viernes, 28 de junio de 2013

Asuntos de familia

Quedo con mi madre, a las diez de la mañana, después de su visita semanal al ambulatorio. Estoy sentado en una terraza, tomando un café, apuntado ideas en un cuaderno de tapas granates y observando a la gente que pasa. El sol lleva calentando desde hace un buen rato y hace bastante calor desde que abrí las ventanas de la casa a primera hora, casi antes de que amaneciese. Un apunte para un artículo, un apunte para un relato largo, un apunte para una novela... Ideas que se quedarán ahí, entre las páginas de ese cuaderno de tapas granates, durante un tiempo y que algún día -más tarde o más temprano- se convertirán en algo. En un artículo, en un relato largo, en una novela... O en nada. Quizá se queden ahí, como un simple esbozo (el simple esbozo de una mañana soleada y ociosa), olvidadas. Aún es pronto para saberlo. Son ideas que no tienen prisa. Es así.
Llega mi madre. Se sienta y me cuenta que la nueva enfermera que le pone la inyección semanal la está volviendo loca: con el peso, con el azúcar, con los análisis... Que si tienes que hacer esto y lo otro. Sobre todo, caminar. Me parece muy bien, le digo. ¡Me va a volver loca!, se queja de nuevo ella. Caminar, eso es lo que tienes que hacer, lo que todos tenemos que hacer, le replico. Pero si ya lo hago, susurra... Pues venga, le digo, vamos a caminar, que la mañana, tan agradable, está para ello. Esperemos que no se nuble y se ponga a llover. No sería tan raro. El tiempo está casi tan loco como algunos de los acontecimientos que nos están sorprendiendo a todos en los últimos tiempos... Y vamos a dejarlo ahí, que no es cuestión de ponerse ya de mal humor...
Mi madre agarrándose de mi brazo, caminando y hablando, como tantas mañanas. Con sol o sin él. Caminando. Como indica la nueva enfermera. Como debe ser. No se puede jugar con fuego. Esa lección es fundamental. Todos lo sabemos.
De repente, durante uno de esos momentos en los que vamos caminando en silencio, recuerdo una de las historias que estoy leyendo estos días. La última novela de Maggie O´Farrell, "Instrucciones sobre una ola de calor", publicada por Salamandra. La historia de una familia. Ah, las familias y sus laberintos...  Los padres y los tres hijos. La repentina desaparición del padre, recientemente jubilado, cuando se fue a buscar el periódico como cada mañana desencadena toda la trama. Los silencios y los fantasmas van saliendo a flote. Las mentiras y las medias verdades. Las miserias y los problemas de cada uno, tan parecidas, en el fondo, a la de todos los seres humanos. Lo complicado que se hace, a ratos, vivir. Una potente narración, bien construida, con unos personajes espléndidamente definidos. Sé que terminaré en breve de leerla. Aunque quizá no sea hoy ese día. No, no lo será. Más aún cuando mi madre me dice que ha quedado con mi padre para comer en un restaurante cerca de casa y me pregunta si nos apetece apuntarnos.
-Pues sí, creo que nos apuntaremos... 
Y seguimos caminando.

domingo, 23 de junio de 2013

Un corazón roto

Nadie puede librarse de los recuerdos. "Podemos ser inmunes al tifus, al tétanos, a la varicela, a la difteria, pero nunca a los recuerdos. Contra eso no hay vacuna". Eso lo dice Lilly Bere, la mujer de ochenta y nueve años que protagoniza la nueva novela de Sebastian Barry, "En el lado de Canaán", publicada por Alba Editorial. Una mujer que acaba de perder a su nieto -"Bill se ha ido": así comienza la narración, con estas cuatro palabras que agrupadas en la misma frase se vuelven tan brutales y atroces como un certero disparo- y recuerda. Con el corazón roto, sí, recuerda. Muchas imágenes se suceden a partir de ahí, "Bill se ha ido". Muchos viajes, muchas ilusiones, muchas frustraciones. Ochenta y nueve años. El recorrido es extenso e intenso. La historia va y viene en el tiempo. El hilo invisible que sostiene a las grandes novelas está ahí, uniendo todos los capítulos, todas las imágenes, todos los recuerdos. La muerte de Bill es el detonante, simplemente. El pistoletazo de salida. La puerta que abre la visión de un pasado, el suyo, el de Lilly Bere, y el de todos los que la rodearon. Una mujer de ochenta y nueve años que recuerda, y que quiere dejar de hacerlo, que ya no quiere seguir por estos lares, ya es suficiente, piensa: la muerte de Bill no ha hecho más que recordárselo. La muerte de Bill, el detonante. Un destino marcado por varias tragedias, por momentos de sosiego, por el amor. Y de nuevo, ay, por la desgracia. Una mujer de ochenta y nueve años. Una superviviente de miles de batallas. Una mujer que quiere que todo se termine ya cuanto antes. Ya es suficiente, sí. Ella piensa que ya lo es, que ya está bien. Pero antes recorre ese pasado con todos nosotros, los lectores. Cómplices absolutos de una historia impecablemente narrada. Con una prosa que nos conmueve, que nos emociona. Que nos hace ver todas y cada una de las imágenes que evoca traspasadas ya a una pantalla de cine. La mujer de ochenta y nueve años que recuerda, que no puede evitarlo. Su historia debería ser llevada al cine. Hay material suficiente para ello. Sólo se necesita un cineasta con la misma sensibilidad que el autor, Sebastian Barry. Con el mismo talento. Una persona que comprenda la historia de esta mujer, que se identifique plenamente con ella. Con sus problemas, con su destino. Con ese corazón roto desde que el ahora -"Bill ha muerto"- nos narra su vida. Un viaje de ochenta y nueve lúcidos y cansados años. Un viaje, el de la novela, memorable. De lo mejor que he leído en los últimos tiempos. "En el lado de Canaán", de Sebastian Barry. Conviene no dejarla en el olvido bajo ningún pretexto.  

viernes, 21 de junio de 2013

Un día cualquiera

Abrir los ojos, despertar, escuchar a lo lejos el sonido de la radio, como un zumbido extraño que sólo te ofrece malas noticias. Las voces de algunos ministros que taladran tu cabeza con su absurdo soniquete y sus discursos de siempre. Más de lo mismo: siempre la misma retahíla: nada nuevo para las próximas semanas, ¿meses, ¿años? Quién sabe. A veces parece que ya no podemos dar un paso más atrás, y sin embargo, ahí estamos: consiguiéndolo. Las malas noticias que no cesan. James Galdonfini ha muerto, a los 51 años. Excelente secundario en el cine e inolvidable protagonista de una serie ya mítica, donde también aparece tu amada Edie Falco, ese pedazo de actriz. Te levantas y delante de la cafetera, mientras el café va subiendo (ese agradable sonido que te va reconciliando con el mundo, ese olor único y casi indescriptible), piensas ¡51 años! Qué vértigo. Supongo que Galdonfini los habrá exprimido a conciencia. Nada hace suponer lo contrario. Sin embargo, a esa edad, aún tenía mucho que decir, que decirnos, en la serie o la película que fuese. Su presencia imponente, el tono de su voz, la actitud... En fin. Piensas, una vez más, que hay que aprovechar cada uno de los minutos que estamos por aquí. Como mejor se pueda. Como te dejen. Cada día hay que inventarse el mundo, planificar el mapa, adiestrar la brújula. No tirar la toalla. Seguir hacia delante. Hundirte en los libros, en las películas, en las músicas, en las obras de teatro que puedas ver... No dejarte arrastrar jamás por los tiempos tan mediocres que nos están tocando vivir. Por la falta de consideración, por el hastío, por la desilusión. Y la mala baba de algunos. No caer en depresiones o derrotas. Jamás. Ese lujo no está a nuestro alcance. Lo sabemos. Sí, lo sabemos.
Mientras tomas tranquilamente la primera taza de café recién hecho, lees una de las historias de Marina Perezagua, "Fredo y la máquina", la historia de esa chica que lleva varios años en un hospital, tras un trágico accidente, y que, a pesar de todo, quiere seguir ahí, como le dijo a su madre cuando aún podía hacerlo. En unas pocas páginas, Marina logra conmoverme, atraparme de un modo casi magnético. Así es su forma de narrar, de transmitir emociones, de traspasar algunas líneas. Como lo hacen algunos poemas retorcidos y geniales. Y sigo leyendo. Lo hago incluso ahora, mientras revuelvo con la cuchara de madera el arroz con leche, que estoy preparando para llevar a casa de los amigos con los que vamos a comer. Leo y cocino. Y no quiero hacer nada más. A veces, qué demonios, no resulta tan difícil acercarse al paraíso.

miércoles, 19 de junio de 2013

Las noches de Teresa

A su padre, Aquilino, comunista, lo mataron a los pocos días de terminar la guerra. Tres tipos fueron a buscarlo una noche y, en un monte cercano a la casa que compartía con su mujer y sus dos hijas, le pegaron un par de tiros. Entre risas e insultos, como solía ser  habitual. Sin contemplaciones. Su hermana, Obdulia, enfermó a los pocos meses y murió con apenas quince años, después de pasarse varias semanas sin moverse de la cama. La madre, Josefina, siempre sostuvo que a la niña se la llevó la pena por la muerte de su padre, al que adoraba. Ahora, ella, Teresa, vive en una residencia geriátrica. No se casó ni tuvo hijos. Vivió con su madre hasta que ésta, con una edad muy avanzada, murió. Trabajó en la cocina de uno de los bares del pueblo hasta que empezó a confundirlo todo. El azúcar con la sal. El arroz con las lentejas. El agua con la leche. La carne con el pescado. Hace algo más de un año que vive en su propio mundo, ajena por completo a este otro mundo que ya hacía tiempo que no consideraba como suyo, que no le pertenecía. Suele pasarse todas las tardes durmiendo: bien en su habitación, bien en la sala que comparte con el resto de sus compañeros de planta, delante del televisor. Por las noches, pese a la abundante medicación, no consigue conciliar el sueño. Y habla. Habla sin parar, en voz muy baja. Si la enfermera entra en su habitación y le pregunta si está bien o le repite que ya es hora de abandonar la cháchara y de ponerse a dormir, Teresa dice que no puede hacerlo, que está hablando con Obdulia, su hermana. Ha venido a verme, como todas las noches, le indica a la cuidadora de turno. ¿No la ves?, dice, casi con un hilo de voz, señalando el butacón de color verde que tiene enfrente de la cama. No voy a hacerle el feo de quedarme dormida ahora, no sería de buena educación, ¿no te parece?, añade. La chica sonríe con dulzura y no dice nada. Se aleja por el pasillo, sin hacer ruido, escuchando la voz suave de Teresa, cuyo hilo se va perdiendo según ella se va acercando a su puesto, a la entrada de la planta, donde las historias que la gente cuenta en un programa de radio la mantienen despierta, alerta.

sábado, 15 de junio de 2013

Días extraños

Hay días extraños. Días en los que te planteas demasiadas cosas, probablemente. No lo puedes evitar. Son días que aparecen de vez en cuando. ¿Cuánto durará la serenidad de este tiempo? ¿Merece la pena tanto esfuerzo, tanta lucha? ¿Hasta qué momento podrás disfrutar de tus padres? Todas estas cosas van surgiendo en tu cabeza a lo largo del día: a primera hora, cuando el cielo empieza a clarear, o a mitad del paseo, bajo el fulgurante sol de estos días. No quieres pensar demasiado en esas cosas, pero no puedes evitarlo. Aunque trates de huir de esos pensamientos. Aunque intentes distraerte con otra cosa. Con la gente que pasa, sin ir más lejos. Tan variopinta, tan absorta en su rutina y sus preocupaciones (que nunca son pocas). Lo mejor es sentarte en un banco, sacar del bolso el libro que estás leyendo. Un puñado de relatos de Lola López Mondéjar, "Lazos de sangre". La vida de los que habitan en las páginas de los libros siempre ayuda a distraerse, a dejar de pensar en todo eso que te preocupa, que consigue nublar tu cabeza. Empiezas a leer uno de los relatos, "El hermano gemelo". Es un relato deslumbrante, perfecto. Uno de esos relatos que justificarían por sí solos todo un libro. Una historia -simplificando-  de una madre y una hija. De palabras que no se dicen, de silencios. Lees: "La sensación de irrealidad no me abandona". Lo piensa la protagonista, en ese viaje inesperado que tiene que emprender cuando recibe una llamada que le comunica que su madre ha muerto. Así comienza el relato, con la muerte de la madre: no estoy desvelando nada del argumento. Lo lees de un tirón, profundamente impactado. Y te levantas del banco y sigues caminando, de regreso a casa. De repente, ya no piensas en todas esas cuestiones que iban rondando por tu cabeza. No. Sólo piensas en la historia que acabas de leer. Sólo en ella. En uno de esos relatos que esconden la complejidad de los seres humanos. La historia de una madre y una hija. Y el abismo que las separaba (y también todo lo que las unía). Las incógnitas que nos acechan. Los espejos que nos reflejan. Los miedos. Lo inesperado. La muerte. Y piensas, de pronto, en esa escritora, Lola López Mondéjar, escribiendo esa historia concreta, sin imaginar que una mañana soleada llegaría a las manos de alguien que, en un día extraño, un día cualquiera, se estaba haciendo unas preguntas que no quería plantearse, que no lograba ahuyentar de su cabeza. Ése es uno de los misterios de la literatura. Una de sus grandezas. Aliviar (por así decir) con palabras el dolor de los que, inesperadamente, cogen el libro que has escrito y dejan de pensar en sus vidas para acompañar a los otros, los personajes inventados, en sus viajes. Así ocurrió en esa mañana soleada. Una mañana cualquiera. Con esa madre y esa hija. Y esa historia tan bien contada, tan particular. Tan profunda y extraña (o no tanto) como esos pensamientos que nos rondan de vez en cuando, que nos paralizan por unos instantes, que nos impiden seguir disfrutando momentáneamente de lo único sobre lo que tenemos certeza: este momento presente, el aquí y ahora.    

miércoles, 12 de junio de 2013

La mujer de los cigarrillos

La encuentro muchas veces por la ciudad, a primeras horas de la mañana. La mirada perdida, el pelo enmarañado, las ropas ajadas, el (enorme) bolso desgastado y con el cierre estropeado. Y el cigarrillo, siempre entre sus dedos temblorosos y manchados de nicotina. Hoy, cerca del teatro Campoamor, estaba detenida delante de un anuncio de telefonía móvil. Parecía absorta en aquel mensaje publicitario: en las letras grandes, en las sonrisas de los jóvenes que  sostenían en sus manos los móviles que promocionaban, en sus dientes blanquísimos (con ese blanco tan falso que se empeñan en vendernos a todas horas como algo natural y maravilloso). Desde lejos, nada más distinguirla entre la gente que pasaba por allí, destacaban poderosamente sus pequeños pies. Iban enfundados en unos playeros de un color fucsia muy chillón. Unos playeros nuevos, sin duda. Relucientes. Brillantes. Impecables. Como si los hubiese estrenado pocas horas antes. Quizá fuese así. Ella no prestaba atención a los playeros. Sólo al anuncio. Estaba concentrada en él, como si estuviese muy interesada en la información que lanzaba: no sé cuántas llamadas con minutos gratis y toda esa archiconocida retahíla. Y en aspirar el cigarrillo, intensamente. Nada parecían importarle aquellos dedos cada vez más amarillentos, ni la tos que brotaba de su cuerpo menudo de un modo casi violento cuando pasé por su lado. La tos de los que fuman muchísimos cigarrillos al cabo del día. Esa tos inconfundible que a veces procede de una ventana lejana o de algunos de los pisos de los edificios en los que has vivido. Esa tos que delata al verdadero fumador. Al fumador empedernido, sin retorno. Nunca pide dinero. Sólo eso, cigarrillos. Te mira detenidamente (con esos ojos que miran sin ver) y te pide tabaco. Lo más probable es que no le conceda importancia al hecho de que sean rubios o negros. Qué importa eso. Lo importante para ella es el cigarrillo, devorarlo con la ferocidad de siempre, tener la cajetilla repleta. Como tantas mañanas en las que la encuentro, a primera hora. Como esta mañana en la que el verano ha hecho su aparición de un modo contundente. La mañana en la que, probablemente, esa mujer estrenaba unos playeros. Unos playeros de un deslumbrante color fucsia, que no tardarán demasiado tiempo en recibir las primeras huellas de la ceniza de sus cigarrillos. Eso a lo que ella, ajena a todo, no le prestará la más mínima atención.

sábado, 8 de junio de 2013

Muñoz Molina

Hay veces que buscamos determinados libros porque nos interesa mucho su autor o porque hemos oído hablar maravillas de él a alguien a quien admiramos mucho. Y otras veces, en cambio, son ellos, los libros, los que nos encuentran a nosotros. Inesperadamente. Por eso me gusta tanto visitar librerías de viejo. Verdaderos paraísos para los amantes de los hallazgos. Estos días pasados en Madrid recorrí varias veces la Cuesta de Moyano mientras Íñigo, paciente, me esperaba leyendo en uno de los bancos de enfrente, mirando, de cuando en cuando, de reojo, los volúmenes que iba adquiriendo (apenas tenemos sitio ya para más libros en casa, quería decirme con aquella mirada, lo que, aunque me pese, es totalmente cierto). Y entre otros libros, encontré uno de Antonio Muñoz Molina, "La vida por delante", horas antes de que le concediesen el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Es una recopilación de artículos publicados en la revista dominical de El País, entre los años 1997 y 2002. Ya había leído esos artículos, naturalmente, en la propia revista, domingo tras domingo, sin fallar uno solo. Pero así reunidos, como sucede con casi todas las recopilaciones de artículos, conforman una especie de biografía de su autor. Las pequeñas cosas y los pequeños acontecimientos, al margen de los otros, de los grandes acontecimientos que marcan las pautas y el rumbo del mundo o de los gobiernos, que constituyen la verdadera esencia de lo cotidiano, de nuestro día a día. La lectura diaria del periódico, la adquisición de un nuevo cuaderno, el recuerdo de un escritor admirado, el deslumbramiento por una película, el apunte de un viaje en tren o de una lectura... Todas esas cosas son las que vuelvo a leer estos días. Como una especie de silencioso homenaje al autor recientemente premiado. Aunque no necesito que le den premios a Muñoz Molina (ni a nadie a quien admiro, por mucho que me alegren esos premios, naturalmente) para leerle. Es, desde hace muchísimos años, uno de mis autores preferidos. Desde que mi amiga María y yo descubrimos "El invierno en Lisboa" (tantas veces comentada en aquellas tardes lentas que pasábamos en los cafés de esta ciudad) hasta hace unas semanas, cuando concluí la lectura de ese ensayo, "Todo lo que era sólido", donde refleja, entremezclado con apuntes biográficos, lo que hemos sido, lo que somos, tan lúcidamente. Con una lucidez que nos deja un inevitable poso de tristeza por el esperpento de algunos comportamientos, por la situación en la que nos encontramos sumidos, por la incertidumbre que nos acorrala despiadadamente.
Conocí personalmente a Antonio el día de la presentación de la última novela de Elvira Lindo, "Lo que me queda por vivir", hace casi tres años. Después de besar y felicitar a Elvira por su libro, ella misma fue la que le dijo a Antonio quién era yo (acababa de escribir una reseña de la novela que se presentaba para la revista "Clarín" y él, el propio Antonio, la había elogiado en su blog). Me acerqué a él y le di la mano. Intercambiamos unas palabras. Supongo que él no llegó a saberlo, pero, en aquel momento, estaba muy nervioso. Aquel autor que tanto había leído desde los primeros años de mi juventud, estaba allí, delante de mí, extendiéndome la mano, preguntándonos por nuestro viaje (habíamos ido a Madrid expresamente a la presentación de la novela de su mujer). El barullo propio de estos acontecimientos, el ir y venir de gentes, el encuentro con otros amigos, hizo que no pudiésemos seguir hablando. No importaba. Ya habría tiempo en otra ocasión, si el destino lo propiciaba. Lo  que contaba era que aquel hombre -sencillo, cercano, sonriente- supo de mi admiración por su obra. Estoy seguro. Esa obra que, con premios o sin ellos (mejor con ellos, sí), le convierte en uno de los mejores escritores de nuestros tiempos. Uno de los imprescindibles. Con muchos años por delante para seguir llenando cuadernos, como apunta en este libro que ahora, de regreso, en estos días lluviosos y desapacibles, vuelvo a leer con la misma emoción de entonces.

lunes, 3 de junio de 2013

En Madrid

Lo único negativo de los viajes es lo rápido que pasan. Si lo piensas bien no deja de ser más que una metáfora de la propia vida. Un día te levantas y te das cuenta de que ha pasado un montón de tiempo y el espejo va reflejando en tu rostro otros rasgos: más duros, más contundentes, más marcados. Algunos de esos rasgos que has ido viendo a lo largo de los años en los rostros de tus padres y de tus abuelos. Con los viajes, sucede lo mismo. Las horas previas en las que lo vas preparando y organizando todo. Y de repente, como por arte de magia, vuelves a estar en tu cuarto, escribiendo en tu ordenador, observando de refilón el movimientos de las vidas que habitan en el edificio de enfrente. La mujer que fuma a la ventana, la que se pasa el día limpiando los cristales, la que discute constantemente con su marido... Los sonidos del exterior llegan amortiguados: Radio Clásica suena de fondo mientras escribes. Y Francesca, que tanta algarabía ha montado a nuestra llegada (sigue sin soportar estar sola en casa), se ha quedado adormilada encima del sofá, abriendo de cuando en cuando los ojos para comprobar que estamos a su lado, disfrutando de los rayos de ese sol que no calienta tanto como aparenta, dichoso tiempo. Ya estás de regreso. La memoria conserva los recuerdos de ese viaje reciente que, al cabo de unos días, parecerá ya lejano. Tan lejano como el resto de los viajes que han ido conformando tu vida hasta hoy. Recuerdos que se irán mezclando con los recuerdos de otros viajes a esa misma ciudad, Madrid. En una época y otra, con frío y con calor, con sol y con nieve, con un estado de ánimo y con otro, siempre con la emoción alerta. Madrid sigue siendo una de las ciudades en las que siempre te gustaría perderte.  Las calles, los parques, los museos, los cafés, las librerías... Esas zonas que conoces casi tan bien como las de tu propia ciudad y las que, en cada nuevo viaje, descubres por primera vez. En Madrid, como en casi todas las ciudades que uno adora, siempre hay lugares nuevos por descubrir. Lugares de esos que, como diría Elvira Lindo, uno no quiere compartir con nadie. O sólo con quien te acompaña en el viaje, en los viajes. En la memoria, pese a la brevedad del viaje, ya se van enredando unos cuantos lugares (y momentos) de esos. Los paseos, las copas compartidas, los libros de segunda mano encontrados, la complicidad con Óscar López y Pablo Vilaboy, el encuentro con los lectores y los amigos en la Feria del Libro, la encantadora velada con Laura Freixas y Alain...  Y las risas, las que siempre consiguen nublar cualquier atisbo de melancolía. Todas esas emociones que, de regreso, ya en la habitación de siempre, rodeado de tus cosas, de tus libros, de tus discos, de tus fotografías, se van sosegando y asimilando, mientras piensas que la vida sigue su curso y que quizá el próximo viaje esté más cercano de lo que imaginas.