La veo todas las tardes, cuando regreso del trabajo, entrando en el bingo que hay al lado de nuestra casa. Es una mujer de unos setenta y pico años bien llevados. Se da un ligero aire a aquella Bette Davis octogenaria que visitó el festival de cine de San Sebastián, veinte días antes de morir, para recibir el Premio Donostia. Va siempre impecablemente peinada (cabello rubio claro, media melena ahuecada, perfectamente teñida) y vestida, con su abrigo de espiga gris ribeteado en el cuello por algún tipo de piel oscura, con su collar de gruesas perlas, sus zapatos de medio tacón y sus grandes bolsos, como manda la moda, un tanto atrevidos en ocasiones -rojos, morados, amarillos- y bastante caros. Se nota que tiene dinero, pero no muestra ostentación en su estilo, ese estilo con un toque altivo y algo antiguo. Tiene clase. Entra, siempre muy erguida, en la sala de bingo. Desde la calle (me detengo, con disimulo, a observarla), la veo caminar por la moqueta roja, bajo las poderosas luces que hay a la entrada. A veces, en esa entrada, me recuerda a Dottie, aquella otra octogenaria que llevaba una vida normal y corriente durante el día y, por las noches, se iba a Studio 54 a mover el cuerpo y tomar todo tipo de sustancias hasta la llegada del amanecer. Aquella Dottie se murió, dándolo todo, en la pista de baile de la famosa discoteca neoyorquina, una noche en la que los excesos ya no tuvieron más cabida en su frágil cuerpo de hierro. Quizá esta otra Dottie binguera (he decidido llamarla así, Dottie, a partir de ahora), encuentre la muerta ahí, en esa sala de bingo a la que acude todas las tardes, depués de las ocho. Quizá cantando algún bingo o super bingo, evadiéndose de su vida cotidiana (¿qué vida habrá detrás?) o, simplemente, divirtiéndose como más le apetece. Qué muerte más dulce sería, en todo caso: morir haciendo lo que a uno le da la real gana.
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