miércoles, 28 de noviembre de 2012

El amor por los libros

Pocas cosas me gustaban más cuando era un niño que recorrer las pequeñas tiendas del barrio de la mano de mi madre. Eran sábados por la mañana y no importaba que lloviese o hiciese sol: la cita estaba asegurada. La carnicería, la pescadería, la frutería, la ferretería (si algo se necesitaba de allí)... Y la librería, por supuesto. Ahí, los dos lo sabíamos, la parada era obligatoria. Me gustaba el olor que había allí, a papel y a libro nuevo. Me gustaba coger el libro que ese día iba a comprar y hojear los demás, acariciarlos, saber que estaban allí, en aquellas estanterías, y que al sábado siguiente o al otro volveríamos a por ellos. Mi madre nunca escatimó en eso. Siempre me compró los libros que le solicitaba. A día de hoy, dadas mis circunstancias laborales, aún sigue haciéndolo. En menor medida, claro, porque las cosas están tremendas para todo el mundo, incluidos los jubilados que tienen que pagarse las medicinas (abundantes, por desgracia, en el caso de mi madre). La pequeña librería que estaba al lado de nuestra casa, Aldebarán. ¡Quién me iba a decir a mí que años después acabaría trabajando en ella! Pero antes de eso, ya siendo un adolescente, seguía comprando allí, entablando relaciones con aquella librera, Paquita, que el tiempo ha convertido en un referente de esta ciudad. Conozco a mucha gente que la atraviesa, de punta a punta, para comprar sus libros en ella, también ahora que su hija, Patricia, se ha hecho cargo de la librería. Muchas veces, si leía en el periódico que alguno de mis autores favoritos acababa de sacar un libro, corría veloz a la librería a solicitarlo. Ay, no ha llegado todavía, decía Paquita. Mira en esas cajas que están ahí, aún sin abrir, añadía. Me encantaba hacer eso, abrir aquellas cajas, repasar las novedades que habían llegado y que a ella aún no le había dado tiempo de colocar en las estanterías o el escaparate. Pero no, el libro aún no había llegado. Tocaba esperar. Por la tarde, en uno de mis solitarios paseos (ah, el adolescente que se sabe diferente), me solía acercar a la mesa de algunos de los grandes almacenes de la ciudad, y descubría que allí ya había llegado el libro que por la mañana le había solicitado a Paquita. Qué injusticia. Compraba allí el libro, no podía evitarlo. Tal era mi impulso, mi pasión, la necesidad de tener aquel libro. (Todo eso que, hoy, pese a los años transcurridos, sigue intacto, afortunadamente). Lo compraba, lo leía y lo devolvía. Y luego, a los pocos días, me lo compraba en Aldebarán. Me parecía que aquella mujer que no otorgaba ninguna relevancia a su evidente belleza física y que llevaba sola aquella pequeña librería, que se esforzaba (económica y laboralmente) por tener todas las novedades y en ir haciendo un fondo decente, se merecía más el dinero que aquellos grandes centros comerciales que vendían libros sin saber, en algunos casos, muy bien qué título o autor estaban vendiendo y te ponían cara de extrañeza si les preguntabas por algún título que no estaba en la mesa de novedades. Luego, ya digo, yo mismo trabajé en aquella librería durante unos cuantos años. Fueron tiempos felices, sí, intentando sacar adelante aquel pequeño negocio con algunas de las ideas de Paquita y con las mías propias. ¡Cuántas cosas se aprenden trabajando en una librería! Es una de la cosas que más echo de menos en estos tiempos. Pero ésa es otra historia. Aunque siempre he dicho que me considero tanto escritor como librero. Ser librero no es vender libros. No se trata sólamente de eso. Es mucho más. Es sentir el amor por los libros y querer transmitirlo de la mejor manera posible, de la forma más adecuada, según cada caso. Siempre digo que algún día escribiré mis memorias como librero. Uno se encuentra con todo tipo de historias: cualquier librero lo sabe. El día 30 de noviembre se celebra el día de las librerías. Tiene que ser, como el día del libro o los días de Navidad, un día mágico. Las librerías abiertas durante todo el día, los (hoy más que nunca) necesarios descuentos, la alegría (ay) por comprar. Por hacerse con ese libro que llevamos deseando desde hace semanas, arañando presupuestos, para sumergirte luego en él, una vez más, con la ilusión de las primeras veces, de las primeras lecturas. Esas que ya nunca olvidaremos. Que la fiesta, pese a todo, no decaiga. Que eso, los sueños y la fascinanción que siguen provocando en nosotros los libros, no desaparezca nunca. Que sea lo último que nos arrebaten.

martes, 27 de noviembre de 2012

Resistir, después de todo

Es un lunes, cualquier lunes, pero podría ser un día cualquiera de un otoño que se enreda definitivamente ya en el invierno. La barrita de incienso que hace rato has encendido se está consumiendo casi por completo, pero su olor aún se esparce por la habitación. No te percatas demasiado en la música que suena desde Radio Clásica: está ahí, como casi siempre, acompañando lecturas o escritos. O momentos en los que no hay lecturas ni escritos. Sólo instantes en los que, abandonados el libro o el lápiz, te detienes a pensar. O a contemplar algo. Como ahora mismo. Sí, ahora mismo. Miras la lluvia. Al otro lado de la ventana, la lluvia que cae con fuerza, retumbando en el suelo, golpeando los cristales. Miras la lluvia y, de pronto, no piensas en nada. Es una sensación curiosa. Como si te disolvieses en ese paisaje. Todos los estados de ánimo, todos, altos y bajos, se quedan atrás. La mirada sólo se concentra en eso, en las gruesas gotas que, entremezcladas, conforman una extraña danza. Guarecerse de la lluvia, piensas en esa frase. ¿Acaso no sea la lluvia un refugio en sí mismo? Hay cosas que dan más miedo, mucho más miedo que la lluvia. De repente, vienen algunas de esas cosas a la cabeza y tu pensamiento las aparta con la violencia de un manotazo. Pensar que hoy es lunes, que el otoño ya está enredado en el invierno, y de la continuidad del viaje, por espinoso que sea, ya hablaremos cuando se presente. De momento, estamos aquí, al otro lado de la lluvia, contemplándola. Es un momento sosegado. Uno de esos momentos a los que hay que agarrarse y no dejar escapar. Sigues contemplando la lluvia y, deshaciendo el blanco en el que estaba sumida la mente por unos instantes, empiezas a recordar algunos de los poemas que acabas de leer. Apenas un puñado de poemas que reflejan todas las cosas del mundo. Buena parte de ellas al menos, aquellas que más nos importan. Las que van dejando huella. Dejas de mirar la lluvia y coges de nuevo el libro, "El síndrome de Kalashnikov", de Natalia Menéndez. Uno de esos libros, intuyes, que pronto empezará a estar manoseado de tanto recurrir a él. Lees en voz alta, ahora sí. Lees para que te escuche quien te acompaña en el viaje. Y escucha. "Arañar con los ojos en blanco,/ remover la tierra,/ despegar de la piel los granos de arena/ que ya no nos pesan,/ saltar el foso y/ amortiguar la caída con copas y abrazos./ Resistir, después de todo". No sobra ni una palabra, ni se necesitan más. No sólo en este poema: también en el resto del libro. Despojada de todo artificio, esa voz, la de Natalia Menéndez, se ha presentado esta tarde en la casa, entre la resaca feliz de estos últimos días y alguna que otra decepción (es inevitable). Y de repente, esa voz poderosa lo ha llenado todo y le ha dado sentido al sinsentido de los lunes. (Al sinsentido en el que a ratos, sea lunes o cualquier otro día, se convierte todo esto: lo raro que sigue siendo vivir). Como la voz que escucha, que me está escuchando de nuevo, le da sentido al viaje. "Si tuviera que salvar algo del invierno,/ nos salvaría a los dos por estrechos pasillos,/ la ciudad gris y sus parques,/ aquel bar abierto de madrugada,/ el frío industrial y los poemas a medio escribir,/ bajo una luna afilada en cualquier parte". Sigue lloviendo, sí, y no sé si la lluvia querrá o no protegernos de tantas cosas (ni me importa demasiado, para qué engañarnos). Mientras tanto, lo hacen las palabras (palabras que perdurarán en el tiempo y que recomiendo con fervor no perderse) de Natalia Menéndez. Su sencilla y honda manera de dejar rastro.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Sara

Nos citamos en un local de comida rápida. En un Macdonald´s, para ser exactos. Previamente, por teléfono, así me lo había pedido. Ningún inconveniente, le dije. Llegó a la hora acordada. Yo ya la estaba esperando en una de las mesas más discretas, en la parte de arriba. Era la una del mediodía. No había mucha gente aún. Enseguida la reconocí. Me estrechó la mano, me dijo que era aún más guapo que en las fotos que aparecían en los periódicos y en las que tenía colgadas en el perfil de la red social que utilizo (la misma que utiliza ella: a través de ahí se empezó a dirigir a mí y comenzó nuestra amistad, aunque en su perfil no haya -todavía- fotos suyas y su nombre no sea el verdadero). Le agradecí el piropo con una amplia sonrisa. Se quitó el abrigo, dejó el bolso a un lado, y se sentó enfrente de mí. Me explicó que le apetecía comer uno de esos menús de hamburguesas y patatas saladas porque él nunca se lo permitía. Decía que toda esa comida era muy perjudicial para la salud. Él era su marido. Aún lo es. Aunque hacía nueve meses que lo había abandonado, según me había contado en los correos que me enviaba. Desde entonces, pese a las ganas que tenía por uno de aquellos menús, nunca se había atrevido a entrar sola en un Macdonald´s. Como antes tampoco se había atrevido a hacerlo en los de la ciudad en la que vivió durante cuatro años, ni siquiera en los de los centros comerciales. Temía que en cualquier momento, mientras estuviese comiendo uno de aquellos menús, él entrase por la puerta y le montase alguno de sus numeritos. Su marido era un maltratador. Por eso, después de muchos miedos e inseguridades, de algunos intentos previos fallidos, le había abandonado. No sé cómo logré hacerlo, me dijo, aún no lo sé. Coger cuatro cosas y marcharme de casa. Lo hice, como te dije en un correo, mientras él estaba trabajando. Lo tenía todo pensado, la noche anterior apenas pude conciliar el sueño. Sabía que nada más que se marchase a la oficina, yo cogería el primer tren y regresaría al norte, a esta tierra, donde vive mi tía, la única hermana de mi madre, la única pariente cercana que me queda. No te puedes imaginar, señaló, los nervios que pasé en aquellos momentos. Nunca me había sentido así de mal. Nunca. Tenía ganas de ir al baño constantemente, de vomitar. Una especie de electricidad recorría todos los rincones de mi cuerpo. Lo hice todo de un modo automático: ducharme, vestirme, meter aquellos cuatro trapos en una maleta... Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta de aquella casa que habíamos compartido, me hice pis sin darme cuenta y tuve que volver a meterme en la ducha y cambiarme de ropa. Las manos me temblaban, todo el tiempo. Casi tanto como ahora, mira. Y sostuvo su mano en el aire por unos segundos: temblorosa. Fueron muchas palizas. Muchas. Sin venir a cuento. Estando borracho y sin estarlo, que tampoco es que bebiese tanto. No sé cómo aguanté todo aquello. No, no lo sé, susurró. Parecía a punto de echarse a llorar. No quiero llorar, perdóname. Puedes hacerlo libremente, le dije: no hay que avergonzarse por llorar, es una necesidad como otra cualquiera. No, respondió tajante. Esa etapa ya quedó atrás. No quiero decir que soporté todo aquello en nombre del amor. Me avergüenza decir eso, a día de hoy. Porque ahora sé que el amor es otra cosa. "El amor no es la ostia", como dicen por ahí. Y tienen razón. Si las busco, las razones, digo, tampoco las encuentro. Le quería, sí, ¡fíjate qué estúpida!, pero esa tampoco es válida. No quiero pensar mucho en ello tampoco, si te soy sincera, ¿para qué? Quiero mirar hacia delante. Leer tu novela, desdramatizó. Todo lo que escribes me gusta mucho, ya lo sabes, por eso me apetecía, como te dije por correo, conocerte en persona. Gracias, murmuré. La valentía con la que expones algunas cosas de tu vida, me dijo, me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas. Gracias, repetí. Trabajo, como te dije, en la tienda de mi tía, en el pueblo. Una de esas tiendas que tienen de todo. Aunque estudié magisterio, no se me van a caer los anillos por vender hilos o lo que haga falta. Todo lo contrario: me sirve para estar entretenida. También leo mucho, como siempre. Ella, mi tía, está a punto de jubilarse y necesita ayuda. En más sentidos de los que imagina: los años no pasan en balde. Vivo con ella, en el piso que tiene justo encima del negocio. A veces, suena el teléfono en mitad de la noche y las dos sabemos que es él, a más de mil kilómetros de distancia, pero, aunque algo se remueve en mi estómago, estoy empezando a sentir ese sonido como si sintiera el de la lluvia que cae por la noche. Menos reconfortante, claro. Saldré de ésta, me digo por lo bajo, tratando de conciliar el sueño de nuevo. Claro que saldré, repite. Cuatro años de matrimonio no se olvidan así como así, y más de un matrimonio así, pero hay que intentarlo. Querer es poder. Tengo cuarenta y cinco años. Hay que mirar hacia delante, siempre, siempre, aunque nos parezca imposible a ratos. Hay que seguir, añade. No queda otra. Oye, ¿pedimos ese menú? Yo creo, prosigue, que me voy a tomar dos... Y se ríe. Tiene una risa hermosa, fresca. Como si no le hubiese pasado nada malo en la vida. Como si la inocencia aún estuviese muy presente en ella. Yo pido, dice cogiendo la cartera del bolso. Y mientras la veo alejarse con paso firme de la mesa -la imagen de una mujer joven, guapa, con ganas de hacer cosas...-, en dirección a la zona de pedidos, sé que esta mujer se ha salvado. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Viaje en tren

El sonido del tren, al arrancar, me remite a otros viajes, más o menos lejanos, y me reconforta. En la bolsa, como siempre, llevo libros y cuadernos, pero no quiero leer ni escribir nada. Sólo mirar el paisaje, pensar en mis cosas, dejarme llevar por los pensamientos y la imaginación, evadirme. El día es gris, muy gris, sin apenas luz, como si la noche no quisiera desaparecer del todo y aguardase fundirse de un momento a otro en la noche siguiente. La sensación de que la lluvia hará en breve su aparición es constante. No importa. El tren va dejando a su paso árboles con hojas amarillas y marrones, árboles ya sin hojas, cuyas ramas, de cuando en cuando, en lentos y silenciosos movimientos, agita el viento. "El silencio puede ser más punzante que las palabras", escribió Montserrat Roig en una de sus últimas crónicas. Pienso en ella, en Montserrat, que nos dejó un día de noviembre de hace veintiún años, dejando una importante obra que hoy, lamentablemente, más allá de bibliotecas o librerías de viejo, es muy difícil encontrar. El mundo literario está lleno de injusticias así. De punzantes silencios. Las mesas de las novedades se llenan de basura y libros importantes se quedan en el más absoluto de los olvidos, sin que nadie haga nada por evitarlo. Enfrente de mí, una mujer cruza su mirada con la mía. Lleva unos auriculares en los oídos (¿qué estará escuchando?), el plumas abrochado hasta el cuello y la cabeza, con falta urgente de tinte, de dos colores. De tres, para ser exactos: rubio, moreno y canoso. Tiene cara de sueño, de malas pulgas y unas irrefrenables ganas de fumar. Hay personas a las que se les adivina enseguida ese pensamiento. Sobre todo, en los viajes, por cortos que sean los trayectos. Sé que ella está pensando en eso, en fumar. Y cuando me encuentro a alguien así, con ese ansia por el tabaco, sea la hora que sea, me apetece encender un cigarrillo, aunque yo por las mañanas casi nunca fume. Vuelvo al paisaje que se puede ver a través de la ventanilla. El humo que sale de las chimeneas de algunas casas; algunos hombres, muy abrigados, trabajando la tierra, cubriendo algunos tramos con grandes plásticos; perros que ladran, dejando el vaho que sale de sus bocas suspendido en el aire durante un buen rato. No sé muy bien los motivos (o quizá sí), pero tengo la sensación de que en estos días iremos dejando atrás algunas etapas. Vivimos en la incertidumbre de un tiempo que se agota. Y eso siempre provoca un estrés que va más allá de lo recomendable. Es lo que traen consigo estos tiempos. Pero no voy a pensar en eso. Ni en esas traiciones cercanas que vinieron de quien menos nos esperábamos (qué pena). No, no puedo pensar en eso esta mañana. El dolor, a veces, hay que dejarlo a un lado para seguir el camino. Tu propio camino. Ni quiero volver a encontrar mi mirada con la de la mujer que va enfrente de mí porque sé que su ansia por el tabaco acabará poniéndome tan nervioso como a ella. Quiero cerrar los ojos, adormecerme aunque sólo sea por unos minutos. Y cuando llegue a mi destino, bajar del tren, caminar entre gente desconocida, sentir el olor del mar, el rugido de las olas embravecidas por el temporal, las gruesas gotas de lluvia que caerán y que luego, casi de inmediato, dejarán de hacerlo. Encender -acaso- un cigarrillo y que el frío me haga sentir que estoy vivo. Que aún lo estoy. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los Payasos de la tele

Ser un niño y pasarte las tardes de los sábados en casa de los abuelos maternos, en Mieres. Allí donde habitaba la felicidad y donde hoy, al recordarlo, sigue habitando. El recuerdo de aquellas tardes, ya tan lejanas en el tiempo, sigue siendo un buen refugio para encarar los tiempos que estamos viviendo. Lo más oscuro de estos tiempos, para más señas. El largo túnel que no termina. El tiempo que venga después. Echar la vista atrás y verte allí, en casa de los abuelos, los sábados por la tarde, sin ganas de regresar, cuando cayera definitivamente la noche, a tu casa, con tus padres y tu hermana. "¿Por qué no nos quedamos a dormir aquí, con los abuelos?". Siempre la misma pregunta. "Otro día. Por Navidad, que ya está a la vuelta de la esquina". Siempre la misma respuesta. Es la hora de la merienda y la hora de poner la televisión. La hora de "Los Payasos de la tele". Gaby, Fofó y Miliki (luego vendrían otros miembros de la saga familiar): sus andanzas, sus líos, sus historietas, sus teatrillos, sus canciones... Y aquella pregunta inicial, ¿Cómo están ustedeeeees?, que los dos hermanos contestaban en voz alta (como tantos otros hermanos, me imagino), arrastrando también mucho la e, ¡¡¡Bieeeeeen!!! Los dos hermanos, separados por cinco años y medio de edad, viendo aquel programa, muy cerca de la tele, casi tan cerca que podían tocarla con los dedos, "separaros un poco de ahí, que es malo para la vista", decían la madre o la abuela, buscando en el cajón del mueble de la tele una tableta de chocolate. A la hermana, ya desde bien pequeña, le gustaban mucho el chocolate blanco y el chocolate con leche y grandes almendras (al niño, no tanto), y el abuelo siempre se lo compraba para aquellas tardes de sábado y se lo guardaba allí, en aquel cajón, donde también se guardaba el chocolate negro, "el chocolate de hacer", aquel que la abuela, algunas veces, deshacía en leche y servía en unos grandes tazones acompañado de cualquier dulce -frixuelos, casadiellas, rosquillas...- que ella misma había preparado. A veces, el niño se levantaba, dejaba a la hermana viendo los enredos de los payasos, y se acercaba a la cocina, donde la abuela estaba preparando aquellos dulces cuyo olor embargaba buena parte de la casa. La abuela lo hacía todo en la cocina de carbón, aquella cuyo calor calentaba poderosamente las estancias de aquel piso situado frente a un pozo minero. Al niño le gustaba ver la soltura con la que la abuela freía aquellos dulces, mientras sentía las risas de la hermana muy cerca y las voces de los payasos y aquella alegría que trataban de transmitir. No tardaría en pedirle a la abuela que le perimitiese amasar una rosquilla o rellenar una casadiella y echarla luego en el aceite hirviendo de la sartén, en rogarle que le dejase espolvorear con azúcar los dulces que ya estaban fritos, remover el arroz con leche cuando se animaba a prepararlo. Los deberes estaban hechos, aún faltaba mucho para volver el lunes al colegio. Y allí estábamos todos, imaginando que aquel tiempo no se acabaría nunca, que sería eterno. Y de alguna manera, lo ha sido. Lo seguirá siendo, sí, mientras una tarde veamos en la tele la imagen de uno de aquellos payasos (descansa en paz, Miliki) y recordemos todo esto no como si hubiese sucedido tanto, tanto tiempo atrás, sino como si hubiese pasado ayer mismo, este último sábado, sin ir más lejos.

jueves, 15 de noviembre de 2012

La agonía de la luz


Salí de casa temprano. Más aún de lo habitual. Mi hermana llevaba dos noches seguidas trabajando y decidí ir a buscarla. Aún no había amanecido. Las calles estaban desiertas. Como en aquellas noches en las que uno llegaba a casa cuando el cielo estaba a punto de despejarse por completo. Recordé aquellas noches, ya tan lejanas. Uno sobrevive a casi todo: eso es cierto. Los escaparates de algunos establecimientos estaban llenos de pegatinas. 14-N. Huelga general, decían. A mi paso, me encontré con algunas personas con gorros y bufandas, muy abrigadas, que caminaban deprisa, como si tuviesen mucho frío o algo de miedo. Dos o tres cafés estaban abiertos, a media luz. El quiosco de periódicos que hay un poco más arriba, ya cerca de la casa de mis padres, tenía todas las luces encendidas. Recordé que varias veces, durante el pasado verano, coincidimos con el dueño de ese quiosco en una de las terrazas de la zona y recordé cómo, públicamente y a voces, le echaba la culpa a Zapatero hasta de la muerte de Kennedy, si me apuran. Recordé, también, que decidí que nunca más iba a comprar la prensa en ese quiosco. Se empieza echando la culpa de todo, públicamente y a voces, a Zapatero y se acaba en el Foro de la Familia manifestándose contra los homosexuales, que nos conocemos el percal... Seguí caminando. Cerca de los hospitales, había mucho movimiento. De coches y de personas. Gente que, con cara de sueño, entraba y salía. Quizá alguna de esas personas, más con cara de pena que de sueño, venía de acompañar a algún familiar. Quizá de despedirse de él. Movimiento continuo, palabras susurradas, ganas de fumar. Mi hermana tardó un buen rato en salir. Mientras tanto, observé el cielo, ya despejado, el vaho que salía de mi boca y se perdía lentamente en el aire. Uno de los días más fríos del año, sin duda. Al menos, a esas horas. Bajamos caminando y hablando. Fijándonos en algunos sitios que otros días, a esas horas, estaban abiertos, en los carteles que habían colocado la noche anterior donde decía que el día de hoy el establecimiento permanecería cerrado por la huelga. Varios comerciantes, con sus locales cerrados, intentaban quitar de los escaparates las pegatinas que les habían colocado. Dejé a mi hermana en casa y continué mi camino. Ya cerca del centro, con el sol en lo alto haciendo un extraño paripé, había muchos policías. Muchos locales permanecían cerrados (los mismos que, horas más tarde, abrirían sus puertas) y otros, ya estaban abiertos. Ruido de gente, pitidos, numerosos policías. Una cafetería del centro estaba abierta y un grupo de gente trataba de boicotearla. Estoy a favor de la huelga, naturalmente. Creo que tenemos motivos suficientes para lanzarnos a las calles y protestar día sí y día también. Lo que estamos viviendo es algo que no tiene nombre. Vergonzoso. Triste. Desesperante. Muy desesperante. Pero estoy radicalmente en contra de la coacción: en todos los sentidos. Vive y deja vivir. Si una persona no hace huelga es porque no lo siente así o porque no puede hacerla (que eso también existe, aunque algunos no quieran verlo). Todo el mundo tiene el derecho a hacer lo que mejor le convenga. Y no respetarlo, me parece un acto profundamente antidemocrático, se pongan algunos como se pongan. De repente, sentí un cansancio profundo. No un cansancio físico, no. Se trataba de otra cosa. De hartazgo, desilusión, abatimiento. Me senté en un banco del parque San Francisco, completamente vacío a esas horas. Sólo un coche de la policía lo atravesaba. Las hojas cayendo de los árboles, el olor de la tierra húmeda, el frío golpeándome la cara en aquella zona sombría. Y recordé el verso de Dylan Thomas, uno de mis favoritos: "Rabia/ rabia contra la agonía de la luz". Y de repente, sentí que no tenía fuerzas para nada. Y me quedé allí un buen rato, solo, tratando de no pensar en nada. Ajeno a todo, perdido en mi ensimismamiento.

martes, 13 de noviembre de 2012

Mejor Manolo

Si decimos que Concha Velasco es una de nuestras actrices más completas porque lo mismo borda una comedia que un drama, un musical que una tragedia, o cualquier otra cosa que le pongan por delante, lo mismo podríamos decir, en la escritura, de Elvira Lindo, ya que, toque lo que toque, obras de teatro o guiones de cine, diarios, novelas, artículos o literatura infantil y juvenil, todo lo hace bien. Ahora, tras diez años de ausencia, toca dar voz de nuevo a uno de sus personajes más emblemáticos y más queridos por todos, Manolito Gafotas. Ese niño, convertido hoy en un adolescente que prefiere que le llamen Manolo, con el que crecieron miles de niños y con el que muchos adultos se divirtieron. Y por el que, unos y otros, preguntaban sin descanso. (Recuerdo, en mis casi diez años de librero, a mucha gente que venía por la librería preguntándome, casi con desesperación, cuándo habría una nueva historia de Manolito. Y después, cuando Elvira escribió el prólogo de mi libro, aún en la librería y también fuera de ella, a mucha otra gente que me decía: pregúntale, pregúntale, tú que la conoces, cuando va a sacar otro Manolito, anda, que tenemos unas ganas...). No es mala idea, desde luego, ponerle un poco de sentido del humor a estos tiempos que estamos viviendo. De hecho, creo que es lo que hay que hacer. Lo mejor que se puede hacer, sin duda. Y eso, ponerle sentido del humor a las cosas, Lindo, a través de Manolito (hoy, mejor Manolo), lo hace con absoluta maestría. Hay, en esta nueva entrega, risas, sí, muchas risas, pero también ese cierto halo de tristeza o de melancolía que se esconde siempre detrás del sentido del humor. La vida y sus circunstancias. El nudo en la garganta al mismo tiempo que la sonrisa. La crisis (otra aún mayor de la habitual en ellos) se ha instalado en la familia García Moreno. Pero no todo está perdido. Esta familia puede con todo. Como casi todas las familias, por otro lado. Mientras voy leyendo, veo a esa familia ahí, en su casa, con sus más y sus menos, con sus problemas y sus peripecias, con sus aventuras y sus lazos de cariño, y parece que les estuviese viendo en una película. Porque detrás de la voz narrativa de Lindo, siempre poderosa, hay una voz cinematográfica. Voces que expresan lo positivo y lo negativo que nos rodea, prevaleciendo siempre ese espíritu de supervivencia -tan importante- que está en algunos de los mejores personajes de la historia del cine y de la literatura. De Lázaro de Tormes a Huck Finn, como escribió Muñoz Molina. Hablando de personajes, no puedo pasar por alto la aparición de uno nuevo: la hermana pequeña, (la) Chirli. Todo un hallazgo. Suyos son algunos de los tramos más tronchantes de la historia. No quiero adelantar nada, debéis descubrirlo por vosotros mismos. Creo que esta niña dará mucho que hablar. Mucho. Su historia promete. Tiempo al tiempo. Mientras tanto, aquí tenemos este Manolito, mejor Manolo, con sus dosis de ternura, de inocencia, de sabiduría. Con sus reflexiones y su ironía sosegada. Metiendo el mundo que nos está tocando vivir en su propio mundo (ése sigue siendo uno de los rasgos esenciales que engrandecen estas historias). Ese mundo agridulce que refleja el nuestro, y viceversa. Sí, definitivamente, Elvira Lindo es una de nuestras escritoras más completas.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Puro teatro

Pocas cosas me gustan más en esta vida que ir al teatro. Los nervios previos, la emoción más o menos contenida, las cosas que se esconden detrás del telón (ahora, afortunadamente, parece que se ha vuelto a recuperar la tradición de tener los telones echados antes de cada función, mientras esperas en el patio de butacas el comienzo: tradición que no debería volver a perderse, como en estos últimos años: el misterio debe prevalecer hasta el último momento, hasta ese instante en que se va alzando lentamente), la magia que se intuye y se adivina al otro lado. Todo empezó cuando tenía quince años, en el Campoamor, donde Lola Herrera volvía a interpretar a la Carmen Sotillo de "Cinco horas con Mario", el ya indiscutible clásico de Miguel Delibes, dirigida de nuevo por Josefina Molina. Aquella mujer, sola en el escenario, delante del ataúd de su marido, vestida de riguroso luto y con el pelo anudado en un moño antiguo, con la cara demacrada y las piernas cansadas, hablando y hablando durante casi dos horas, recordando lo que había sido su vida hasta entonces, me marcó de modo decisivo. Salí de aquel teatro hipnotizado, profundamente impresionado. La interpretación era, como se sabe, soberbia, impecable, magistral. Una de las mejores de todos los tiempos. Lola estaba a la altura del texto y el texto estaba a la altura de ella. Pobre mujer, la Sotillo. ¿Una víctima, una arpía, una pesada? Después, con el paso de los años, vería un par de veces más la función (siempre con Lola en el papel principal) y descubriría que en la obra no había malos ni buenos: todos eran víctimas de un tiempo, de una situación, de un país. Caminaba, al salir de allí, del Campoamor, como si flotase. Esa emoción única del adolescente solitario que está empezando a descubrir todo aquello que desea sobre el arte, la literatura, la interpretación... Aquella extraordinaria actriz había hecho de inmediato que adorase el teatro de por vida. Y en ello estamos. Ni que decir tiene que jamás dejé de ver ninguna de las obras que Lola ha interpretado hasta la fecha, tuviesen mayor o menor enjundia. A partir de ahí, comenzó mi relación de amor con las tablas: una relación de absoluta entrega y fidelidad. Soy capaz de viajar kilómetros y kilómetros, cuando las circunstancias económicas son propicias (y si no lo son, dados los tiempos actuales, la rabia que siento es abundante), sólo por ver una obra o a un actor o a una actriz que me interesan, haciendo algo clásico o contemporáneo, una comedia o un drama o un musical. Rara vez salgo decepcionado de allí. Ya se sabe que en este país hay muy buenos actores, sobre todo actrices. Charo López, Concha Velasco, Amparo Baró, Ana Marzoa, Natalia Dicenta, Núria Espert, Vicky Peña, María Asquerino, Julia Gutiérrez Caba, Aitana Sánchez-Gijón... (Y las que ya no están, como María José Valdés, Queta Claver, Lola Cardona o Irene Gutiérrez Caba, a las que también tuve la oportunidad de ver). Tantas y tantas. A todas tuve la oportunidad de verlas varias veces, en diferentes obras. Y todas esas funciones contribuyeron de un modo decisivo a ser la persona que soy, indiscutiblemente. El teatro como una prolongación de la vida. Como un trozo que vida que se nos cuenta en apenas un par de horas. Se apagan las luces y dejas de lado tu vida para sentir esas otras vidas. Esas vidas que están ahí, a escasos metros de tus manos, de los latidos de tu propio corazón. Pocos placeres hay comparables a ése. La emoción, ya digo, permanece intacta.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Aquel día inolvidable

Unos minutos antes de las doce y media, en una de las decisiones más equivocadas de mi vida, decidí tomarme un café con leche mediano en el bar del hotel donde estábamos hospedados. Poco después, subiendo las escaleras del Ayuntamiento de Gijón acompañado del que en breve se convertiría en mi marido, sentí cómo la cabeza parecía a punto de estallarme. Los nervios propios de la situación y de aquel pedazo de café que acababa de ingerir tenían la culpa. Estuve muy atento a toda la ceremonia -sabiamente conducida por José María Pérez López, que, sin saber que Antonio Muñoz Molina era uno de mis autores favoritos, leyó un hermoso párrafo de "El jinete polaco"-: no quería perderme ningún detalle de aquel momento que representaba una de las decisiones más importantes que había tomado en toda mi vida, casarme. Pese a ello, a estar muy atento, no podía evitar sentir cómo todos aquellos malditos nervios recorrían el interior de mi cabeza, la boca de mi estómago. Sabía que no iba a pasar nada. Estaba seguro. A mi lado, se encontraba un hombre que se había enfrentado a todo por estar allí, haciendo conmigo lo que, libremente, habíamos decidido hacer. No era poca cosa. Todo lo contrario. Sin embargo, en mi cabeza, estaban buena parte de los miedos que siempre acechan al personaje que Woody Allen representa en cualquiera de sus películas. Derrame cerebral, infarto fulminante, continuas taquicardias, el fin de mis días... ¡Sólo a mí se me podría ocurrir tomar un café (no descafeinado ¡y mediano!) antes de aquella celebración! ¡Sólo a mí se me podría ocurrir añadir más adrenalina a la mía propia, que ya era bastante! Así las cosas, todo transcurrió rápidamente, del mejor de los modos. Atrás habían quedado muchos sufrimientos, muchos años de lucha, muchas peleas con un mundo que, durante más tiempo del deseado, no aceptaba que otra gente tuviese una sexualidad diferente a la mayoritaria. En aquellos momentos, todo aquello ya se había quedado atrás. La ley del gobierno socialista nos permitía ser a todos iguales. Y nosotros, estábamos haciendo uso de aquella ley. Sabíamos que el Partido Popular la tenía recurrida, pero eso, en aquellos momentos, no nos importaba lo más mínimo. Fuese cual fuese el fallo del Tribunal, aquel momento, con las neurosis propias de Woody Allen incluidas, no nos lo iba a quitar nadie. Como así fue. Como así es. Hemos recordado muchas veces aquel día de finales de abril, justo al día siguiente de celebrar -un año más- el día del libro. Muchos dias y muchas noches. Y ayer, evidentemente, volvimos a hacerlo, a recordarlo. Ayer, el Tribunal, por aplastante mayoría, votó a favor de la libertad, del sentido común, de la coherencia. Más de veinte mil parejas casadas desde que la ley se hizo efectiva. Más de veinte mil parejas -como todas las parejas que se casan- con sus ilusiones, con sus miedos, con sus ganas de comerse el mundo. Ahí estamos. Si la entrada de la ley fue un momento histórico, éste también lo es. Porque se ha impuesto el civismo, el respeto hacia el otro que no piensa, que no siente como tú. Sé que muchos votantes y muchos miembros del Partido Popular no estaban de acuerdo con recurrir esta ley (y lo agradezco, lo agradecemos), pero también sé que estos ocho años de incertidumbre fueron provocados por ese partido, alentados por esa iglesia que, siempre envalentonada contra las diferencias, en unos actos absolutamente vergonzosos, salió inmediatamente a la calle para manifestarse contra los derechos adquiridos por otras personas. Sé que es mejor no ser rencorosos (y creo que no debemos serlo), pero sé que es importante no olvidar las cosas. No, definitivamente, no es momento de rencores. Es momento de pensar que, a veces, el mundo puede ser mejor.

martes, 6 de noviembre de 2012

Fotografiar la felicidad

Alguien escribió esas palabras -Fotografía la felicidad- en un muro blanco, delante de un solar que lleva años medio abandonado (al parecer, problemas entre varios de los propietarios impiden llegar a un acuerdo para su venta: eso creo oír alguna vez a no sé quién), cerca de la casa de mis padres. ¿Se puede hacer eso? ¿Se puede fotografiar la felicidad? Tal vez sí. Aunque supongo que se puede fotografiar un momento de felicidad, un instante pasajero donde surge una risa espontánea, una carcajada inesperada, y alguien a nuestro lado (el mismo que nos proporcionó los motivos para esa risa o esa carcajada) la capta de inmediato con su cámara. Y ya está ahí, atrapado ese instante para siempre. La cámara por unos segundos ha conseguido que nos olvidáramos de los problemas, de algunas traiciones recientes e inesperadas, y la felicidad fuese, al fin, fotografiada, tal como pidió el autor de esas palabras escritas con un spray en ese muro que, con el paso del tiempo, ya va dejando de ser tan blanco. Es un domingo por la tarde, alrededor de las cinco, aunque, viendo la fotografía, parece mucho más tarde. Es lo que tiene este mes, noviembre, la proximidad del invierno, el cambio horario, la ausencia de luz... Cada vez anochece más temprano. Siempre hay momentos para detenerse, delante de un muro o de donde sea, e intentar conquistar esa felicidad que se va con la misma facilidad con la que apareció, eso es cierto. Seguir hacia delante e intentar conquistar otro de esos momentos: de eso se trata la historia. Este viaje en el que estamos todos embarcados. Es domingo, atardece. Si alguien me hubiese captado con una cámara a primera hora de la mañana, seguramente también hubiese atrapado otro instante de felicidad. Esa felicidad que vamos conociendo en pequeños trozos, por partes, en unos momentos u otros, y que todos juntos, todos los trocitos juntos, conforman lo que ayuda a convivir con esas otras cosas menos amables, que, por desgracia, también están ahí, bien cerca, bien presentes, imperturbables. Era temprano, aún amanecía lentamente al otro lado de la ventana, cuando volvía a ver una de mis películas favoritas de Woody Allen, "Otra mujer". Woody Allen, con sus propias obsesiones, con su estilo inconfundible, acercándose al mundo de su admirado Bergman. Las pausas, los silencios, la música, las calles de Nueva York... Las miradas y la presencia de principio a fin de Gena Rowlands, en sus cincuenta espléndidos años, hacen que la película sea aún más grande. Han pasado más de veinte años desde la primera vez que la vi, y me sigue cautivando como entonces. El tiempo sólo la ha mejorado. Luego, durante todo el día, podía oír la voz de Patricia Kaas cantando a Edith Piaf. Otro instante de felicidad, fotografiado o no. Pero ahora estamos ahí, en la calle donde viven mis padres, delante de ese muro blanco, que cada vez es menos blanco, haciendo caso a la persona que escribió eso en el muro con un spray, fotografiando la felicidad. O intentándolo al menos, sí, mientras la luz, ya en retirada, va desapareciendo poco a poco, convirtiendo la ciudad en una especie de cueva o de túnel, de parque misterioso o de escenario gótico.