Cuarenta años de Barrio Sésamo, qué recuerdos. Llegar a casa alrededor de las seis de la tarde, poner el pijama y las zapatillas, y merender un bocadillo de chorizo Revilla viendo aquellas entrañables historietas, después de haber dejado atrás -hasta el día siguiente, claro- aquel siniestro y oscuro colegio de curas en el que estudiabas, era uno de los momentos más esperados y placenteros del día. A lo mejor, llegabas a casa con la cara caliente por los tortazos que te había dado el profesor de matemáticas -un completo amargado que no había llegado ni a cura- por no haber entendido alguna de sus (nefastas) explicaciones. O con el corazón encogido por las burlas de tus compañeros, inicialmente promovidas por el profesor de Manualidades, que no sé quién lo tenga en su gloria, por no saber hacer aquellas estúpidas figuritas de cartulina de color sepia, que, con toda probabilidad, él tampoco sabía montar. (Eso ocurría, sí, a finales de los años 70, en este país, en un colegio religioso y no, como pudiese parecer, en un cuartel militar). A lo mejor, por temor, no decías nada a tus padres, callabas aquel dolor, aquella rabia, aquella impotencia, silenciabas las burlas y la angustia que para un niño supone eso, y te distraías viendo las aventuras de Epi y Blas, de Espinete y Don Pimpón, de Coco y del Monstruo de las Galletas, de la dicharachera rana Gustavo... Todas aquellas historias creadas con talento, inspiración e inteligencia: para los niños y para los no tan niños. El calor de la cara se iba calmando, el dolor de las burlas se iba difuminando con las risas y las sonrisas que te provocaban aquellos personajes, con la comicidad que, de modo natural, establecían con nosotros. Empezabas a camuflar aquel corazón encogido con la magia de otros mundos.
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