Si hay algo que destaca poderosamente en Terele Pávez, más allá incluso de esa voz maravillosa e inconfundible de la que tanto se ha escrito y que nos sigue emocionando como la primera vez que la escuchamos, es la transparencia de sus ojos. Terele tiene la mirada limpia y transparente de la buena gente, de la gente que no juzga, que comprende, que escucha. Unos ojos que están llenos de vida y de vidas, de penas y de alegrías, de experiencias, propias y ajenas, sublimes y dolorosas, que le ayudan a crear los matices necesarios para dar credibilidad a unos personajes -a veces tremendos, a veces de una vulnerabilidad infinita: siempre imborrables de nuestra memoria por breve que sea su aparición en pantalla- a los que ha prestado cuerpo y alma. Así, aquella pobre mujer, víctima de sí misma y de la sociedad que le tocó en suerte, que envenenaba a las señoras de las casas en las que trabajaba. (Mi homenaje aquí también para Pedro Olea, director de largo recorrido y gran oficio, ahora metido en el mundo del teatro). Es uno de sus grandes personajes. Sólo una actriz inmensa como ella es capaz de un prodigio semejante. Las miradas de aquella mujer, a través de los ojos de Terele, asustaban, conmovían, abrasaban. No hay premios suficientes para un trabajo así.
A Álex de la Iglesia -ese hombre al que le debemos unos cuantos momentos de buen cine y una película, "La comunidad", que pasará a la historia de nuestra cinematografía- corresponde el mérito de acercar a Terele a las nuevas generaciones. Álex y Terele, ese tándem (que aumenta, si cabe, en talento, si se une a él la Maura, doña Carmen) que aún no ha dicho la última palabra.
Terele, rubia o morena, guapa o fea, rica o pobre, actriz soberbia en todo caso, cómica de raza, a estas alturas, si fuese americana, tendría un Oscar, dos Tonys, varios Emmys, y un teatro en pleno corazón de Broadway con su nombre en letras bien grandes y doradas. Y ríete tú de Ethel Barrymore.
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