sábado, 31 de mayo de 2014

Una maleta, un viaje

A veces, aunque sea por unos pocos días, es necesario renovar los aires y los paisajes. Cerrar los ojos y abrirlos en otra parte. Lugares lejanos donde fuiste feliz, paraísos de la infancia y adolescencia, el mismo mar de todos aquellos veranos. Cambiar el Cantábrico por el Mediterráneo. Coger el coche y recorrer todos esos kilómetros, de una punta a otra del país. La aventura que siempre supone viajar. Una aventura única, extraordinaria. La idea del viaje es tan excitante como si fueras a recorrer el mundo en los próximos seis meses. Eso me dice que, a pesar de muchas cosas, todo va bien. La emoción, tan necesaria en estos tiempos, sigue intacta. Estoy vivo. A pesar de los desengaños y de todas esas puertas que se cierran con descaro delante de mis narices cuando voy a solicitar un trabajo, estoy vivo. Mi espíritu continúa tan inquieto como siempre. Organizar las cosas, meter en la maleta lo necesario, no olvidar ninguno de los libros que quiero llevar. "Todo lo que hay", de James Salter. "Física familiar", de Jon Bilbao. Y "La oscuridad", de Ignacio Ferrando. Esos son los títulos que ya están ahí, al lado de la maleta, preparados para el viaje. Seguro que, a última hora, meteré un par de libros más. Ya puedo decir que la novela de Ferrando es muy recomendable. Llevo leídas más de ciento cincuenta páginas, y la narración, excelente, te atrapa y no te da tregua. Necesitas saber qué va a pasar. Si todo es real o es un sueño. ¿Quién es esa mujer? Y no digo más, porque es una de esas novelas de las que -como ocurre con las mejores narraciones policíacas- no conviene decir mucho. De las que conviene leer. Por eso, insisto: hay que leerla. Urgentemente.
A pesar de seguir sin un trabajo estable (¡qué cansancio!), no he parado de hacer cosas en los últimos meses. Escribir puntualmente en este espacio, terminar y corregir la novela que se publicará este otoño, escribir algunos poemas y cuentos, publicar en la revista Clarín algunas reseñas literarias. Organizar mi vida en torno a la escritura. Eso es lo que he hecho desde que cerró la librería en la que trabajaba. Para no volverme loco o alcohólico. O ambas cosas. Sé que, en este punto, no habrá vacaciones. Aunque me relaje, el cuaderno siempre va en mi bolsa, esperando algún apunte. En cualquier momento, en el más inesperado, sé que surgirá una frase que dará comienzo a algo. El tiempo, después, me dirá para qué servirán esas palabras. Un cuento, un poema, uno de estos textos... El comienzo de otra novela. El comienzo de algo nuevo. Ya se verá.
Ahora es momento de cerrar la maleta, ordenar las músicas que vamos a ir escuchando en el coche, pensar en el mar, dejarse llevar, escapar. La vida, a su lado, le da sentido a todo. Sobre todo, a la mía.  

viernes, 30 de mayo de 2014

Fotografiando la realidad

Es una de las mejores fotógrafas del mundo. Siempre trabaja en lugares en conflicto. Matanzas entre pueblos africanos, niños que miran a su alrededor sin comprender nada, mujeres que visten a otras mujeres con explosivos -como si las vistiesen para una boda u otra ceremonia similar- para hacer estallar sus cuerpos en nombre de no sé qué religión. Barbarie. Atrocidades. Guerras permanentes, interminables. Todo eso que está ahí, a un paso de nuestros confortables hogares, y los que deben poner fin a ello no saben o no quieren hacerlo. Nada nuevo, por otro lado. La fotógrafa es Juliette Binoche. La película, "A thousand times goodnight". Ella, Juliette, aporta su mirada (esa mirada profunda que, desde el principio de su carrera, dice más que un montón de palabras), su sabiduría, su belleza sin operaciones. El conflicto de su personaje, más allá de todas esas escenas que fotografía, está en el interior de sí misma. Su familia -su marido, sus dos hijas- quiere que abandone el trabajo en esos lugares tan peligrosos. Ella misma, cuando la atrocidad traspasa ya unos límites insospechados, se derrumba. La cámara se detiene. Hay determinadas cosas que resultan insoportables de fotografiar. Puede que ahí finalice el conflicto, el suyo propio. Y dé comienzo otra vida para ella. Puede ser. Queda la incógnita.
Pienso un rato en la película, en el conflicto que sufre el personaje de Juliette, en las contradicciones del ser humano. Y luego pienso en un relato que acabo de leer estos días. La mujer que fotografía -Juliette- me lleva a él. Se titula "Ciudá" y está incluido en el último libro de Pablo Antón Marín Estrada, "Un palacio enllenu ortigues" (Suburbia Ediciones). El narrador llega a una ciudad, deja sus cosas en el hotel y se sienta en una terraza para tomar una copa de vino. De repente, aparece una mujer mayor y comienza a hacerle fotografías con la cámara que lleva colgada al cuello. Muchas fotografías. Dice estar preparando su proyecto más personal. El narrador se deja fotografiar. Dos extraños en una ciudad extraña. No pasa nada y pasa todo. Un hombre solo tomando una copa de vino, una mujer vieja que prepara un proyecto. Todo la vida puede estar ahí -está ahí, sin duda-, sin que aparentemente pase nada. El reflejo de la soledad, de los sueños por conseguir, el nihilismo... No en vano, dice el narrador: "venimos de la nada, somos nada y después de nós nun hai nada". Es sólo un ejemplo. Un ejemplo de los muchos que nos podemos encontrar en este magnífico libro de relatos. Personajes que el narrador encuentra en sus viajes, como es este caso o el demoledor relato que da título al libro. Fantasmas de carne y hueso, sueños por alcanzar (que no se alcanzarán ya, me temo), paraísos perdidos, palacios llenos de ortigas (vuelvo al título: tan poético, tan descriptivo). Y la mirada del narrador. Ese narrador que observa la vida, que atrapa el detalle (uno de los muchos logros de este libro: de toda la obra de su autor, en realidad), que es consciente de ese nihilismo que antes mencionaba. Que se refugia en esas historias, que nos las brinda con una caricia y un latigazo. Los mismos que impone la vida. Aunque a veces no seamos muy conscientes o hayamos perdido la perspectiva. O se nos haya olvidado momentáneamente.
Historias que contienen un puñado de vidas que no conviene perderse. Y donde nada pasa, nada, excepto eso, la vida, como dejó escrito Marguerite Duras en uno de sus últimos textos.

miércoles, 28 de mayo de 2014

La infancia habitada

La adivina insistió en ver nuestro futuro. Escépticos, dada la amistad que nos unía, la dejamos hacer. A mí me entró la risa. La misma que me entraba en el colegio cuando el profesor estaba explicando la lección y yo me acordaba de alguna tontería. O cuando mi amigo B., sentado a mi lado, con aquel vozarrón que ya tenía a los quince años, se cagaba en Dios en las clases de religión. Cosas de adolescentes. Aún hoy, tan alejada ya la adolescencia, no puedo evitar esa risa en las situaciones más comprometidas. Me pasó el otro día, en el ascensor, subiendo con una vecina. No me entró la risa por nada concreto. O sí, por algo concreto, pero voy a ser discreto y no lo voy a contar aquí. Me entró la risa en uno de esos momentos en los que sabes que no te debes reír, y punto. A veces, cuando me ocurre eso, aunque no se pasa bien, pienso que no todo está perdido. Enseguida se evaporó la risa, delante de la adivina. Cuando nombró la traición que íbamos a sufrir por parte de un buen amigo, el mejor desde los tiempos de la infancia. Se esfumó la risa de inmediato, sí, porque la traición ya la habíamos sufrido y ella, ajena por completo a nuestra amistad, no disponía de datos para saberlo. Nos miramos y sentimos un escalofrío por la espalda. El mismo que sientes cuando alguien descubre un secreto importante que das por supuesto que nadie conoce. La dejamos seguir hablando. (Las cosas que le dijo a Íñigo, todas ellas creíbles, tampoco las voy a contar aquí). Me dijo que, aparte de mi madre, había una mujer muy importante en mi vida. Una mujer a la que recordaba cada día y que ya no estaba con nosotros, la abuela: la madre de mi madre. Que ella me protegía, nos protegía. Hoy se cumplen veinticinco años de su muerte. Un 28 de mayo tan lluvioso como éste, tan triste, tan invernal. El tiempo ha pasado muy rápidamente. A veces pienso: ¿Dónde están todos estos años? Han pasado a toda velocidad. Pero una cosa es cierta: nunca he dejado de pensar en ella, en la abuela Virginia. Ni un solo día. Sé que ya lo he escrito en más ocasiones, pero no importa. Quizá ahora, pasados ya los cuarenta, lo hago con más insistencia: pensar y escribir sobre ella. No es algo premeditado. Todo lo contrario: surge de un modo natural, espontáneo. El vértigo (vértigo por muchas cosas), traspasados los cuarenta, se agudiza. El vértigo o el miedo, qué importa el nombre. Y pensar en ella, en la abuela, es una manera -creo- de no olvidar los años de la infancia: todo aquel tiempo en el que el significado del vértigo ni siquiera existía. Los miedos actuales, todos ellos, eran algo completamente ajeno a nosotros. Pensar en ella es la única manera que conozco de detener el tiempo. O de imaginar que soy capaz de detenerlo, aunque sea algo momentáneo. Pensar en ella, veinticinco años después de su muerte, imaginar todo lo que le contaría si estuviese aquí. Imaginar su risa y sus silencios. En fin, todo eso. Una manera de que los quebraderos de cabeza y las decepciones no terminen por volverte loco. Una forma de protegerte contra todo lo malo que está por venir y por todo lo malo que ya está aquí. Habitar en la infancia, durante un rato. Eso que tan bien han hecho y narrado tantos escritores a los que admiro. De Truman Capote a Ana María Matute. Habitar en la infancia. Es lo que quiero hacer hoy. Recuperar aquellas sensaciones, cerrar los ojos, olvidarme de todo este tinglado.
La adivina quería seguir hablando. Con educación, se lo impedimos. Salimos de aquella casa con el mismo cansancio que si hubiésemos estado haciendo un importante ejercicio físico. Las piernas doloridas, los músculos agotados, la cabeza un poco ida. Demasiado batiburrillo de sensaciones. El mundo exterior, al salir el portal, nos pareció algo inmenso, inabarcable. Caminamos en silencio hasta llegar a casa. Decididamente, el mundo exterior era la otra cara de aquel juego. El juego de Truman Capote y Ana María Matute, entre tantos otros, magistralmente plasmado en sus escritos. Ese retorno a la infancia. Paraíso nunca lo suficientemente habitado.

lunes, 26 de mayo de 2014

Una parte de la historia de Grace

En mi ya lejana adolescencia, aborrecía el fútbol (sigo haciéndolo) y sentía una gran fascinación por Grace Kelly y sus hijos. Lógico. Aquel glamour que los caracterizaba contrastaba con el panorama gris de aquellos años, con el infame colegio de curas en el que estudié, con los repetidores de curso que golpeaban a los diferentes. Todos en aquella familia eran guapos y tenían clase. Vivían en un mundo de aparente ensueño, acudían a fiestas, viajaban sin parar, esquiaban en idílicos parajes, bailaban en las discotecas de moda, hacían -aparentemente- lo que les daba la gana. Un mundo, ya digo, muy alejado de aquel ambiente cuartelario -el colegio- en el que pasaba la mayor parte del día. Grace Kelly, tan guapa y elegante, de actriz a princesa, fascinante travesía (o eso me parecía entonces, a mis once o doce años). Aunque nunca fue una gran actriz, su interpretación en "La ventana indiscreta" era estupenda. Mucho mejor que aquella otra por la que ganó el Óscar, arrebatándoselo a la impresionante Judy Garland de "Ha nacido una estrella", y que hoy ya casi nadie recuerda. Un clásico. Hitchcock casi siempre lo es. Luego, los hijos, los tres, rebeldes, guapísimos, cada uno en su estilo, que no tenían nada que ver con los hijos de otras casas reales. Todo era como de película, de aquellas películas que ella, Grace, había dejado atrás. Luego supimos que las apariencias, como siempre, engañan.  Y descubrimos que la trastienda era casi más interesante que la parte que destacaba, que salía en las primeras páginas de las revistas y los periódicos. Los amores, los desamores, las tragedias, la presunta adicción de Grace al alcohol, las visitas de sus amigos actores al palacio, las escapadas a París, los deseos (nunca cumplidos) de volver al cine, el cansancio acumulado, el trágico final... La leyenda. El mito. Las biografías prohibidas (que leía a escondidas en aquellos recreos).Todo eso.  
Todo eso, sí, hizo que fuese a ver "Grace de Mónaco", la película que acaba de estrenarse tras su paso por Cannes. Es una película convencional, plana, que no aporta nada. Ni siquiera las buenas interpretaciones de Nicole Kidman y Tim Roth consiguen salvar el desastre. Ni siquiera puede considerarse un telefilme de sobremesa (hoy tan denostados, pese a que el género -en sus comienzos- tiene algunas pequeñas joyas con intérpretes de primera fila: Bette Davis, Gena Rowlands, Katherine Hepburn...). Es una película aburrida, muy aburrida, y punto. No aporta nada. Se olvida en el mismo momento en el que abandonas la sala cinematográfica. Una pena. Creo que la vida de Grace Kelly, incluso algunas partes de ella si se toman de modo aislado (como aquí ocurre cuando Hitchcock le ofrece interpretar a la princesa el papel de "Marnie, la ladrona"), daría para mucho más. Hay material de sobra para hacer algo interesante. Y la entrega de Kidman y Roth es más que patente. Lo que hemos visto no merece más que el olvido. Un desperdicio. Puede que haya otra oportunidad y en otra ocasión las cosas sean diferentes. O puede que nos quedemos con aquella fascinación de entonces -la de los once o doce años, leyendo a escondidas aquellas biografías no autorizadas en los recreos, huyendo de la realidad- por unos personajes decididamente únicos.  

jueves, 22 de mayo de 2014

Bajo la sábana azul

Bajo la sábana azul con la que cubrieron mi rostro y parte de mi cuerpo, recorrí Ámsterdam en bicicleta, Manhattan a pie y París en una barquichuela. Lo hice rápidamente, como una película que pasase a gran velocidad por mi cabeza. Sí, más bien se trataba de una película que de un montón de antiguas fotografías agrupadas en torno a los viajes. Una película que pasaba a toda velocidad. En colores vivos para los dos primeros lugares, y en blanco y negro para el tercero. Siempre hacía buen tiempo, eso es seguro. Siempre era primavera allí, bajo la sábana de color azul que cubría mi rostro y parte de mi cuerpo. Y siempre estaba al lado de la misma persona. La enfermera sólo rasgó la sábana a la altura de mi nariz y mi boca. Nunca llegué a abrir los ojos. Todo el tiempo cerrados, sí, mientras duró la operación (dos horas largas). Mejor estar en aquellos lugares que sentir el foco de luz, tamizado por el azul de la sábana. Hacía mucho calor: lo notaba en la frente, en la espalda, en las mejillas, en las manos. A mis oídos, como un leve runrún, llegaban hilos de conversación. En ningún momento les hice demasiado caso. Palabras técnicas que se entrecruzaban en el aire y que no me interesaban lo más mínimo. A esas alturas, ya no estábamos en ninguna ciudad. Caminábamos desnudos por una playa. Se trataba de una playa del Mediterráneo: el mar en calma, el sol que sólo se desvanecía al hacer su aparición la noche. Atardeceres al pie de aquella playa enorme, prácticamente desierta, con una copa en la mano. Otra manera de inventar el paraíso, bajo la sábana azul con la que cubrieron mi rostro y parte de mi cuerpo, el agua del mar alcanzando los pies. No quería pensar en nada más. De hecho, no podía permitirme hacerlo. La anestesia sólo paralizaba parte de mi cuerpo. El resto, tratando de relajarse, permanecía inmóvil. Con todo aquello que danzaba por mi cabeza. Ningún problema a la vista. Ninguna contradicción. Si mi pensamiento derivaba hacia otros lugares, sabía que tendría serios problemas. No conviene perder la calma, abandonar aquella playa en la que, dentro de mi cabeza, tan confortablemente estábamos instalados. Un pensamiento en falso, y -¡zas!- todo se iría al garete. Sólo por un momento perdí la perspectiva y algo violento me devolvió a la realidad. Duró poco, es cierto. Enseguida recuperé la calma y regresé a la orilla de aquel mar. Las aguas templadas acariciando la piel, las pieles. Regresó el rumor del agua, el sabor de la copa, y desaparecieron los hilos de aquella conversación que no me interesaba en absoluto. Palabras técnicas que sólo servían para acelerar mi corazón, avivar la inquietud y el miedo. Ya está, ya ha pasado, pensé. Luego, quizá inesperadamente, se abrió una ventana -pude sentir, bajo la sábana azul que me cubría el rostro, ráfagas de un viento cálido, inequívocamente primaveral- y la vida era ligera de nuevo, la brisa flotaba y se deslizaba como la mejor medicina. Pero ya no sé si eso ocurrió en el interior de mi cabeza o en la realidad. Cuando me quitaron aquella sábana azul que cubría mi rostro y parte de mi cuerpo -continuaba haciendo mucho calor-, aún seguía sin saberlo. Porque, por un instante, no sentí nada. Y recuerdo que esa sensación llegó a reconfortarme.     

domingo, 18 de mayo de 2014

El hombre que no inventé

Durante más de veinte años,
te inventé.
Al principio,
como todos los juegos,
resultaba divertido.
Poco a poco,
fue dejando de serlo.

Ya no quería una idea,
el trazo de un dibujo o
el de un personaje.
Quería un hombre de carne y hueso
que caminase a mi lado:
buscando hallazgos,
compartiendo imperfecciones.

El hombre que apareció
aquella noche,
de carne y hueso.
Pronto descubrí,
pese a la borrachera
(aún eran los tiempos de quemar los días y
agotar las noches de aquellos viernes),
que superaba la expectativa
de mi invención. 

Sería demasiado largo
describir aquel instante.
Como también lo sería
describir el momento
en el que descubro tu presencia
cada mañana,
tantos años después.

Nada hay comparable a eso, por cierto.
La debilidad de la carne,
el  temblor del deseo
y todos los sentimientos que se arremolinan
en torno a él.
El comienzo de una nueva jornada
en la que caben todas las posibilidades
antes de ser cruelmente derrotadas.

A veces, en ese primer momento
de la mañana
-la luz filtrándose por la persiana,
perfilando tu rostro-,
no nos veo a nosotros.
Sólo distingo a dos hombres
-en cualquier rincón del mundo,
con parecidos anhelos a los nuestros-
que transitan por una especie de sueño.
Dos hombres que saben
que el fuerte vínculo que les une
es lo único real.
Y que todo lo demás,  
es lo que hay que seguir inventando.



 

viernes, 16 de mayo de 2014

Más allá de la soledad

La veo casi todos los días, por los alrededores de nuestra casa, a unas horas y otras. Es una mujer alta, de grandes proporciones, entrada en carnes, con las piernas muy hinchadas por la mala circulación y una peluca color ceniza que, según el día, deja entrever el escaso pelo que se esconde debajo. Rondará los setenta años. Viste faldas largas, zuecos sin tacón, medias negras (hasta la rodilla, apretando fuerte la carne) y chaquetas dos tallas por encima de la suya, lo que, sin duda, la hace parecer más enorme aún. Suele llevar unas gafas de sol colocadas encima de la peluca color ceniza. Pocas veces se cubre los ojos con ellas. Ni siquiera cuando hace sol. Siempre está sola, arrastrando con dificultad -las manos hinchadas, la mala circulación- un viejo carrito de la compra o sentada en una cafetería tomando un café con leche mediano y un bollo dulce o una tortita bien repleta de nata y caramelo. A veces, sin muchas ganas, echa un vistazo al periódico del día o a alguna revista atrasada. Otras, observa el infinito, sin detenerse demasiado en ninguna de las personas que pasamos por su lado. No ha cambiado mucho en estos tres años y medio, desde que cerró la librería en la que trabajaba. Sí, pasaba de tarde en tarde por allí, por la última librería en la que trabajé. Tenía una voz suave, muy dulce, que contrastaba con su contundente aspecto físico. Preguntaba por libros que siempre estaban descatalogados. Novelas negras de autores pocos relevantes. Decía que esas historias le interesaban mucho, las historias donde siempre había que resolver un misterio, un crimen. Novelas entretenidas, sentenciaba. Hablaba conmigo, pero parecía que lo hiciese consigo misma. Como les ocurre a las personas que pasan demasiado tiempo solas. Todo el tiempo. Solas. Siempre dejaba el viejo carrito a un lado, del que sobresalían bolsas de magdalenas, de galletas, de bollería industrial cubierta de chocolate blanco o negro. Un día se dio cuenta de que estaba mirando para el carrito y me preguntó si quería una galleta o una magdalena. Rehusé educadamente y prosiguió con sus historias de libros baratos y aventuras -siempre descatalogados, aunque ella decía tener aquellos libros en su casa- que, según apuntaba, la ayudaban a conciliar el sueño. El sueño que había perdido desde la muerte de su madre, ocurrida años atrás. Es el único dato personal que me ofreció en una de aquellas pocas veces que pasó por la librería. Por eso leo esas historias, repetía. Me ayudan a conciliar el sueño, ya casi al amanecer, añadía.
Podrían decirse muchas cosas de esta mujer. De la sensación que su presencia provoca ahí, en las cafeterías, comiendo dulces, engullendo toda esa grasa, siempre sola. Quizá la más destacada sea la de la tristeza. Siempre que paso por su lado (parece no acordarse de mí, de aquellas lejanas tardes en las que, hablando conmigo, hablaba consigo misma) y la observo con disimulo -el viejo carrito muy cerca: supongo que, como entonces, repleto de dulces, calorías sobre calorías- me parece que no hay imagen que defina de un modo más contundente la tristeza. Más allá, incluso, de la soledad. La tristeza con mayúsculas. En toda su crudeza. Sin maquillajes.   

martes, 13 de mayo de 2014

La mujer barbuda

Vaya por delante que nunca me ha gustado ni he seguido el Festival de Eurovisión. Los recuerdos que tengo asociados a ese Festival pertenecen a noches locas y lejanas donde Massiel -en La Santa, por supuesto, nuestro Studio 54 particular- cantaba el célebre "La, la, lá" y todos los demás, ya bien cargaditos y eufóricos, con ella. Dicho esto, quiero retroceder en el tiempo. Tengo nueve o diez años. Estoy solo en el patio. Siempre estoy solo. Es la hora del recreo. Estoy sentado en unas escaleras, cerca de los vestuarios donde nos cambiábamos para hacer gimnasia, alejado del resto de los compañeros, que, a esa edad, ya me consideran un ser extraño que no tiene nada que ver con ellos. El marica, claro. Estoy sentado en esas escaleras, solo, leyendo. Lo cierto es que no es una soledad deseada, pero prefiero esa soledad a la compañía de todos esos bárbaros que sólo saben insultar, hablar de pollas y de tetas, y meterse conmigo. De repente, un grupito de esos bárbaros empieza a lanzarme piedras y a insultarme. "Sal de ahí, bujarrón". Y cosas por el estilo. Su repertorio no es muy amplio. Su cerebro, tampoco. No sé qué hacer, ni cómo escapar de allí. Los curas tampoco son de gran ayuda. Nunca lo son cuando los bárbaros hacen de las suyas. Sé que si me encaro a ellos, será peor. Mucho peor. Aguanto como puedo aquel chaparrón de insultos, trato de esquivar las piedras. Algunas me golpean en la cabeza y en la frente. Se ha acabado el recreo. Hay que regresar a clase. Sé que no puedo llorar, aunque tengo muchas ganas de hacerlo. Sé que no puedo llamar a mi madre, aunque es lo único que me apetece. Llamarla para que me saque de allí de una maldita vez.
Cuando pasan un montón de años, descubro que este tipo de experiencias no me ocurrían solamente a mí. En los colegios de curas, solía ser muy habitual esa discriminación. Los bárbaros atacaban. Los curas miraban hacia otro lado. Una mañana de lunes, descubro en los periódicos que una mujer con barba gana ese Festival que a mí no me interesa nada. Y que algunos periódicos aún consideran eso -un chico vestido de mujer o que se siente una mujer- como una trasgresión. ¡Una trasgresión! Y me acuerdo de aquella historia, la de las piedras y los bárbaros. Poco después, leo que la mujer con barba sufrió parecidas humillaciones y que eso, la barba en su rostro, era una especie de rebelión contra todas aquellas injusticias cometidas hacia su persona. No me gusta esa imagen, la de la mujer con barba. No me gustan tampoco las bromas que se hacen a su costa. Pero sí me gustan los motivos por los que se la ha puesto, la barba, junto a su larga melena y su esplendoroso vestido femenino. Entiendo (como miles de personas que también han sufrido ataques de piedras y bárbaros) esa reivindicación. El mundo entero está viendo esa imagen. Quizá Putin la esté viendo también. Y esos curas que sólo saben decir barbaridades. Incluso esa parte del mundo que aún persigue a los homosexuales. Incluso esos padres y esos tíos que dejan de hablar a sus hijos o a sus sobrinos porque les gustan las personas de su mismo sexo. No es una revancha. O sí. Quiero pensar que es una manera de decirle a todo ese mundo que cada uno somos como somos. A veces, por un mundo sin discriminación, creo que aún hay que hacer cosas así. Una mujer con barba. No es una trasgresión. Es una manera de posicionarse. De seguir alzando la voz. Las voces.

viernes, 9 de mayo de 2014

Donde impresas se hallan todas las aflicciones

Hace tres años, a las pocas semanas de cerrar la librería donde trabajaba, nos fuimos a pasar un largo fin de semana a Bilbao. No tiene que haber ningún motivo especial para ello. Bilbao es una de esas ciudades donde nos gusta perdernos, donde hemos pasado momentos muy buenos, donde esperamos volver. Sin embargo, en aquella ocasión, sí lo había. Un motivo especial. Nuria Espert representaba en la sala bbk "La violación de Lucrecia". No podía haber mejor disculpa. Fue un viaje, como siempre, intenso, pese al estado de desánimo en el que me encontraba tras haberme quedado inesperadamente sin trabajo. Aún no sabíamos lo que nos esperaba. Disfrutamos de las calles de Bilbao. De ese delicioso callejeo por la zona vieja de la ciudad, siempre acompañado con un vaso de vino en la mano. Pese a estar en febrero, hizo buen tiempo y aquel vino, en plena calle, sabía aún mejor. Me compré algún libro, recorrimos tiendas de segunda mano, dimos largas caminatas. Y llegó la hora de ir al teatro. La sala estaba abarrotada. Nosotros, para no perder las buenas costumbres, muy cerca del escenario. Y entonces, comenzó aquel otro viaje. Un viaje de hora y media. Una mesa, una silla, una cama. Un juego de luces. Un traje negro y una túnica morada. Una mujer sola en un escenario. Una actriz a la que siempre habíamos admirado. Y que aquella noche, milagrosamente, se transformó en todos los personajes creados por Shakespeare. Aquello era mucho más que un monólogo, más que un poema dramático recitado. Estábamos asistiendo a un acontecimiento único. Numerosos cambios de voces y miradas por parte de la actriz. Nuria Espert era una mujer y era un hombre, y cada uno de ellos, mujeres y hombres, tenían su tono particular, su matiz. Marcos Ordóñez, tras su estreno en la sala pequeña del Español, había escrito la frase que define a la perfección este espectáculo que ahora vuelve a representarse en Madrid y que va más allá del bien y del mal: "Algún día diremos, como los que oyeron las campanadas a medianoche, nosotros estábamos allí, vimos a la Espert haciendo La violación de Lucrecia". Nosotros, sí, estábamos allí, aquella noche, en Bilbao, viendo aquel prodigio interpretativo. Una actriz inmensa, cerca de los ochenta años, que podía ser una niña y un viejo, de un momento para otro, en el vertiginoso paso de un minuto al siguiente. Las palabras se quedan cortas. El silencio de la sala, jamás interrumpido por una tos o un carraspeo, daba fe de las palabras que había escrito Ordóñez en el periódico. Todas aquellas personas estábamos allí, escuchando la voz -las voces, las voces-, viendo el rostro de aquella mujer "donde impresas se hallan todas las aflicciones". Todas. Todo el sufrimiento y la pena y la tristeza. Y también la venganza, la rabia, el dolor, la destrucción, la violación, la barbarie, el aullido... Ese cuerpo dulce que se rasga como la túnica morada y el causante de semejante atrocidad. La voz -las voces, las voces- y el grito. Y luego, el silencio.
Nosotros estuvimos allí, sí. En Bilbao. Aquella noche. Sobrecogidos. Mudos. Como los que oyeron las campanadas a medianoche. Y son incapaces de olvidarlo.    

jueves, 8 de mayo de 2014

Tan largo viaje

Cuando cambio las sábanas de la cama y el olor de la ropa recién sacada del tendal inunda toda la habitación, me acuerdo de todas aquellas veces que nos quedábamos a dormir en casa de los abuelos, en Mieres. El olor a limpio de las sábanas que la abuela Virginia sacaba del armario para hacernos las camas. El acogedor refugio que ella nos preparaba para pasar la noche. Quizá mis padres tenían la boda de algún amigo o familiar y por eso nos quedábamos allí, en la casa de los abuelos. La algarabía ya estaba montada. La abuela nos dejaba acostarnos tarde, nos contaba historias, nos dejaba asomarnos al enorme ventanal de aquella habitación tan luminosa, donde ella tantas horas había pasado cosiendo. Nos permitía comer chocolate después de la cena y a mí, particularmente, me daba vía libre para revolver entre los fogones, que era una de las cosas que más me gustaban. Tortilla de patatas para cenar. Allí aprendí yo todo lo que sé de cocina. La abuela reía y cantaba, y cuando el abuelo le decía que ya era tarde para hacer tanto ruido ella hacía un gesto con los hombros que venía a decir que en realidad qué importaba. Sus nietos estaban allí, con ella, y eso siempre era sinónimo de fiesta. En unos días, pocos, se cumplirán veinticinco años de su muerte. La muerte de la abuela Virginia. Y ni uno solo de esos días, ni siquiera en esos días en los que he sido muy feliz al lado del hombre del que estoy enamorado (a este lado del mundo o al otro, no importa), me he olvidado de ella. La abuela Virginia. Mi abuela. Y yo, su nieto preferido, vais a perdonarme. Tan largo viaje has hecho, abuela. Pero si estoy aquí, a tu lado, me dijiste la otra noche, en un sueño, sentada a los pies de la cama. Y allí, sí, parecías estar. Como entonces. El pelo grisáceo, recién peinado, la sonrisa en los labios y las uñas siempre pintadas de color rosa. Nunca me he ido, añadiste. A veces no son tan extraños los sueños, digan lo que digan. Suceden muchas cosas en veinticinco años. Demasiadas. En el sueño, yo quería hablarte, contarte todo lo que me había sucedido durante todo este tiempo -tan largo viaje-, pero tú sonreíste y dijiste que ya lo sabías. Que lo sabías todo. Y yo no volví a decir a nada porque no hacía falta. Si decías que lo sabías todo, era que lo sabías. Punto. Las abuelas nunca mienten. La mía, al menos. Y ya nadie, en el sueño, dijo nada más. Sólo nos dejamos llevar, me dejé llevar, por tu presencia, tan cercana. La sensación era plácida. Como la que se siente al tomar una copa de vino o un tranquilizante. La habitación en calma. La presencia de alguien que no se había ido, que no había hecho tan largo viaje, que seguía en nuestras vidas, en mi vida. La sensación que uno siente cuando a su lado está quien le quiere, quien sabe que jamás le traicionará. Eso es todo. Y miramos al frente, al otro lado de la ventana, donde las luces de la noche hacía aún más intensa la visión de los copos de nieve que caían. De aquella nieve dispersa con la que, poco a poco, en el interior del sueño, me fui quedando dormido, sabiendo que ella, la abuela Virginia, seguiría ahí, a mi lado, el lugar del que nunca ha desaparecido, a pesar de esos veinticinco años y de todo lo que ha ocurrido en ellos, a pesar de tan largo viaje.

domingo, 4 de mayo de 2014

Mi madre y yo

Hace unos días, por casualidad, me encontré en casa de mis padres con una fotografía antigua. En ella, acababa de cumplir un año y, sentado en uno de esos sofás de escay granate tan característicos de la época (principios de los años setenta), sostenía un bonito reloj que ellos, mis padres, tenían en su mesita de noche y con el que me gustaba jugar a todas horas. No sé qué metáfora se escondía detrás de aquellos juegos con el reloj o si en realidad se escondía alguna. Me gustaba ir de un lado a otro de la casa con aquel reloj, como un ingenuo guardián de las horas (por así decir). Y a mi lado, en la fotografía, sonriente, estaba mi madre. Estaba muy delgada, llevaba la melena larga, levemente ondulada, unos pantalones de espiga marrón, un conjunto de chaqueta y jersey de color naranja y unos zapatos de ante, de tacón y hebilla ancha, del mismo color. Un conjunto que podría estar perfectamente de moda hoy mismo. Los dos estábamos vestidos como si estuviésemos esperando a alguien para salir a la calle. A mi padre, seguramente. Lo más probable, dado el conjunto de ropa de mi madre, es que estuviésemos en primavera. Por eso, estaríamos esperando que mi padre llegase del trabajo para salir a dar un paseo en uno de esos días primaverales en los que las tardes se van alargando y sentarnos en alguna terraza de los alrededores. La vida aún no nos había rozado a ninguno.
Han pasado cuarenta años de esa fotografía que ahora está en nuestra casa, en las estanterías, entre los libros de Alice Munro y los de Natalia Ginzburg, justo enfrente de la mesa donde estoy escribiendo estas palabras. Cuarenta años. Se dice pronto. La sensación de vértigo no puede ser más viva. De repente, uno piensa en todas las cosas que han pasado en todos esos años y casi dan ganas de meterse en la cama, como si se metiera en la fotografía, y dejar de pensar de inmediato. Salirse por un rato de la vida como se salía de su película Jeff Daniels en aquella memorable película de Woody Allen para tener, dentro de la propia película del neoyorquino, un romance con el desdichado personaje de Mia Farrow. Y quedarnos sólo con esa parte de la película.
Pero de la vida, aunque nos metamos en la cama durante horas, no nos podemos salir tan fácilmente. Eso ya lo sabemos. A pesar de lo mucho que, a ratos, nos gustaría. Cuando yo me quiero bajar de todo esto porque me han traicionado, porque me han mentido, porque me han hecho promesas que no se han cumplido, porque me han hecho daño o porque las cosas no salen como uno quiere, me salgo de esta realidad embarullada, como Daniels se salía de su película, y me voy a pasear con mi madre. Sé que, pese a todo lo malo que pueda ocurrir a mi alrededor, en esos momentos, soy un afortunado. Camino con mi madre, fuera de la película donde están sucediendo las cosas desagradables, y todo cambia. A su lado, todo puede ser posible. Su optimismo siempre termina por contagiarme. Siempre consigue que vea las cosas de otra manera. No es millonaria (ni mucho menos), pero el dinero no le importa lo más mínimo. Sólo le importa ahuyentar la enfermedad, la suya propia y las que puedan hacer su aparición en nosotros (mi padre, mi hermana, mi marido y yo), su familia. Sólo eso. Estar aquí, ahora, conmigo, o todos juntos. Reírse un rato e invitar a una copa de vino (ella siempre paga el vino -¡y tantas cosas!-, aunque sea más de una copa). Detener, por unos instantes, el tiempo. Y no temer al tiempo que vendrá.
Muchas veces, cuando quiero salirme de la parte más fea de esta película, llamo a mi madre y con eso es suficiente. Lo malo se desvanece. Su voz espanta los miedos que acarrean los malos tiempos o el incierto porvenir. Su voz -balsámica- espanta todo eso. Mi madre confía. Siempre confía. Como yo confío en poder seguir escribiendo sobre ella. Y que ella, mi madre, pueda seguir leyéndolo. Dentro o fuera de esta película que nos está tocando protagonizar. Todo el tiempo que sea posible. Todo. Sin perdonar ni un solo segundo.

jueves, 1 de mayo de 2014

Bob y un apunte personal

Una fotografía. A veces es suficiente para abandonar cierto ensimismamiento, cierta apatía. Han ocurrido varias cosas -siempre ocurren cosas- que me han refugiado en el cuarto de atrás, que diría Carmen Martín Gaite. No siempre se está mal ahí, casi en silencio, reflexionando. Un poco apartado de las cosas, a tu aire. Cuando ocurre algo así, al margen de las consecuencias derivadas de esas cosas que ocurren y que no me hacen precisamente feliz, es que una nueva historia puede estar rondándome por la cabeza. Una historia para una nueva novela o para un nuevo cuento, ya se verá. Las ideas se irán transformando en apuntes. Y los apuntes, apretujados en cuadernos, en frases. El tiempo, como siempre, dirá.  
Volvamos a la fotografía. En ella, una bellísima Aitana Sánchez-Gijón le entrega el Premio Donostia a Bob Hoskins. Año 2002. Los dos sonríen. Ese año, 2002, se celebraron los cincuenta años del festival de San Sebastián y se entregaron tres Premios Donostia. A Bob, a Dennis Hopper y a Jessica Lange. Recuerdo perfectamente las entregas televisadas de esos premios. Una alegría para cualquier amante de las buenas películas. Tres intérpretes que están ya en la historia del cine. Cada uno en su estilo, con su carrera a sus espaldas. Encuentro la fotografía de Bob al leer la triste noticia de su muerte, a los setenta y un años. Llevaba dos retirado de la interpretación por culpa de una enfermedad, el Parkinson. Las puñaladas de la vida. Nunca sabes en qué momento harán su aparición, ni los motivos por los que lo harán. Por eso conviene disfrutar del momento. De cada momento. A pesar de esas cosas que siempre ocurren al margen de nosotros mismos. Sin desearlas. Y que te hacen refugiarte en el cuarto de atrás.
Bob hizo muchos trabajos memorables a lo largo de su carrera. Si tuviese que quedarme con dos de ellas, escogería "Mona Lisa" (su única nominación al Oscar) y "El viaje de Felicia". Dos personajes complejos, llenos de matices, que él supo interpretar con maestría. Hay muchos más, pero a mi cabeza, al verle en esa fotografía recibiendo el Donostia de manos de Aitana, vienen esas dos. Y la felicidad que sentí en su momento, cuando le vi recoger el merecido premio por la televisión. Hay actores que, más allá de su indiscutible calidad interpretativa, trasmiten una cercanía y una humanidad que rápidamente los convierte en una especie de pariente o amigo. Alguien cercano. Bob era uno de ellos. No hay más que fijarse en esa fotografía. En cualquiera de ellas, en realidad, no puede ocultar lo que parecía: un buen tipo.