jueves, 27 de septiembre de 2012

La indecencia de los bancos

Hay días en los que, al despertarse, es mejor volver a cerrar los ojos, hundirse entre las sábanas, tratar de dormir de nuevo y no levantarse de la cama en todo el día. Días en los que los bancos hacen de las suyas, cobrándote comisiones desmesuradas por un trozo de plástico que, sólo por el hecho de tenerla en tu cartera y utilizarla, les reporta múltiples beneficios a ellos. Comisiones (33 euros, para ser exactos) que antes, cuando en nuestra cuenta corriente había dos nóminas, te quitaban de inmediato cuando protestabas por ello y que ahora siguen quitando a todo aquel que tiene una nómina más o menos decente y acude a reclamar. Bastante cobraban ellos ya cuando la utilizabas en los viajes o a la hora de sacar entradas para cualquier espectáculo, cosa esta última que, pese a las circunstancias, continúo haciendo bastante a menudo. No se preocupe, en menos de una hora le devolveremos el dinero en su cuenta. Así un año tras otro, siempre al llegar septiembre, después del verano, cuando ibas a protestar, que parece que hay que estar todo el día en pie de guerra con los dichosos bancos (o cajas de ahorros). Pues bien, como ahora nuestra cuenta corriente sólo recibe ingresos a través del INEM, tras pasar por la oficina correspondiente a reclamar la devolución de la mencionada comisión, me dicen que lo estudiarán. Les lleva varios días estudiarlo porque en la cuenta no aparece, como años anteriores, al cabo de una hora la devolución de ese dinero. Al cabo de los días (más de una semana), me presento de nuevo en la oficina y me dicen que, tras el susodicho estudio, no me pueden devolver la comisión. Explico que todos los años lo hacían y pregunto el motivo de esta novedad. La chica que me atiende me dice que no lo sabe, que eso viene de la oficina central y que allí no dan ningún tipo de explicaciones. Menudas formas de tratar a los clientes, le digo. No me extraña que la gente se vaya de este banco (caja de ahorros) continuamente. Ya, susurra, como si la cosa no fuera con ella. Pues nada, le digo sacando la tarjeta de la cartera, ahí la tienes, rómpela y devuélveme los 33 euros cuanto antes. Vale, dice. Lo señala en un tono como si no le importara nada, absolutamente nada, mientras corta con unas tijeras la dichosa tarjeta. Hace los trámites en su ordenador, mientras le digo que espero que esa comisión me sea devuelta de inmediato. Tardará unos dos o tres días, replica. Le digo que no tienen vergüenza, que mis padres tienen ahí su cuenta corriente y sus ahorros (y mi nombre figura junto a los suyos), que yo pertenezco a ese banco (caja de ahorros) casi desde que nací y mis padres me abrieron esa cuenta, donde siempre hubo dinero, más o menos, según las circunstancias, pero siempre hubo dinero. Nada: ella como si oyera llover. Su pasividad contrasta poderosamente con mi aceleramiento. Pese a ello, al aceleramiento, salgo del banco (caja de ahorros) con una sensación de alivio, de satisfacción, como esas veces en las que te libras de una pesada carga o de una charla cansina e inesperada. Aún no sé, mientras camino aliviado por las calles, que tendré que volver otra vez, una semana más tarde, porque la comisión continuará sin ser devuelta. A la tercera, irá la vencida. Y no, no han logrado que me sienta como una mierda. Lo único que han conseguido es que cuando volvamos a tener una nómina, si es que volvemos a tenerla algún día, nos vayamos de inmediato a otro sitio con nuestro dinero. La única indecencia es la suya. Y bien grande.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Una cena en Roma

Ahí están, las primeras manzanas de la temporada, en una bolsa de papel marrón. Verdes, jugosas, un poco duras y un poco ácidas, como a los hombres que ahora las están comiendo les gustan. Los dos hombres están sentados en el banco de un parque, al atardecer. El cristal de un edificio cercano refleja sus rostros: algo cansados por todo lo que está ocurriendo, porque no se ve el final del túnel, porque ni siquiera se intuye ese final ni aparece una trémula luz, un atisbo de esperanza, una mano tendida. Acaban de ver la última película de Woody Allen, "A Roma con amor", y les ha gustado. Hay gente que espera que cada nueva película del director neoyorquino sea una obra maestra, y tampoco es eso. Woody ya tiene unas cuantas obras maestras en la historia del cine. Se trata de una película deliciosa, ligera, entretenida, con unos actores espléndidos, un guión con importantes hallazgos (el personaje de Alec Baldwin, por ejemplo) y plagado de sus míticas obsesiones y esa ciudad, Roma, que aparece tan hermosa como realmente es. Evadirse durante dos horas, volver a pasear por esas calles, escuchar diálogos divertidos e inteligentes, ver a unas fabulosas Judy Davis y Penélope Cruz, ¿hay que pedir más? Hay gente que lo hará, que pedirá más. Los dos hombres que ahora comen una manzana, sentados en el banco de un parque, se conforman con eso hoy. No consideran que sea poco. Ver una buena película, comentarla después, comer una manzana sabrosa, disfrutar de un cálido atardecer, dejar los problemas a un lado. Lo verdaderamente significativo de la vida está ahí, en esos pequeños gestos, en esos pequeños placeres. A estas alturas de sus vidas, los dos hombres saben eso. Sí, si algo saben es eso. En imaginar, también, que, después de la manzana, pudiese venir una cena en Roma, como las que salen en la película, como aquellas que ellos, los dos hombres, disfrutaron tiempo atrás, al comienzo de su relación. Recordar eso, aquellas cenas, aquellas charlas tranquilas alrededor de un suculento plato de pasta y una buena botella de vino, también los hace felices. Pueden decirlo: estuvieron allí. Y disfrutaron de ello. No todo el mundo podrá decirlo. Qué duda cabe que los buenos recuerdos ayudan a conforman el presente. Y los otros, los malos, aunque mejor es no traerlos a colación demasiado a menudo, también. No se trata de nostalgia, sino de otra cosa. Se trata de haber vivido, de haber sabido hacerlo, pese a lo complicado que a ratos resulta estar aquí, vivir. Se ha levantado un brisa fresca, agradable. Los dos hombres acaban de terminar la manzana. Uno de ellos recuerda el final de "La flor de mi secreto", aquella escena en la que Marisa Paredes, más fabulosa y Gena Rowlands que nunca, le dice a Echanove: "Dame una copa y yo haré que hoy sea Nochevieja", evocando así el final de "Ricas y famosas", de George Cukor. El hombre recuerda esa escena que ha visto tantas veces y se la reproduce al otro hombre. Y luego le dice: "Abre una botella de vino y yo haré que parezca que la cena de hoy transcurre en Roma". El otro hombre se ríe, sabe que es capaz de hacerlo. Y, juntos, se dirigen a comprar la botella de vino, escuchando el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento. Escuchando sólo eso.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Por una lata de atún

Hace dieciocho años -¡qué vértigo, el tiempo!-, Charo López era una mujer absolutamente deslumbrante: por su belleza, por su talento, por su presencia sobre las tablas, las series de televisión y las películas. Entonces, pude verla por primera vez sobre un escenario con una obra, "Carcajada salvaje", de Christopher Durang, que estaba teniendo un gran éxito en el off-Broadway de Nueva York. Una mujer y un hombre muestran en escena lo complicado que resulta vivir. Una lata de atún, en un supermercado, una tarde cualquiera, es el punto de partida. Ahora, dieciocho años después, aún a pesar de los evidentes cambios físicos, Charo sigue siendo una mujer deslumbrante por esa belleza que, le guste o no, nos remite siempre a la de Ava Gardner, y por su condición de gran actriz. De primera actriz. Una mirada y una voz únicas. Una presencia destacadísima, que se sirve por sí sola para llenar todo el escenario vacío. Así volvió a demostrarlo la otra noche, en un teatro Filarmónica abarrotado, otra vez con esa "Carcajada salvaje". La obra no ha perdido ni un ápice de su vigencia. Los temas de los que trata son eternos. La incomunicación, la soledad, el miedo, las relaciones con los demás, el vacío existencial... Quizá hoy, con todo lo que está pasando, la obra nos pille con la sensibilidad más a flor de piel y ayude aún más a meterse dentro de ella. Es fácil, no obstante, hacerlo. Desde el primer momento, desde que Charo aparece en escena, comprendes al personaje. La historia te atrapa de inmediato. Ella arrastra al público con la misma naturalidad con la que lanza esas carcajadas salvajes, liberadoras. "Riendo salvajemente dentro de la más dolorosa aflicción". Son palabras de Beckett que se recuerdan en el texto y que dan pie al título de la función. Hay que intentarlo, pese a todo, parecen querer decir esas palabras. Hay que intentarlo siempre. Seguir adelante: como sea, riendo. Las carcajadas de Charo inundan todo el teatro. Y pese a todo lo que nos está contando, no sin grandes dosis de humor, el aire fresco hace más respirable la situación de esa mujer, la de todos nosotros. Charo interpreta a esa mujer que ríe y que llora, que se pierde y que intenta volver a su camino, que mantiene la calma en el desequilibrio. Hace dieciocho años, su compañero de escena era Abel Vitón, del que recuerdo una espléndida actuación. Ahora, es Javier Gurruchaga quien acompaña a Charo. Y su interpretación es también muy poderosa. Gurruchaga borda la inestabilidad de ese personaje que siente miedo por casi todo, hasta por salir a la calle. Y cuando los dos aparecen juntos en escena, parecen divertirse tanto como divierten al público. Una manera de reírse de uno mismo, que es una manera de reírse de todo y de todos. No queda otra para continuar encarando lo que nos pueda venir encima. Reírse, sí, salvajemente para ahuyentar las más dolorosas aflicciones. Y que la risa continúe incluso cuando ya hemos abandonado el teatro y las carcajadas de Charo aún resuenan en el interior de nuestras cabezas.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Al hilo de los días

Me levanto despacio, sin hacer ruido para no molestar a quien duerme a mi lado. Antes de encender la luz de la cocina, veo que otra luz, la de la casa de enfrente, está encendida. Hilos de luz que se filtran por las rendijas de la persiana sin cerrar del todo. Supongo que ellos, los vecinos, se habrán olvidado esa luz encendida. Otras veces también ocurrió así. Se olvidan. No sé con certeza si vive alguien ahí, en ese apartamento que está enfrente del nuestro, en el mismo edificio. A veces entra y sale gente, se asoman a la ventana que está enfrente de la nuestra, mientras estoy cocinando, pero no sabemos nada más. Nada que ver con el bullicio de las vecinas del edificio de enfrente, ya comentado aquí la semana pasada. Francesca ronronea entre mis piernas, con ganas de jugar o de que la acaricie, aún con cara de sueño. Parece que estuviese en su cesto esperando que alguien se levantase y le hiciese un poco de caso. Le cambio el agua y le pongo un poco de comida. No le interesan demasiado esos cambios. No le interesa demasiado la comida. Acaso un poco el agua fresca. Se sienta en el suelo, justo al lado de mis pies, observa con atención la cafetera, siempre le llama poderosamente la atención el sonido del café cuando sube. Los sonidos son algo inexplicable para ella. Cuando hablamos por teléfono, por ejemplo, se pone muy acelerada al comprobar que sale una voz de aquel aparato. Cuando mi voz sale por la radio, como el otro día en el programa de Isabel Gemio, se queda muy quieta, escuchándome, reconociendo mi voz, como si realmente entendiese lo que estoy diciendo. Ahora, con el café servido, viene detrás de mí. En la quietud de la noche, sólo se oyen sus pasos suaves sobre la madera, el leve ronroneo. Sabe que me instalaré en la silla, delante del ordenador, y ella querrá subirse a mis piernas durante un buen rato. Y así lo hacemos: yo me siento y ella se instala, como si quisiera repasar conmigo las últimas líneas que he escrito. Podría hablar de muchas cosas, pienso: de la dimisión de Esperanza Aguirre o de la muerte de Carrillo. O de la falta de respeto que por las redes sociales y diferentes foros de Internet lanzan contra una y otro. Esa falta de respeto, te guste o no el personaje en cuestión, es algo que me indigna. Como me indignaron el otro día los insultos contra la concejala que se grabó masturbándose. No se puede alcanzar ningún grado de civismo -esencial para la convivencia- actuando así. También podría hablar de las fotos en topless de la princesa británica, pero tampoco me apetece. Creo que lo que se va quedando obsoleto es la propia esencia de las monarquías. Por no hablar de ese estado de alarma casi generalizado que -aún- supone ver a una famosa con las tetas al aire. Me recuerda a mis años adolescentes en el colegio, cuando algún repetidor solía venir a clase con una revista porno. Oh, tetas, tetas, vociferaban algunos -la mayoría- como cavernícolas. La sensación actual, en algunos casos, suele ser la misma. Sí, unas tetas. Bien, ¿y qué pasa? Todo el mundo parece olvidar que lo inconveniente no es ver unos pechos desnudos sino que esa chica, por el puesto que ocupa, debería de andarse con ojo, si lo que pretende es mantener su puesto y el de su familia, que es, como digo, lo que se va quedando ya bastante anticuado e innecesario en estos tiempos que corren. No era de todo esto de lo que quería hablar, sino de lo mayores que nos vamos haciendo (y no lo digo porque dentro de unos días sea mi cumpleaños). El otro día, poco después de publicar aquel texto en el que hablaba de la enfermedad de mi madre y de los paseos de los miércoles, me enteré de la muerte de la madre de unos buenos amigos. Y eso, esa muerte, me hizo pensar en lo vertiginoso del tiempo, en la velocidad a la que pasan los días, las semanas, los años. Nunca somos tan conscientes de ello hasta que pasa algo así. Hechos que sólo sirven para reflejar lo efímero de todo esto, el sinsentido de algunas cuestiones en las que parece que se nos va la vida. El poco tiempo en el que nos paramos y pensamos. Y disfrutamos de lo esencial. El abrir los ojos y descubrir que nos podemos mover, el sabor del primer café del día, el ronroneo de una gata mimosa, la respiración de quien duerme a nuestro lado, la cantidad de cosas que se pueden inventar al descubrir la luz de una vivienda encendida a las tres de la madrugada... Por citar sólo algunos ejemplos. Todas esos pensamientos y sensaciones que nos alejan de los otros, del vértigo de vivir y de la muerte, y de los que tan poco -me temo- sabemos disfrutar.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Música desde París


La música que entra por la ventana abierta, alrededor de la una de la tarde, procede de uno de los apartamentos de la casa de enfrente. La música es triste, francesa, aunque no conozco a su intérprete. Ellas, las vecinas, están siempre en casa, siempre con las ventanas abiertas, sin visillos. Limpian, hablan (en un tono muy alto, en una lengua extranjera), comen, leen o miran la televisión. Son varias mujeres. A veces, aparece un hombre muy delgado, que se pasea por la casa en calzoncillos y también habla en una lengua extranjera y con el que parecen tener bastante confianza. Hablan mucho por teléfono. El teléfono suena constantemente en su casa, a cualquier hora, incluso a las que se suponen más intempestivas, y responden en voz alta, muy alta, en esa lengua extranjera que desconozco. Nadie sabe lo que dicen. Hablan, pero nadie las entiende. Sólo los que están al otro lado del teléfono, imagino. Familiares o amigos, o qué sé yo. La música que ahora está sonando y que entra por mi ventana abierta es triste, francesa, ya lo he dicho. No reconozco a su intérprete. Su voz -femenina- no me recuerda a ninguna otra voz conocida. A la voz de ninguna intérprete famosa, quiero decir. Pero, de repente, esa voz que canta y que entra por la casa y que asusta un poco a Francesca (que las observa, instalada en la parte de arriba de este orejero desde el que escribo, siempre con cara de sorpresa y cierta inquietud), me recuerda a la voz de una muchacha que cantaba en una terraza de París, cerca del Sena. Sí, es la misma voz. O muy parecida. Una voz triste, francesa, melancólica. Como si le estuviese cantando a un amor perdido o a un amor imposible. Los franceses son expertos en eso, el amor. El amor imposible, el amor que se ha perdido. Lo que, nos pongamos como nos pongamos, no puede ser. Recuerdo bien aquella noche, en París, después de la cena, a orillas del Sena. Estábamos en aquella terraza y a nuestro lado, una chica joven y un hombre maduro se miraban embelesados mientras escuchaban la voz de aquella cantante. El hombre, con voz rota y un cigarrillo constantemente encendido entre los dedos, le decía cosas al oído a la chica. Y ella sonreía y se tapaba la boca con una mano, como si en cierta medida se ruborizara de aquellas palabras que el hombre -¿su novio, su amante?- le decía. Cosas que no entendíamos, pero que se podían escuchar por el tono de la voz. Estaban un poco borrachos. Bebían constantemente champán y parecían felices. No era difícil averiguar cómo terminaría la noche para ellos en la habitación de un hotel o en la de un apartamento. Parecían ajenos a todo, a todos, incluso a la muchacha que cantaba. A aquella música que hoy me recuerda a esta música que entra por la ventana, en este mediodía con un sol ya cansado que nada tiene que ver con el sol de días atrás. Un sol de otoño que es como el de todos los otoños, aunque el propio otoño que en breve nos ocupará no sea el mismo. Un otoño cargado de incertidumbres. En la televisión, sin voz, miles de personas se manifiestan contra los salvajes recortes que estamos padeciendo. Ahí está la incertidumbre, lo que nos aguarda. Apago la televisión. Hoy no quiero -no puedo- saber nada de todo eso. Dejo que la música de las vecinas de enfrente inunde el silencio de esta casa y la imaginación me sitúe de nuevo en aquella terraza de París, a orillas del Sena, como si el tiempo se hubiese detenido. Y después ya no pienso en nada más.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Cada día, cada hora

Aún es temprano. De hecho, ni siquiera ha amanecido. Salgo de mi casa en dirección a la casa de mis padres. Es miércoles, el día que mi madre tiene que ir al ambulatorio a ponerse su inyección semanal. Como casi todos los miércoles, suelo desayunar con ella, dar un paseo y acompañarla hasta el centro de salud. Hoy es la primera vez desde hace meses que, a esa hora, sobre las ocho de la mañana, ya hace bastante frío. Habrá que ir pensando en retirar los pantalones cortos, en sacar del armario las chaquetas y las gorras del otoño pasado y los zapatos más fuertes. Me encuentro con gente medio dormida que se dirige a sus trabajos, a sus quehaceres. Quizá gente que regresa de su trabajo nocturno, directa a la cama o a otro trabajo, quién sabe. Son caras, en todo caso, de pocos amigos. Normal. A esas horas, el único que parece querer comerse el mundo soy yo. Llevo ya un buen rato en pie. Escribiendo y cocinando. Las voces de una nueva novela se están apoderando con fuerza de mí. Es una cosa extraña, el sonido de esas voces. Se presenta y ya está. Se presenta y quiere ser escuchado. Cada día, escucho esas voces, les doy forma, lugar en el espacio en blanco. No siempre se deslizan con la misma facilidad. A veces es mejor levantarse, dejar el ordenador de lado, salir a dar un paseo o meterse en la cocina. Como esta misma mañana. Preparar la comida. Albóndigas de pescado, las favoritas de mi madre. Relleno un tupper (miedo da hasta escribir esta palabra en estos días, ay) para mis padres, porque ella, mi madre, no se encuentra muy bien y cuando eso pasa lo primero por lo que siente una absoluta desgana es por cocinar. Los cambios de tiempo afectan a su enfermedad. Los cambios de tiempo o cualquier otra cosa. La enfermedad está ahí, y ya sabemos que irá y vendrá a su antojo, cuando le venga en gana. Siempre cruzamos los dedos para que tarde en aparecer. Éstos son unos de esos días. La recojo en casa, dejo el tupper en la nevera y salimos a tomar un café en un bar cercano. Veo a mi madre ahí sentada, cerca del enorme ventanal, y no puedo evitar pensar en todos los momentos que hemos pasado charlando en los cafés. A mi madre le gusta arreglarse, salir de casa, sentarse en los cafés, tomar un descafeinado o una infusión (o un mosto, si es la hora del vermú), hablar con nosotros. Desde que estoy al paro, desayuno con ella casi todos los miércoles. Nos gusta el ambiente de ese café a esas horas. Gente que va con prisa, que apura rápidamente su café y su pincho o su tostada, que hojea velozmente el periódico (si está libre, que casi nunca lo está). O gente que no tiene ninguna prisa, que busca -ya a esas horas- conversación con el de la mesa de al lado, con la camarera, con quien sea. Mucha gente que está sola, ya lo sabemos. Terminamos el café y, aunque ella se resiste, la obligo a dar un paseo antes de acercarnos al ambulatorio. No le gusta caminar en los días en que la enfermedad se presenta. Pero tiene que hacerlo. Vamos caminando lentamente (ella no puede hacerlo de otro modo), recorriendo esas calles que son el paisaje de mi infancia, de mi juventud. Ahora, con la crisis y la falta de dinero por todas las esquinas, mucho más tristes. Le duelen las piernas, pero yo trato de inventar alguna historia que la entretenga. Le recuerdo que el miércoles vamos al teatro, los tres. Le cuento que ya hay muchas personas con ganas de leer la novela que se publicará en las próximas semanas, que ya estoy escribiendo otra: una novela llena de voces y personajes. A mi madre le gusta que le hable de lo que estoy escribiendo. Le gusta recordar los tiempos en los que vivía en casa y me pasaba las horas escribiendo. A veces, entraba en la habitación y me preguntaba si nos tomábamos un té o un café y charlábamos un rato. Vale, le decía. Y así lo hacíamos. Hablábamos de todo, de cualquier cosa. Con mi madre puedes hablar de cualquier cosa. No hay temas tabú. Como esta mañana, acercándonos ya al ambulatorio. Le digo que hoy subiré con ella a poner la inyección y que luego la acompañaré a casa. Sonríe. Quiero disfrutar de ella, de mi madre, todo lo que pueda. Quiero tener todos esos recuerdos en mi memoria. Cada día, cada hora.

martes, 11 de septiembre de 2012

Las Vegas

La imagen era patética. Eran las cuatro de la mañana y habíamos bajado de la habitación porque un coche vendría a buscarnos para llevarnos al aeropuerto, con destino a Nueva York, el último tramo de nuestro viaje. Antes de dirigirnos a la puerta del hotel, donde habíamos quedado con la persona que pasaría a recogernos, echamos un último vistazo a aquel espectáculo. Uno de los inmensos salones de juego, el del hotel donde nos habíamos hospedado dos días (no se necesitan más para conocer el lugar), a esa hora, las cuatro de la mañana. Mujeres adormiladas, con un evidente sobrepeso y los cigarrillos consumiéndose en los labios y el vaso de whisky muy cerca, echando continuamente monedas a las máquinas, moviendo -ya con dificultad a causa de la hinchazón de sus dedos y de las muchas horas que llevaban allí sentadas- las teclas. Grupos de jóvenes completamente borrachos vociferando en varios idiomas desde distintas mesas. Todos con grandes puros en sus bocas, los ojos vidriosos y las botellas de cualquier licor corriendo a raudales. Sí, como en esas películas demenciales que van camino de tener más partes que cualquier saga de terror. Una joven negra, espectacular, de piernas larguísimas y grandes pechos, medio desnuda (como todas las mujeres que trabajan en esos casinos, sea cual sea su cometido), que se acerca a nosotros y nos dice que estamos muy solos, que si queremos un poco de compañía. Un viejo sin dientes y con sombrero tejano, con un aire a Jack Palance, que, tras nuestra negativa a la muchacha, se acerca a ella con una sonrisa de medio lado (quizá producto de una parálisis) y un fajo de billetes en la mano y le dice algo así como que esa noche ha sido su noche de suerte. A rasgos generales, eso es el espectáculo de Las Vegas dentro de los casinos, da igual que sean las doce de la mañana que las cuatro de la madrugada. Juego y prostitución. Chicas desnudas buscando una oportunidad (o lo que sea), viejos grotescos y mujeres amargadas y alcoholizadas. Ausencia total de glamour o de algo que se le parezca. Por la calle, las cosas tampoco es que mejoren demasiado. Montones de gentes que piensan que hoy va a ser su día de suerte, tipos vestidos como Elvis que te ofrecen una foto o qué sé yo y jóvenes entregándote constantemente papeles en los que aparecen chicas desnudas con un número de teléfono sobre sus cabezas. Por no hablar de las reproducciones (absurdas) de esos lugares emblemáticos del mundo que no son más que la metáfora de nuestros días. Una horterada todo, vaya. Una horterada desmesurada, excesiva, se coja por donde se coja. Son las cuatro y diez de la madrugada y, dirigiéndonos a la puerta del hotel donde habían quedado en recogernos, pensamos que Las Vegas es el único lugar del mundo al que jamás volveríamos, ni aunque nos pagasen todos los gastos. A nuestro lado, una mujer que lleva puesta una cazadora vaquera sobre su uniforme de camarera, también está esperando a alguien. Tendrá unos sesenta años, la cara cansada y las piernas, que pueden verse perfectamente porque la falda de su uniforme de camarera es apenas un trapo de vistoso color que cubre su ropa interior, cansadas, hinchadas, llenas de varices y de morados. Nos pide un cigarrillo y lo fuma en dos minutos, con verdadera ansiedad. El coche que viene a recogernos acaba de llegar y, desde su interior, alejándonos ya de ese lugar al que no volveremos nunca más en nuestras vidas (estamos seguros), seguimos viendo a la mujer, apoyada en una esquina, esperando no se sabe muy bien a qué o a quién. Quizá a alguien que pasase a recogerla, quizá un cambio de turno. Nos alejamos de allí, sin saber aún que poco después, en Madrid, íbamos a tener una reproducción exacta de todo aquello. La sensación de que el derrumbe -en todos los sentidos- está cerca se hace cada vez más presente.

viernes, 7 de septiembre de 2012

En el mercado

El espectáculo es asombroso, digno de ver. El pescadero entra en la cámara de frío y sale de ella con un bacalao gigante, fresquísimo. Lo coloca sobre la piedra de mármol en la que trabaja y que limpia constantemente con la manguera. Lo corta a la mitad, deja una parte sobre el hielo y trabaja con la otra. Lo hace con suma destreza, con un dominio absoluto, incluso con elegancia. Delicadamente, le va quitando la piel y las espinas. Lo corta en trozos pequeños, tal como se lo hemos pedido. Mi madre y yo observamos la escena maravillados. El pescadero reparte el kilo de bacalao en dos paquetes iguales. En todo momento se muestra correcto y educado, sin dar conversación pero sin escatimar comentarios si son necesarios. Me gusta esa manera de actuar de la gente que trabaja cara al público, con amabilidad pero sin excesos. Ese término medio tan difícil de conseguir por algunos. No hay que ahorrarse una sonrisa o una palabra adecuada, pero no hace falta que el pescadero nos cuente -un suponer- si su hija se ha puesto enferma o si no ha pegado ojo en toda la noche. Es más, procuro no ir a sitios donde la gente haga eso, contarme su vida sin conocerme de nada, sólo porque haya entrado allí un par de veces y mi carácter tienda a la amabilidad. De hecho, como este día, me gusta observar el trabajo impecable de la gente que trabaja con la comida que nos vamos a llevar a la boca en silencio, casi un poco aislado del resto de las otras personas. Esas personas que, a la mínima, te sueltan su opinión sobre el gobierno de turno (jugoso tema que aquí, en la época de Cascos, con sus defensores y detractores, alcanzó sus máximos momentos de gloria), el vídeo de la concejala que se grabó masturbándose, alguna de las andanzas de Esperanza Aguirre o el regreso de las corridas de toros a la televisión pública. Pobre de ti si les diriges una mirada mientras proclaman su discurso. Estás perdido. Eso era justo lo que querían, lo que andaban buscando, un interlocutor. Hace poco viví una escena cercana a lo grotesco en este sentido. Estaba en la charcutería y, a mi lado, un tipo algo más joven que yo, aunque no lo pareciese, empezó a soltar una serie de sandeces de esas que te van calentando la cabeza y acelerando el pulso. Resumiendo, el tipo sostenía que si en el Rincón Cubano, durante las próximas fiestas de San Mateo, la gente era tan "roja" y tan solidaria, lo que tenía que hacer era bajar el precio de los mojitos, que todos -concluía- estamos mal de dinero en estos tiempos, ¿o no? Pero esos, añadía (recalcando bien la última letra y moviendo en el aire uno de sus gordezuelos dedos), ya sabemos todos cómo son. Mucha solidaridad, pero de su bolsillo, nada de nada. Como Llamazares, decía. Lo mismito que Llamazares y su cuadrilla, repitió. Todo esto a voces, por supuesto. El pobre charcutero ya no sabía dónde meterse, si preguntarle si quería algo más o mandarle directamente a la mierda. Su cara expresaba eso: vergüenza ajena, indignación. Como la mía, claro, que procuraba mantener fija en el trabajo del charcutero, sin darle la más mínima oportunidad a aquel individuo de dirigirse a mí. Sabía que, si lo hacía, si se dirigía, acabaría estallando. Todo tiene un límite, pese a que ya estoy muy mayor para discusiones absurdas y mi tensión arterial (máxime en estos momentos) no me permite acelerarme demasiado. El tipo cogió su compra, nadie le dijo ni adiós, y se fue farfullando hasta las cajas, donde -me imagino- alguna patochada similar le caería a la cajera. Así estamos. Por eso me gustó mucho esa pescadería que mi madre y yo, casi por casualidad, descubrimos en uno de nuestros paseos matutinos. Y en honor a la verdad, tengo que decir que el bacalao estaba exquisito.

martes, 4 de septiembre de 2012

Historia de un parado

Una de las cosas más pesadas e insistentes que tenemos que soportar los parados es la de encontrarnos a gente por la calle que te pregunta si ya has encontrado trabajo y cuando les respondes que no, te espetan: lo que tenéis que hacer es marcharos de aquí. No, no a Madrid o a Barcelona o a cualquier otra gran ciudad española, ni siquiera eso, al extranjero. Al extranjero, recalcan. O sea, lo mismo quieren decir Londres que Australia, Chile que Berlín, Venezuela que Islandia. Lo que se dice hablar al sabor de la boca, vaya. Me produce el mismo malestar e indignación que cuando otra gente (o la misma) te encuentra después de algún tiempo sin verte y te suelta sin pudor: ¡cuánto has engordado! Cuando engordamos, ya lo sabemos: todos tenemos espejos en casa, gracias. Y siempre existe un motivo, no hace falta que nadie nos lo recuerde con tan poco tacto. Una de las cosas que menos soporto en esta vida es la mala educación. Y estas dos circunstancias me parecen de bastante mala educación, todo sea dicho, que siempre es mejor ir aclarando conceptos. Yo no me atrevería a decirle a nadie ni que ha engordado, ni que tiene que largarse a buscar trabajo a la mismísima China. Un poco de respeto. Luego, si les contestas a esto (cualquier cosa, la que sea, que contraatacar sabemos todos y la mayoría de la gente que te suelta estas lindezas tiene bastante donde recibir), el maleducado eres tú. Qué mundo. Cada uno tiene sus circunstancias. O dicho de manera más coloquial: cada uno sabe lo que tiene en su casa. Y yo en mi casa tengo una madre que padece una enfermedad tremenda, que sufre brotes dolorosísimos de cuando en cuando (en cualquier momento, pese al tratamiento, pueden aparecer y aparecen en el momento más inesperado) y que no tiene cura, todo lo contrario. Por eso no pienso irme de esta provincia. No lo voy a hacer. Ya sé que me quedan apenas cinco meses de prestación, que nadie responde a nuestros currículums, y no sé lo que va a pasar después, pero no lo voy a hacer, no me voy a ir, no nos vamos a ir. De nada me sirve estar en Australia ganando dinero y saber que mi madre está postrada en una cama, harta de dolores. Dolores físicos que ayudan a que la cabeza también se ponga mal (la impotencia de no poder moverte, de sentirte prácticamente inválido, siempre te lleva al decaimiento mental, a la depresión). Ya sé que yo no puedo quitárselos, ni unos dolores ni los otros, pero quiero que sienta mi mano cerca en esos momentos y mis risas (risas que me invento para distraerla, con nudo en la garganta incluido) a su alrededor para que ella se obligue a sonreír también. Cada uno tiene sus circunstancias en la vida. En esta vida tan jodida. La mía es ésa. Yo no la elegí, como tampoco elegí muchas otras con las que tengo que cargar (mi fácil tendencia a coger peso, entre ellas, por cierto). Pienso en todo esto mientras escucho en la radio a Charo López en la magnífica entrevista que le hizo Carles Mesa el sábado en Radio Nacional. Decía la gran actriz que, cuando uno llega a una edad, la suya, ya va presintiendo el final, la cuesta abajo. Es ley de vida, claro. Por muchos años que queden por delante, cerca de los setenta, ya se sabe que no van a ser demasiados. O si lo son (¡ojalá!), no serán en las mejores circunstancias. Las cosas como son. Es mejor no engañarse. Pienso en esas palabras de Charo y pienso en mi madre, una vez más. Creo que sólo los que estuvimos a su lado al principio de la enfermedad, o las personas que sufren lo mismo que ella, pueden llegar a conocer el alcance de estas palabras. Y me reafirmo en mi planteamiento. Quizá esté equivocado, pero es lo que hay. Y no me asaltan dudas.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Dos hermanos

Si una cámara los enfocase por detrás y se fuese acercando lentamente a ellos, descubriría, al alcanzar sus rostros, que son, evidentemente, hermanos. No es que sean como dos gotas de agua: no se trata de eso. Pero los gestos -ah, los gestos- sí delatan el parecido. Mucha gente reconoce de inmediato el parentesco entre ellos por esos gestos. Parece que estoy viendo a tu hermano, dicen. Esa mirada es la misma que la de tu hermana, argumentan otros. Dos hermanos, sí. ¡Cuántas cosas vividas a lo largo de todos estos años! Ahora, ellos, los dos hermanos, van caminando por la calle, con algunas bolsas del supermercado en la mano. Han salido a pasear, como tantas otras veces. Pasear y hablar, la mejor forma de ahuyentar miedos y fantasmas, de olvidar por unos instantes las dificultades de estos tiempos, de luchar contra el estrés y el nerviosismo. Aún no ha entrado en vigor la subida del IVA y en el supermercado donde acaban de hacer la compra (productos básicos, imprescindibles: café, leche, gel de baño...) ya han cambiado los precios. Así están las cosas. Deberíamos rebelarnos más ante está lamentable situación que (casi) todos estamos padeciendo, comentan. Todos estamos demasiado cansados, concluyen. El cansancio está en las calles, en los rostros de la gente. Y el miedo y la tristeza y la desgana, también. Ya hay supermercados donde no dejan entrar a algunas personas porque siempre terminan robando. Una de las empleadas de ese supermercado se lo contó a él, al hermano. ¿Qué pasará después? Nada se sabe. Y al gobierno, aparte de recortar y recortar, parece que no le interesa otra cosa. Recortar la economía, los avances sociales... Con eso, ay, se dan por satisfechos. Sólo queda esperar, una vez más. Esperar ¿a qué? Quién sabe. Esperar y punto. Sin rechistar. Ella, la hermana, dice: hay que vivir el presente, este aquí y ahora, no nos queda otra solución. Tomemos una caña, propone. El paseo ha sido largo. Pese a que ya han cambiado los días, aún hace calor. El hermano acepta, pero, aunque sabe que eso que dice su hermana es cierto, está cansado. Mucho. No es un cansancio físico. Se trata de otra clase de cansancio. Es cinco años y medio mayor que ella y la paciencia, con los años, también se va agotando. Se sientan, piden las cañas. Recuerdan cosas del pasado. Tantas cosas, tantos recuerdos en común. Novios, amigos, amantes... Gente que pasó por sus vidas y que ya no es más que eso, una anécdota para recordar una tarde de verano larga y aburrida. Otra gente, poca, permanece. Se han reído, han llorado. Se han peleado (pocas veces) y se han reconciliado. Lo típico entre hermanos que tienen una relación estrecha. Recuerdan otros tiempos, los tiempos en los que no tenían el alma en vilo. ¡Cuántas risas! Si no se hubiesen reído... Si no se riesen, pese a todo, ahora mismo. Esta tarde, sin ir más lejos, en la que están ahí, sentados en una terraza, bebiendo sus cañas, mientras la tarde se va desvaneciendo. Guardan silencio durante un rato y, mientras lo hacen, el hermano se da cuenta de que en el rostro de su hermana sigue viva la luz. Esa luz que, más allá de su evidente belleza, transmite a quien está a su lado y que, más que ninguna otra cosa, la define. Y sigue acogiendo a quien se mantiene cerca de ella.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Mi amor en vano


Las casualidades, más que cualquier otra cosa, determinan el transcurrir de los días, el curso de la vida. Un accidente de tráfico, que más que una casualidad es una desgracia, cambia el rumbo de la vida de Esteban, el protagonista de la última novela de Soledad Puértolas, "Mi amor en vano". Su vida se transforma: otros paisajes, otras gentes, otras perspectivas. Otro barrio, otra casa. Una nueva vida, así lo decide él. Y a partir de ahí, de esa elección, aparecen una serie de personajes, cada uno con su historia detrás, que conforman el mosaico de esta espléndida narración. Esteban es el nexo de unión entre todas ellas. Sus pasos, temblorosos tras el accidente, en principio desconcertados, van y vienen en busca del amor, de la seguridad, de la estabilidad, de la serenidad, del equilibrio, del sosiego. El amor, también como un misterio, como una sombra, como una ilusión. Los ojos de Esteban, después de todo, oscilan por todos esos territorios. Los misterios, las sombras, las ilusiones. Las palabras que se dicen y las que no se dicen. Personajes que hablan mucho y otros, en cambio, que no lo hacen, que observan, silenciosos, los pasos de Esteban, el devenir de esa nueva vida que le está tocando en suerte. Todo eso. ¿El amor, su amor, en vano? Quizá sea ésta una de esas preguntas que albergan múltiples respuestas, múltiples enigmas. Algunos de ellos, sí, se quedarán en el aire, como siempre, difuminados entre los reflejos de lo que pudo haber sido y, lamentablemente, no fue. Entre las sombras de los sueños no realizados, sólo esbozados con mayor o menor determinación. Lo que no pudo ser. Los hilos que parecen ser movidos por alguien quisieron que así fuese. O no. Quién sabe. ¿Qué es el amor? ¿Esa historia que dura algún tiempo o esos momentos fugaces, repletos de esa belleza que parece eterna, inalcanzable más allá de ese propio instante que se desvanece rápidamente? Ah, otro enigma. Otra pregunta sin respuesta. Otra más.
Soledad Puértolas, con suma maestría, nos ofrece una de esas narraciones en las que, como es habitual en ella, se esconden muchas cosas detrás de su aparente sencillez. Las cosas que se pierden, las que se desvanecen definitivamente. Las que nunca se han tenido. Las que se han rozado suavemente con las yemas de los dedos, un día cualquiera, una noche cualquiera, cuando no podemos dormir, cuando nadie nos espera. O cuando alguien lo hace y no lo sabemos. Todos esos sueños. Sí, todo eso está ahí, en la novela, fomando parte de la historia que nos ofrecen este puñado de vidas que aparecen tras la casualidad, las casualidades. Un día cualquiera, una noche cualquiera. Sin que supiésemos que estaban ahí, esperándonos, peleando contra la rabia, aspirando al sosiego. Como esta magnífica, deslumbrante narración.