viernes, 29 de noviembre de 2013

Un librero

En pocos lugares me he sentido más feliz que en una librería, solo o acompañado, como lector o como librero. Aún en tiempos difíciles, con problemas personales importantes (ninguno como aquel tiempo en que le descubrieron a mi madre su enfermedad y la dejaba cada mañana postrada en la cama, prácticamente inmóvil, esperando que las medicinas hicieran su efecto -que tardaron lo suyo, todo hay que decirlo-, para ir a trabajar), la librería era una especie de refugio. Mi refugio. Como lo es para el actor el escenario. Muchas de aquellas mañanas, cuando abría la puerta de la librería y pensaba en el dolor y la impotencia de mi madre por su enfermedad (y la del resto de la familia), pensaba en ellos, en los actores. Algunos de ellos se subían a representar su papel la noche misma en que su madre se había muerto. ¡Cómo podían hacer aquello! Eso sí que es profesionalidad, reflexionaba. Concha Velasco lo tiene contado muchas veces. Pensaba en ella, en Concha, subiendo a un escenario el día de la muerte de su madre, y abría la puerta de aquella librería, Aldebarán, y me ponía a trabajar. El trato con los clientes me salvaba de aquello que machacaba mis pensamientos, que me noqueaba por completo. Incluso, por unos momentos, entre charla y charla, recomendación y recomendación, libro va y libro viene, me olvidaba de mi problema. Nunca desaparecía de mi cabeza, evidentemente, pero la literatura, una vez más, me salvaba. Como lo hacía de niño, escondido en mi habitación con un libro en las manos, ajeno a un mundo -el que estaba al otro lado de la puerta de la casa de mis padres- que no me interesaba en absoluto. Como el teatro salvaba al actor, durante dos horas, cuando se subía a representar su papel. Y sentía el silencio del público, su respiración.  
Ha pasado mucho tiempo de todo aquello. Mucho. El lunes se cumplirán tres años del anuncio del cierre de la última librería en la que trabajé. Nunca olvidaré la tarde de aquel dos de diciembre. Cuando llegué, el dueño me estaba esperando. Su cara era seria, circunspecta. Me señaló que pasara al despacho y allí, sin más, me dijo que había llegado la hora de echar el cierre. Supongo que, a estas alturas de esta insoportable crisis y de toda la pantomima que nos está tocando vivir, muchos sabrán la sensación que pasa por la cabeza de uno al escuchar algo así. No tienes ganas de llorar, ni de gritar, ni de desahogarte (todo eso viene después): sólo de meterte en la cama, de desaparecer por unas horas, por unos días. Desaparecer, sí, ésa es la palabra. Con la (tonta) esperanza de que, al regresar, descubras que todo aquello ha sido una broma de muy mal gusto. Recuerdo el momento de deshacer aquella librería como una de las experiencias más desagradables de mi vida. No hay aliento que valga. No hay palabras de consuelo. No quieres ver tu futuro y el futuro, como una pesada losa, se presenta ante ti sin consideración ni miramientos. Meter en cajas aquellos libros que habías ido seleccionando a lo largo de los meses era tan doloroso como recoger las cosas que uno ha disfrutado con alguien con el que ha compartido su vida, después de que la historia -por los motivos que fuesen- se rompiese. Sí, es algo parecido. La misma rabia, la misma impotencia. Un dolor similar.
Pero hoy no es día de ponerse tristes o melancólicos. Es día de comprar libros (cada uno en la medida de sus posibilidades) para que el resto de las librerías no acaben de igual modo. Es día de pensar en la labor de tantos buenos libreros que se colocan al lado de los lectores como un amigo al que aconsejar, con el que charlar. Es día de hablar de literatura (¿algún día no lo hacemos?). De acercarse a la librería y escoger entre tanta oferta qué libro te vas a llevar a casa. Yo casi lo tengo decidido.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Enriqueta sin olvidos

Hace tres años, la fría tarde de domingo en la que Soledad Puértolas ingresó en la RAE, estaba sentada a mi lado. Era una mujer inquieta y más menuda de lo que parecía en las fotos de sus libros que hablaba con otra escritora, Marina Mayoral, que estaba sentada al otro lado, y que escribía constantemente cosas en un cuaderno. Palabras sueltas, garabatos, alguna frase inacabada, un pequeño dibujo, el esbozo de una idea, un chispazo. Eso era lo que podía ver de reojo, desde mi asiento, sin que se diese cuenta, para no molestar ni parecer indiscreto. Poco antes de que comenzara el acto, le estaba contando a Marina que tenía una nueva novela escrita. Una novela un poco filosófica y complicada, decía. Ahora, añadió, que se ha vuelto tan difícil publicar para algunos... Supongo que esa novela era "Qué escribes, Pamela", publicada por la editorial Menoscuarto el año pasado. Efectivamente, pese a la sencillez de su lenguaje, es una novela que esconde muchas voces dentro, muchas ausencias, muchos vericuetos, muchos secretos. Historias dentro de otras historias. Hay que estar pendiente del hilo, no perder la atención en ningún momento, no despistarse. Una narración extraordinaria de alguien con un importante bagaje literario a sus espaldas. Como siempre me ocurre en esos casos, me entraron unas ganas enormes de leer aquella novela de la que su autora hablaba con entusiasmo, pero no me atreví a decirle nada a Enriqueta. Su imagen, de alguna manera, imponía. No parecía que tuviese aquella tarde ganas de hacer nuevos amigos. Fue la impresión que me causó. Enriqueta Antolín, que murió esta semana el mismo día de su cumpleaños. Tampoco me atreví a decirle que había leído casi toda su obra. Aquellos libros, en su mayoría descatalogados, que había encontrado en anteriores viajes a Madrid, en librerías de segunda mano de Oviedo o de Gijón. No me atreví a hacerlo, no sé por qué. No le dije nada. Y me arrepentí.
Ayer, después del estupendo artículo que Elvira Lindo dedicaba a las librerías, fue la primera noticia que leí. La de su inesperada muerte. Y a mi cabeza vinieron el recuerdo de sus libros: de su lectura y de su búsqueda por las librerías de viejo de Madrid y de mi tierra. "La gata con alas", "Mujer de aire", "Regiones devastadas", "Ayala sin olvidos"... (Todos ellos, al igual que el resto de su obra, a excepción de su última novela, publicados por Alfaguara). A mi cabeza también vino aquella tarde en la RAE, la imagen de aquella mujer que parecía inquieta y menuda esbozando ideas en un cuaderno, hablando con su colega, pendiente de su cuaderno, ajena a mis observaciones. Un poco cansada también, todo hay que decirlo. Cansada, quizá, porque le estaba costando publicar aquella novela, no lo sé. Cansada, quizá, porque los tiempos estaban cambiando de una manera que no era demasiado de su agrado, no lo sé. Pero me atreví a intuirlo, a entreverlo. Y así me sigue pareciendo hoy, tras enterarme de su muerte. Quizá aquella especie de cansancio fue la barrera que me impidió empezar a hablar con ella. Qué importa ya.
Quedan, como siempre, sus libros. Los que están ahí, en mis estanterías. Las charlas de Enriqueta con Ayala. Las historias de aquellas mujeres que habían nacido en la represión y que buscaron, posteriormente, la libertad, los aires renovados de un país que comenzaba a descubrir las ventajas de la democracia. Quedan también sus historias cortas ("Cuentos con Rita") y sus trabajos periodísticos. Y esa última novela. "Qué escribes, Pamela", publicada por Menoscuarto, que merece la pena ser leída por quien aún no lo haya hecho.
Queda, en fin, la literatura. La buena literatura, que es lo que importa.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Todos los caminos son de perdición


 Como es lógico, resulta imposible atrapar el tiempo y detenerlo. Aunque es algo más que evidente, no siempre somos conscientes de ello. Ah, la juventud. Es ahí, en la juventud, en ese tramo de la vida, cuando menos conscientes somos de ello. Por fortuna, me atrevería a decir. Parece que el mundo se va a quedar así, detenido en la dicha o el placer, y nosotros con él. Pero el tiempo avanza: a una velocidad mayor de la deseada o imaginada, probablemente. Y de pronto, estamos ahí, recordando, recapitulando, siendo ya otros, muy diferentes a los que entonces soñábamos o pensábamos o anhelábamos o perseguíamos otras inquietudes. Todas esas cosas que se fueron quedando en el camino: en aquellos días, en aquellas noches. En aquellos caminos que se bifurcaron, donde dejamos amores o amigos (o ambas cosas), donde sólo queda una frágil luz. Una luz muy débil, que ya apenas alumbra, que ya apenas distingue nuestras figuras, nuestras sombras. Ahora, sí, desde nuestro presente, recordamos. Y ese recuerdo, el del camino recorrido, las risas y las sombras trazadas, aún nos hace daño. Y a veces, algunos de nosotros, con el recuerdo, el del camino recorrido, escribimos. Como escribe Ángeles Carbajal en su nuevo y magnífico poemario, "En campu abiertu" (Ediciones Trabe), que recibió el premio "Teodoro Cuesta" 2012 y que se presenta este jueves, a las 19 horas, en el Club de Prensa.
Recordamos, escribimos, sentimos o ya apenas lo hacemos (o nunca de la misma manera), y esperamos, aún esperamos. Y aguardamos que el final, el nuestro propio -tan lejano, tan cercano: quién sabe- sea lo más benévolo posible, lo menos dañino. "Que la muerte nun m´agarre a un goteru,/ que xuegue llimpio,/ que me pille en campu abiertu". Que nos pille en campo abierto, sí. Ahora que la vida ya empieza a hacer con nosotros lo que quiere. Ahora que hemos ido perdiendo cosas por el camino. Ahora que las casas abandonadas y quienes las habitaron están más presentes que nunca. Ahora. Desde este momento, desde este presente, desde donde escribimos. Y arañamos la rabia. O la desidia. O la melancolía que nos puede y no nos puede. O que nos puede pero que no nos vence, ¡faltaría más! No llegamos hasta aquí para eso.  
Conjunto de poemas que, como un largo poema de apariencia ligera que provoca una honda conmoción, parece que fueron escritos desde la casa sosegada. Sosegada, pese a todo: los años, los desengaños, los sueños frustrados, los amores y los compañeros que se quedaron en el camino... Pese a todo ello, se rememora y se escribe. Y en el sosiego de la casa, habita también quien un día vivió aquella vida para hoy, de forma tan gozosa, contarla, recordarla, ofrecérnosla. Ahora, después de todo. Aunque, como apunta uno de los mejores versos, todos los caminos sean de perdición.

martes, 26 de noviembre de 2013

Entre divagaciones y la amenaza de nieve

Sé que es la hora de comer porque las señales horarias de la radio que tengo sintonizada desde hace un rato acaban de anunciar las dos de la tarde y porque hoy los niños del piso de arriba, no sé cuál será el motivo (quizá se han puesto enfermos todos a la vez), no han ido al colegio y se pelean entre ellos y dejan claro que no quieren comer lo que la chica que les cuida les ha puesto en el plato. Macarrones, sí, eso me ha parecido oír. Por eso sé que es la hora de comer. Y no porque tenga hambre. La mañana, entre trabajos y divagaciones, se ha pasado casi volando. No siempre sucede así. Ahora ya no se escucha la radio. Comienzan las noticias y no me apetece saber qué ha pasado en las últimas horas: ya me cansa la misma monotonía, el mismo invariable discurso. Es Nick Cave el que canta. "(I´ll love you) till the end of the world". Es la hora de comer y no tengo hambre. Escucho la voz profunda de Nick, su honda poesía. A pesar de que todo eso -la voz, la poesía- sea más apropiada para la noche, cuando acechan el insomnio y los fantasmas. Cerca de la ventana, revolotea una lluvia que casi parece nieve. Ligerísimos copos de aguanieve que se rompen en el vuelo, antes de rozar las baldosas del patio. No parece que la nieve de verdad ande muy lejos. Apetece abrir la ventana y dejar que esa lluvia incesante, lluvia que parece nieve, empape las manos. Pero no lo hago. La humedad no es buena para mis huesos, aunque siempre lo olvido. Observo cómo la lluvia salpica los cristales de mi ventana, de las ventanas del edificio de enfrente. Vuelvo a poner la misma canción. Nick Cave. Su voz profunda, su honda poesía. Aunque sean las dos de la tarde (cualquier hora es buena para los fantasmas). La amenaza de nieve.
Y pienso que esa música, la de Nick Cave, le sentaría estupendamente a la escena de una película donde estuviese la mujer que veo ahora desde mi ventana: en el edificio de enfrente, dos pisos por debajo del nuestro. Tendrá una edad parecida a la mía, pienso. Se mueve de un lado a otro de la cocina, haciendo mil cosas y ninguna, ajena a la lluvia que está cayendo, a la nieve real que se avecina. Está descalza y lleva una especie de combinación muy ajustada de color azul y el pelo, enmarañado y revuelto, atado en un moño rubio y medio deshecho. Enciende un cigarrillo con otro, pone al fuego la cafetera, parece que tampoco tiene hambre. Es la primera vez que veo a esa mujer y, de repente, siento una especie de pudor por observar sus movimientos. Pero no puedo dejar de hacerlo. No tiene cortinas en la cocina y la persiana está levantada. Supongo que ese pudor es sólo cosa mía. Quizá desde un piso superior alguien me esté ahora mismo observando a mí, mientras yo la observo a ella. La mujer se sirve una taza de café y se sienta, con cierto aire de cansancio y resignación, a la mesa de la cocina. Un desgastado mantel de colores la cubre: como si se tratase de un mantel que hubiese pasado por muchas casas, por muchas mesas. Sobre esa mesa distingo el Babelia de esta semana. Zadie Smith está en la portada. La mujer de la combinación azul lo coge y se pone a leerlo. Sorbe lentamente el café al que no le ha puesto leche ni azúcar, continúa fumando, encendiendo un cigarrillo con el anterior. Y la dejo ahí, al otro lado de la lluvia, de la lluvia que parece fina nieve, de la nieve real que se avecina, leyendo la entrevista a Zadie, pensando -tal vez- en la posibilidad de comprar su nuevo libro, ese que habla de las calles de Londres y de algunos de los personajes que la habitan. Quizá, si llega a leer el libro, en alguno de ellos, se vea reflejada. Quizá ni siquiera conozca a la escritora y hoy la esté descubriendo. Quizá se anime a comprar el libro o a ir a buscarlo a la biblioteca. Sé que, si lo hace, lo descubriré. No parece tener intención de poner cortinas en la cocina, de bajar la persiana. Volveré a poner a Nick Cave y a observar, acaso con cierto pudor (o ya sin él), sus movimientos.
Cualquier día de éstos. Cuando anuncien las dos y no tenga hambre. Antes de que llegue la nieve, probablemente.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Alicia ya no vive aquí

El tren salió con rigurosa puntualidad. El viaje duraría unas cuatro horas. En mi bolsa,  entre libros y periódicos, había lecturas para varias horas más. Era invierno y estaba amaneciendo. No llovía, aunque los pronósticos habían anunciado lluvias y algo de nieve para las primeros momentos de la tarde. No había demasiada gente en el vagón. Más bien al contrario. Mejor así, pensé. Más silencio, más tranquilidad, menos bullicio. El tren avanzaba a bastante velocidad. Recosté la cabeza en el asiento, sin cerrar los ojos, observando el paisaje que íbamos dejando atrás. Casas, tierras, árboles sin hojas, algunos madrugadores que se encaminaban a los huertos -todos ellos tapados con grandes plásticos- que cultivaban a uno de los lados de la casa... El humo salía de las chimeneas de esas casas y se perdía en la oscuridad del cielo. La imagen exacta del invierno. El frío, la amenaza de la nieve, la sensación de que aún faltaban siglos para que llegase la primavera y, con ella, los primeros calores.
Pese a la abundante lectura, no me apetecía leer. Tenía los ojos cansados. Había estado escribiendo hasta tarde y la emoción del viaje, como siempre, me había impedido conciliar bien el sueño. Unas horas más tarde, en la pequeña ciudad a la que me dirigía, me iban a dar un premio por uno de mis relatos. Enfrente de mí, una mujer joven hojeaba una revista. En la portada, los Príncipes de Asturias estaban de viaje por no sé qué países. Quizá se trataba de su viaje de novios, no lo sé. Miraban a la cámara sonrientes. La mujer no parecía muy concentrada en la lectura. Parecía que sólo estuviese mirando las fotografías. Posiblemente, era lo que estaba haciendo. Llevaba unas gafas de sol oscuras, lo que me llamó la atención desde el primer momento. Las manos le temblaban al pasar las hojas de aquella revista que tenía a los Príncipes en la portada. En un momento dado, miró a un lado y al otro y se quitó aquellas oscuras gafas de sol. Descubrí entonces su ojo hinchado. Una enorme mancha morada lo recorría. Apenas podía abrirlo. Acercó una de sus manos al ojo y, al tocarse suavemente la piel, un gesto de dolor transformó su rostro. Dirigió su mirada hacia la mía. Me ruboricé, pero era imposible apartar la vista de allí. Es lo que parece, susurró. No puedo negarlo, añadió. Y me empezó a contar su historia. Estaba huyendo de su marido, el maltratador. No le había dicho nada. Había aprovechado la noche y la borrachera que le hacía dormir profundamente, y había metido apresuradamente en la maleta las cuatro cosas más imprescindibles. Ahora, la maleta estaba a su lado, debajo de su bolso, pequeña y desgastada. No es la primera vez, confesó. Pero es la vez en la que estoy decidida a no volver a verle, añadió. A poner el punto y final a esta historia. Dirás que soy tonta, que esto no se aguanta ni una sola vez, pero yo misma soy la primera en juzgarme severamente. No hay peor condena que esa, la de uno mismo.
No la juzgué, evidentemente. Seguí hablando con ella. Cuando me contó parte de su historia -los insultos, los golpes, las amenazas: el miedo-, parecía más relajada. Las manos habían dejado de temblarle. Y de vez en cuando, a propósito de algún aspecto de la conversación, hasta sonreía. Así llegamos a nuestro destino. El ojo, al tocarlo, seguía provocando en su rostro aquel gesto de dolor.
Mientras recogía sus cosas, le pregunté su nombre. Alicia, me dijo. Pero me dio la sensación de que no se llamaba realmente así. Qué importaba. Nos despedimos. Se bajó del tren y, al hacerlo yo, la vi fundirse en un largo abrazo con una mujer -su madre, probablemente- vestida de negro de la cabeza a los pies, con el pelo muy tirante y canoso agarrado en un moño. Una mujer que se parecía muchísimo a Lola Gaos. Después, abrazadas, las vi alejarse de la estación. Y después, ya no volví a verlas nunca más.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Café Dindurra

Un trajín de risas, voces, palabras y olores. El aroma del café recién hecho, del chocolate, de los churros, del bizcocho más jugoso, de la tortilla de patatas recién hecha o de las croquetas o los calamares que se están friendo en el aceite hirviendo. Todo eso percibías de repente, cuando, en un descanso de la función correspondiente, la vieja puerta que comunicaba el café con el teatro se abría y podías fumarte un cigarrillo (otros tiempos) o tomarte un vino rápidamente en la barra, antes de regresar a la butaca para ver el segundo acto. El café, a esas horas, estaba lleno de gente. No importaba que fuese invierno o verano. Y el público era tan variado como siempre. Acodado en la barra, comentando la interpretación de los actores o el desarrollo de la obra, podías comprobarlo. Señoras mayores -peinadas como si acabaran de salir de la peluquería, vestidas de fiesta y con los labios pintados de vistosos colores, cuyo rastro quedaba siempre marcado en la taza si no lo hacían desaparecer rápidamente con un par de servilletas- merendando con sus amigas; jóvenes con la mesa llena de papeles, apuntes y proyectos que nadie sabe dónde terminarían; estudiantes con pocas ganas de irse para casa, sujetando los libros para que no terminasen estampados en el suelo debido a la estrechez propia de las mesas; poetas tratando de atrapar la inspiración o la visión de las piernas o de los pechos de alguna chica que andaba perdida entre el piso de arriba y el de abajo buscando a su amiga o a su novio (otro poeta, quizá); una pareja de gays que parecían iniciar una relación y que probablemente no habían cumplido aún los dieciocho; hombres y mujeres tomándose un respiro después del trabajo y comentando alguna noticia de ese periódico -El Comercio, mayormente- que no habían podido hojear por la mañana. Incluso en una esquina, cerca de la ventana, podías ver a Paco Marsó -si la que estaba actuando en el Jovellanos era su mujer, Concha Velasco: como solía hacer con cada nueva obra- tomándose una copa y fumándose un puro enorme.
Lo dicho: un trajín de risas, voces, palabras y olores. Y silencios. Y miradas que iban y venían, de una mesa a otra, de un piso a otro, formando parte de esa red natural de cuchicheos y comentarios que tienen lugar en los cafés de siempre, donde todos -más o menos- se conocen. Holas y adioses rápidos, gestos con la mano al descubrir a un conocido cerca, movimientos ligeros con la cabeza y los ojos, acaso un ¿qué tal estás? veloz y un poco forzado, una sonora carcajada.  
Son muchas las visitas que hice a ese café. Podría decir que siempre que iba a Gijón, pasaba por allí, aunque quizá sea exagerar un poco (o no tanto). A los diecinueve años, el que quiere ser escritor quiere escribir de todo, y allí estaba yo, con mi amigo Chus, al que había conocido en la universidad, tratando de escribir un guión que, como tantas otras cosas, no llegó a ninguna parte. Pero no importa: lo que cuentan son aquellas tardes de risas y parecida visión de las cosas, de proyectos que nunca llegarían a cumplirse y de esas ilusiones que siempre te mantienen alerta, con ganas de vivir. A los treinta y ocho, un soleado mediodía de abril, me casé en el Ayuntamiento de Gijón, y, al caer la tarde, allí estábamos, en la terraza del Dindurra, con nuestros gin-tonics, Íñigo, mi hermana y yo, esperando que los amigos que habían actuado de testigos terminaran de prepararse para la cena -qué pesados- y celebrar todos juntos lo que había sido el acontecimiento más importante de los últimos meses. Entre medias, todas las obras de teatro que fui capaz de ver y las visitas al café, antes o después o durante la función. O sin función, ya digo. La última vez que estuve en el Dindurra, en un sábado lluvioso y desapacible, fue hace tan solo unos días. Allí nos citamos con Toni Rodero (uno de esos lujos de persona que uno tiene la suerte de conocer en los alrededores de esta profesión) para realizar una entrevista para la TPA. Y nos reímos, hicimos fotos, y compartimos, de nuevo, complicidades. Nunca imaginé allí sentado, contestando a sus preguntas, la cámara grabando a un lado, que iba a ser la última vez que pisaría el emblemático café. De la misma manera que uno nunca imagina que una triste noticia puede aguardarle a la vuelta de cualquier esquina.
Con el cierre del Dindurra, el tiempo de los cafés va apagándose un poco más. Y el nuestro propio, queramos o no, también.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Un cesto de castañas

El cesto está ahí, en un rincón de la terraza, en la casa de mis padres. Una amiga de mi madre las ha traído del pueblo donde vive y se las ha regalado. Un cesto con un montón de castañas. El sol del mediodía apenas puede calentarlas. Es un sol helado que deambula por un cielo inestable y algo triste. Pronto se irá la luz, pese a los esfuerzos de ese sol de noviembre por mantenerse en lo alto.  Nunca me han gustado las castañas: ni crudas, ni asadas, ni cocidas. Sin embargo, el olor cuando están en el horno sí me gusta. Viendo ese cesto, en un rincón de la terraza, puedo sentirlo. El olor de las castañas asándose en el horno, en diferentes épocas de mi vida, en diferentes cocinas. No sé qué acabará haciendo mi madre con ellas (a ella sí le gustan, asadas), no se lo he preguntado. Ahora están ahí, en un cesto, en un rincón de la terraza, levemente acariciadas por ese sol frío. Este sol mentiroso de noviembre.
Pero yo, por unos instantes, ya no estoy en esa terraza, la de la casa de mis padres. Estoy con mi madre en otro pueblo, el de los abuelos paternos, muchos años atrás, paseando por el bosque de castaños que había cerca de aquella casa pintada de amarillo. El abuelo está muy enfermo ya. Y hoy, inesperadamente, pese a lo apacible de su carácter, se ha enfadado. Acaba de ver a aquel niño, su nieto, yo, jugando con la muñeca de su hermana (aquella Nancy rubia que a ella, a mi hermana, no le hacía ninguna gracia y que llevaba a la casa de los abuelos sólo porque yo se lo pedía), y eso le ha puesto de muy mal humor. Ha dicho cosas que no comprendo muy bien. Cosas tremendas. Y lo ha hecho en un tono de voz muy alto, muy diferente al habitual, hasta el cigarrillo que siempre lleva entre los labios se le ha caído al suelo. Los niños no juegan con muñecas, coño. Algo así ha dicho, de muy malos modos. Y el nieto, que siento devoción por él, se ha asustado. Es mi madre la que dice que nos vamos a ir de paseo, que no le haga caso, que son cosas de la enfermedad. Ya se le pasará, dice ella, mi madre, cuando nos vamos alejando de aquella casa pintada de amarillo y nos adentramos en el bosque. Recogemos unas cuantas castañas. Es divertido esquivar las castañas que se amontonan en el suelo para no resbalar y caerse. Luego, si la abuela nos deja, las asaremos en el horno, susurra mi madre. Ya verás, añade, como al abuelo se le ha pasado el enfado. Los niños no juegan con muñecas, coño. Esas palabras, incomprensibles para mí a esa edad, resuenan en mi cabeza y tengo ganas de llorar. La tarde ya no es la misma. Algo -aquellas palabras- la ha enturbiado. El abuelo nunca se había puesto así. Tardaría aún algún tiempo en comprenderlo. Cuando él, desgraciadamente, ya no estaba por aquí. Aquellos cigarrillos, decían, habían acabado con él. Sí, eso decían todos. El abuelo Pepe. El abuelo que siempre llevaba boina y que fumaba a escondidas de la abuela, yo le había visto unas cuantas veces. No le digas a la abuela que me has visto con el cigarrillo, ella no lo entiende, decía, ya  sabes, cosas de mujeres... Tranquilo, abuelo, no diré nada. Y seguíamos recogiendo higos o ciruelas, según la temporada. Aún puedo sentir el olor de aquel tabaco negro y ver aquel paquete de Ducados que sobresalía, si te fijabas un poco, del bolsillo de su pantalón.
Yo entendía al abuelo, pero él no me entendía a mí. ¿Por qué no podía jugar con aquella muñeca? ¿Qué había de malo en ello? Qué extraños eran los adultos, pensé en aquel bosque, aunque no le dije nada a mi madre, que intentaba distraerme con cualquier historia para que me olvidara de las palabras del abuelo, de su reprimenda al verme jugar con aquella muñeca, la Nancy rubia a la que mi hermana no le prestaba la más mínima atención.
Ya no estoy en aquel bosque. He vuelto a la terraza de la casa de mis padres. Pero las palabras del abuelo -los niños no juegan con muñecas, coño- aún están en mi cabeza. Hoy han regresado. Con un cesto de castañas ha sido suficiente para recordarlas. Un puñado de castañas que, como una delicada línea, unen, de repente, aquel año, tan lejano, con éste, que, a velocidad del rayo, ya se está agotando.
 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Doris, en el recuerdo

En aquella época, a principios de los años noventa, las visitas de mi amiga María y yo a la librería anticuaria Valdés eran frecuentes. Nos gustaba pasar allí un buen rato, hojeándolo todo, husmeando cada rincón, recorriendo cada estantería, antes de sentarnos en algún café para comentar los hallazgos que habíamos encontrado. Nunca salíamos de allí con las manos vacías. Todo dependía del dinero que tuviésemos disponible entre manos. Siempre había dinero para algún libro. De aquella época, provienen la mayoría de los libros que tengo de Doris Lessing. María, algo mayor que yo, era una entusiasta de la autora que ahora acaba de morir. Y supo contagiarme aquel entusiasmo. Muchas tardes, en aquellos cafés, hablábamos de sus novelas, de sus cuentos, de sus relatos largos. Muchas veces, desde nuestro entusiasmo, reclamamos el Nobel para ella. Cuando se lo dieron, aquellas charlas ya hacía tiempo que habían terminado: cosas de la vida. Sin embargo, yo me acordé de ellas, de todas ellas. De aquellas tardes lentas en los cafés (tomando un café tras otro y fumando sin parar: otros tiempos), de todos aquellos hallazgos, de todos aquellos descubrimientos, de todas aquellas palabras. Me alegré por Doris, y por aquellos dos jóvenes que, a principios de los noventa, reclamaban el premio para ella y devoraban sus libros con verdadero entusiasmo.
De aquella época, precisamente, la de la concesión del Nobel es una fotografía que siempre me ha llamado mucho la atención. Estos días vuelve a rondar por ahí. Doris, sentada a las puertas de su casa en Londres (una casa sencilla, con un pequeño jardín, típicamente londinense), se acaba de enterar de la concesión del prestigioso premio y está rodeada de fotógrafos y periodistas. Las ropas sencillas, las manos entrelazadas, el pelo blanco y a su aire, la sonrisa un poco forzada y escéptica. Hay algo en su actitud de profundo cansancio, de cierto hastío. Como si todo aquello -la concesión del Nobel y todo lo que conllevaba: hablar más de lo deseado, hacerse fotografías, conceder numerosas entrevistas, viajar para recoger el premio, escribir el discurso...- le produjese ya un cansancio al que le daba pereza enfrentarse. Casi siempre en esta vida las cosas llegan tarde, más tarde de lo deseado, y aquella, según la mencionada fotografía, parecía ser una de esas veces. A pesar de ello, Doris sonreía, e imagino que trataba de mostrarse amable y encantadora. El cansancio, no obstante, no pasaba a un segundo plano. Destacaba poderosamente. No importan las veces que la veamos. Es lo primero que sigue llamando la atención de la fotografía. De esa bella fotografía que vuelve a rondar por ahí. Como si, en realidad, no hubiese desaparecido del todo de nuestra retina. Doris, en el jardín, disimulando, deseando -probablemente- estar en su habitación. Escribiendo o acariciando al gato. A sus cosas.
Hace tiempo que no leo sus novelas. A diferencia de sus cuentos y relatos. La capacidad de introspección y de conocimiento del alma humana que demuestra en algunos de ellos es realmente asombroso. Los relatos que conforman "La costumbre de amar", por citar un ejemplo, son un auténtico prodigio. Siempre que se muere alguien a quien admiramos, creo que el mejor homenaje que se le puede hacer es regresar a su obra. Como yo lo voy a hacer hoy con uno de aquellos libros de segunda mano que tengo suyos. Alguno de esos libros -tan manoseados- que me han acompañado en mudanzas y cambios de casa, en viajes y noches de insomnio, en momentos felices o problemáticos. Sobreviviendo al uso y al paso del tiempo, tesoros únicos que aún conservan su precio en pesetas, símbolos de una época -aquellas visitas a la librería Valdés, aquellas tardes lentas en los cafés, aquellas palabras- que, como la propia obra de Doris Lessing, siguen vigentes.  

domingo, 17 de noviembre de 2013

Blue Jasmine

Vaya por delante que soy una de esas personas que considera que la historia del cine no sería la misma sin Woody Allen. Me interesan todas sus películas, todas, incluso las menores. Porque incluso en ellas, en las menores, uno descubre inequívocos destellos de su genialidad. Es cierto que no se puede hacer una obra maestra todos los años, que es el tiempo que suele distar entre sus películas. A veces, surge una película menor y otras, una gran obra. O una obra maestra. Que Woody -no conviene olvidarlo-, trágico o cómico o ambas cosas a la vez, tiene unas cuantas en su extensa filmografía. Me parece muy injusto cuando estrena una película menor y la gente se le echa encima, como si fuera un cineasta acabado o como si esas personas se olvidaran de repente de esas obras maestras a las que antes aludía y que (casi) todos tenemos en la cabeza. Es verdad que sus últimas películas (todas ellas, a excepción de "Vicky Cristina Barcelona", con cierto encanto) eran todas ellas obras menores, ¿y qué? Woody con ninguna de ellas había dicho la última palabra, ni la ha dicho aún. Creo que eso está claro. Él sigue con su ritmo de película por año y sabe, como lo sabemos los que le admiramos, que en cualquier momento puede surgir el chispazo (vamos a llamarlo así) que distingue a una obra menor de una gran obra. Lo que es su última película estrenada (ya está rodando otra), "Blue Jasmine".
Poco importan las similitudes que pueda tener la Jasmine del título con algunas mujeres de la vida real, aunque la radiografía pueda ser más o menos exacta. Lo que importa es la historia de esa mujer, Jasmine, despojada de todo. A lo que tiene que enfrentarse por las consecuencias derivadas de su pasado. La historia que comienza al mismo tiempo que la película. Un viaje. Una mujer en un avión. Una mujer que, ya desde ese primer momento, habla y habla. Casi siempre sin interlocutor definido. O sin interlocutor, directamente. Hablar para desahogarse, para liberarse. Hablar para intentar ahuyentar demonios, aunque se trate de demonios complicados de ahuyentar. El pasado -la ruina absoluta, después de una vida llena de lujos, y la traición- pesa sobre el presente. Y sobre el futuro. Ese futuro que parece estar en "la bondad de los desconocidos", como apuntaba aquella otra dama metida en problemas y ensoñaciones. Y Jasmine, a pesar del viaje, de poner tierra de por medio, lo sabe. Vaya si lo sabe. Jasmine lo sabe todo, aunque a veces no lo parezca. Pero sigue adelante. Con alcohol, con pastillas, con la ayuda de su hermana (espléndida Sally Hawkins): como puede. Intenta enfrentarse a un mundo que no es el suyo, en el que no encaja en absoluto. Lo intenta, sin éxito. Y todo vuelve a desmoronarse. Los estados emocionales por los que pasa Jasmine son realmente espectaculares, opuestos, contradictorios, dolorosos. Una montaña rusa de emociones. Un vaivén continuo. Donde ayer había glamour, hoy sólo queda eso, el dolor. Un dolor que refleja Cate Blanchett de modo magistral. Transmitiendo un desequilibrio, un miedo, una rabia, una ansiedad, un cansancio y una amargura como pocas veces se ha visto últimamente en el cine. En cada uno de sus planos -aparece en casi todos-, hablando, llorando o simplemente moviendo los ojos para expresar dolor o perplejidad o angustia (o todo ello al mismo tiempo), queda constancia de su elegancia y grandeza como actriz. Su personaje es de los que perduran en la memoria del espectador. Y su interpretación, también. El Oscar debería ir para sus manos.
Woody Allen ha hecho una gran película: eso es innegable. Sobre las emociones, sobre la fragilidad, sobre las contradicciones propias del ser humano. Y entre medias, entre las palabras de esa mujer dirigidas a un interlocutor o al aire, la música -"Blue Moon"- que une un tiempo con otro, una realidad con otra, un estado de ánimo con otro, una ensoñación con otra.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Zapatero y las muelas

Hay días en los que, recurriendo al tópico, podríamos decir que la realidad supera con creces a la ficción. Me encontraba uno de estos días en un centro de salud para quitarme las muelas del juicio, como me había aconsejado mi dentista particular. A mi lado, en la sala de espera, un chico rumano y una mujer que deduje que era su madre. Me fijé especialmente en ella por lo estrambótico de su vestimenta (vestido largo amarillo, pañuelo en la cabeza, sandalias con calcetines) y por el diente de oro que lucía en la parte delantera de su boca. Cuando la enfermera abrió la puerta, le llamó a él. Entraron los dos, la madre y el hijo. Regresé a mi lectura para entretener la espera, mientras la anestesia que me habían puesto previamente hacía sus efectos. Al poco tiempo, oí un grito que procedía del interior de la sala del dentista. El grito de aquel muchacho. Y de repente, una puerta que se abría violentamente, la de la propia sala. Unas voces, en rumano y en español, que no cesaban. Una enfermera, la que había llamado al chico, por los suelos. Limpiando con unos cuantos papeles lo que era un escupitajo del joven rumano, según vociferaba el dentista que, tras el desafortunado acontecimiento, le había echado de allí a cajas destempladas. La enfermera, ya en pie, me hizo pasar a la consulta. Me encontraba mareado, notaba el hinchazón de mi cara, la boca ya adormecida, el corazón latiendo a buen ritmo. Siéntese, me ordenó el dentista, que, enseguida, empezó a despotricar. Me senté. La culpa de todo esto es de Bambi, de Zapatero, ya me entiende, y disculpe, agregó. Disculpe, insistió. Yo, con la boca abierta, la cara hinchada, el corazón acelerado, deseando que todo aquello acabase lo más pronto posible. Asentí como pude. Disculpo, disculpo, me hubiese gustado decir, pero termine ya, por favor. Fijé mi atención en el foco de luz del techo y traté, como hago siempre en estos casos, de concentrarme en algo agradable. Una playa, el mar, una copa de gintonic, un Premio Nadal, yo qué sé... Bambi, Zapatero, el escupitajo, la enfermera por los suelos, el dentista vociferando, el muchacho y la madre que seguían en la sala de espera medio enzarzados (la madre recriminaba al hijo su comportamiento, por lo que podía deducirse): el surrealismo de la situación era más poderoso que mi concentración. No había playa, mar, gintonic, ni Premio Nadal que sirviese. Y de repente, ¡zas!, la muela fuera. Ya está, dijo el dentista. Bambi, Bambi, Zapatero, ya me entiende, tiene la culpa de todo esto. Qué estrés. Aquellas palabras seguían resonando en mi cabeza. Como un runrún al que, por otro lado, uno ya está acostumbrado desde hace tiempo, que cualquier día algunos descubrirán que Zapatero mató a Kennedy, como poco. Aunque, siendo sinceros, nunca pensé que la cosas pudiesen llegar tan lejos. Le di las gracias al dentista por su intervención y salí de allí inmediatamente. Ni playa, ni mar, ni Premio Nadal. Mientras abandonaba aquel centro, ya sólo pensaba en el gintonic. En lo absurdo de algunas situaciones y en lo insignificantes (y bocazas) que somos.    

jueves, 14 de noviembre de 2013

La mirada de Lena

Una mujer, Lena, observa cómo las hormigas se mueven entre las piedras que conforman la casa familiar a la que, después de varios años de un exilio más o menos voluntario, ha regresado. Lena observa ese movimiento, el de las hormigas, y rememora los años de la infancia, cuando esa casa aún no era más que un proyecto, una ilusión, un montón de líneas trazadas en un plano. Cerca de ella, en silencio, su madre la vigila, la protege. Leo esas páginas de "Sol tropical de la libertad", la poderosa novela de Ana María Machado que acaba de publicar Alfaguara, y salgo de casa. Esa imagen, la de las hormigas moviéndose entre las piedras, sigue en mi cabeza. Es otoño, la ciudad tiene un aire de inequívoca tristeza y hace frío en la calle: definitivamente ha llegado la hora de anudar las bufandas, abrochar los abrigos, no olvidar la gorra en casa. Y de repente, mientras camino, todo eso desaparece. Ya no es otoño, la ciudad no está triste y el frío ha desaparecido. No hay gorras, ni abrigos, ni bufandas.Tengo nueve años, estoy en la casa de mis abuelos paternos, en el pueblo, a quince kilómetros de la ciudad, y luce ese sol de verano que a veces aparece en los días largos de la primavera. Tengo nueve años y, como Lena, observo a las hormigas. Su inteligente manera de moverse, de recoger las migas que mi hermana y yo les vamos dejando, de desaparecer entre cualquier recoveco, bajo cualquier piedra, hoja o montículo de tierra. Es una imagen lejana, lejanísima ya (¿treinta años?), y sin embargo puedo ver con absoluta nitidez a aquellos dos niños, uno al lado de otro, dejándoles pedacitos de sus bocadillos a escondidas de la abuela Luisa, desafiando el mal humor que se le ponía a aquella mujer que había conocido la guerra cuando se desperdiciaba la comida, observando el movimiento de las hormigas como lo hace Lena, la mujer que ha estado en el exilio y que también recuerda. Asomándonos a lo que aún era desconocido para nosotros, los dos hermanos. Dejándonos seducir por aquella fascinación. La naturaleza era como un juego, un descubrimiento. Todo era -aún- muy nuevo para nosotros. Aún no habíamos conocido París, ni todas esas heridas que el tiempo nos iría dejando  en el rostro y en el alma, y que hoy conservamos convertidas ya en arrugas. La vida aún era dulce como una nana, como la voz de nuestra madre, como el abrazo protector de nuestro padre. Sigo ahí, en ese escenario, con las hormigas, pero continúo caminando. La niebla se cierne sobre la ciudad y no sé si éste será un buen invierno -no, no lo sé-, ahora que nos acaba de dejar Lou Reed y los cristales de buena parte de las librerías están cubiertos con papel de estraza y carteles donde pone SE ALQUILA al lado de un número (o dos) de teléfono.
Me encuentro con mi hermana en un café, pero no le cuento nada de todo esto. De hecho, no le cuento nada. Sólo la escucho. Durante un buen rato. Me gusta escucharla. Hay cosas o acciones para las que no encuentra demasiada explicación, y se rebela. Lógico. Yo, sinceramente, tampoco le encuentro sentido ni explicación, pero hoy no me rebelo. Estoy cansado. Un cansancio que no es físico, que es otra cosa a la que no me apetece ponerle nombre. Y, siendo honestos, prefiero dejarme llevar por la ensoñación, por la mirada de Lena siguiendo el movimiento de las hormigas, a enfrentarme al mundo. Hay días para todo, ya se sabe. Hay días que sobran de los calendarios, aunque no podamos borrarlos o saltarlos o pasarlos de largo. Como quien pasa de largo ante alguien del pasado que ya no es más que un desconocido que ya no provoca ningún tipo de sentimiento.
Veo a mi hermana ahí, en el café, hablando, protestando por las injusticias (las de siempre: el mundo, ay, que no cambia por mucho que nos empeñemos, qué cansancio), bebiendo su café oscuro, luchando por no encender un cigarrillo (que, finalmente, no encenderá), jugueteando con el envoltorio azulado de esa minúscula galleta que acompañan ahora con los cafés y que, a veces, incluso sabe bien. Y me resulta imposible no ver a aquella niña que le ponía migas de su bocadillo a las hormigas, desafiando la mirada reprobatoria de una mujer -la abuela- que había conocido la guerra y que por eso odiaba desperdiciar la comida, y que hoy, a través de otra mujer, la Lena de la novela de la escritora brasileña, ha regresado a mí como, a veces, lo hacen algunos fantasmas: a través de un cristal roto, silenciosamente, y sin ser invocados.   

martes, 12 de noviembre de 2013

Y así, vamos resistiendo

Dentro de unos años, si llegamos allá, tal vez veamos estos años de crisis como una especie de época extraña y confusa en la que los poderosos iban por un lado y el resto del mundo por el otro. En este lado, donde nos encontramos la mayoría, en el lado del resto del mundo (por así decir), en el que casi todos avanzamos como podemos, como nos permiten (sin bajar la cabeza, eso sí), donde cada uno intenta hacer cosas, muchas cosas, buscarse la vida, hacerlo lo mejor posible, no retroceder pese al cansancio y la apatía y la dejadez de quien debe restablecer el orden y tratar de aplacar las injusticias. Tiempos de crisis donde la creatividad, por ejemplo, trata de imponerse las mayoría de las veces sobre el desánimo y esa corriente que intenta arrastrarnos con fuerza y sin miramientos, como la corriente de un río embravecido que sólo atiende a los continuos caprichos de la naturaleza. Cuestión de supervivencia, supongo.
He pensado mucho en esto últimamente. Ayer, sin ir más lejos, volví a hacerlo, a pensar en ello, mientras veía los trabajos de unos cuantos joyeros que presentaban sus obras en un concurso (ejemplarmente organizado por el Gremio de Joyeros y Relojeros de Asturias, en el Centro Asturiano) del que yo formaba parte del jurado. Allí, en cada uno de aquellos trabajos, estaba la creatividad, el talento, el esfuerzo. Esas ganas de no tirar la toalla, a pesar de las dificultades, de la tristeza de este tiempo, de la apatía que acecha. De esa desgana con la que, a ratos, hay que batallar. Pude imaginar las horas de trabajo que había detrás de cada pieza. Como el que hay detrás del que se sube a un escenario a recitar un texto, el que compone una partitura o escribe una historia. La imaginación, la paciencia, el entusiasmo, la concentración, la dedicación, la delicadeza. Las ganas de ponerle notas de color a lo grisáceo del momento y de las perspectivas futuras que quizá nos aguarden. Seamos positivos, pese a todo, insisto. Creo que no nos podemos permitir lo contrario.
Allí estaba yo, al lado de Azucena Vence -tan dulce, tan cariñosa, tan buena gente- y del resto del jurado, deteniéndome en la exquisitez de algunas de las piezas, escuchando los comentarios de los expertos, observando con ojos atentos, mientras, al otro lado de la ventana, ya se había instalado definitivamente la noche sobre la ciudad, y las luces que la alumbraban, desde aquella lejanía, eran diminutos y fulgurantes destellos que destacaban poderosamente en la oscuridad. La ciudad, sí, como una postal suspendida y silenciosa y expectante. Una ciudad, como tantas, llena de gente que aguarda. Una ciudad que, como el tiempo, no se detiene. Que va resistiendo. Ayer, sí, volví a pensar en todo ello.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Viviendo otras vidas (homosexuales)

A veces la necesidad de escribir es superior a todo lo demás. La necesidad de contar lo que está pasando alrededor, lo que estás viviendo, lo que estás anhelando, lo que estás sufriendo o lo que estás disfrutando. Hay veces que esa necesidad te posee de un modo casi feroz y hay veces que leyendo a otros escritores sientes en cada uno de sus párrafos cómo esa necesidad está fuertemente arraigada en ellos. Cómo la escritura les posee de una manera urgente, irrefrenable, determinante, necesaria. Puedes apreciar que no serían los mismos si no estuviesen escribiendo ese libro en ese momento preciso. Son lo que son por lo que están contando ahí, en ese texto en el que la vida se funde con la literatura de forma implacable. Y en algunos casos, impecable. Y lo demás, mientras escriben ese libro, no importa. Es como si, de algún extraño modo, todo dejara de existir. Todo careciese de importancia. Y el único sentido de la existencia estuviese ahí, en ese escrito. En su elaboración, en su sencillez o en su complejidad. Los misterios que rodean a la creación. Y al creador.
Pienso en todo esto mientras leo uno libro que está descatalogado y que llevaba mucho tiempo buscando casi de un modo desesperado. "Crónica de la noche", de Colm Tóibín. El otro día, buscando otras cosas (como pasa siempre, no es novedad), lo encontré en una librería de viejo, a un módico precio, doce euros. Allí estaba, en una estantería, al lado de "Brooklyn", esa extraordinaria novela que el escritor  irlandés publicó hace un par de años con Lumen. Rápidamente distinguí esas tapas anarajandas de la editorial Emecé que tantas veces había visto rebuscando por internet, siempre al lado de la dichosa palabra: descatalogado. ¿Cómo pueden estar descatalogados (o sin traducir) libros de un escritor tan inmenso como éste? ¿Cómo puede suceder eso mientras se publica cada día más basura sólo por llevar el nombre de un famoso de tres al cuarto en la solapa? No voy a poner ejemplos: todos los tenemos en la cabeza. Cosas que definen a un país, a unos tiempos, a unos editores. Cosas que te revuelven el estómago y te desesperan, inevitablemente.
Llegué a casa y me metí en la historia de Tóibín. Era incapaz de hacer otra cosa. En la vida de ese profesor homosexual que vive en el Buenos Aires de la dictadura y que tiene que vivir esa sexualidad, la suya, de un modo silencioso. Las dificultades que trae consigo ser homosexual en según qué países, en según qué tiempos. No resulta difícil identificarse con ese personaje, seas homosexual o no. Aunque ahora parezca que todo es aceptado y que está bien visto, no hace demasiado tiempo que en este mismo país no era así. (Y para qué vamos a mencionar a Rusia y sus leyes, y a esos bárbaros que castigan violentamente a personas homosexuales y luego cuelgan sus hazañas en la red sin ningún tipo de rubor ni vergüenza). Los que tenemos cierta edad sabemos de lo que estamos hablando. La noche, la clandestinidad, las miradas que se encuentran, los silencios, el sexo furtivo. Y el miedo, tan presente, tan amenazador. La represión a la que la propia sociedad trata de someter al que no tiene la sexualidad mayoritaria, al que siente y desea de un modo diferente. Al que quiere ser libre siendo como es. Toda esa injusticia, una vez más. Magistralmente narrada en estas páginas que, insisto, no puedo comprender que estén fuera de catálogo. Como tantos otros libros del propio autor, por cierto. 
El sida, como corresponde a esos años, los ochenta, y al igual que en "El faro de Blackwater" (otra de sus grandes novelas, donde un hijo moribundo, una madre y el mar son los protagonistas de la historia), también hace su aparición. Es inevitable. Forma parte del reflejo de una sociedad que descubre acongojada la aparición de una enfermedad de la que hasta ese momento no se sabía nada. Tóibín lo narra todo de forma contenida y poética. Realista y contundente. Sin edulcorar las cosas, sin ocultar su nombre. Poniendo sentimientos y emociones en esa manera de narrar de la que hablaba al principio de este texto: necesaria, imperiosa, irrefrenable.
Una novela poderosa y necesaria (sí, vuelvo a utilizar esa palabra porque es la más adecuada), que algún editor sensato debería plantearse urgentemente reeditar. Una novela que refleja lo que somos, lo que hemos sido. Y no hablo sólo de homosexualidad. Voy más allá: hablo de seres humanos. De miedos, de búsquedas, de sensaciones. De maneras de sobrevivir. De seguir en pie, en lucha. De proseguir del mejor modo posible este viaje. Lo que a todos nos afecta, nos incumbe.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Una noche con Amparo

La magia del teatro es tan intensa y profunda que sólo es necesario recordar el momento de una representación, el tramo de una obra o la presencia de un actor o de una actriz, para que todo se repita de nuevo en nuestra cabeza. El poder de la memoria, el instante que queda atrapado en ella para siempre. A estas alturas de mi vida, por fortuna, conservo muchos de esos momentos. Únicos e inolvidables (mientras la propia memoria, toquemos madera, aguante). Lo justo hoy es recordar a Amparo Rivelles, que acaba de dejarnos a los ochenta y ocho años, de manera casi silenciosa, con la elegancia que la caracterizaba dentro y fuera de escena. Siendo honestos, para los que amamos el teatro, la cosa ya empieza en el instante mismo en el que te haces con la entrada. Ahora, afortunadamente, con internet y demás, todo es más sencillo. Pero no hace demasiado tiempo, había que hacer grandes colas cuando las entradas para una representación teatral se ponían a la venta en una ciudad pequeña como la nuestra. Allí estaba yo, mucho antes de que abriesen la taquilla, que siempre he sido de los que quieren ponerse en las primeras filas, bien cerca de los actores y del meollo, y eso tiene un precio inevitable, el del madrugón. No importa: desde ese momento hasta que estás sentado en la butaca poco antes de que comience el espectáculo, la emoción pervive. Aún sigue haciéndolo. Y esperemos que continúe así. Querrá decir que, pese a todo (los vaivenes, las desilusiones, los desengaños, el eterno caerse y volver a levantarse), la ilusión no se ha perdido. Continúa intacta.
Allí estaba yo, aquella noche, en las primeras filas del teatro Campoamor, esperando que la Rivelles saliese a escena. "Una noche con los clásicos", con María Jesús Valdés y Adolfo Marsillach. Tres voces entrelazadas. El motivo era, sobre todo, verlas a ellas, a la Rivelles y a la Valdés, porque Marsillach -tan importante, por otro lado, para la cultura de este país: tan recordado- nunca se ha encontrado entre mis actores preferidos. Y allí aparecieron, en un escenario desnudo (sobraba toda parafernalia, no hacía falta ningún adorno o aderezo que distrajera de lo verdaderamente importante: la voz y la palabra), los tres, recitando palabras de nuestros autores clásicos. La elegancia y la dicción de la Rivelles eran deslumbrantes. Una voz alta y clara que parecía haber sido creada para leer aquellos memorables textos (complicados y enrevesados, en ocasiones, todo hay que decirlo). La misma voz que destacaba en aquella serie, "Los gozos y las sombras", donde su magisterio había quedado patente de modo abrumador algún tiempo atrás. Las cosas nunca surgen porque sí, pero en aquella serie todo estaba destinado para que se convirtiese en lo que hoy es, un clásico de nuestra televisión. El texto, los intérpretes (todos ellos), la dirección...
La voz de la Valdés, aquella noche, también, atravesada por aquella honda dulzura (que no era incompatible para que, en un momento dado, la dulzura se transformara en ira, por ejemplo) que la caracterizaba. Ver a estas mujeres (y a tantas otras como ellas: la lista sería demasiado larga) es uno de los lujos que uno ha ido teniendo a lo largo de estos años.
Volví a verla, a Amparo, sobre las mismas tablas, unos años más tarde, en "La brisa de la vida", junto a la gran Nuria Espert. Un duelo de damas. Una delicia para cualquier amante del buen teatro y de las grandes actrices, pese a tratarse de una obra menor, cuyo sentido giraba exclusivamente en torno a ellas. Se notaba ya la falta de movilidad de Amparo, lo que le costaba ir de un lado a otro del escenario, pero no importaba: su clase y buen hacer interpretativo seguían intactos. Poco después, se retiró definitivamente.
Y hoy nos ha dejado, discretamente. Con ochenta y ocho años. Su recuerdo, como el de tantas otras, permanecerá en mi memoria. Sin esfuerzo alguno, aún puedo oír el eco de su voz. Aquella noche, desde las primera filas del Campoamor, en medio de un silencio respetuoso y lleno de expectación. Descanse en paz.  

martes, 5 de noviembre de 2013

Otra mujer en crisis

La mujer tenía ese mismo porte distinguido que poseen mujeres como Julia Gutiérrez Caba, Jill Clayburgh (tres años se cumplen hoy, precisamente, de su muerte: y algunas de sus interpretaciones aún perviven en mi memoria, pese al tiempo que hace que no las reviso) o mi amiga Toña. Estábamos sentados en la terraza de un café y ya se distinguía desde lejos por su manera de caminar: elegante y decidida. Como camina el que tiene muy claro su objetivo, su destino, y nadie va impedir que lo alcance. Como si la vida, con toda su larga y cansina retahíla de problemas y complicaciones, no pudiese con ella. Porque ella misma así lo ha decidido o porque forma parte de su carácter desde bien jovencita. Un carácter -tal vez- heredado de su madre y de su abuela y de algunas otras mujeres de su familia. O un carácter propio, quién sabe. Un traje de falda y chaqueta negro, unos zapatos de tacón alto, un largo pañuelo de flores a modo de bufanda y un bolso de piel enorme. Y unas gafas de sol, también grandes, de esas que llevaban las actrices (ninguna como Gena Rowlands ha sabido lucirlas) en las películas americanas de los setenta y que ahora vuelven a estar de moda. Todo de calidad. Nada de ropa o complementos de mercadillo. Fuera baratijas, parecía sentenciar con determinación. Ropa buena y clásica que, eso sí, podía adivinarse que llevaba ya algún tiempo en el armario, pese a estar bien conservada. Quizá entonces, cuando se la compró (en alguna tienda ya cerrada, posiblemente), aún podía permitírselo. Quizá, con la economía ya en declive, fue pagándola en cómodos plazos. Era una de esas mujeres que jamás se compraría ropa barata: eso estaba claro. Y si no pudiese hacerlo, seguiría utilizando la del pasado. Esas cosas se notan. Ella era una de esas mujeres. Con determinación y las ideas muy claras. Una de esas mujeres que, aunque se derrumbe el mundo (el propio y el otro), ellas, desafiantes, siguen conservando la clase, el estilo, la determinación y las ideas muy claras. ¿La edad? Rondaría los sesenta años: bien llevados. El pelo, la piel y las uñas (impecablemente pintadas de rojo): todo estaba bien cuidado. Numerosos anillos de oro adornaban sus dedos. Y algunos collares, en perfecta combinación de colores, su esbelto cuello tostado, como el resto de su piel, por el sol. El sonido del movimiento de los collares, al acercarse a nuestra mesa, fue el primero que percibimos. Y un intenso olor a perfume (caro), acompañaba aquel tintineo. Nos sorprendió su llegada. Antes de que pudiésemos reaccionar, ya escuchamos su voz. Casi un susurro. El susurro de una mujer fumadora, desde luego. Grave, profundo, pausado, un punto ronco y un punto distante. Como el de Julia, como el de Jill, como el de Toña. ¿Me pueden dar unas monedas? Ésa fue su pregunta. Directa, sin contemplaciones. Como si estuviese preguntando la hora o la ubicación de una calle concreta en una ciudad desconocida. Con la misma naturalidad. ¿Unas monedas? Quedamos sorprendidos, un tanto desconcertados. Le dijimos que lo sentíamos pero que no podíamos darle nada. ¿Y un cigarrillo?, volvió a preguntar. Se lo dimos. Un cigarrillo que, tras un apresurado gracias, encendió con un mechero de color amarillo que sacó de su enorme bolso de piel negra. Y que colocó con avidez entre aquellos largos dedos adornados con numerosos anillos de oro. Y así se alejó de nosotros, tras hacer las mismas peticiones en las mesas de al lado, con el paso firme y decidido con el que había llegado y el tintineo de aquellos collares perfectamente combinados, envuelta ahora en el humo de aquel cigarrillo que, dada la ansiedad con la que lo fumaba, no llegaría a durarle ni cinco minutos.
¿Una mujer que había perdido la cabeza? ¿Una mujer que lo había perdido todo, que estaba completamente arruinada? Ah, nunca lo sabremos. Una mujer, por las calles de esta ciudad, hace tan solo unos días. Es todo lo que sé.
 
 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Hallazgos de noviembre

El crujir de las hojas secas al pisarlas, la nieve que va apareciendo en lo alto de los montes, el frío que se adivina al otro lado del cristal al levantar las persianas de la habitación por la mañana, los cielos grises y plomizos, el olor de las castañas asadas en las calles más céntricas de la ciudad. Noviembre. En medio de los últimos calores del otoño y el alborozo y los excesos de los días navideños (que ya están a la vuelta de la esquina, según indican ya las estanterías de los grandes almacenes). Un mes extraño que comienza con la visita a los cementerios para honrar a los muertos (aunque no haga falta que sea uno de noviembre para recordar a los que se han ido definitivamente, si es que así lo deseamos) y en el que ya estamos plenamente instalados. Siguen llegando nuevos libros, nuevas películas. Y con todo ello, algunas decepciones. Y, también, ¡menos mal!, grandes hallazgos. Noviembre, ese mes que enlaza una celebración con otra y que, en sí mismo, no es más que un mero trámite, aunque intentemos, como siempre, sacarle el mayor provecho posible, que ya no estamos para desperdiciar días ni noches. Es una de la cosas que uno va aprendiendo con los años: que no debemos desperdiciar nada, que todo esto -los días y las noches- pasa en un soplo, en un abrir y cerrar de ojos, en un visto y no visto. Y ahí estamos. Viviéndolo y contándolo, que, con todo, no soy de esas personas a las que no les gusta este mes. Noviembre.
Viviendo y contándolo, sí. De la mejor manera posible. Como Siri Hustvedt en su nuevo libro, "Vivir, pensar, mirar", otra joya de Anagrama para estos días un tanto insulsos. Un libro dividido en tres partes. Deliciosos ensayos agrupados en los tres bloques que indica el propio título. La vida, el pensamiento, los ojos que observan. El atrevimiento de mirar, que diría Antonio Muñoz Molina es ese fascinante libro suyo en el que también nos habla de arte y de ojos que se detienen sobre él, sobre las piezas artísticas, de un estilo u otro, una y otra vez, para deleitarse con el genio de los otros, para entender sus demonios, sus miedos, sus misterios, sus inquietudes, sus miserias, sus grandezas. Para aproximarnos, quizá, a los nuestros.
No utiliza Siri un estilo rebuscado: todo lo contrario. Intenta atrapar, desde la sencillez, sus opiniones sobre un tema u otro: un recuerdo de su madre (unas palabras de su progenitora que no se le borran de la cabeza), un apunte (o varios) filosófico, una exposición, una fotografía y su evocación, una mirada -la suya- que se dirige siempre hacia los posibles ramos de flores que puedan estar decorando una habitación. En lo cotidiano o aparentemente sencillo, continúa escondiéndose el misterio (y la grandeza) de las cosas. La verdadera esencia de lo que nos explica, de lo que nos conforma. Lo que nos hace dudar, pensar, plantearnos cada pregunta, intentar descifrar cada enigma, cada incógnita. Algunas de ellas.
Vivir, pensar, mirar. Todo ello en armoniosa conjunción. Porque dentro de la memoria, de esta suerte de memorias, todo tiene cabida. Uno influye en lo otro, y viceversa. Vivir, pensar, mirar. Nada pertenece a lo ajeno en este ensayo compuesto por varios ensayos. O por varias memorias que van y vienen en el tiempo, en su fugacidad. O todo ello en un solo e imprescindible volumen. Uno de los grandes hallazgos que descubro en este mes, noviembre, mientras la lluvia golpea las ventanas, los árboles se siguen desprendiendo de más hojas y esperamos la llegada de Woody Allen, este viernes, con su nueva película.  
 

sábado, 2 de noviembre de 2013

Los viajes de Annette y Catherine

Que, a sus setenta años recién cumplidos, Catherine Deneuve siga encadenando una película tras otra, tanto con directores conocidos como desconocidos, dice mucho de su manera de entender la vida y el propio cine. En el riesgo, está la apuesta, viene a decirnos. Su apuesta. La de una mujer que fue un indiscutible icono de belleza y que ahora no tiene prejuicios por salir en pantalla con unos cuantos kilos de más o los pies deformados por esos antiestéticos juanetes (tan comunes, por otro lado). Sigue siendo, pese al implacable paso del tiempo, una mujer hermosa. Muy hermosa. En "El viaje de Bettie", su última película, así lo demuestra. La cámara la sigue constantemente. Incluso, en numerosas ocasiones, la sigue muy de cerca. Esos primeros planos de la actriz, riendo (ríe mucho, aquí, Catherine) o llorando, confusa o resignada, alegre o melancólica, enfadada o risueña, son lo mejor de la película. Una película con buenas intenciones en su planteamiento -una mujer que, acosada por deudas y desengaños amorosos, decide coger el coche y huir- y fallido resultado. La dirección resulta torpe por momentos y el único sentido que tiene es disfrutar del talento de Catherine y de ese modo en que la cámara la sigue adorando como el primer día. "Serás hermosa hasta en el ataúd", le dice aquí su conflictiva hija. Aunque suene un poco macabro, creo que está dicho todo. Y lo será, probablemente. Hermosa hasta en el ataúd.
Dos días atrás, por los mismos motivos que me llevaron a ver la película de Catherine (o sea, su protagonista), hice lo propio con la última de Annette Bening, "La mirada del amor". No es tampoco una gran película, aunque sí está mejor rodada que la otra. Su visión está justificada por la presencia de la actriz (y también por la de ese gran actor que es Ed Harris, que también muestra orgulloso el paso de los años en su atractivo rostro). La naturalidad, el talento, la elegancia, la honestidad y las arrugas que surcan con descaro el bello rostro de Annette justifican la función. Un actriz que afronta el paso del tiempo y esas arrugas con una clase pocas veces vista en los últimos tiempos, donde el bisturí y la silicona campan a sus anchas. Con resultados demoledores, en ocasiones. Como bien sabemos cuando vemos una película o una fotografía y nos cuesta adivinar de qué actriz estamos hablando después de pasar por el quirófano y arruinar aquella belleza que nos cautivó por querer quitarse años de encima de un modo decididamente absurdo. Cuestión de gustos, desde luego.  
Es cierto que a nadie le gusta descubrir cada mañana una nueva arruga en el espejo. Pero hay que asimilar que esa arruga forma parte del viaje, de nuestro propio viaje. Y que le da sentido a lo que somos, a lo que fuimos. Querer eliminarla a cualquier precio sigue pareciéndome un gran error. Como eliminar un desengaño, una experiencia, una carcajada desmesurada. Todo eso que está ahí, definiéndonos. Día tras día.