La mujer estaba sentada a mi lado, en la sala de espera del ambulatorio, planta cuarta, la planta cuyas paredes están pintadas de un azul claro y relajante, sección de cardiología. Tendría en torno a los cuarenta años, aunque, por su atuendo y su peinado, demasiado clásicos para su edad, parecía mayor. Una de esas mujeres -me pareció- con una educación rigurosmente tradicional, siguiendo a rajatabla los consejos de una madre en exceso autoritaria y religiosa. Ella ya había hecho varias pruebas y esperaba los resultados del médico. Aparentaba ser (al margen de aquellas lecciones recibidas de autoritarismo) una mujer normal: correcta, educada, discreta, a su aire. De pronto, la enfermera salió por la puerta y se dirigió a ella con un montón de papeles en la mano. Habló con ella, casi en susurros, le dijo que todo estaba bien, que se relajara, que no tenía que preocuparse por nada. Entonces, aquella mujer más bien menuda, se encolerizó. Una pantera salió de su interior. Tienen que ingresarme en el hospital, tienen que ingresarme hoy mismo, ¿no ven que estoy muy mal?, ¿no lo dicen esos análisis? La enfermera, con dulzura, comprensión y paciencia, trató de calmarla, no se preocupe, no le pasa nada, repetiremos las pruebas en breve, pero estos análisis indican que no tiene motivo para alarmarse ni mucho menos para ingresar en ningún sitio. La mujer, completamente airada, fuera de sí, arrebató los papeles de la mano de la enfermera, soltó un seco adiós y se dirigió, a grandes pasos, hacia el ascensor. ¿Por qué querría aquella mujer ingresar en el hospital? ¿Qué motivos tendría para actuar así? ¿Sólo se trataba de una crisis nerviosa, de un caso de hipocondría excesiva? Quién sabe. Cuando la enfermera me indicó que pasara a la consulta, que ya había llegado mi turno, aún pude escuchar cómo la mujer aporreaba con fuerza el botón de llamada del ascensor y repetía sin cesar aquellas palabras: tengo que ingresar hoy, tengo que ingresar hoy...
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