No creo que sea necesario hablar a estas alturas de la calidad interpretativa de Jessica Lange, de su arte delante de las cámaras, sobre los escenarios. Llegó, desde su Minnesota natal -tras una breve estancia en España y en París, donde llegó incluso a hacer de mimo por las calles: su obsesión siempre fue obtener de su cuerpo gestos que otorgasen sentimientos verdaderos, que expresasen algo más que esa innegable rotundidad física que posee-, a Nueva York en la década de los setenta. A aquella ciudad, en aquel tiempo, que Patti Smith, gran amiga de la actriz y de su marido, el actor y escritor Sam Shepard, define en su reciente libro de memorias, Éramos unos niños, como “una urbe auténtica, furtiva y sexual”. Buscó una oportunidad en el cine. La consiguió subida a las garras de King Kong. Obtuvo por ella las peores críticas de su carrera. Sólo la veían como un rostro bonito, un cuerpo perfecto y tremendamente sensual. Prosiguió en el empeño. La Cora de “El cartero siempre llama dos veces” (aunque esa versión de la película le provocase el vómito a la mismísima Lana Turner, la Cora de la versión anterior, como ella misma reconoció con un gesto de lo más significativo cuando vino al festival de cine de San Sebastián para recoger el Premio Donostia, que, unos años más tarde, por cierto, recibiría la propia Jessica de manos de José Coronado y con un Kursaal completamente entregado a sus méritos), con aquella inolvidable escena sexual sobre la mesa de la cocina incluida, le otorgó un prestigio que ya no volvió a tambalearse, ni siquiera cuando se subió por primera vez a las tablas de Broadway y los críticos no aplaudieron su interpretación de la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”. La leyenda ya estaba forjada. Trabajos siempre interesantes, arriesgados, que huían de lo fácil, de lo establecido. Algunas películas menores donde lo mejor siempre era su presencia, su entrega, su credibilidad. Dos Oscar -como actriz secundaria y como principal- de un total de seis nominaciones, varios Globos de Oro, un Emmy, el mencionado Premio Donostia y demás premios, distinciones y reconocimientos por todo el mundo. Una de las grandes. Una de las que pasará, sin lugar a dudas, a la Historia del cine. (Estas palabras cobran aún más significado cuando vemos a todas esas actrices, tan parecidas unas a otras y tan faltas de personalidad, que llegan del cine americano actual y que se irán sin pena ni gloria).
Entre medias, entre un papel y otro, Jessica viajaba por el mundo con su cámara de fotos a cuestas. Descubrió, en esos viajes o en los descansos de los rodajes, que colocarse al otro lado de la cámara también tenía para ella su punto de interés. Allí, situada detrás del objetivo, buscando la luz, otro tipo de luz, pasaba desapercibida y no se sentía observada. Y aquello le gustó. Captó imágenes de personas solitarias, de miradas tristes, de seres que deambulaban por una cuerda que terminaría aflojándose, el vacío de los paisajes nevados del norte, de los parajes machacados por el sol. Siempre en blanco y negro, buscando, de día o de noche, la parte emocional del ser humano, de las pequeñas cosas. Ahí reside siempre la base que conforma el arte más creíble. Ella, Jessica, lo sabe bien. Más deudora de Cartier-Bresson que de Diane Arbus, según respondió la otra mañana a la pregunta que le formulé, aunque a veces veamos en sus imágenes rastros de la soledad, la desgarradora tristeza, el patetismo y la crueldad -algo más edulcorados, eso sí- que habita en los trabajos de aquella genial fotógrafa neoyorquina. Trozos del mundo que ella ha visto son los que conforman ahora esta espléndida exposición que puede verse en el Centro Niemeyer de Avilés. Y también están las fotografías que realizó en sus viajes a Méjico, uno de los lugares que más la obsesionan. Su exceso, su peligrosidad, su misterio y esa luz que une el final del día con la noche, quedan perfectamente reflejados en esta parte de la exposición. Ahora, le queda acercarse de nuevo por allí para retratar la celebración del día de los difuntos. Todo un acontecimiento. Otra luz, seguramente. La misma obsesión por su búsqueda.
Entre medias, entre un papel y otro, Jessica viajaba por el mundo con su cámara de fotos a cuestas. Descubrió, en esos viajes o en los descansos de los rodajes, que colocarse al otro lado de la cámara también tenía para ella su punto de interés. Allí, situada detrás del objetivo, buscando la luz, otro tipo de luz, pasaba desapercibida y no se sentía observada. Y aquello le gustó. Captó imágenes de personas solitarias, de miradas tristes, de seres que deambulaban por una cuerda que terminaría aflojándose, el vacío de los paisajes nevados del norte, de los parajes machacados por el sol. Siempre en blanco y negro, buscando, de día o de noche, la parte emocional del ser humano, de las pequeñas cosas. Ahí reside siempre la base que conforma el arte más creíble. Ella, Jessica, lo sabe bien. Más deudora de Cartier-Bresson que de Diane Arbus, según respondió la otra mañana a la pregunta que le formulé, aunque a veces veamos en sus imágenes rastros de la soledad, la desgarradora tristeza, el patetismo y la crueldad -algo más edulcorados, eso sí- que habita en los trabajos de aquella genial fotógrafa neoyorquina. Trozos del mundo que ella ha visto son los que conforman ahora esta espléndida exposición que puede verse en el Centro Niemeyer de Avilés. Y también están las fotografías que realizó en sus viajes a Méjico, uno de los lugares que más la obsesionan. Su exceso, su peligrosidad, su misterio y esa luz que une el final del día con la noche, quedan perfectamente reflejados en esta parte de la exposición. Ahora, le queda acercarse de nuevo por allí para retratar la celebración del día de los difuntos. Todo un acontecimiento. Otra luz, seguramente. La misma obsesión por su búsqueda.