz de primavera adelantada, quizá se trataba de una luz de última hora de la mañana o de primera hora de la tarde, no lo sé. Esa luz que a veces nos indica que la primavera sólo puede ser un espejismo en ese momento, en ese mes (marzo), a esa hora concreta. Pero, pese a ello, nos lo creemos. Queremos creernos que el invierno ha quedado atrás y que la nueva temporada ha hecho su aparición, que ha llegado para quedarse definitivamente. Con su temperatura y sus expectativas. Con sus ráfagas de sol y sus renovadas e inquietantes ilusiones. La fotografía, pese a su indiscutible belleza, tenía un toque de tristeza. O  de melancolía. Sí, más bien de melancolía.
No he podido quitarme de la cabeza esa fotografía mientras estos días tenía la última entrega de su diario, "Nueva York a diario" (Impronta, 2013), entre manos. Un diario que me ha conmovido especialmente. Y que, al igual que la fotografía de los tulipanes, tiene un lado de belleza y un lado de melancolía. Indiscutibles ambos lados. Indiscutibles y enredados. Más que nunca está presente en este diario esa sensación de que el tiempo se va terminando, de que la enfermedad hará su aparición, de que la muerte -una u otra- mostrará inevitablemente su dañino rostro. Como ya lo hizo poco tiempo atrás con la muerte de la madre ("Ir a Toledo ahora es ir al cementerio"). Y sin embargo, la pasión por la vida, por lo bueno de la vida -la música, los viajes, las lecturas, las charlas, los brindis, el mar, el amor...-, sigue presente, muy viva y muy presente, nada envejecida, como la belleza lo estaba en aquellos tulipanes de la fotografía. Conmueve profundamente esa sensación de la fugacidad del tiempo y de que la estación final no está muy alejada del momento en el que están siendo escritas esas palabras. Cualquiera que lea esto y conozca mi edad, podrá decir que no sé muy bien de lo que habla Hilario. Pero sí lo sé, lamentablemente. Esa sensación, la de que el tiempo puede agotarse de un momento para otro, uno la descubre cuando a su lado está una persona con una enfermedad degenerativa e incurable. Pese a ello, como hace Hilario en este diario que es su vida, uno trata de ahuyentar el paso del tiempo y de buscar la belleza. Una belleza parecida a de unos tulipanes recién comprados y colocados sobre una mesa o a la de una luz de un instante de primavera fugaz. Así es como nos vamos sobreponiendo de lo feo (de lo absurdo e incomprensible) que a veces trata de alcanzarnos o del tictac de ese reloj que nunca se detiene y que Hilario retrata espléndidamente. Y buscamos, tal vez un poco desesperadamente (no queda otra), que ya sólo hagan su aparición las cosas buenas de la vida, las que realmente merecen la pena. La música, los viajes, las lecturas, las charlas, los brindis, el mar, el amor... Y la serenidad, la que hay en este diario, que nos permite comprender que todo lo demás, lo que no es tan bueno, también existe y así debemos asumirlo. Aunque insistamos en eclipsarlo (no queda otra) con la belleza arrebatadora de unos tulipanes, de una luz que se filtra por una ventana o de una lectura tan deslumbrante como la de este diario. Como debe ser.   

jueves, 11 de julio de 2013

Concha, en el recuerdo

Tenía la voz cálida, serena, agradable. Una de esas voces que siempre resulta apetecible escuchar. Nunca hizo malos programas de televisión, más bien al contrario, pero yo, como a tantas de sus compañeras de profesión, prefería escucharla en la radio, quizá porque con los años la televisión cada vez me fue dando más pereza (y sigue haciéndolo, no puedo evitarlo). La escuché mucho por la radio, sí. Por la noche, sobre todo. En aquel programa que empezaba con la voz rota y maravillosa de Paolo Conte y la voz de Concha sobre la de Paolo, casi siempre con una risa suave, entrando amablemente en la penumbra de nuestras habitaciones, ofreciéndonos complicidad y buenas vibraciones. Era un buen programa de radio. Música, libros, cine, teatro, invitados interesantes, apuntes de viajes, de vinos o comidas, de otras ciudades... Un programa hecho por alguien que sabía disfrutar de la vida. Tenía clase y estilo, como la propia periodista. Y el tono, siempre adecuado, alejado de cualquier estridencia o atisbo de mal gusto (tan de moda desde hace algún tiempo), de la Campoy, bien acompañada por entonces de Lorenzo Díaz en aquellas noches radiofónicas. Siempre había algún tema que tratar. Muchos, en realidad. Esa es la oferta nocturna de radio que me gusta y que ahora, desde que los añorados Silvia Tarragona y Óscar López se fueron con su buen hacer radiofónico, es tan difícil de encontrar. Ay, qué tiempos tan duros estamos viviendo en todos los sentidos... Por eso echamos tanto de menos a personalidades como la suya, la de la Campoy, esa manera tan elegante que tenía de hacer radio, de pasar por todos los temas con maestría, sin perder, aunque llegase el caso, la compostura. Programas llenos de contenidos, de palabras, de voces. De gente que tenía algo que decir y que, diciéndolo, aportaba muchas cosas a quienes escuchábamos. Programas que nos hacían sentirnos bien, que no eran sólo mero entretenimiento o el sustituto del somnífero.
La echaremos de menos, aunque no fuese radio lo último que profesionalmente estaba haciendo. Lo haremos porque Concha era una de esas personas queridas por todo el mundo, cuyo rostro formaba parte indiscutible de una generación de periodistas con la que todos los ahora estamos en torno a los cuarenta años fuimos creciendo y aprendiendo. De hecho, como digo, ya la echaba de menos antes de que se fuera de este mundo. En la radio, sí. Sobre todo, en la nocturna. Donde, así como en el buen periodismo, nada volverá a ser igual sin ella. La radio, que cada día se va quedando más huérfana. Igual que todos nosotros.      

miércoles, 10 de julio de 2013

Nubosidad variable

El calor y el cansancio me impiden dormir. No es cierto. Eso, el calor y el cansancio, son excusas. ¿Qué es lo que me impide dormir? Acaso la melancolía, de la que a veces huimos y en la que otras nos refugiamos cómodamente. Hemos pasado el día en la playa. El primer día de playa de este año. Lo hemos pasado bien: el sol, el calor, el agua del mar, la cerveza helada deslizándose por la garganta... En el último momento, cosas de la climatología de esta tierra, decidimos cambiar nuestro rumbo, el destino original donde íbamos a pasar el día. Y nos acercamos a la playa de ese pueblo al que hacía tantos años que no regresaba. Todo sigue, más o menos, en el mismo sitio. Las casas, las calles, las tabernas, la iglesia... Sin embargo, ya nada es lo mismo. Quedan muchas cosas de aquel joven que visitó tantas veces ese pueblo para ver a su mejor amigo, donde él veraneaba con su familia. Iba un día y volvía al siguiente: nunca me ha gustado demasiado dormir en casas ajenas, por mucha confianza que tenga con sus propietarios. Eran tardes y noches de risas y confidencias, de los primeros whiskys y los primeros cigarrillos, de palabras susurradas aún a media voz. Ah, la juventud... El calor del verano contribuía a la magia de todo aquello. Las pieles tostadas por el sol, las ilusiones que se vislumbraban para el futuro más inmediato. Pero nada fue inmediato. Todo se hizo esperar demasiado (en mi caso). Y en medio de la espera, como siempre, fueron pasando los años. Años en los que disfrutamos de lo que teníamos en cada momento, de eso no cabe la menor duda. Una terraza, dos whiskys y un cielo estrellado: con eso, muchas veces, era más que suficiente. Y con la ilusión viva de lo que al día siguiente pudiese aparecer, que nunca se sabía. Aparecieron muchas cosas, buenas y menos buenas. Todas tuvieron que meterse en el equipaje: no quedó otro remedio.  ¿La amistad? Aquella amistad ya no existe, aunque yo me haya acordado de ella paseando por las callejuelas del pueblo, disfrutando de este primer día de playa. Las noches estrelladas, los whiskys y los cigarrillos, las confidencias, etc... Todo eso quedó atrás, lamentablemente, envuelto en esa especie de nebulosa en la que ya todo se confunde: lo que fue real con lo que fue imaginado. La sinceridad con la farsa. Los buenos deseos con la envidia. En ese lugar donde se adormecen los recuerdos que no nos dejan conciliar el sueño, aunque siempre nos apoyemos en el calor y el cansancio para disculparnos. Y en las palabras que siempre vienen a la memoria, las de Carmen Martín Gaite en este caso, palabras de aquella extraordinaria novela que narraba la amistad entre dos amigas del colegio, Sofía y Mariana: "El alma humana se parece a las nubes. No hay quien la coja quieta en la misma postura". Palabras, espejos, nubosidades...   

domingo, 7 de julio de 2013

Los vecinos de enfrente

Los vecinos de enfrente se han ido. De la noche a la mañana. Han desaparecido. Los vecinos de enfrente, sí. Aquellos que se pasaban el día limpiando la casa, escuchando músicas melancólicas en un idioma que parecía francés pero que no lo era y hablando en voz muy alta en ese mismo idioma, como si viviesen solos, aislados, sin vecinos a su alrededor. Bueno, en realidad la que se pasaba el día limpiando y tendiendo ropa era ella, una de las chicas que vivía en ese piso del edificio de enfrente. El chico, más silencioso, se pasaba el día (y la noche) viendo la televisión, en calzoncillos (siempre grises). No creáis que soy un cotilla. Sólo con pasar al lado de la ventana, ya los veías. Nunca echaban las cortinas ni bajaban las persianas. Ni siquiera por la noche. Eran gente extraña. No tengo nada contra la gente extraña, todo lo contrario. Hay gente extraña que, incluso, me fascina. Ahí están Los Modlin, esa extraña familia norteamericana que vivía en un piso de la calle Pez, en Madrid, con su único hijo. Cómo ella, Margaret, se creía un ser artísticamente excepcional y él, Elmer, su marido, un actor de segunda o tercera fila, contribuía a ello. Encerrados en ese piso, viviendo a su aire, buscando la fama y el reconocimiento, ¿quién sabe lo que ocurría detrás de aquellas paredes? Algunas fotos y vídeos caseros aparecidos en un contenedor de basura, tras su muerte, sirvieron para hacer un documental sobre sus vidas y pronto aparecerá un libro en el que se les retrata. ¿Quién sabe lo que ocurría allí, en aquellas habitaciones de la casa de Los Modlin? Ah, el misterio de la intimidad. La intimidad de cierta gente extraña que nos cautiva. Su pensamiento, su forma de vida. Se pueden hacer cábalas, conjeturas, a través de esos documentos aparecidos en la basura, pero la verdadera historia sólo la conocían ellos, evidentemente. Las ansias por alcanzar la fama, el reconocimiento. Los vecinos de enfrente, los que se han ido, me han recordado esta historia, la de Los Modlin, aunque no tengan nada que ver. No creo que los vecinos de enfrente buscasen la fama ni el reconocimiento: ni siquiera que fuesen artistas o tuvieran intención de serlo. ¿Dónde habrán ido, por cierto, los vecinos de enfrente (Los Modlin están muertos, ajenos ya a este reconocimiento póstumo)? ¿Habrán encontrado un alquiler más barato? ¿Otro trabajo? ¿Acaso trabajaban (sus horarios también eran extraños: a veces hablando por teléfono a las cinco o a las seis de la mañana mientras yo, como ahora, estaba escribiendo)? ¿Se habrán marchado a su país? ¿De qué país procedían? Preguntas y más preguntas... Todas ellas sin respuesta. Resulta curioso asomarse a la ventana y ver que ya no están allí, en el edificio de enfrente. Las cortinas siguen abiertas. La casa ahora está vacía. Y silenciosa. No está el televisor encendido, como antes, hasta el amanecer, ni la ropa tendida en un tendal que ahora parece medio abandonado. No hay nada de eso. Tampoco aquellas extrañas llamadas en mitad de la noche. Sólo silencio. Silencio.

martes, 2 de julio de 2013

La vida por delante

Aún es de noche cuando regresamos a casa. Aquellas noches, las de regresar con el sol en lo alto y el cielo completamente despejado, parecen haber quedado definitivamente atrás. Diferentes épocas de la vida, diferentes situaciones. No eran malas aquellas noches, las de una juventud que, como casi todas las juventudes, quería llevarse la vida por delante, en palabras del jamás olvidado Gil de Biedma. El verano siempre comenzaba ese día, el 28 de junio, celebrando, entre otras cosas, la fiesta del Orgullo Gay. Una algarabía más. Una fiesta con un importante trasfondo de reivindicación, de posicionarse ante el mundo reclamando lo que a otros les viene dado. Cualquier disculpa era válida para tirarse a las calles. Y esa, la de la reivindicación, la de posicionarse, más aún. La ciudad se llenaba de gente y los locales estaban abarrotados, pese a que mucha gente se hubiese ido a la gran fiesta de Madrid. Hoy, las cosas han cambiado. Mucha gente ya se fue a Madrid (o a otro lugar) y se quedó allí definitivamente instalada, dadas las penosas circunstancias laborales. Hoy, muchas cosas han cambiado y los locales ya no están tan llenos. No importa. La fiesta del Orgullo nos sirve como disculpa para salir de casa por la noche, algo que cada vez hacemos con menos frecuencia. Nos encontramos con algunos viejos conocidos, con los que hablamos y recordamos tiempos pasados (todos nos lamentamos de lo mismo, pero decidimos pasar por alto esos temas rápidamente y no amargarnos la noche). Y con otros, ay, que han perdido definitivamente el sentido común. Creo que hay una edad (entre los cuarenta y los cincuenta) en la que, si no controlas un poco, si no distingues bien a tus verdaderos amigos del resto (entre otras cosas), puedes perder el rumbo definitivamente. Así se escribe la historia. O más que escribirse, se emborrona. O la emborronan.
Nadie es el mismo de entonces, aunque disimulemos. Los años van pasando y nos han ido cambiando a todos. Supongo que es inevitable. Pero es mejor no ponerse demasiado trágicos ni demasiado serios, no pensar demasiado en todo esto. Conviene reírse y tirar hacia delante como mejor se pueda. Eso hacemos, reírnos, al comienzo de la noche, durante la cena, con Toña y con Nosti, en una terraza. Y, después, con Víctor y con Yolanda... Nada es lo mismo, aunque las risas aparten lo negativo. Nada es lo mismo, ni siquiera la capacidad de aguante. Por eso nos vamos a una hora prudente. A esa hora en la que antes empezaba lo mejor (o lo peor, que tampoco estaba nada mal). Pero nos vamos felices, recordando camino de casa algunos de aquellos días pasados en San Francisco (el café Twin Peaks, la Plaza de Harvey Milk, aquellas maravillosas vinaterías donde un vino te costaba más de lo que cuesta aquí una botella entera... ¡tantos recuerdos!). No hacía falta que fuese el día del Orgullo Gay porque eso, la reivindicación de los derechos, ya estaba allí, ondeando en el aire como las propias banderas multicolor que formaban parte inequívoca del paisaje. De uno de esos paisajes que sientes como propios aunque -posiblemente- jamás vuelvas a pisarlos.