Cuando éramos pequeños, durante todo el mes de julio, mis padres nos llevaban de vacaciones a San Juan, un pequeño y tranquilo pueblo situado a cinco kilómetros de Alicante, que entonces aún conservaba la magia de los paraísos sin masas ni poderosas edificaciones. Como viajábamos de noche, en aquel Seat 127 blanco (el primer coche que tuvimos), mi padre se pasaba las horas previas durmiendo. Mi madre, ultimando el equipaje, nos mandaba callar para no molestarle. Tarea imposible, claro. Ya entonces, la emoción ante los preparativos y la propia idea del viaje, estaba muy presente en mí: qué libros llevar, qué juegos, qué cassetes, qué camisetas... La casa era una algarabía. Mi hermana (como hace ahora Iñigo), siempre más pacífica, reclamaba un poco de tregua. No había tregua que valiese. Ni siquiera luego, en el coche, la había: ¡cómo se podía uno dormir atravesando los campos de Castilla, contemplando aquel cielo estrellado, sintiendo el aire fresco de la noche entrando por las ventanillas!, me preguntaba cuando ella se empezaba a acurrucar bajo aquella manta de cuadros rojos y negros. El viaje era en sí mismo toda una celebración. Y no se podía perder un solo detalle, aunque, año tras año, el trayecto fuese, lógicamente, el mismo. Cantábamos canciones y comíamos los bocadillos que nuestra madre nos había preparado (¡cómo nos gustaba el pan reblandecido por el papel Albal!). Hacíamos paradas en gasolineras y en aquellos bares de carretera, llenos de extranjeros y camioneros (ya barruntaba todo tipo de historias, a cada cual más pintoresca, detrás de cada ser vivo). Y cuando llegábamos, con las primeras luces del día, sabía que comenzaba una nueva aventura, la de las vacaciones, un año más, pero aquélla, la del viaje, era, sin duda, tan importante como la otra.
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