miércoles, 27 de mayo de 2015

Pequeño homenaje a Vicente Aranda

Quedan buenas películas de Vicente Aranda, pese a sus detractores y a las declaraciones de los escritores cuyas obras adaptó (Juan Marsé, Antonio Gala...). `Amantes´, `El Lute´ o `Celos´... Y la serie `Los jinetes del alba´, o `El crimen del Capitán Sánchez´, el capítulo incluido en la serie `La huella del crimen´: cine en estado puro, con ese duelo escalofriante entre Fernando Guillén y Victoria Abril. Son algunas de mis favoritas. Y quedan muchos momentos inolvidables en películas que quizá no alcanzaron las expectativas previstas pero que contienen interpretaciones memorables y tramos importantes de buen cine. El final de `Si te dicen que caí´ es uno de ellos: aquellos dos pobres personajes recorriendo las mesas de los cafés de Las Ramblas. O, dentro de esa misma película -tan irregular como fascinante: fiel reflejo de unos tiempos atroces, tan recurrentes en la obra del director-, Victoria Abril (tremenda a lo largo de toda la función: de rubia o de morena) de rubio platino delante de un espejo tarareando la copla `A la lima y al limón´. Creo que Victoria Abril se llevó los mejores papeles del director (y también los premios: el Oso de Oro en Berlín por `Amantes´, la Concha de Oro en San Sebastián por `El Lute´...), pero no sería justo dejar de mencionar aquel personaje secundario de Charo López en `Tiempo de silencio´ o los de Pilar López de Ayala y Susi Sánchez en `Juana la Loca´. Descanse en paz, señor Aranda. El tiempo le hará justicia. No me cabe la más mínima duda.

lunes, 25 de mayo de 2015

Y a lo lejos, Canadá

Le basta a Pablo Antón Marín Estrada el recuerdo de unos poemas perdidos para construir una de esas vidas que, pese a las ilusiones y las expectativas de aquellas lejanas tardes de domingo alrededor de la charla literaria y cinematográfica, se quedaron en el camino. Con ese recuerdo, el de los poemas perdidos, y unas pocas palabras, apenas tres páginas, construye una vida truncada. Como tantas otras. Esa otra cara de la moneda de la que nunca suelen hablarte cuando aún no cumpliste veinte años y el ansia por devorar ese mundo que tienes (o eso crees) por delante. Es la historia de uno de los textos que componen el último libro del autor asturiano, `Fábules humanes´ (Editorial Impronta). Una de esas historias que te hielan la sangre, acaso como un poema conciso y desgarrador. Tal vez, sin pretensiones de exagerar, podríamos decir que eso es la vida, la mayoría de las vidas: un poema conciso y, a ratos (vamos a dejarlo ahí), desgarrador. Sea cual sea la suerte de cada uno o su destino final. O un pájaro sobre un cable, como escribió Leonard Cohen, presente también en estos textos. Con Janis Joplin, en el Hotel Chelsea, aquella noche de la que surgió una de las canciones más hermosas de todos los tiempos. Ahí estamos de nuevo, delante del hotel neoyorquino que ya cerró sus puertas como una metáfora más de los tiempos decadentes (decadencia vulgar y no aquella divina decadencia de la que nos hablaba la Liza Minnelli de `Cabaret´, Berlín años 30) que estamos viviendo. Ahí estamos de nuevo, mientras leemos este melancólico texto, como si hubiésemos estado ayer mismo o aquella noche -tan lejana, tan cercana- en la que Leonard y Janis, rozando las pieles, se dijeron algunas palabras que se hicieron leyenda. Todo eso, sí. Y una voz, la del hombre que observa el mundo y lo cuenta con palabras. Como Marín Estrada, una vez más, en este puñado de fábulas, de historias, de vivencias, de retazos de vida. De magnífica literatura. De la mejor que se escribe por estas tierras: digámoslo claro. De gran observador y aún mejor narrador y poeta.
Están Janis y Leonard, y están Chavela y Macorina, y está esa mujer anónima que fuma y que se ríe del mundo porque ya sabemos que tiene más sabiduría el diablo por viejo que por diablo. Y están los amigos que ya no están. Porque están muertos o están en Canadá, que igual viene a ser lo mismo, quién sabe. Como ese Freddy del poema que aparece en el libro y que es la sombra de muchos Freddys que casi todos conocimos, allá por los ochenta. Golpes Bajos, Depeche Mode, Parálisis Permanente... y aquellas tardes de las que hablaba al principio de este texto, donde la música -junto al cine y la literatura y las ganas de comerse el mundo- también ocupaba un lugar bien destacado.  Y donde, como Janis y Leonard, corríamos por el dinero y la carne, y eso se llamaba amor.
Están muchas cosas y personajes que ya no están, pero que siguen estando en la memoria de los que estuvimos y seguimos estando, aquí, delante del Hotel Chelsea (¡cuántas cosas nos podrían contar los fantasmas que se quedaron allí encerrados!) o en esa Canadá -real o metafórica- soñada. Qué espléndidos textos. Palabras, libros, canciones, ciudades, infancias, ilusiones, secretos... Acertados textos en su brevedad, afilados como una buena navaja, contundentes como la noche más oscura de ese invierno que no termina, tiernos porque siempre hay que ponerle un poco de ternura a este áspero mundo, aunque sea con palabras ordenadas o desordenadas y aunque sea solo un poco. Que, como dijo aquel otro poeta asturiano, para ella, para la ternura, siempre hay tiempo.
Para la buena literatura, como esta que hoy nos ocupa, también.   
 

viernes, 22 de mayo de 2015

Contra la homofobia, una vez más

Asco, rabia, impotencia, tristeza, hartazgo. Mucho de todo ello. Es lo que siento al leer la noticia de un nuevo ataque homófobo. Esta vez, en Mieres. Localidad que, como sabéis las personas que leéis este blog y mis libros, va asociado a los primeros años de mi vida porque allí vivían mis abuelos maternos. Pero no importan los escenarios. Las agresiones homófobas, muy presentes en los últimos tiempos, no conocen fronteras. ¿El modo de operación? El mismo de siempre. Noche, joven tomando una copa, un grupo de vándalos, insultos, golpes, visita al hospital. Denuncia. A ver qué pasa cuando salga el juicio. Lo apuntaba aquí el otro día: la justicia debe aplicar la ley sin miramientos, castigar de modo implacable este tipo de actos y agresiones. No ceder ni dejar pasar las cosas. Aunque sea una frase manida, es muy acertada: Ni un paso atrás. Y la frase debemos aplicárnosla todos. Toda la sociedad.
Y luego -no me cansaré de repetirlo- está el tema de la educación. Contaba hace poco una buena amiga que tiene dos hijos pequeños (varones) cómo uno de ellos para insultar al otro le llamaba niña. Ahí la madre, mujer sensata y defensora a ultranza de las libertades, frenó en seco. ¿Niña? ¡Eso no es un insulto!, exclamó mi amiga. La educación debe empezar en casa, por los padres. Frenar este tipo de cosas, zanjarlas como hizo mi amiga de manera radical. Aunque puedan parecer nimiedades, cosas de niños, no lo son. El paso del tiempo nunca consigue borrar lo que tus padres te enseñaron bien. Y cuando digo bien, digo explicando las cosas.
Luego están esas personas famosas, homosexuales o no, que ponen denuncias porque algún medio ha apuntado que pueden ser gays o lesbianas. Flaco favor le hacen a la sociedad. Han atentado contra mi honor, dicen. Homofobia encubierta, aunque vayan de personas abiertas y liberales. Si les dicen que tienen los ojos azules, si los tienen marrones, ¿pondrían la misma denuncia? Pues eso. Dejémonos ya de teatros baratos y de rasgarnos las vestiduras por determinadas cosas, que bastante tenemos con otras. Si te dicen que eres homosexual y no lo eres, lo desmientes y punto. Naturalidad. Noto, en este sentido, un gran retroceso. Antonio Banderas fue el primero en decirlo. Hubo un tiempo en que, dados los papeles que interpretaba a las órdenes de Almodóvar sobre todo, decían que podía ser homosexual. El salió a la palestra, lo desmintió y a otra cosa. Insisto: con naturalidad. Que es como debemos afrontar las cosas.
Sé que queda mucho camino por recorrer, mucha intransigencia contra la que luchar, mucho que educar (en los colegios y, sobre todo, en las casas). Sé que volveré a escribir sobre ello porque todos estos ataques homófobos me parecen una de las más aberrantes e injustificadas maneras de agredir al ser humano. Pero sé que hay que alzar la voz porque ahí, sin que lo sepamos, en cualquier colegio de cualquier ciudad, sigue habiendo niños pequeños que sufren por una condición de la que, seguramente, no tienen demasiada noticia todavía.

martes, 19 de mayo de 2015

La mujer dañada

Una mujer vuelve a su país de origen, Argentina, y a la ciudad donde vivió, Temperley, después de veinte años de ausencia. No es la misma mujer que vivió allí y que tuvo que dejar atrás ese lugar. La familia y la vida que había construido. Todo en ella ha cambiado: el físico y el interior. Un cambio casi espectacular. Atrás queda un pasado. Una brecha. Una historia terrible por la que se vio obligada a huir, a escapar. Ahora regresa, temblorosa. Expectante. Más temblorosa que expectante, cabría decir. Y recuerda. Y escribe. Dirige sus palabras a alguien a quien tuvo que dejar (su fotografía la acompaña) y que mejor no vamos a desvelar aquí. El dolor fue inmenso. Intenta, ahora, paliarlo con las palabras. Suavizar las causas que le hicieron abandonar su país y el terrible vendaval que vino después del suceso que desencadenó esas causas. Escribe ella, la mujer dañada. La protagonista de la historia, que también ha modificado su nombre. Poco a poco, vamos descubriendo las razones de todo aquello. El miedo, las inseguridades, la ferocidad de casi todas las personas que la rodeaban. La incomprensión. La vida que a ratos golpea sin piedad, incomprensiblemente. Ese punto que puede llegar a aislarnos del resto de la sociedad. Que puede llegar a conseguirlo. Que lo consigue.
Claudia Piñeiro logra que no dejemos de interesarnos en la historia en ningún momento, que queramos seguir investigando, levantando capas y más capas, hasta llegar a la raíz, al problema, a la desazón, casi hasta la locura de esa mujer que ha cambiado de nombre (de color de ojos y de color de pelo), que busca la amabilidad de los desconocidos (muy acertadas las referencias a Tennesse Williams, Simone de Beauvoir y Alice Munro: a los grandes relatos y personajes de ficción que aquí se mencionan), la mujer dañada, y a todo aquello en lo que se vio envuelta. Ahora es otra mujer, sí, y busca y da explicaciones, pero, pese a la seguridad de quien la apoyó, sigue temblando. Y ese temblor nos llega a nosotros, los lectores, como uno de los mayores aciertos de esta espléndida novela, `Una suerte pequeña´ (Alfaguara, 2015). Novela que se va abriendo, que a veces capta rápidamente la esperanza y otras no lo hace con tanta rapidez. Novela que se va construyendo con esas capas que envuelven, que aúpan, que aniquilan, que ayudan a sobrevivir. Novela que se sitúa entre las mejores narraciones de su autora. `Las viudas de los jueves´ y `Un comunista en calzoncillos´, por ejemplo (`Elena sabe´ sigue siendo el único libro de Piñeiro que aún no he podido leer, lamentablemente). Y que, jugando con su título, no es una suerte pequeña leerla. Más bien al contrario.

lunes, 18 de mayo de 2015

La butaca

La butaca estaba ahí, en un rincón del Urban, la mejor coctelería de Oviedo. ¡Una butaca de cine! De uno de los cines que había en esta ciudad y que, desgraciadamente, ya no existen. Parecía en buen estado. Podría ser del Ayala, del Principado... Un revoltijo de sensaciones me asaltaron. Quizá me hubiese sentado alguna vez en ella. En aquel tiempo. El de la adolescencia y la juventud. Tantas tardes y tantas noches en aquellos cines. Los viernes (días de estreno), los sábados, los lunes (días del espectador), los miércoles... Casi todos los días, en realidad. Viendo todo tipo de cine. A pesar del tiempo transcurrido desde su cierre, sigo echándolos mucho de menos. Quizá aún más cada día que pasa. Los cines de los centros comerciales nunca serán lo mismo. El paisaje de un tiempo decididamente único. El tiempo de la formación y los descubrimientos. El olor de las salas, la emoción por ver a algunos de tus intérpretes favoritos, el ansia de conocimiento... Había días -los viernes, sobre todo- que podía ver dos películas seguidas en aquellos cines. En la primera sesión y en la siguiente. De un cine a otro (en esta ciudad no hay distancias: es una de sus cosas positivas). Creo que pocas veces he sido más feliz que en aquellas tardes de sesión doble. Pese a la soledad del adolescente diferente (del que tanto y tan bien escribió el añorado Terenci Moix en sus memorias y artículos). A aquel adolescente solitario que sólo le interesaba el cine, el teatro, la música, la literatura... El cine. Ahí estaba, en una de aquellas salas, la butaca que ahora descubría en el Urban, tomando un gin-tonic bien preparado, una tarde cualquiera, celebrando con buenos amigos que hoy estamos todos juntos. Me gustó lo inesperado del hallazgo. Tuve una primera reacción, la de sentarme en aquella butaca y hacerme una foto. Pero no lo hice. Un extraño vértigo se apoderó de mí. Diferentes emociones. Un cierto respeto. Y no lo hice, no me senté. La seguí observando de lejos. Recordando, una vez más, aquel tiempo. Ni siquiera la fotografié con el móvil. Quizá otro día vuelva y lo haga. La fotografíe. La butaca de uno de aquellos cines. En el Urban. La butaca, ahí, como la célebre magdalena proustiana. Todos los hilos se deshicieron por unos instantes para volver luego a su sitio.  

domingo, 17 de mayo de 2015

Día Internacional contra la homofobia y la transfobia

Diecisiete de mayo. Día Internacional contra la homofobia y la transfobia. La lucha continúa. Según las noticias, cada vez son más abundantes los ataques y la intolerancia en nuestro país. No se puede dar ni un paso atrás. Hay que dar la cara, respetar y hacerse respetar. No se puede consentir ni un insulto, ni una bromita grosera, ni un solo desliz. Hay más de ochenta países donde la homosexualidad está perseguida, incluso castigada con la pena de muerte. Países donde los homosexuales no podemos viajar. Así de simple e injusto. No lo olvidemos. No hay que bajar la guardia. Y los gobiernos -todos ellos- deben ser implacables. Aplicar las leyes pertinentes, castigar sin miramientos las agresiones y la violencia. No tolerar el más mínimo síntoma de discriminación (qué palabra más fea). Y educar, educar, educar... En casa y en los colegios. Educar a los niños desde bien pequeños. Hay que mantenerse alerta. Siempre.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Antes del fin

Desde el comienzo de su carrera literaria (carrera que, a mi juicio, como he ido señalando últimamente en diferentes medios, considero que debe situarse ya -dejémonos de tonterías- en la lista de premios como el Princesa de Asturias o el Cervantes) , Soledad Puértolas ha ido compaginando novelas y libros de relatos. Relatos que, en esos libros, siempre han tenido un nexo en común. Nunca se trata de meras recopilaciones o de cuentos agrupados al tuntún bajo un sugerente título. El adiós a la juventud, el recuerdo de determinadas etapas de la vida, las compañeras de viaje o esa sensación de encontrarse ante algo que se acaba, que se interrumpe, como ocurre aquí, en este magnífico libro que ahora se publica, `El fin´ (Editorial Anagrama). Precisamente, ese relato, el que da título al volumen, puede situarse ya por derecho propio entre los mejores cuentos que ha escrito Soledad. (Hay, en este sentido, mucho material donde escoger: me vienen a la cabeza de pronto `La hija predilecta´, `Espejos´ o  `La corriente del golfo´). Le bastan unas pocas páginas, una llamada de teléfono y un inesperado incidente para dejar constancia de eso que se va entreviendo, eso que en algún momento se interrumpirá, el final, aunque, como corresponde, el hijo de la historia le quite todo el hierro al asunto. Pero hay más, claro. Como ocurre siempre en los grandes relatos. Ese incidente y esa llamada telefónica sirven para mostrar -en apenas unas pocas páginas, insisto- los temores de los protagonistas, el implacable paso del tiempo, lo que nos aguarda, lo que ha quedado atrás. Podríamos decir que la frase final del cuento (que también es la frase final del libro), sin aspavientos ni vanidades, contiene buena parte de la complejidad de esta existencia. En su sencillez, abarca largos recorridos. Y todos los enigmas que arrastran esos extensos recorridos.
Es sólo un ejemplo. Previamente, hemos leído una serie de relatos a los que bien podría aplicarse esa frase de Alice Munro que dice: "La vida es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Ahí están esas vidas que Puértolas atrapa en un momento de su tiempo. Con un instante, en ocasiones, es más que suficiente. Con un instante, recordamos todo lo demás: quiénes fuimos, quiénes somos. E intuimos lo que, quizá, seamos en breve, traspasando esa puerta que se abre. Como le ocurre a la protagonista de `Mesas´, otra brillantísima muestra del talento narrativo de su autora. `Laureles´: ¡qué manera tan sabia de plasmar la frustración! O `La mano en el aire´, tan enigmático, tan bien resuelto, que nos remite a otro de los autores favoritos de la autora (hay varias referencias explícitas en el libro: Henry James, Chéjov...), Raymond Carver. Y también a la propia Munro, a esa necesidad que despiertan los cuentos de la escritora canadiense de volver a ellos, a releerlos una y otra vez, para captar ese detalle que siempre -siempre- se nos escapa. Esa necesidad, la de releer sus relatos, también esta en los cuentos de Soledad Puértolas. Tan enormes en su sencillez. En esa sencillez que, como mencionaba antes, abarca largos recorridos.  
Lo que está, lo que ya no está, lo que se nos escapa, lo que tratamos de atrapar y de recuperar, lo que nos resulta imposible de atrapar y de recuperar, lo que surge y lo que sólo se intuye, lo fugaz y lo que permanece, lo que sucedió y lo que se recuerda. Todo eso está en estos relatos, en todos ellos. Lo inesperado, una vez más, antes del fin. O de la propia idea del fin.

 

sábado, 2 de mayo de 2015

Las madres que cuentan

La primera luz, el primer llanto, las primeras caricias, la hora de nuestra llegada a este mundo, los primeros días de vida... Todo eso que no somos capaces de recordar pero que ellas, nuestras madres, sí lo hacen y nos lo recuerdan a nosotros, los hijos, cada cierto tiempo. La primera luz, el primer llanto, las primeras caricias, la hora de nuestra llegada a este mundo. Y ya estamos aquí. Ahí. En los brazos de nuestra madre, indefensos y peleones, llorosos y amoratados, arrugados y sin dientes (como estaremos después, arrugados y sin dientes, cuando seamos viejos), casi diminutos. Ajenos por competo al paso de los años. Ajenos a casi todo, en realidad. Pero los años van pasando, el tiempo se nos echa encima casi de un modo despiadado. Y seguimos ahí, en los brazos de nuestra madre, como en esos días en los que la vida pesa demasiado y buscamos un refugio del que sabemos que nadie nos echará. Cada vez van quedando menos certezas, pero una de ellas es ésa: de ese refugio nadie nos echará. Hoy, mañana o cualquier otro día. Esos  días, ya digo, en los que la vida pesa demasiado y todo se vuelve cuesta arriba. Todo son misterios, enigmas difíciles de resolver. Que hay días para todo. Días, incluso, para recordar acontecimientos lejanos que parece que sucedieron ayer mismo, a última hora de la tarde. O que, en realidad, sucedieron ayer mismo, a su lado. Los paseos por la ciudad y por la playa, las enseñanzas, los caprichos, los regalos, los libros, las risas, las tardes haciendo deberes, las noches de insomnio, los agobios, los desvelos, los dolores que van surgiendo del hecho de estar vivos. Los dolores físicos y los otros, los que nos agujerean el corazón y machacan nuestros pensamientos. Ellas, las madres que están ahí. Aquí. Como la mía. Mi madre. Hoy, mañana y todos los demás días, que no sé yo quién inventó esta tontería de que las madres deben tener un día especial. Todos los días tienen que ser (son) especiales con ellas, para ellas. Con las madres que se lo merecen. Las madres que cuentan, que están. En fin.
No todas las madres son iguales, eso es evidente. He conocido madres verdaderamente despiadadas con sus hijos (con sus hijas, en algún caso concreto), no hace falta que nos remontemos a Medea. Por eso no se puede generalizar. Cada madre, como cada persona, es un mundo. Por eso a mí me gusta hablar (y escribir) de la mía, que es la que mejor conozco y que es una madre extraordinaria. Que escucha, que comprende, que apoya, que no juzga. Que está. Sabe que la vida es como es, que va a su aire, y así hay que aceptarla. Con sus lados buenos y sus lados menos buenos. Nadie dijo que esto fuera un camino de rosas, precisamente. Y ahí estamos. Disfrutando de lo bueno y sobreponiéndonos al resto. Los meses avanzan a toda velocidad en el calendario y conviene atrapar los momentos. El momento. Este momento en el que escribo sobre ella. Ese otro momento que llegará más tarde, cuando volvamos a compartir charla y mantel, preocupaciones y proyectos, algarabía y vermús.
Escribe Richard Ford sobre su madre: "Pero de alguna forma ella me hizo posible expresar mis afectos más auténticos, como lo haría un pasaje de gran altura literaria con un lector devoto". Esa madre, sí, también es la mía. La que me ha acompañado hasta aquí. La que sigue haciéndolo. Una de las que cuentan.