miércoles, 31 de julio de 2019

El arte de admirar

Quitarse el sombrero. Siempre me ha parecido una expresión elegante y significativa. Quitarse el sombrero ante personas a las que admiras, antes personas que han influido de alguna manera sobre tu manera de enfocar la vida cotidiana o el trabajo. Eso es lo que hace Elvira Lindo en su último libro, '30 maneras de quitarse el sombrero' (Seix Barral). Se lo quita 29 veces ante diferentes artistas -mujeres, en su mayoría-, y la última, para completar el número que señala el título, más que quitarse el sombrero, lo que hace es enfrentarse a sí misma -ante el espejo, ante el papel, ante los lectores- en un autorretrato, entre melancólico y humorístico, entre la reflexión, la confidencia y las anécdotas, que se detiene en aspectos importantes de su vida y de su obra. Aspectos como el sentido del humor, la corrección política que a veces conduce al ridículo más absoluto (como es el caso de las traducciones de sus Manolitos en algunos países), la fragilidad de quien se dedica a contar historias y la necesidad, en definitiva, de sentirse querida, comprendida, arropada, respetada. Como esa actriz que, sola en un escenario, ofrece todo su talento y su sabiduría, y necesita finalmente, después de vaciarse, de entregarse por completo, el aplauso del público para compensar la magnitud del esfuerzo. Hay también mucha ternura en este autorretrato. La misma que desprende el dibujito de la propia autora que ilustra sus palabras. Lindo, por arte de magia y del carboncillo, convertida en cómica, aunque el tono se vuelva serio porque la vida, a ratos, también se vuelve así.
Muchas mujeres, como digo. Actrices, historiadoras, escritoras, fotógrafas... Todas ellas primeras figuras en sus respectivos oficios. Y en todas ellas, encuentra Lindo un rasgo que les otorga grandes dosis de humanidad. Ese detalle que revela que, junto al talento y al duro trabajo, hay una mujer que piensa, que siente, que se estremece. Que tiene sus dudas, sus problemas, sus contradicciones, sus anhelos, sus miedos. Mujeres a las que nadie les ha regalado nada, que han tenido que esforzarse mucho para sacar adelante sus proyectos, para no sentirse juzgadas por una vara más severa que la que juzga a sus colegas masculinos realizando el mismo oficio. O esa otra vara, igual de severa, con la que las personas con talento se juzgan a sí mismas. Escritoras enormes como Alice Munro, Margaret Atwood, Patricia Highsmith, Dorothy Parker, Carson McCullers o Edna O`Brien se codean aquí con María Guerrero, Mary Beard, Sally Mann (bellísimo es el retrato de esta fotógrafa) o ese Víctor Erice (también aparecen algunos hombres muy talentosos en el libro) que supo convertir en una obra maestra visual el valioso relato de la que fuera su esposa, Adelaida García Morales.   
"No sé qué sería de mí sin el acto de admirar", escribe Lindo en uno de estos ensayos. El acto de admirar con humildad, podríamos añadir. Y así, escribiendo sobre esas personas admiradas, ha construido también una especie de autobiografía que recorre el trayecto que va desde que era aquella niña que imitaba a Raphael o a Camilo José Cela para agradar a su padre a la gran escritora en la que Elvira Lindo se ha convertido y ante la que, nosotros también, nos quitamos el sombrero con toda la elegancia de la que somos capaces.       

lunes, 29 de julio de 2019

El legado del fotógrafo que nunca existió

Posiblemente lo más impresionante de la exposición de fotografías de José Zamora Montero (1874-1953) que puede verse estos días en el Museo de Bellas Artes de Oviedo no esté en las propias fotografías, sino en nuestra imaginación. No resto con estas palabras mérito alguno al fotógrafo, todo lo contrario: sin él, sin su trabajo, no habría nada que imaginar a este respecto. El poder de esas fotografías reside, precisamente, en todo lo que nos hace pensar, imaginar, debatir, a través de la simple contemplación de un rostro. Un rostro que mira a la cámara con cierto aire de obligación, con cierta desgana, con cierta picardía en algunos casos. Un rostro que es captado para ser identificado en el archivo de su puesto de trabajo (ese era el objetivo fundamental de estas fotografías: fichar personas). No es, desde luego, poca cosa. Observando detenidamente cada uno de esos retratos (más de mil) que reflejan la tristeza y el cansancio, la rutina de los días y el trabajo, uno no puede evitar hacerse unas cuantas preguntas. ¿Qué hay detrás de esos rostros, de esos ojos, de esas manos y la manera de colocarlas? ¿Qué vida les esperaba a esos obreros al llegar a casa? ¿Qué planteamientos vitales, políticos y existenciales se hacían? ¿Estaban enamorados o no lo estaban? ¿Estaría alguno de ellos enamorado silenciosamente de un compañero de trabajo? Quién sabe. El fotógrafo te ofrece la instantánea y tú escribes, aun sin escribirla, la historia. La historia de cada una de esas personas que son hijos de un padre y de una madre, y también, es evidente, de un tiempo. El tiempo que les tocó vivir y que José Zamora Montero, capataz de minas de la Real Compañía Asturiana desde 1903, plasma -junto a los rostros, los ojos, la manera en algunos casos de colocarse las manos y las boinas...- en cada fotografía. 
La verdad desnuda de un rostro, de más de mil rostros que son incapaces de disimular o mentir a la cámara, y de un tiempo. Tan lejano y, a la vez, tan cercano. Pasado y presente. Contraste y memoria. Y todas esas preguntas del principio, aún sin descifrar. 
El legado del fotógrafo que nunca existió. 

sábado, 27 de julio de 2019

Cines y lluvia

A mi amiga Loli, allá donde esté

Ha estado lloviendo durante todo el día. Cielo gris y encapotado. Lluvia furiosa. Hace un rato, en un momento (breve) de tregua, bajamos al supermercado. El más cercano que tenemos es ese que abrieron donde antes estaban los cines Clarín. Me costó años entrar en él, pero hay que reconocer que tiene buenas ofertas. Sé que el de los cines desaparecidos es un tema recurrente en este muro. También sé que la herida sigue abierta, como hablaba el otro día con mi amigo César Inclán, que tanto los añora también. Echo de menos cada día esos cines y el resto de los que había en la ciudad, todos cerrados. Qué mejor manera de pasar un día de lluvia furiosa como el de hoy que en un cine. Si pudiera pedir un deseo, pediría ese, retroceder en el tiempo, pasar una tarde en uno de esos cines. Ver todas las películas en diferentes sesiones. Percibir aquel olor. Sentarme en una de aquellas butacas un poco pasadas de moda (y, por tanto, de moda otra vez). Dejarme llevar por las historias que me contasen desde la pantalla. Olvidarme de todo lo demás. (Todos tenemos cosas que olvidar). Incluso de la lluvia: tan feroz hoy, tan cansina. La lluvia de este verano tan característico de estas tierras.   

martes, 23 de julio de 2019

Recordando a la Gaite

Recuerdo hoy, cuando se cumplen diecinueve años de su desaparición, a Carmen Martín Gaite. En realidad, la recuerdo muy a menudo porque siempre vuelvo a sus novelas, a sus ensayos, a sus poemas, a sus relatos (Siruela acaba de publicar 'Todos los cuentos' en una edición muy cuidada). A rachas, como ella misma diría refiriéndose a su poesía. Sus libros siempre están ahí, al alcance de la mano, desperdigados entre el mueble de la entrada, la mesita de noche y las estanterías del estudio. Siempre hay un orden dentro del aparente desorden de mis libros. Su obra -tan amplia, tan variada, tan compleja- resiste perfectamente el paso del tiempo. La búsqueda del interlocutor, los fragmentos de interior, los cuartos de atrás, las nubosidades variables que nos acechan, lo extraño que sigue siendo vivir, la necesidad de irse (y de volver, posteriormente) de casa, los ritmos lentos y los parentescos. Lo real y lo soñado. Nueva York, Madrid y también esos pueblos castellanos a los que siempre regresaban algunos de sus protagonistas (hombres y mujeres). El día, con su luz o su cielo encapotado y lleno de nubarrones (metáforas de los propios sentimientos y estados de ánimo). Y la noche, con sus fantasmas o la manera de ahuyentarlos. Sus palabras, sus divagaciones, sus retahílas. Todo eso que concentró en sus 'Cuadernos de todo', publicados tras su muerte. El ansia por escribir, por dejar de fumar, por aniquilar los malos momentos. Y la felicidad por encontrar la palabra adecuada, por el humo de un cigarrillo (uno solo), fumado como recompensa después de la contención, por un encuentro inesperado, por una charla compartida... 
Sí, todo eso. Y los sueños, siempre recurrentes, donde el padre y la madre, ya fallecidos, hacen su aparición. (Ahí está ese hermoso texto, 'De su ventana a la mía', donde recuerda, soñando y escribiendo, a la madre). Esos sueños que reflejan esa máxima popular que dice que nadie se va del todo mientras alguien lo recuerde. Así ocurre también con ella, con la Gaite, en este día de julio, tantos años después. 

domingo, 21 de julio de 2019

En el bar

Es sábado, anochece despacio, ha comenzado a caer una lluvia fina, molesta y agradable al mismo tiempo. Íñigo y yo estamos sentados en una terraza, tomando una copa, bajo una sombrilla de color blanco. A veces, la lluvia cae de un modo rasgado y moja nuestros brazos. Es agradable sentir esa sensación en la piel. Bebemos lentamente, charlamos, nos reímos, dejamos a un lado los quebraderos de cabeza. Una mujer, más o menos de mi edad, se acerca a nosotros. Se dirige a mí, hola, Ovidio, dice. No la conozco. Siempre me pongo un poco a la defensiva ante estos casos. Digo: hola, ¿nos conocemos? Ella dice que sí, que me conoce. ¿De las redes sociales? No, no, se apresura a contestar. Te conozco de los tiempos en los que trabajabas en la librería Aldebarán, aunque no entraba mucho porque soy clienta de otra librería, también por los periódicos, te vi en la tele hace poco, leo tus libros, tu blog...  Recuerdo tu amabilidad en aquella librería. Ah, digo yo. ¿Cómo te llamas?, añado. Dice su nombre. Pues encantado, susurro.  Acabo de terminar de leer 'Mujer en el bar', dice, y me ha gustado mucho. Qué bien, digo. Me alegro y te agradezco que hayas comprado el libro. Ella sonríe. Y se despide de nosotros con la mano, como si me conociera de toda la vida. Y puede que sea así, que me conozca más de lo que pienso. Y no sé si es algo bueno o no. Resulta, de eso no hay duda, agradable. Como el sabor de la copa, como esa lluvia que cae rasgada y sigue mojando nuestros brazos, ya oscurecido por completo el cielo. 

(Gracias)

sábado, 20 de julio de 2019

Un nuevo relato

Hace unos meses, Manolo D. Abad me propuso colaborar en un nuevo libro colectivo, cuyo título desvelará él cuando considere oportuno. Le dije que sí. El plazo de entrega termina el 31 de julio. Me puse enseguida a escribir el relato. Lo escribí casi de un tirón. Lo dejé reposar un tiempo. Volví a él y comencé a corregir. Una y otra vez. La historia estaba clara. Había que ser cuidadoso con los matices. El tema central del relato es duro. Tan duro como real, desgraciadamente. Por eso había que medir cada palabra. 
El relato ahora está ahí, sobre la mesa de mi estudio. Con todas las correcciones hechas. Me ha gustado escribir esa historia, pese a su dureza. 
La semana que viene se lo enviaré a Manolo. En septiembre, si todo va bien, llegará a las librerías. 

jueves, 18 de julio de 2019

El regreso de Laura

Y de repente, ella, la mujer, Laura, está en una encrucijada. Está donde no quiere estar. Está donde una serie de circunstancias, acontecimientos, decisiones, la han puesto. Donde ella misma se ha puesto. Pero ella, ya digo, no quiere estar ahí. De hecho, nunca quiso estar ahí, y sin embargo, la vida, con sus amarres y sus disparates, con sus ilusiones y sus equivocaciones, con sus fallos y sus deslumbramientos, la ha arrastrado a ese lugar equivocado (para ella, para su modo de pensar). Y entonces, desde ahí, desde donde no quiere estar, recuerda todo lo vivido anteriormente. Y lo hace aun sabiendo que esos recuerdos van a doler: nunca es fácil contemplar tantas imágenes propias en los espejos. Imágenes propias que, dicho sea de paso, arrastran inevitablemente a quienes la rodean. Pero también sabe que haciéndolo, recordando, hallará las fuerzas necesarias para romper con esa lugar donde no quiere estar. Los seres humanos estamos llenos de contradicciones. Eso ella, Laura, ya lo sabe. Y no le importa asomarse al precipicio para contarnos su experiencia, sus experiencias. Todo eso -circunstancias, acontecimientos, decisiones...- que la llevó hasta ese lugar donde no quiere estar y del que -queda claro desde el principio- planea huir. Lo malo no es equivocarse, lo malo es no rectificar a tiempo. Y ella, Laura, lo hace, se equivoca (según su manera de pensar y posicionarse en el mundo) y rectifica. Mujer sabia, por tanto. Y valiente. De eso tampoco cabe duda alguna.
'A mí no me iba a pasar' es una autobiografía, sí. Pero también podría ser una novela. De hecho, puede leerse como una novela. Laura es Laura, pero podría ser Lucía, Inés, Carmen, Ana, Marta o Irene (¡tantas mujeres pueden hallarse ahora mismo en su situación!), qué sé yo. La historia de una mujer de decide parar, que reflexiona, que no quiere continuar por ese camino. La historia de una mujer que quiere tener su propio cuarto (Virginia Woolf sigue siendo una constante: el poder de los clásicos, de las clásicas; y la siempre medio olvidada Rosa Chacel, también: léanla, reedítenla...), que quiere escribir, que quiere ser madre, pero que eso, ser madre, no anule todo lo demás. Eso ella, Laura, lo tiene claro. Y rompe con esas cadenas que la situaron donde no quería estar. Como puede que estén haciendo ahora Lucía, Inés, Carmen, Ana, Marta o Irene. Mujeres que -la vida es muy caprichosa y está llena de trampas- están donde no quieren estar. Como ella misma, Laura, en aquellos años.
Autobiografía, sí (género que Laura Freixas ya cultivó brillantemente en 'Adolescencia en Barcelona hacia 1970': uno de sus mejores libros, al que ahora, sin lugar a dudas, hay que sumar este que nos ocupa). O autobiografía que puede leerse como una novela. Texto literario, en suma, de gran calidad. Texto literario que se lee de un tirón y al que luego se regresa para analizar la dureza de algunos pasajes, lo complicado que es vivir y tratar de llevar a cabo tus planteamientos vitales, tu compromiso con la sociedad y con tu propio concepto de las cosas. No, no es tarea sencilla. 
Laura, que es Laura, pero que también podría ser Lucía, Inés, Carmen, Ana, Marta, Irene... O Nora, atrapada en aquella casa de muñecas, cuya estrechez, lamentablemente, aún perdura en muchos casos en estos tiempos convulsos, extraños, inquietantes, imprevisibles. Tiempos -¡cuidado!- de descarado retroceso. 
 

miércoles, 17 de julio de 2019

El primer deseo, el último fotograma

De la piscina donde Salvador Mallo, director de cine en crisis creativa y existencial, se desliza para aliviar sus dolores de espalda hasta el río de su infancia, donde las mujeres cantaban coplas y lavaban la ropa en feliz camaradería. 'Dolor y gloria' oscila constantemente entre esos dos tiempos, la madurez y la infancia. La madurez llena de conflictos y la infancia despreocupada, donde tendrán lugar importantes descubrimientos (el primer deseo, las lecturas, el cine, los actores y, sobre todo, las actrices...). Dos tiempos por los que transita Mallo en busca de una razón: volver a la vida, que en su caso es sinónimo de volver al cine, de escribir historias y realizar películas. 
Entre medias, entre el primer deseo (rodada con exquisito gusto) y el último fotograma filmado, toda una vida. La suya. Con sus amores, desamores, encuentros, desencuentros, equilibrios y desequilibrios, trabajos, pasiones y heridas. Sobre todas las pasiones, quizá incluso también sobre las amorosas, el cine. Y las heridas que proceden del hecho de estar vivo: heridas físicas, dolores terribles que paralizan, angustia. Consigue 'Dolor y gloria' transmitir con una sinceridad casi feroz lo que es ese sufrimiento que, a veces, ni siquiera los medicamentos pueden aliviar. Todo en esta admirable y elegante película resulta creíble, pero puede que eso, la parte en la que se muestra el dolor insoportable, sea lo más creíble de todo. Un verdadero calvario que deja al descubierto la fragilidad de una persona, un director de cine en este caso, a la que no le sirve toda la gloria del mundo para ahuyentar ese pánico, esa angustia, esa desazón. La fragilidad humana, lejos de los focos, en la penumbra de una casa silenciosa. Antonio Banderas consigue transmitir esa fragilidad en cada movimiento, en cada mirada, en cada silencio y en cada evocación del pasado. Ese pasado que, en medio de la crisis y el dolor, logra dar sentido a un presente que se antojaba más bien nebuloso. La escena final, gloriosa, es prueba evidente de ello.  
La madre, antes y después, como sombra y como presencia constante. Luminosa Penélope Cruz y asombrosa Julieta Serrano, que aprovecha cada segundo en pantalla con una sabiduría a la altura de su talento. Justo sería recompensarla con el Goya. Asier Etxeandia y Leonardo Sbaraglia cumplen a la perfección con sus cometidos. Destacaría un momento de cada uno de ellos: el monólogo de Etxeandia y el último encuentro con Sbaraglia. 
Es una película que te deja un poso triste porque pocas cosas hay más tristes que la impotencia ante el dolor físico, pero también, junto a ese poso triste, hay otro de esperanza gracias a ese último plano que antes mencionaba, donde pasado y presente se unen definitivamente, y la luminosidad entre por esa puerta que todavía sigue abierta. 

'Dolor y gloria' ya está disponible en Netflix.

martes, 16 de julio de 2019

Marga Sancho, una aproximación

La serenidad, de entrada, es la línea predominante. Paisajes verdes, morados, amarillos, azulados. Paisajes luminosos o al borde la tiniebla que transmiten una calma que lleva implícita cierta inquietud. Esas nubes que pasan, ese sol que quema o que se desvanece inesperadamente, antes de que surja la posibilidad de la tormenta. Y de que la tormenta, de lluvia o de nieve, arrase con todo. Algo así como si la artista, Marga Sancho (Oviedo, 1946), quisiese dejarnos claro que la belleza del río existe y que esa misma belleza (efímera, lamentablemente) puede desaparecer en el instante en el que el río, demasiado seco o demasiado caudaloso, ceda ante los caprichos del destino, siempre imprevisible. 
Algunos cuerpos -o los trazos que los componen- danzan ante el río, aún rebosante de belleza (esa belleza efímera que todavía resiste), bajo un tórrido sol, cansados y contentos, como si celebrasen un solsticio o la satisfacción del trabajo bien hecho. La alegría también se vive con intensidad, sabiendo que la otra cara de la moneda hará su aparición en cualquier momento. 
Luego vienen ellas, las mujeres. Mujeres de espaldas o de frente, con la cara deformada. Deformada, acaso, por el cansancio acumulado tras tantos años de lucha por las injusticias cometidas contra ellas o como una especie de rebelión interior que se manifiesta en deformidad, lamento, grito sonoro tras el grito ahogado (o al revés). Queda patente la incomprensión y la fuerza de una sociedad intransigente que se empeña en negarles los derechos que les corresponden. De ahí, como es lógico, su rebelión. En la deformidad de los rostros, como ocurre también en el grito (seco o ahogado), se pone de manifiesto la voz de las mujeres que han luchado y también, cómo no, la voz de las que no pudieron hacerlo porque sus bocas estaban amordazadas y sus manos atadas. La lucha por esos derechos, presente en estas mujeres de rostros deformados (caras demasiado anchas, cabezas desmesuradas, dientes enfermos), continúa. Quizá, a día de hoy, por tantas razones que no es necesario detallar ahora, de una manera aún más intensa y desgarrada. 
Y así seguirá siendo -estoy convencido- en los próximos trabajos de la artista. Cuando la vida, con todas sus consecuencias y rebeliones, sus luces y sombras, vuelva a quedar atrapada en el lienzo. 

'De la introspección al gesto', de Marga Sancho, puede verse en la Sala de Exposiciones del Edificio Histórico de la Universidad de Oviedo hasta el próximo 21 de julio.     

lunes, 15 de julio de 2019

Semana Negra, 2019

Siempre es lo mismo y siempre es diferente. La Semana Negra es visita obligada de todos los veranos. Señala, de alguna manera, el inicio de la estación. Encuentros, charlas y hallazgos literarios por lo que cuesta una caña (la prosa exquisita de Menchu Gutiérrez por dos euros, por ejemplo). 
El verano, a partir de ahora, será una sucesión de días más o menos perezosos que devorará a toda velocidad el calendario. 

domingo, 14 de julio de 2019

Las contradicciones y los deseos

Siempre resulta estimulante abandonar tu ciudad por unas horas. Gijón de día y Gijón de noche. Aunque ahora, tanto el día como la noche, tengan otra perspectiva, pasas por delante de un viejo callejón y compruebas de repente que, al fondo, cerca del mar, sigue estando aquel joven que fuiste. Y compruebas que las contradicciones y los deseos, con leves variaciones, continúan siendo los de entonces. Y eso, descubierto ya otro sosiego, te reconforta. 

miércoles, 10 de julio de 2019

El hipopótamo

De repente, revolviendo entre revistas antiguas, encuentro un cuaderno que compré en el Metropolitan de Nueva York, en 2008. Lo abro y sólo tiene algunas hojas escritas. ¿Por qué lo dejé ahí, sepultado bajo todas esas revistas, si sus tapas duras son las que me gustan? Quizá porque las hojas tienen rayas y prefiero las hojas en blanco. Siento cierta curiosidad por lo que está escrito y, a la vez, también algo de rechazo. Leo las últimas líneas, escritas en Buenos Aires y fechadas en junio de 2009. Dicen así: "Después de hacernos numerosas fotografías delante de las casas pintadas de Caminito, bebemos café en un local antiguo llamado El hipopótamo. Estamos cansados."
Y de pronto, la memoria retrocede como un meteorito hasta aquel instante con una impresionante nitidez. Siento aquel cansancio en las piernas, el sabor de aquel café servido en una taza grande y blanca, el olor del local (a madera, levemente rancio) y el de las empanadillas que comían en la mayoría de las otras mesas. Puedo ver perfectamente a aquellos dos hombres, silenciosos después de aquella larguísima caminata, calculando si podrían llegar a tiempo al hotel antes de que empezase a llover. 
Han pasado diez años, cientos de cosas, y sin embargo, este hombre que soy se sigue reconociendo en aquel otro. Creo que no nos pilló la lluvia. 

lunes, 8 de julio de 2019

Historia de una familia

Soledad Puértolas, después de dos magníficos libros de relatos ('El fin' y 'Chicos y chicas') y un acercamiento a la obra de Baroja, regresa a la novela. Y lo hace con 'Música de ópera' (Anagrama), una historia llena de voces, personajes, silencios, secretos, rencores, amores (también amores silenciados) y desamores. Verdades que se encaran de frente y otras verdades que se acomodan entre los pliegues de lo sugerido. Al frente, un personaje muy potente, doña Elvira, que se debate entre los acontecimientos que están sucediendo y sus refugios particulares, los que conforman su propio mundo. Incluso cuando estalla la guerra civil, con todo el desconcierto y el miedo que eso implica, ella no quiere abandonar sus refugios y sus privilegios. Puértolas compone con maestría la manera de entender el mundo de esta mujer. Quizá no sea tan egoísta como puede parecer, quizá se trate de una mujer que no afronta la pérdida de esos privilegios y encuentra en sus músicas, sus viajes y sus paraísos la manera de enfrentarse a todo lo que se le viene encima. Para ello, casi como una liturgia, escribe cartas a una amiga fallecida tiempo atrás. Y esas cartas, como elemento narrativo, constituyen otro de los grandes logros de esta novela. Es en ellas donde nos damos cuenta de que en doña Elvira el lado poético y melancólico (¡ese tiempo que jamás regresará!) puede ser más fuerte que su sentido práctico o hedonista de la vida. Las palabras -una ves más- como una forma de escape, de evasión. 
Hay más personajes, muchos más, femeninos y masculinos: todos ellos con su pequeña historia a cuestas. Es cierto que los personajes femeninos tienen un papel muy importante, pero también en los masculinos reside el peso de la historia y, cada uno desde su perspectiva y con sus planteamientos, una manera de enfrentarse al mundo, a la guerra civil, a los acontecimientos, personales y colectivos, en los que a medida que avanza la narración se ven involucrados. Los matices, en ellos, los personajes masculinos, también son muy importantes. Puértolas ha compuesto con mimo y sabiduría cada uno de esos matices, imprescindibles para comprender sus propias existencias y el mosaico en el que están situados. Se nota que la escritora ha trabajado mucho la novela que se traía entre manos y que también ha disfrutado mucho haciéndolo. Posiblemente, en ese equilibrio reside la grandeza de esta historia. La historia de una familia que no es perfecta, ni pretende serlo. La historia de una familia que se va adecuando a las circunstancias a medida que éstas surgen. La historia de una familia: de sus voces y de sus silencios. Y así, todo ello, queda retratado en una novela tan poderosa y fascinante como esas músicas con las que la protagonista, doña Elvira, durante los años de gloria y también después de ellos, se refugia de la intemperie. 

jueves, 4 de julio de 2019

Victoria Abril cumple 60 años

Hay actrices cuyo magnetismo es tan poderoso que no puedes apartar la mirada de ellas. Victoria Abril, que hoy cumple sesenta años, es una de esas actrices. Araña de tal forma la pantalla que, aunque la hayas visto cientos de veces, incluso aunque hayas visto cientos de veces la misma película, su actuación te sigue removiendo las entrañas como si fuera la primera vez. Sucede ese milagro o no sucede, y con ella siempre sucede. Su entrega es absoluta. Pobre, rica, tierna, malvada, simpática, antipática, alcohólica, pija, arrabalera, recatada, apasionada, atormentada, asesina, ama de casa... Domina todos los registros porque, aparte de ese magnetismo tan poderoso que posee, su entrega es absoluta. Hay veces que no necesita palabras para expresar todas las emociones que su personaje lleva dentro, los vericuetos por los que la vida ha conducido a esas mujeres, los sentimientos que rondan por su interior. Con una mirada es suficiente. Con una mirada, frágil o perversa, contenida o desbordada, puede derrumbarte. Y, de hecho, lo hace: te derrumba. Con una mirada, volcánica o helada, te lleva a su terreno. Y aunque interprete a un ser despiadado, consigue que comprendas los motivos que llevaron a esa mujer a ser y actuar de ese modo. Victoria pertenece a ese grupo de actrices que consigue hacer creíble cualquier papel, hasta el más disparatado o incluso, sobre el papel, ridículo. Victoria no tiene límites. Y eso, entre otras cosas, es lo que hace de ella una de las mejores actrices de la historia del cine de todos los tiempos.  
Y reitero, para terminar, como hago siempre que escribo sobre ella, la pena que me produce que no trabaje más por aquí. Creo que en los últimos años nos hemos perdido cosas importantes que (quién sabe los motivos) no llegó a realizar. No importa, aunque importe: nos queda su intensa y fructífera carrera. Y ese futuro que hoy, a sus sesenta años, empieza. 

miércoles, 3 de julio de 2019

Seguimos cabalgando en la tormenta, Jim

Alrededor de los veinte años, como a tantos otros jóvenes, la figura de Jim Morrison me fascinaba. Me gustaba su música, su poesía, su rebeldía, su misterio, su magnetismo, su mirada desafiante y también, cómo no, aquella voz profunda y aquellas poses, dentro y fuera del escenario, cargadas de sensualidad y sexualidad que posteriormente serían imitadas hasta la saciedad con desigual acierto. Alrededor de mis veinte años, principios de los noventa, no había Internet, así que teníamos que apañarnos con periódicos y revistas, y programas de radio y de televisión. La película de Oliver Stone, 'The Doors', sirvió para actualizar el mito y que la historia del auténtico Jim Morrison volviese a ponerse de moda (Val Kilmer hizo un buen trabajo, pero, desde luego, no era aquella figura fascinante y algo atormentada nacida en Melbourne). Fotos de las diferentes épocas de su corta vida, antiguas entrevistas, frases provocativas, especulaciones, trozos de conciertos por la televisión, su voz oscura en algún programa de madrugada... Quedaban muchas cosas en el tintero, muchas incógnitas, pero aquello servía para dejar volar nuestra imaginación y avivar una leyenda que ya estaba forjada desde el mismo día de su muerte, el tres de julio de 1971, en París, a los veintisiete años. Acaban de cumplirse, por tanto, cuarenta y ocho años de su desaparición. No importa: Morrison, como Joplin o como Piaf, seguirá vivo mientras haya un joven en una habitación escuchando su música, enredando historias sobre su vida, recortando fotografías y, ahora sí, buscando sus imágenes por la red. Los conciertos, las entrevistas, las intervenciones televisivas, las poses sexuales, el brillante descaro, etcétera. Y aquella otra imagen, nunca vista, donde mostraba su sexo a un público enfervorecido, completamente entregado a su música y, probablemente, a más de un paraíso artificial. 
Hace doce años, también en pleno verano, yo estaba delante de la tumba de Jim Morrison, en el cementerio de París donde está enterrado, el célebre Père-Lachaise, lugar de peregrinación por excelencia para mitómanos de toda condición. Y allí, en aquel cementerio, una mañana fresca y soleada, volví a pensar en aquel tiempo, el de mis veinte años, encerrado en una habitación y fantaseando con el lado salvaje de todas esas criaturas irrepetibles. Y de repente, en aquel cementerio casi tan transitado como el metro que nos había conducido hasta allí o cualquiera de los museos de la ciudad, me imaginé a Jim, cerca de su propia tumba, observando el espectáculo y riéndose a carcajada limpia de todos aquellos que nos arremolinábamos delante de aquella lápida llena de fotografías del cantante y cercada por varias cadenas. Era lo que correspondía -creo- con la imagen que conservábamos de él de todo aquel tiempo, el de nuestros veinte años, encerrados en nuestra habitación con un solo juguete: la fantasía. 
A ratos, en mitad de la noche, seguimos escuchando su música, adentrándonos en el misterio, leyendo lo último que se ha escrito sobre él. Recordándole. Como también recordamos a Joplin, a Piaf o a Frances Farmer, que cualquier día de estos volverá a aparecer por aquí.

lunes, 1 de julio de 2019

La vida en construcción

Se van construyendo días, y horas, y pequeños instantes que, reflejados a través del cristal de una ventana o de un escaparate o en largas caminatas (desde donde contemplamos la vida que pasa y nos deja un aliento, una tristeza o una sonrisa), quedan plasmados en las hojas en blanco que se llenan de palabras cuando la casa está en silencio, probablemente de madrugada, y los minutos pesan como piedras enormes o avanzan veloces como esas manillas del reloj de las que apenas nos percatamos cuando nos estamos divirtiendo, nos aturden o nos remueven, nos emocionan  o nos desaniman. Se va construyendo la vida con el presente, ese presente donde asoma la nieve o un sol redentor, y también, evidentemente, con el pasado. Ese pasado que trae consigo diferentes gamas de colores y del que no queremos huir. Ni tampoco podríamos hacerlo, huir, aunque quisiésemos. La memoria es el antes y es también el ahora, lo que pasa a nuestro alrededor (contemplado tras esos cristales a los que antes aludía) y lo que pasa en nuestro interior (otra clase de cristales: brillantes, opacos, depende de cada momento, depende de la euforia o de la desgana, depende de cada madrugada). Va pasando así, la vida, entre caminatas, viajes, trabajos, caricias, miradas cómplices y sombras atisbadas, la propia vida de quien sigue amando y escribiendo y descifrando un mundo donde todo -aún- puede ser posible. En Nueva York o en Toledo: no importa el tiempo transcurrido. La curiosidad, que sigue intacta. 
La vida del escritor Hilario Barrero, plasmada en una nueva y deliciosa entrega de sus diarios, 'Prospect Park. Diarios, 2014-2015' (Editorial Renacimiento). Páginas para leer despacio, para comprender al otro, para analizar el comportamiento que nos acerca y nos separa del otro. Para entender que el miedo, no importa la edad, sigue existiendo. Para asimilar que ese miedo -al dolor, a la enfermedad, a la pérdida, a la vejez...- también forma parte de nosotros mismos. Como el paisaje nevado y los hielos del invierno, el calor de la primavera o la sensualidad que trae consigo el verano forman parte de nuestro universo cotidiano. Todas las monedas tienen dos caras, hace tiempo que se aprendió esa lección. El ojo que observa y el alma que se va serenando se encargarán de escoger la más amable, la menos dura. La cara que resquebraje un poco menos que la otra. Porque, pese a los miedos, pese al frío que se recuerda y que se instala en el presente, todo sigue mereciendo la pena.