domingo, 27 de febrero de 2011

Clases de baile

Estoy esperando a Íñigo, a última hora de la tarde, tomando un poleo en un pequeño café del centro. Es un café luminoso, con un gran ventanal desde el que se puede ver a la gente pasar. Estoy sentado ahí, justo al lado del ventanal. Enfrente, hay un gimnasio. Antes, donde ahora está el gimnasio, había uno de esos maravillosos cines antiguos donde tantas tardes de mi juventud pasé. Conserva el mismo nombre. Es viernes y a esa hora, cerca de las ocho, mucha gente ya está disfrutando del fin de semana, bebiendo un vino o una cerveza en los bares de los alrededores, fumando sus cigarrillos en las calles, charlando animadamente. El buen tiempo de estos días invita a todo ello. Qué ganas tenemos de que llegue la primavera, los primeros calores: de despojarnos de los paraguas, las botas y las pesadas ropas de abrigo. Otra gente, en cambio, con corbata o uniforme aún de trabajo y una mochila al hombro, entra en el gimnasio. Hay un movimiento constante. Muchas mujeres, vestidas con trajes de chaqueta ajustados y esos altísimos tacones que están tan de moda últimamente, con un maletín en una mano y la mochila en la otra, entran también. Unas y otros se saludan con esa amabilidad y prudente distancia con la que saludamos a nuestros vecinos en el portal. Algunas personas ya entran con la ropa deportiva puesta. Todas lo hacen con una gran sonrisa, con entusiasmo, casi con felicidad en sus rostros. Siempre me ha dado mucha envidia eso: la predisposición y el entusiasmo para acudir a un gimnasio. Lo cierto es que nunca los encontré, qué le vamos a hacer. Quizá el origen de esa falta de interés por el ejercicio físico (si exceptuamos las largas caminatas) provenga de aquellas espantosas clases de gimnasia, donde toda la crueldad del profesor y de algunos alumnos se evidenciaba cruelmente en los más torpes, en los más débiles. Aún recuerdo las risas de los más mayores, los repetidores y los gallitos de la clase, ante la impotencia que mostrábamos algunos para saltar el potro. Qué torturas más absurdas para unos críos de diez o doce años. Así estaba entonces, muy a principios de los 80, la educación en algunos colegios de curas de este país. Pero no era de esto de lo que quería hablar hoy. Sino de esas otras mujeres que también entran en el gimnasio la tarde del viernes. Algunas son grandes lectoras y venían a la pequeña librería en la que entonces trabajaba para que les recomendase novedades literarias. Son mujeres que ya han pasado los 60 años. Con sus arrugas, sus pelos de peluquería (los viernes, aparte del ejercicio, sigue siendo el día de la peluquería) y sus kilos de más, entran ruidosamente en el gimnasio. Ríen, cuchichean, señalan para alguno de los bares donde, a la salida, tomarán una cerveza o un refresco, acaso una tapita de jamón o una ración de croquetas. Acuden a clases de baile y están entusiasmadas con ello. Hablan de este tipo de baile y de aquel otro. No sé quién, en la tele, dicen, lo baila estupendamente. Hay que poner el pie así, señalan, y de la otra manera. Es importante tener un buen compañero de baile, apuntan. No se cortan ni se amedrantan ante nada. Una señala lo bueno que está el profesor, la otra piensa que es gay. Son mujeres modernas, dinámicas, con la mente abierta y ganas de hacer cosas, muchas cosas, de disfrutar de la vida. Ahora, toca eso: disfrutar de las clases de baile. Y así lo hacen, entusiasmadas. Mi madre está ahí, en ese grupo de baile de los viernes. Le sienta estupendamente: agiliza sus movimientos y desentumece sus huesos. La saludo con la mano desde el pequeño café. Me devuelve el saludo con una sonrisa y, entrando ya en el gimnasio, les cuenta a sus compañeras que soy su hijo y que estoy esperando a que mi marido salga de trabajar para irnos a cenar.

martes, 22 de febrero de 2011

23-F

Las dos mujeres están hablando en el descansillo de la escalera. La una, mi madre, tiene la televisión encendida al fondo, a un volumen más bajo del habitual, mientras su marido, mi padre, algo asustado, baja con cuidado de no hacer demasiado ruido las persianas de toda la casa. Antes, observa las calles: están oscuras y desiertas, los comercios cerrados antes de tiempo. La otra, nuestra vecina de puerta por entonces, está atemorizada con las noticias que acaba de escuchar por la radio: su marido, camionero, está de viaje por el sur y su único hijo, dos años menor que yo, en casa de los abuelos, a unos quince kilómetros de la ciudad, en el pueblo minero del que procede toda la familia. No sabe si coger el coche e ir a buscarlos. Mi padre le aconseja que espere, que no salga de casa de momento, a ver qué va pasando. Las dos mujeres hablan de lo que tienen en la nevera, en la despensa: hacen un rápido recuento. La comida, dicen, es lo primero que escasea en estos casos. Mi padre dice que entren en un piso o en otro, pero que no se queden ahí, en el descansillo. Las mujeres obedecen y entran en casa. Nuestra vecina, esa mujer a la que oímos discutir muy a menudo cuando su marido no está de viaje (incluso, a veces, lo hacen de un modo que asusta), parece nerviosa, frágil, fuma constantemente un Ducados detrás de otro. Mi madre prepara café descafeinado, pone unas cuantas magdalenas en un plato grande, algunas galletas. Después, los tres se sientan delante de la televisión y esperan. Tengo nueve años y no comprendo nada de lo que está pasando. Golpe de estado, militares, dictadura, tricornios, tenientes generales, volver a las andadas... Son palabras ajenas para un niño. Quizás no tenga que ir al colegio en los próximos días. Mi madre apunta algunos comentarios a este respecto. Suena varias veces el teléfono. Son los abuelos, los tíos, algunos amigos de mis padres, gente cercana, también nerviosa y preocupada. Todos están pendientes de lo mismo. La calma parece ser la consigna. Suena también el teléfono en casa de la vecina, pero a ella parece no importarle. Pide permiso a mis padres para llamar desde nuestra casa. Tiene miedo de volver, sola, a la suya. Habla por teléfono en un tono muy bajo, tiene los ojos vidriosos, la voz temblorosa, enciende un cigarrillo con el anterior. No estaba previsto que su marido llegase hasta tres días después. Voy de un lado a otro, feliz por esa posibilidad de no ir al colegio en los próximos días. Cojo el grueso Zipi y Zape que me trajeron los Reyes Magos y me pongo a leerlo sobre la alfombra: sus aventuras son mis favoritas. Cuando la vecina regresa al salón donde están mis padres, el Rey habla por televisión. Ese mensaje es recibido con júbilo por todos. Vuelve a sonar el teléfono. Sigo sin entender nada. Sólo una cosa me preocupa y me interesa, y así se lo pregunto a mi madre una y otra vez, levantando la vista del libro: No tengo que ir al colegio, ¿verdad?

lunes, 21 de febrero de 2011

Bilbao

Cecilia Bartoli, al entrar en la ciudad, interpreta una de nuestras arias favoritas de Handel. El sol calienta el interior del coche, hace mucho más calor que en Asturias, apetece quitarse la chaqueta de inmediato. Ya en la calle, lo hacemos: nos quitamos las chaquetas. Hay ciudades (pocas, en realidad, en nuestro caso: siempre hay una calle, una plaza escondida, un bello rincón perdido o un riachuelo cargado de literatura que consigue salvarlas) que pasan por nuestra vida sin pena ni gloria. Hay otras, sin embargo, que sientes que formas parte de ellas nada más pisar su suelo. La actitud de la gente, el modo en el que rápidamente te haces con la ciudad, la manera en la que te atrapa. Bilbao es una -otra- de ellas. Al lado del hotel, descubrimos una tienda de antigüedades bastante interesante, y en su interior, algunos libros se segunda mano a buen precio. Las calles están tranquilas. Paseamos por ellas. El sol, alrededor del mediodía, calienta nuestras cabezas aún más que antes. Tomamos una cerveza en una terraza del casco viejo. La vida discurre apacible. Hoy no existen los malos rollos ni los quebraderos de cabeza por los asuntos laborales. Qué necesario es viajar a menudo, alejarte de tu ciudad, de los problemas que siempre acechan, de la monotonía. Saborear lentamente esa cerveza, contemplar a la gente que pasa, charlar relajadamente, hojear los viejos libros, la revista que compramos para leer el artículo neoyorquino de Elvira Lindo. El tiempo sólo parece existir para ese momento, para disfrutarlo plenamente. Poco después, descubrimos que en el centro mismo de la ciudad, a pocos metros del teatro Arriaga, hay un cine con cuatro salas, uno de esos cines que tanto echamos de menos en las tardes de los domingos ovetenses. Entramos. Antes de comenzar la proyección, saboreamos el placer de estar en esa sala antigua, nada de atestados centros comerciales. Después de la película, pienso que Natalie Portman se merece todos los premios que le están dando, y que, con el tiempo, si su carrera no se pierde por el camino, puede llegar a ser como Romy Schneider en su madurez. Y no sólo porque viendo "Cisne negro" me haya venido a la cabeza "Lo importante es amar", sino por la tristeza que transmiten sus ojos, los ojos de Natalie, tan parecida a los de la última etapa de la vida de la gran y olvidada Romy. Tremenda y extraordinaria película. Barbara Hershey, siempre tan admirada, dando vida a su madre, un personaje con mucha miga dentro, también se merecería algún premio importante.
Del cine al teatro. El tiempo se echa encima. Atravesamos la manifestación, pacífica y multitudinaria, por la legalización de Sortu y llegamos a la sala bbk. La programación para los próximos tres meses no tiene desperdicio, qué maravilla y qué asco de dinero, ay. La actuación de Núria Espert en "La violación de Lucrecia", dando vida ella misma a todos los personajes creados por Shakespeare, merece capítulo aparte, así que ya aparecerá la crónica de su interpretación por aquí cualquier día de estos.
Ya es de noche cuando salimos, conmovidos, de ver a la actriz catalana. La manifestación ya se ha disuelto. Sin embargo, ahora, las calles continúan llenas de gentes. Gentes de todo tipo y edad. Pensamos en lo diferente que es el tema político vasco visto desde fuera que desde aquí mismo. La manifestación, como toda manifestación respetuosa, cívica y multitudinaria, imponía respeto, como lo hace siempre la opinión de un gran grupo de gente que quiere ser escuchada. Las calles están muy iluminadas. Las luces consiguen otorgarle una extraña belleza al Guggenheim, a lo lejos. Seguimos hablando de esto y de lo otro, rodeados de mucha gente, tomando unos vinos, mientras, en el cielo, una luna completamente redonda vigila. No hay niebla que pueda con ella. La vida palpita en estas calles, sí. Y nosotros, esta noche de febrero, nos sentimos parte de ese latido.

viernes, 18 de febrero de 2011

Cine español

Decir que todo el cine español es malo es un tópico absurdo que, por desgracia, estamos acostumbrados a escuchar mucho más a menudo de lo debido. Ahora, con la gala de los Goya aún reciente, algunos vuelven a la carga, con la sátira y la ironía bien afiladas. En el cine español, como en cualquier otra cinematografía, hay películas buenas, malas y regulares. Qué peligrosas son siempre las generalizaciones. Y qué estúpidas. Hablar por hablar, en muchos casos. Algunos de mis mejores recuerdos cinematográficos están asociados al cine español. Desde "Matador", la primera película de Almodóvar que vi en una pantalla grande, con aquella poderosa estética y fuerza visual, o "Mujeres al borde de un ataque de nervios", esa comedia absolutamente perfecta, heredera del cine americano de los 50, hasta las películas de Mario Camus (y no sólo hablo de "La colmena" o "Los santos inocentes", indiscutibles obras maestras, sino de esas otras películas que pasaron casi de puntillas por las salas y que tienen mucho cine de verdad dentro), Vicente Aranda, Fernán-Gómez, Julio Medem, Trueba, Berlanga, Díaz-Yanes o Pilar Miró, por citar sólo algunos destacados ejemplos. Muchas tardes de juventud, buscando historias en salas de cine hoy ya desaparecidas. Historias conmovedoras, tiernas, crueles, divertidas, esperpénticas... Gran variedad de argumentos, pese a los tópicos sobre el cine español y la posguerra, por ejemplo. Más que tópico, topicazo. ¿Por qué no se puede hacer una película -otra más, sí- sobre la guerra civil? Cada director aportará su visión del tema, su personal punto de vista. (Aún no he visto "Pan negro". Por aquí pasó veloz, apenas una semana, y no se ha reestrenado). Y actores y actrices de primerísimo orden. Hay alguna gente que le ponen delante a Robert de Niro (por citar al tún tún) y dice: mira qué pedazo de actor, y no se da cuenta de que aquí, José Sacristán (por continuar citando al tún tún) es todavía mejor actor que el americano. Por no mencionar a las actrices. Si los americanos tuviesen a Terele Pávez, un suponer, no habría estado en el que no hubiese un teatro con su nombre en letras mayúsculas. Hay un cierto desprecio por todo lo que rodea al cine español. Un desprecio que cae muchas veces en lo grosero, en lo vulgar, como ocurre ahora con las descalificaciones a la ministra de cultura, González-Sinde (estimable directora de cine, por cierto). Aunque haya opiniones que se descalifican por sí mismas, sigue resultando muy ofensivo escucharlas. Y eliminar todo ese desprecio va a ser tarea -ardua tarea- de años, me temo.

martes, 15 de febrero de 2011

Insultos

Odio los insultos. Y más aún los que tratan de denigrar al contrario por su condición sexual, de género o de raza. El ser humano está capacitado para defender las posturas en las que cree sin necesidad de caer en estos rastreros campos, obviando reminiscencias del pasado, que es de donde proceden todas estas cosas. El chiste del negro, el del mariquita y el de la mujer referido siempre y de la manera más vulgar a su sexo: ya está bien. Ya está bien. La ley Sinde, sin ir más lejos. Puedes estar a favor o en contra, apoyarla o manifestarte de modo contrario, cada cual es muy libre. Lo que no se puede hacer, bajo ningún concepto, es denigrar a la ministra que la creó, como se está haciendo estos días de la manera más zafia y despiadada, atacándola en todo aquello referido a su sexo. Tampoco se puede acribillar a otra ministra, como también se está haciendo últimamente, por su físico. Te puede gustar o no gustar la política que hace Leire Pajín, que es para lo que le pagan, se puede criticarla por esa manera de hacer política, pero estar constantemente defenestrándola por su físico, como llevan meses haciendo en este país, me parece decididamente repugnante e intolerable. Y más aún cuando quien lo hace -televisiones, radios, políticos, etc- tiene una responsabilidad con los ciudadanos. ¿Por qué algunos se olvidan de esa responsabilidad? La permisividad, en este sentido, debe tener un límite. Y marcar ese límite no es reaccionario ni antiguo, es de sentido común. Otro tanto ocurre con el tema de la homosexualidad. Ahí están las declaraciones en esa televisión de extrema derecha sobre Carla Antonelli. Llamar Carlos a una mujer que se llama Carla, aunque haya nacido con otro sexo, es un insulto, sí. Un insulto a su persona, a sus durísimos años de lucha por sus derechos como ciudadana y a los de todos los que tenemos un mínimo de sentido común y sensibilidad. Por no hablar de cuando del modo más cuartelario llamaron maricona vieja (siempre, desde esa cadena, con lo mismo, ¡qué obsesión!) a Antonio Gala, o de ese tipo que acaba de escribir en esa misma casa que le han dado el Goya a Agustí Villaronga por ser homosexual. No sé si Agustí es homosexual o no, ni me importa en este momento. Lo que no se puede tolerar es esta demagogia tan barata, grosera y dañina. Quien escribe en un medio o habla en otro debe tener una responsabilidad, reflexionar antes de plasmar su opinión en un espacio en blanco o de abrir la boca. La responsabilidad que debemos de tener todos en un sistema democrático.
Y lo de tirar huevos con el rostro tapado, como todas estas otras acciones de las que estoy hablando, me retrotrae a la triste década de los 70 de este país cuando a todos los diferentes, aunque fuésemos unos niños, nos tiraban piedras por ese hecho, por ser diferentes, y por la mala educación recibida por quien -tan valientemente- ejecutaba la acción. Que esa mala educación no se instale aquí definitivamente. Es lo que todos deberíamos pedir.

sábado, 12 de febrero de 2011

Vidas cruzadas

Sentada en una silla de playa sin respaldo, cubriéndose sus gruesas piernas con una desgastada manta de cuadros rojos y negros, la mujer, que no es ciega pero casi, vende cupones de la ONCE. Dos travestis mulatas se bajan de un taxi y, entre sonoras y profundas carcajadas, antes de entrar en el ambulatorio, le compran a la mujer una tira completa de esos cupones para el próximo domingo. Grupos de jubilados ociosos que ensalzan los peligrosos e irresponsables discursos de esa cadena de televisión de extrema derecha cuya máxima afición consiste en descalificar de la manera más ofensiva al que no piensa de la misma manera que la suya. Niños corriendo hacia el autobús, arrastrando sus pesadas mochilas, recogiendo de las manos de sus padres un bocadillo envuelto en papel Albal, un bollo dulce, un petisui de fresa, una manzana. En los mercadillos de El Fontán, aún sin amanecer, unas cuantas mujeres con profundas arrugas en sus ojos y expresiones de sueño y cansancio sacan de las bolsas la mercancía que traen de sus huertas: patatas, cebollas, ajos, tomates, manzanas, lechugas... Otras mujeres, entre charlas en voz muy alta, colocan sus puestos de flores. Una familia gitana muestra sus productos: él, toda una hilera de cacharros de todo tipo -relojes, pilas, planchas antiguas, muñecas sin un brazo o una pierna, utensilios para la cocina o la labranza...-; ella, pijamas y ropa interior femenina. Es la misma gitana, con idéntico moño alto pero mucho más envejecida, que lleva años gritando aquello de "braga-calidad" a toda mujer, no importa la edad, que pasa por su puesto. Corrillos de funcionarios fumando a la puerta de sus trabajos. Un chapero merodea por los alrededores, a la caza de alguna debilidad urgente. En el café, algunos hombres a mi lado, desayunando vinazo en vaso de sidra y pinchos de calamares, protestando por la ley anti-tabaco, protestando por cualquier cosa. Isabel Gemio, en la radio, empieza su programa con esta frase: "La verdad es revolucionaria". Desde un periódico, Marianne Faithfull, hablando de su nuevo disco, dice: "He estado asustada, pero ya no tengo miedo. La vida continúa y yo sigo a flote". El joven (¿joven aún?), ahora en paro, que camina por las calles y que atrapa en su cuaderno todas estas vidas. La verdad es revolucionaria. La vida continúa y yo sigo a flote.

La fotografía

Me gustaría por un instante volver atrás y recuperar el tiempo de esa fotografía, pero no por ti y por mí, que somos los mismos, ampliamente mejorados, si cabe: en afectos, amor y complicidad. (Me doy cuenta, mientras escribo, de que ya estamos, según la publicidad y los grandes centros comerciales, en el día de los enamorados -¡hasta google me lo recuerda con un gran corazón dibujado entre sus letras!- pero ya sabes que para mí ese día deben de ser todos los días). Me gustaría recuperarlo, entre otras cosas, por el trabajo que tenía entonces, en aquella pequeña librería, por el contacto con la gente: ese contacto que echo tanto de menos ahora, cada día. Nuestros mejores amigos nos la hicieron con una vieja polaroid que habían sacado de no sé dónde. Era el principio de todo y estar allí, en su casa, era como estar en una especie de refugio. Estar allí, en su casa, siempre fue un buen refugio. La fotografía ahora está ahí, encima de una estantería atiborrada de libros, de muchos libros, algunos de mis preferidos. Una vela, muchas veces encendida, como encendida está esta noche, la alumbra. La luz se tambalea, parpadea en la oscuridad, busca su reflejo en el techo, en los cristales de las ventanas, de un lado y de otro. Ese fuego que flota, que flota... La fotografía refleja muchas cosas, que afortunadamente aún perviven. También refleja, o más bien acusa, el paso del tiempo, casi cuatro años. El tiempo, el transcurso del tiempo, siempre tan veloz, tan clarificador. Ese tiempo que pasa tan rápido como los trenes cuando los observamos muy alejados de las vías, esos puntos negros que están y ya no están, ¿hacia dónde se dirigirán?, parecidos trenes detrás de los que se escondía Sally Bowles para gritar bien alto y desahogarse del mundo: de aquella oportunidad que no le llegaba, de aquel amor que se volvía a esfumar. ¡Cuántas cosas cambian en ese tramo de tiempo! A veces el paso del tiempo acarrea un importante cansancio, de un modo u otro, me temo que es inevitable. La fotografía -lo que representa- puede con todo, con casi todo. Atrás han quedado muchas cosas ya. La veo, como te veo a ti, cargado de vida, sin rastro de rencores, bailando esta noche, la noche que vino después de un día terrible, y me reconcilio de nuevo con todo, con casi todo, porque hay ciertas cosas con las que es imposible reconciliarse, así que pasen cinco o cincuenta años. Eso te lo digo yo.

jueves, 10 de febrero de 2011

Cher

Hay mujeres sencillamente geniales, que son un género en sí mismas. Cher es una de ellas (Liza Minnelli y Sara Montiel, cada una en su estilo y modo, pueden ser otros dos buenos ejemplos). Acabo de verla en "Burlesque", una nimiedad entretenida, típica película para la tarde televisiva de los domingos resacosos, para muy fans de Cristina Aguilera (no lo soy). Un cabaret edulcorado, que sólo recupera -un poco- su verdadera esencia cuando ella, Cher, en todo su rotundo y glorioso esplendor, aparece. Fustigada a golpe de bisturí (buen bisturí), Cher cumple de la a a la z aquella máxima de Fangoria: Más siempre es más. En sus excesos, múltiples excesos, está buena parte de sus virtudes, que también son muchas. Cuando, el año pasado, estuvimos en Las Vegas actuaba en el teatro de uno de los hoteles, 300 dólares la entrada. (Cher es perfecta para Las Vegas, como Liza lo es para Broadway y Sara para el cuplé sensual y arrastrado). A las puertas de la sala, en unas vitrinas espectaculares, exhibía sus vestidos más famosos. El que se puso para recibir su (merecido) Oscar por la deliciosa "Hechizo de luna", y también el (feo y estrambótico) que utilizó, enfadada, cuando en la gala de los Oscar de años atrás no la nominaron por "Mask", otra de sus grandes interpretaciones, acaso la mejor. Lo que más nos llamó la atención fue la miniatura de aquellos vestidos. Ella, que, pese a lucir delgada, da un aspecto de mujerona total, casi de poderoso travesti a veces, podía entrar en aquellos vestidos mínimos, escuetos, casi confeccionados para una muñeca diminuta. Una de esas muñecas que, por cierto, reproducen su propia imagen. Contrastes de diva, ya se sabe.
Cher tiene un momentazo en "Burlesque" (película que, quizá, podría haber sido otra cosa en otras manos, con otra protagonista que no fuera Aguilera) cantando e invitando a todos a ese gran cabaret, Burlesque, donde Cristina Aguilera (nunca pasará a la historia: ni de la música ni de la interpretación) empacha con tanto baile mil veces visto y tanta canción pastelera. Ahí aparece lo mejor de Cher, de la gran Cher, que sin duda es demostrar que ella, aunque sea en un personaje secundario, sí es un mito de los de verdad.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Ángela Molina

La veo en una revista, mientras tomo un café después de hora y media de caminata (el café, ya prohibido por el médico, ay, la pequeña recompensa, qué demonios, aunque sea descafeinado). Una boina de color gris no oculta ese pedazo de pelo canoso, un poco a la manera de Susan Sontag pero en otro estilo, otra onda, el resto de la melena negra, enredada hoy por la humedad de ese mar bravo que tiene a sus espaldas, ráfagas de viento que mueven los cabellos negros y blancos, las ropas informales, las hojas de los árboles, el olor de la tierra, las raíces de los montes, las instantáneas que la cámara logra atrapar. Tampoco oculta la boina las arrugas, esos surcos profundos que atraviesan su rostro, bellísimo rostro, como siempre, ya desde adolescente, desde que Buñuel la convirtió en mito, mito de los auténticos, que le dan una personalidad y una honradez que para sí quisieran muchas. Como la gran Geraldine Chaplin, dice que no piensa operarse. Después de haber dado vida a cientos de madres, cree que el cine español, como también lo cree Geraldine, entre otras muchas cosas, necesita abuelas. Muchas abuelas, con vida propia, con luz propia, con sexualidad propia, con años a sus espaldas y esperanzas e ilusiones a lo lejos. Con historias que contar para que los demás las escuchemos. Ángela Molina está ahí, cerca de los 60 años, exhibiendo con orgullo el camino que ha recorrido hasta aquí. Largo recorrido, sí. Y todo el esfuerzo que lleva consigo ese viaje. Muchas películas, muchos directores, mucho trabajo. Sus admiradores se lo agradecemos. Como le agradecemos que apueste también, como hacen las grandes de verdad (me vienen a la cabeza Catherine Deneuve, Carmen Maura...), por los nuevos talentos. Ahí está su último trabajo. Estremecedora interpretación. Siento decirlo, pero no hay relevo para estas mujeres. Es triste. Es así. Qué le vamos a hacer. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. Siempre nos quedará aquel primer deslumbramiento, en la revista Fotogramas o en sus primeras películas, todos los demás posteriores. Y este deslumbramiento de ahora mismo, al verla en una revista, una mañana cualquiera, tomando un café prohibido, maldita sea, aunque sea descafeinado, como quien ve a una mujer de otra época, no sé de qué dorada época, quizá una de esas que, como tantas otras cosas, ya se va quedando atrás, muy atrás. Pero siempre nos quedará la memoria, ¿verdad? Hasta que deje de hacerlo.

martes, 8 de febrero de 2011

Los ojos de Francesca

Francesca es -como saben bien todos mis lectores- una gata de raza persa, con mucho pelo de color canela claro, ojos marrones, grandes y expresivos, y un carácter extremadamente dócil, cariñoso, zalamero. Una gata-perro, como dice mi amigo, el poeta José Luis Piquero, que también tuvo una, Lana, de similar carácter. Cuando era pequeña, Francesca venía detrás de nosotros a todas horas, enredándose en nuestras piernas, reclamando mimos y atenciones constantes. El año pasado, cuando nos fuimos dos semanas de viaje a Estados Unidos, se pasó tres días a la puerta del apartamento, sin comer ni beber, esperando que fuésemos nosotros los que entrásemos de un momento a otro. Ahora que ya es un poco más mayor (en mayo cumplirá dos años), sigue siendo muy cariñosa, pero, como ya se acostumbró a pasar muchas horas al días sola, anda más a su aire. Le gusta que estemos en casa, trajinar por aquí y por allá, oír nuestras voces, las de la radio o la televisión, sentirse acompañada. Sabe, en todo momento, por nuestros movimientos, lo que vamos a hacer, el estado de ánimo en el que nos encontramos, si vamos a cenar en casa o fuera, si vamos a recibir invitados o no: hasta ahí puede llegar su intuición, por exagerado que parezca. Reclama su ración de caricias diaria, sobre todo por las mañanas, cuando yo me levanto y me siento, con la taza de café caliente en la mano, frente al ordenador. Entonces, con paso lento y cara soñolienta, se acerca a la mesa, pone sus patas delanteras sobre mi pierna derecha, y empieza a maullar. La pongo sobre mi regazo, la acaricio, echa una rápida ojeada a lo que estoy escribiendo, y se va, se tumba en el sillón orejero, vigilando cada uno de mis movimientos. A veces, cuando me vuelvo y la observo, parece querer decir algo así como no te levantes hasta que termines el artículo o esa página del relato que estás escribiendo. Luego, ya jugaremos. Y después, cuando termino de escribir, jugamos. Le gusta correr de un lado a otro de la casa, y cuando dejo de hacerlo, es ella la que viene detrás de mí, me coge la pierna con sus dos patitas delanteras, como queriendo que el juego no acabe nunca. El juego termina cuando entro en la ducha y ella se queda justo delante, contemplando cómo las cortinas se mueven de un lado a otro, cómo mi cuerpo se mueve detrás de ellas, esperando que salga. Ya no le gusta, como antes, cuando era muy pequeña, meterse en el plato mojado de la ducha, chupar algunas gotas de agua, poner cara de susto al comprobar que esas gotas de agua estaban calientes. Antes, ya digo, era una de sus travesuras preferidas. Le fascinaba dejar sus huellas diminutas sobre la madera del suelo. Se volvía y las miraba, extrañada.
Estos días, desde que no trabajo y paso más horas en casa, Francesca nota algo raro. Iñigo se va, como siempre, puntual a sus horarios, y yo me quedo. ¿Qué pasa? Hay días en los que no pasa nada, absolutamente nada, sólo la dulce rutina, la tranquila monotonía, las horas que transcurren, sin embargo, hay otros en los que el peso forzosamente impuesto de no tener trabajo se vuelve excesivo, y ella se da cuenta enseguida. Abandona, entonces, cualquiera de sus actividades (dormitar o mirar a través de la ventana son dos de sus favoritas) y se pone a mi lado. Muchos días, si me tumbo desganado en el sofá o en la cama, libre de horarios, ella viene, se tumba a mi lado, con los ojos tristes, reflejo inequívoco de los míos, y así, silenciosos los dos, dejamos pasar las horas, sin pena ni gloria. No son ésos momentos para la lectura, la escritura, ni para la música, la radio, las tareas de la casa o cualquier conversación telefónica. Son momentos para el silencio. Francesca, como una amiga fiel, la más fiel, mucho más fiel que algunas de esas amistades tan atareadas que no comprenden el verdadero alcance del tormento en que puede llegar a convertirse el paro no deseado, me lame de cuando en cuando la mano, se da una vuelta por la cama o el sofá, y vuelve a instalarse aún más cerca de mi cuerpo, como un ovillo suave y peludo que desprendiese calor. Esa complicidad es la que veo en sus ojos, sí. Y de la que trato de hablar hoy aquí.

lunes, 7 de febrero de 2011

El cielo de Madrid

El cielo de Madrid, cuando el buen tiempo asoma, es de una belleza difícil de superar. Pienso en él, en ese cielo, ya de regreso a Asturias, paseando por Gijón, donde el cielo, estos días, también luce espléndido. Frío, pese al trémulo sol y a ese espejismo de fugaz primavera que acabamos de tener, pero muy luminoso. (Qué ganas tenemos de despojarnos de abrigos, chaquetas, bufandas, gorras, guantes y botas, y dejar que el sol acaricie nuestra piel y estos huesos cansados ya de tanta niebla y humedad). Madrid es una ciudad en la que siempre hay cosas que hacer, que ver, que descubrir. Y muchas otras, muchas, a las que volver: museos, teatros, librerías (esa larguísima hilera de casetas con libros de segunda mano que se instala de vez en cuando en el paseo de Recoletos, no tiene precio para los amantes de los hallazgos literarios, para los que no nos cansamos de buscar y rebuscar), parques, cafés, rincones realmente únicos u otros quizá no tan espectaculares pero repletos de significados personales, esa magnífica tortilla de patatas para desayunar en el bar más cutre del mundo o ese primer gin-tonic en el mítico Chicote... La oferta es amplia y muy variada. Lo más chic y lo más castizo conviven en perfecta armonía. Aquí y allí. Son contrastes naturales, nada forzados o edulcorados. Creo que ahora, inmersos en esta terrible crisis que estamos padeciendo como una de esas pesadas gripes que duran semanas y que no terminan de irse pese a los mil potingues que tomemos, las diferencias entre una pequeña ciudad de provincias como la mía (Oviedo) y la capital se hacen aún más evidentes. Así me ha parecido estos días en los que hemos podido disfrutar de nuevo de Madrid. El motivo, como ya escribí en estas páginas, era ver a Natalia Dicenta dando vida a Judy Garland. Antológica interpretación y una obra muy recomendable, como también escribí por aquí. Pero eso, la obra de teatro, que era la disculpa para viajar a Madrid (y nuestro regalo de Reyes), trajo muchas más cosas: visitas a (casi) todos esos lugares que mencioné antes y algunos descubrimientos más. Dos días bien aprovechados, sin apenas horas para el sueño. Siempre quedan muchas cosas por hacer, amigos con los que quedar, exposiciones que visitar, más obras de teatro pendientes, pero ésos, decidimos ya en el coche, dejando atrás Madrid y su poderoso cielo, serán los primeros propósitos para la siguiente visita. Ya estamos contando las horas como las contábamos cuando éramos niños la mágica noche del cinco de enero.

jueves, 3 de febrero de 2011

Hombres

El hombre -mes arriba, mes abajo- tendría unos cincuenta años. Alto, fornido, bien parecido, muy masculino. Estaba en una esquina de la sala de lectura de la biblioteca pública, hojeando las revistas del corazón. No lo hacía con la misma soltura con la que hubiese estado leyendo los periódicos, por ejemplo, sino intentando que nadie lo viese, bajando un poco la cabeza, cubriéndose con el grueso anorak, calándose la gorra bastante más de lo necesario. Cogí un ejemplar y me puse cerca de él para observarle. Una afligida Bárbara Rey, desde mi revista, acudía al funeral de una ex cuñada, pero eso no era lo que me interesaba. Lo que me interesaba era contemplar cómo aquel hombre disfrutaba de todos aquellos cotilleos (su cara así lo reflejaba) y el pudor que parecía sentir al hacerlo cuando levantaba la vista de los papeles. Algo así como que aquello, leer ese tipo de revistas, no era cosa de hombres. Al menos de un hombre como él. Eso parecía pensar. Estaba claro. Así estamos aún.
Esta anécdota me hizo recordar la de otro hombre, similar en físico y edad a ese que leía la otra mañana las revistas del corazón. Éramos amigos. Al menos, yo así lo pensaba. Tenía un puesto importante en una empresa de renombre. Venía todas las mañanas a la librería en la que yo entonces trabajaba. Hablábamos de esto y de lo otro, de todos los temas que van surgiendo cuando uno empieza a hablar de literatura, que son casi todos. Así pasaron varios años. Meses atrás, semanas antes de casarme, le llamé y le invité a mi boda. Me apetecía que estuviese allí. Estarían personas a las que me unían sentimientos y buenos momentos compartidos. Pareció alegrarse de la invitación, como si ya se la esperase. Dos días más tarde, aparece por esa otra librería que acaba de cerrar para decirme que no podía ir a esa boda. Homofobia pura y dura, claro. Gente que vive más pendiente del qué dirán que de los verdaderos sentimientos de afecto que pueden unirte con otra persona. Y esta gente es aún más peligrosa que la que no oculta su intolerancia. Las puñaladas de los intransigentes ya te las esperas. Las de de estos otros, no. Así estamos aún, sí. Pagando las consecuencias de aquellos cuarenta años de dictadura. Y con el señor Rajoy, a la vuelta de la esquina, recurriendo la ley del matrimonio gay. Qué país.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El mantel de cuadros

El mantel es de cuadros rojos y blancos, de hule antiguo, como los que había antes en las casas de los abuelos. Las abuelas, después de las comidas, recogían las migas de pan, pasaban una bayeta húmeda por encima y listo hasta la hora de la cena. A veces, entre una comida y la siguiente, mientras las mujeres trajinaban por la cocina, hacíamos allí los deberes que nos habían mandado para el fin de semana. Qué prácticas eran nuestras abuelas. Ahora, como un homenaje a aquellas mujeres y a aquellas casas de antes, mi amigo tiene uno en su casa. Le costó encontrarlo: casi todo el mercado está acaparado por los productos chinos, que, en cuestiones de calidad de manteles de hule, como así se encargó de recordarle la dependienta de la tienda donde lo compró, nada tienen que ver. Cubre su nueva mesa de comedor. Ayer lo estrenamos. Con tortilla de patatas, jamón, queso, chorizo, empanada de carne y abundante vino, que es uno de los menús que ese tipo de mantel pide. (El otro menú sería un buen cocido, que ya tomaremos uno de estos fríos domingos de invierno: me comprometí a prepararlo: con tanto tiempo libre como tengo ahora, junto a leer, escribir y pasear, cocinar es lo que más me entretiene). Cuando, siendo aún muy jóvenes, ninguno de nosotros teníamos casa, ni trabajo, ni apenas dinero, él, mi amigo, ya tenía esa casa. Un día, entre bebidas, decidimos bautizarla como El Refu, en homenaje a Carmen Martín Gaite y su novela "Nubosidad variable", una de las mejores que escribió y con la que más éxito de público cosechó hace ya casi veinte años. En ella, los hijos de una de las dos protagonistas, así llamaban a aquella casa donde tantas risas habían echado y tantos buenos momentos habían compartido. El Refu. A mi amigo, un día le da por los manteles japoneses, todo minimalismo y aires zen, negro y blanco como únicos elementos posibles, y otro, por evocar los aires del pasado. Ahora, en estos tiempos de crisis, estamos en esta onda. Recuperamos las tradiciones de las abuelas. El mantel de hule antiguo, de cuadros rojos y blancos. Qué risas, pese a todo, y qué resaca hoy, todo hay que decirlo. Qué aventuras le esperan al pobre mantel. No sabe bien en qué mesa fue a caer.