jueves, 31 de diciembre de 2015

Nochevieja

La Nochevieja es la jornada que más me gusta de todo este periodo navideño. La magia que hay en terminar un año (por fortuna, por desgracia) y comenzar otro (las expectativas, las sorpresas). Doce campanadas y doce uvas -si seguimos la tradición- separan un año del otro. Quién sabe lo que vendrá después de ese momento. Empecé el 2015 presentando `La mujer de al lado´ en Madrid (con Laura Freixas y Terele Pávez) y lo termino con una invitación para hablar próximamente de `Corrientes de amor´ en el club de lectura de una biblioteca de esta ciudad. Mucho trabajo hay detrás de todo eso, muchas ilusiones, muchas complicidades, mucho esfuerzo. Seguimos escribiendo. Seguimos en la carretera. Seguimos en la búsqueda. A pesar de que los años -todos los años, por buenos que sean- vayan dejando nuevas cicatrices en nuestros rostros y debajo de ellos. Enfermedades, desengaños, decepciones, cansancios... El año tiene muchos días y en ellos hay cabida para todo. La fragilidad (por fuertes que nos hagan las cicatrices: ¿nos hacen fuertes, realmente?) no disminuye con el paso del tiempo. Eso ya no los contó Marguerite Duras en alguno de sus últimos libros. Pero vamos a respirar hondo (o algo así) y a pensar que el nuevo año va a acercarnos a alguno de los caminos con los que soñamos. ¡Feliz 2016!

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Los ojos de Charo López

Este artículo ha sido publicado en El Huffington Post


Charo López tiene los ojos expresivos, la melena inquieta, las manos delicadas. Se mueve de un lado a otro del escenario con la soltura de quien conoce bien el terreno que pisa. Lleva un año recorriendo los teatros de todo el país con `Ojos de agua´, ese monólogo en el que interpreta a una Celestina muy especial. Más luminosa, más cercana, más actual. Menos dramática, menos oscura, menos resentida. La sala se queda en completo silencio cuando suena esa voz que continúa siendo tan honda, tan personal, tan poderosa. Charo habla, ríe, grita, llora, recuerda, se estremece, se vuelve pícara o sensual, se burla de sí misma... Habla, a través de su personaje, del paso del tiempo, de la belleza que va marchitándose, de las cosas perdidas. Lo hace con cierta nostalgia, sí, pero sin dejar atrás la alegría ni las ganas. Esto es lo que hay: hasta aquí he llegado y todo lo anterior lo he vivido plenamente. Eso viene a decirnos la obra, el personaje. La Celestina, en cualquier versión, es mucha Celestina. Y Charo, a ratos escondida detrás de ese delicioso y tremendo personaje, también es mucha Charo.
Vamos a continuar riendo: ése viene a ser el lema. "Riendo salvajemente en medio de la más tremenda aflicción", escribió Samuel Beckett. Y eso ella, Charo, lo hace como nadie. Y no me refiero solo a aquella obra, `Carcajada salvaje´, que interpretó en diferentes épocas de su vida (al lado de Abel Vitón y, casi veinte años después, al lado de Javier Gurruchaga: cada uno en su estilo, los dos magníficos), sino así, en general. Charo ríe y la sonrisa (la carcajada) se le sube a los ojos. A Charo se la puede descifrar por esos ojos (de agua, de acero). Por esa mirada que no necesitaría palabras para explicarse, a pesar de lo mucho que nos gusta esa voz profunda e inconfundible. Charo se llevó el Oso de Plata de Berlín (junto al resto de sus compañeros: inolvidable elenco) por aquella Nati a la que le bastaban cinco minutos de metraje y de honda mirada para no olvidar jamás la historia de su personaje en `La colmena´, la espléndida adaptación de Mario Camus de la obra de Camilo José Cela. Charo López y Pepe Sacristán, frente a frente, en aquella posguerra helada y siempre en penumbra. Y también en otras muchas horas de teatro representando `Una jornada particular´: aquí y en Argentina, donde la propia Charo regresó hace un par de años para interpretar `En el estanque dorado´, en un mano a mano con Pepe Soriano. Nos quedamos con las ganas de verles por aquí.  
Muchas horas de teatro a sus espaldas. Muchos personajes inolvidables. También en cine (siempre nos quedará la duda de lo que hubiese hecho con el personaje de `Matador´, ay) y en televisión. Muchos trabajos. Grandes trabajos. De esos que permanecen sin dificultad en la memoria colectiva. Y unos cuantos premios: el Goya, el Premio Nacho Martínez del Festival de cine de Gijón, el de la Unión de Actores, el Ercilla, varios Fotogramas de Plata... Y los que vendrán.
Hace unos tres años, en Oviedo, le dije, casi al oído, que no se podía ir de este mundo sin interpretar `La noche de la iguana´ y  `¿Quién teme a Virginia Woolf?´. Creo que son dos trabajos que le faltan (para nuestro deleite) a su carrera. Ella levantó su copa, bebió un sorbo de vino, me miró (ah, esa mirada: de agua, de acero) y volvió a reír. De ese modo en que sólo ella sabe hacerlo. Con ese toque único que contagia sensualidad, sabiduría, experiencia, dureza y fragilidad al mismo tiempo, cierto escepticismo, y muchas ganas de vivir.   

lunes, 28 de diciembre de 2015

Chirbes y la lluvia

Salgo a la calle. Voy a buscar el nuevo libro de Rafael Chirbes que Anagrama me ha enviado a mi editorial. Tiene pocas páginas, parece un texto exquisito. El título me gusta: `Paris-Austerlitz´. Dejo atrás el portal y empieza a llover. No llevo paraguas. No importa. No acelero el paso. No pienso comprar un paraguas de tres euros en ningún chino. Me gusta sentir la lluvia sobre la cara. Primero, llueve poco. Lentamente. Pequeñas gotas que chispean y que dejan diminutos puntitos de plata en mi trenca azul marino. Luego, llueve con intensidad. Camino hacia casa sintiendo esa lluvia tan necesaria en la piel. (El libro va protegido en la bolsa). Lluvia que relaja. Parece que, en cuestión de instantes, todo ha cambiado: el color del cielo, la atmósfera, la temperatura, el ambiente. También huele diferente. Huele a lluvia, simplemente. Ese olor que tanto echábamos de menos por aquí. Esa lluvia que tanto se necesitaba para ahuyentar el fuego, la sequía, las tierras resecas, para rellenar los pantanos. Ya estoy en casa, detrás de la ventana. Escribo esto y siento la lluvia a mis espaldas, ese repicoteo tan reconfortante. Empezaré a leer a Chirbes sintiendo esa lluvia, sintiendo (y mucho) que sea el último libro suyo que vaya a leer por primera vez.    

domingo, 27 de diciembre de 2015

Y sigue la Navidad

Es Navidad, vamos a decirlo así. Estamos en el período navideño, realmente. Ahí, en el Parque San Francisco, por donde tantas veces hemos pasado caminado a una hora y a otra, hay barracas para niños, lo que me parece bien, ojo, y hay adultos disfrazados de personajes infantiles. Ahí están Mickey y Minnie Mouse, entre otros. Yo no sé quiénes están debajo de esos disfraces. Una rumana, un ovetense, un madrileño, una joven de Mieres o de Salinas. Y tan felices, pensarán ellos (l...ógico), pese al calor de esta Navidad que parece primavera, por llevarse unos pocos euros (imagino). Es Navidad. Una Navidad que nada tiene que ver con la de hace unos años, la verdad. Subimos, bajamos (caminar, caminar, caminar), pero no hay dinero, y eso es lo determinante. Juguemos al juego que juguemos. La crisis, digan lo que digan, sigue ahí, aquí, muy cerca. Y la Minnie sonríe, y la madre que sube al niño o a la niña a una atracción, también. Y nosotros, también sonreímos, sí, como tantos otros, porque hacer lo contrario no conduce a nada y, por otro lado, para qué vamos a amargar las Navidades a nadie, ¿no?, que bastante tiene cada uno con lo que tiene...

viernes, 25 de diciembre de 2015

La otra cara de la Navidad

Ayer, después de algunas compras de última hora y de nuestros habituales paseos matutinos, mi madre y yo nos encontramos con una vecina cuyo hijo, dos años menor que yo, estudió en mi colegio y murió hace unos años de manera trágica. Mi madre iba agarrada de mi brazo. La mujer nos vio, nos dio un par de besos y se echó a llorar. Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo, susurró. Buf. Qué revoltijo de sentimientos. Cuánta fragilidad. ¿Qué decir ante eso? Nada, evidentemente. Darle un abrazo y desearle que pasen pronto estos días en los que todo se acentúa, y más aún algo así. Ha transcurrido un día, hemos cenado, brindado y reído con la familia. Y hoy volveremos a hacer lo propio, también en familia. Como (casi) todo el mundo. Pero esa imagen, la de la vecina que perdió a su hijo tan joven, no se me quita de la cabeza. En ningún momento. Ni su imagen, ni sus palabras. "Lo que daría yo por ir agarrada del brazo de mi hijo". La vida, el destino, la fatalidad, qué sé yo. El lado más duro de todo este jolgorio. Las heridas que no cierran. La puñetera suerte.  

jueves, 24 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad

Este cuento ha sido publicado en El Huffington Post

Hay recuerdos que, con el paso del tiempo, se diluyen en la memoria y no sabemos distinguir muy bien si fueron del todo reales o si estuvieron a punto de serlo. Hay otros, sin embargo, que son tan nítidos que parece que hubiesen sucedido ayer mismo. Mi madre conserva muy vivo uno de estos últimos recuerdos. Esta mañana, cercana ya a una nueva Navidad, me lo vuelve a contar. Tenía unos ocho o nueve años, a finales de la década de los cincuenta. Años de alargadas y silenciosas sombras aún. El precio de la posguerra, tan alto, seguía ahí. Y también era Navidad. Una de aquellas Navidades en las que las montañas, en el norte, solían cubrirse de una nieve densa que parecía rozar el cielo y que destacaba poderosamente entre aquellos paisajes rodeados de minas de carbón donde trabajaban la mayoría de los hombres. A pesar de que era una buena estudiante, le gustaba quedarse en casa aquellos días de vacaciones: cerca de la cocina de carbón, del calor, de la trémula luz que surgía del carbón y de la leña ardiendo. Te vas a quemar las manos, le decía la abuela cuando las acercaba demasiado a la cocina. Mi madre odiaba el frío y, en aquellos años, por estas fechas, hacía muchísimo frío. Aquel frío y una enfermedad mal diagnosticada la llevaron a padecer la enfermedad reumática y degenerativa que hoy padece. Pero ésa es otra historia. La historia que hoy me ha vuelto a contar mi madre es la del pavo. El que toda la familia iba a tomar en la cena de Nochebuena. Había que ir a comprar el pavo al mercado. Por entonces, aquellos pavos se vendían vivos y los compradores debían encargarse de terminar con sus vidas para cocinarlos. La abuela, en el pueblo de Galicia del que procedía, había aprendido a hacerlo. Ahí van: mi madre y la abuela, de casa al mercado, muy abrigadas (gorros, bufandas, guantes, leotardos), contentas, tal vez resguardadas de la lluvia bajo el enorme paraguas del abuelo. Puedo verlas, de la mano, mientras ella, mi madre, me cuenta de nuevo la historia. La abuela era muy alegre y su sonrisa y su sentido del humor lo contagiaban todo. Llegaban al mercado y tenían que hacer una larga cola. Siempre se encontraban con alguna conocida del barrio durante la espera. Todo el mundo quería un pavo para aquella cena. Un buen rato más tarde, algo cansadas, regresaban a casa. Nada más llegar, aquel pavo, tal vez consciente de su inmediato futuro, corría de un lado a otro de la cocina y del balcón. Aquel balcón en el que, cuando llegaba el buen tiempo, las mujeres se sentaban para charlar, realizar sus tareas y sentir los primeros calores en las piernas sin medias. Mi madre recuerda las carcajadas nerviosas de la abuela. Las suyas propias, también nerviosas. La sensación cómica (y un tanto surrealista) del asunto. Llegaba un momento en que, a sus ocho o nueve años, mi madre no quería que la abuela acabase con la vida del animal. Podemos cenar otra cosa, decía tímidamente. Tal vez pescado, aunque mi madre aborrecía limpiarlo. La abuela la miraba con incredulidad y volvía a reírse. El pavo estaba listo para ser cocinado. Sólo faltaba quitarle las plumas. La abuela se las quitaba, una a una, cantando alguna de sus coplas favoritas.
Ahora, a sus ocho o nueve años, mi madre está sentada a la mesa con sus padres y su hermano mayor. El pequeño, medio dormido, aún está en la cuna. Mi madre lleva puesto su vestido nuevo y algún complemento en el pelo hecho con un retal del mismo género del vestido. El último que la abuela, modista de profesión, le ha confeccionado. El pavo está ahí, en la bandeja. Es enorme. El guiso tiene muy buen aspecto (la abuela era una gran cocinera) y huele deliciosamente. Sin embargo, mi madre no quiere comerlo. No puedo, susurra. Se acuerda de cuando estaba vivo. El pavo en el mercado, de camino a casa, corriendo por la cocina y el balcón. Intentando huir de su destino. Mi madre no puede quitarse esas imágenes de la cabeza. Las sonrisas nerviosas de ambas. Los abuelos la miran y le indican, sin decir palabra, que tiene que comérselo. Mi madre va partiendo aquel trozo de carne en pedacitos, desganada. Y se los lleva a la boca lentamente, reprimiendo las lágrimas, pensando en otras cosas. Pensando en los días de calor. En aquella playa, la de Gijón, a la que los abuelos solían llevarla cuando llegaba el verano. En aquella cometa que volaba de un lado a otro y que estuvo a punto de romperse varias veces cuando, al final de uno de aquellos días, se levantó una fuerte e inesperada ráfaga de viento.   

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Veintiún años

Ayer se cumplieron veintiún años de la muerte del abuelo Tomás. Aquel abuelo que siempre le compraba a mi hermana su tableta de chocolate con almendras favorita y que, cuando éramos pequeños, nos daba un billete de cien o de mil pesetas -toda una fortuna por entonces- al despedirnos de ellos hasta la semana siguiente. Aquel abuelo que de joven se parecía a Gary Cooper, que estaba muy enamorado de su mujer y que camina de su brazo en dirección al cine en uno de los relatos de mi último libro, `Corrientes de amor´. Veintiún años, casi la mitad de mi vida. Veintiún años, y aquí seguimos, abuelo, enfrentándonos a todo esto como sabemos, como podemos. Como, seguramente, hiciste tú, en aquel tiempo en el que te parecías a Cary Cooper y en el que vino después, tan presente aún en nuestro recorrido.

sábado, 19 de diciembre de 2015

El final del viaje

Hay algo muy poderoso en `45 años´, la película de Andrew Haigh. Y no me refiero sólo al impresionante trabajo de sus dos protagonistas, Charlotte Rampling y Tom Courtenay. Es un misterio, un enigma. Algo inquietante que atraviesa toda la película y la convierte en lo que es: una delicadísima disección de las relaciones de pareja, de los sentimientos más profundos del ser humano (silenciados o compartidos: eso no importa). Ahí está el misterio, el enigma al que me refiero. Ese temblor que acecha siempre sobre las relaciones humanas. Ese miedo que. aunque no se nombre, está muy presente. El miedo que surge cuando de repente pensamos que todo puede venirse abajo. Nadie mejor para representar ese temblor, esos miedos, que Charlotte Rampling: con sus silencios, con sus miradas, con el leve gesto de beber un vaso de agua, de encender un cigarrillo que no conviene encenderse o de apartar una mano de otra mano. Es cierto que sobre Rampling cae el peso de la película -el temblor, el miedo-, pero también lo es que Courtenay le sigue muy bien los pasos. Hasta ese baile final de giro inesperado. Hasta esa última imagen que, enfrentados ya a los miedos, diseccionados los temblores, nos deja helados, noqueados, con el corazón en un puño. Literalmente. Los silencios que, una vez más, pueden expresar mucho más que unas cuantas palabras. Sí, hay silencios tan demoledores que consiguen hacerlo.  
Hay algo en la película que remite a los cuentos de dos autoras extraordinarias: Alice Munro y Soledad Puértolas. En los relatos de ambas escritoras siempre está presente esa atmósfera, ese miedo a que, al más mínimo gesto, todo pueda desmoronarse por completo. La fragilidad, sí, de las relaciones humanas, de los comportamientos que -a veces- se sitúan más allá de nuestra comprensión. A ese territorio inexplicable e inesperado es al que nos lleva esta película: sencilla en apariencia (podría convertirse perfectamente en obra de teatro) y demoledora en su trasfondo, allí donde nos conduce el final del viaje (del baile), cuarenta y cinco años después.  

jueves, 17 de diciembre de 2015

Empieza el espectáculo

Me cansa tanto todo lo relacionado con las elecciones que tengo unas ganas tremendas de que llegue el periplo navideño, aunque termine saturándome también. Así que -aunque pienso ir a votar, evidentemente- voy a centrarme en los menús navideños, que este año, debido a que mi madre no se encuentra demasiado bien tras su recaída (¡qué ganas de que termine el 2015!), soy yo el encargado de prepararlo todo. Empieza el espectáculo. Hoy. Allá vamos, mi madre y yo, a la compra. Hacer las compras en las tiendas del barrio, recuperar ciertas esencias que parecían perdidas. Organizar cosas, incluidas algunas sorpresas.  Como entonces: cuando yo ya tenía vacaciones y ella parecía, a los ojos de aquel niño (como narro en uno de mis relatos), una actriz de cine. Lo mejor de todas las comidas -de todas las fiestas, en realidad- siempre son los preparativos, la algarabía previa. Es una de las pocas cosas que, pasen lo años que pasen, permanecen intactas. Afortunadamente

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Islandia

Me gusta regalar libros. Hoy en día no puedo regalar tantos libros como quisiera. Aún así, cuando corresponde, lo hago: regalo libros. Estoy en una librería, veo un título que sé que le gustaría leer a alguien de mi entorno y mi primer impulso, sin mirar el precio, es comprarlo. He regalado muchos libros. A gente que se lo merecía y a otra que el tiempo me demostró lo contrario. Qué le vamos a hacer. Los vaivenes que tiene todo esto. También me los he regalado a mí mismo, qué demonios. Hoy, a través de una noticia que ha colgado en su muro de Facebook la bibliotecaria Chelo Veiga, descubro que en Islandia todo el mundo regala libros tras la cena de Nochebuena. Y, de repente, me acuerdo del gran relato de Sergi Bellver que se titula precisamente así, Islandia, y vuelvo a leerlo, y pienso que pocos lugares me gustaría tanto conocer a día de hoy como ése. Cualquier rincón de ese país, Islandia. Más aún tras leer esta noticia. Coger un avión y "cruzar Reikiavik de madrugada", como el protagonista del relato de Sergi. Recibir el nuevo año así, cruzando Reikiavik de madrugada, cargados de libros y de copas de vino. Empezar el año cruzando una ciudad desconocida y regresar después, muy cansados, conscientes de que ya estamos en un nuevo año y de que el viaje no ha sido ningún sueño.   

martes, 15 de diciembre de 2015

Melanie

¿Qué te han hecho, Melanie? ¿Qué te has hecho? Aún recuerdo tu atractiva cara y tu sonrisa fresca en aquella magnífica película de Jonathan Demme, `Algo salvaje´, que yo vi en una de las salas de los cines Clarín, hace ya casi treinta años. Qué buena actriz, pensé. Qué grandes posibilidades tiene esta chica sensual, descarada, atrevida. Un personaje que bordabas y por el que tendrían que haberse abierto todas las puertas a tu paso. En `Armas de mujer´, poco después, estabas d...eliciosa y cómo te crecías al lado de la no menos estupenda Sigourney Weaver y de un Harrison Ford más atractivo que nunca. Jodie Foster te arrebató el Oscar cuando lo lógico es que hubiese sido la Glenn Close de `Las amistades peligrosas´ la que te lo hubiese arrebatado. Cosas de los premios. Fueron pasando los años y algún retoque, pase: eso pensamos. Que si las actrices después de los treinta y pocos somos invisibles, que si Hollywood es un lugar salvaje y despiadado, que si esto y lo otro y lo de más allá. En `Locos en Alabama´ volvías a lucir todo tu esplendor porque eres una buena actriz, carajo. Una buena actriz con poca suerte, eso sí. La vida es cruel y muchas veces pasan cosas así. No estás sola. Te seguiste retocando la cara y te seguimos queriendo porque los mitómanos somos como somos. Esperábamos que llegase algún día ese nuevo gran papel que te merecías, que te mereces. Pero hoy, al ver en el periódico esa foto donde ya no se sabe muy bien quién eres (a dos pasos de Mickey Rourke, un suponer, aunque me duela -y mucho- escribir esto), he pensado que ya no te llegará ese ansiado papel que muchos soñábamos para ti. ¿Qué tipo de expresiones podrías realizar con ese rostro que nada tiene que ver con el de aquella muchacha alegre a la que se vislumbraba un gran futuro por delante? Un futuro donde aquel rostro natural y hermoso asumiese sus riesgos. Los riesgos de vivir, de beber, de reír, de sufrir, de amar... No, Melanie, no hemos dejado de quererte (los recuerdos del cinéfilo suelen ser muy agradecidos), pero no del mismo modo. Lo contrario sería completamente imposible.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Un poema para Frank

De mi casa a la tuya, cuando te conocí, iba yo siempre tarareando alguna canción de Frank Sinatra. Aún recuerdo aquellos nervios atravesando la boca de mi estómago por volver a verte. Lo común -creo- en todas las historias que merecen la pena, a pesar de que todos pensemos que en esos momentos somos las únicas personas del mundo en padecerlos. Aunque aquellos nervios, después de tantos años juntos, han desaparecido (como es lógico), la emoción cuando entras en casa después del trabajo y vuelvo a verte sigue intacta. Las mismas ganas de besarte que entonces, qué quieres que te diga. Y, a veces, aunque no me oigas porque lo hago de un modo casi inaudible, vuelvo a tararear a Sinatra, que hoy, por cierto, cumple cien años. Cualquiera de sus canciones. Todas me sirven. Es lo que tienen los clásicos. Las tarareo y recuerdo los momentos que sirvieron de banda sonora para esta historia, la nuestra, que siempre ofrece luz sobre todas esas complicaciones que estamos teniendo últimamente a nuestro alrededor. Y termino, que el poema (o lo que sea) era para Frank y, ya ves, te has quedado con él, una vez más.

domingo, 6 de diciembre de 2015

El insomnio de Elvira Lindo

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Vaya por delante un pequeño apunte personal: duermo poco y mal, a trompicones, nunca más de cinco horas seguidas. Es lo que hay. Con los años he aprendido a disfrutar de ese tiempo. Leer, escribir, ver películas o cocinar son algunas de las tareas que realizo a esas horas, con la casa en completo silencio y el frío o el calor arañando el cristal de la ventana, según las estaciones. Es mejor aliarte con el insomnio que hacerle frente. Eso también te lo enseña la edad. Algunas veces, durante esos insomnios, me encuentro con Elvira Lindo por las redes sociales. Nos dejamos un comentario, intercambiamos -si viene al caso- algunas palabras y cada uno sigue con lo suyo, tratando de llenar nuestros respectivos insomnios de la mejor manera posible. Ella muestra ahora, en su nuevo libro, un diario titulado `Noches sin dormir´(Seix Barral), la productividad de esos insomnios. Palabras, recuerdos, sensaciones, sentimientos, olores, sabores, lecturas, músicas, poesías, copas, amistades, amor. El itinerario de un invierno, el último, que pasó en Nueva York. Y el itinerario de una vida, la que la llevó hasta el momento en que escribe estos hermosos textos. Una ciudad que va más allá, según cuenta alguien que la conoce a fondo, de los llamativos carteles de los teatros, de lo mítico de sus calles o de sus parques y de ese ideal romántico que el cine dejó inevitablemente en nuestras retinas y en nuestra memoria. El cine y sus referencias, tan presentes, por otro lado, en estas páginas.
Elvira Lindo escribe como debe hacerse en un diario: sin tapujos, con sinceridad. No hay que esconderse detrás de un personaje (o de varios personajes): hay que enfrentarse con valentía a las páginas en blanco como el que se enfrenta sin contemplaciones a un espejo bien iluminado. La conexión, entonces, con el lector será inmediata. Y así sucede con este libro. Como ejemplo, el poema que ella pensó en una de sus caminatas por la ciudad y que está incluido en este diario que viene acompañado de numerosas fotografías realizadas por la propia autora. Fotografías que se complementan perfectamente con los textos, que dan color a la melancolía de determinados pasajes y que otorgan a la ciudad, tan protagonista del diario como la propia autora o su marido, la verdadera imagen que ella, después de vivir allí once años, quiere mostrar. Elvira es sincera con lo que escribe y con lo que fotografía: ya sea un paisaje nevado, el rostro de Antonio o una de esas mujeres extravagantes que pasean por Nueva York y detrás de las que se pueden adivinar varias vidas dentro de una sola vida.
Hay melancolía, sí, pero una melancolía sosegada, como escribe ella misma de las canciones que escucha del malogrado Nick Drake mientras pasea a orillas del Hudson. Hay más melancolía que en aquel otro libro, `Lugares que no quiero compartir con nadie´, que también podía considerarse una especie de diario de sus años neoyorquinos. De otros años, quizá. No de este último invierno en la ciudad: aquí reflejado con esa melancolía sosegada, que es una melancolía de bonito nombre que no asusta y que no sienta mal. Ni siquiera en los domingos por la tarde, siempre tan propensos a ella, refugiados de la intemperie.
La vida se va componiendo de etapas. Eso también lo vamos descubriendo con los años. Etapas en las que nos dejamos llevar por el torrente de la vida y etapas en las que nosotros decidimos -cuando podemos, en la medida de lo posible- lo que queremos hacer con el tiempo que tenemos por delante. Elvira Lindo ha decidido decir adiós a Nueva York, en ese invierno que narra en este libro (uno de sus mejores libros: lo digo claramente antes de terminar). Adiós a una larga etapa. Adiós al frío. Adiós a la nieve. A esa nieve a la que, casi como en un poema, se refiere así: "Qué rara la nieve, tan pronto te amarga la vida como te enciende el alma".  Te enciende el alma. Eso es, precisamente, lo que hace este conmovedor, bellísimo relato.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Huyendo del cansancio

A veces, cuando uno se levanta cansado (no hablo de cansancio físico), se pregunta dónde le gustaría estar. Por unas semanas, por unos días, por unas horas. Son muchos los lugares que vienen a la mente, dependiendo del día o del cansancio. Pero siempre hay un lugar recurrente: el mar. Una playa solitaria, sin más compañía que la que uno elija. Hace tiempo que tengo elegida la compañía. Esa compañía, sí, y un cuaderno: ¿para qué necesito más? Sin embargo, la ubicación de la playa también varía. Hoy, al ver una de las espléndidas fotografías de mi amiga Conchi Sasa ha colgado en su página de Facebook, lo tengo claro. Hoy me gustaría estar ahí, en esa playa que ella ha fotografiado con su maestría habitual. Por unas semanas, por unos días, por unas horas. Malgrat del mar, en la provincia de Barcelona. La fotografía es tan buena que por un momento puedo sentir el rumor del mar, el sol sobre la piel, la arena arañando los pies, el pájaro de la felicidad, la placidez del silencio.    

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Otro apunte sobre la muerte

Esta mañana, de sopetón, me entero de la muerte de la madre de una amiga. Veníamos, mi madre y yo, de dar un largo paseo y, al entrar en un café, nos encontramos con mi amiga y con la noticia. Qué decir en esos momentos. Sobran las palabras, creo. Un gesto de apoyo, de afecto: una mano en un hombro, un beso. Y ya está. Sigo sin entender la muerte, sin entenderla en absoluto, como apuntaba aquí el otro día a propósito del sufrimiento de Francesca (está mejor, aún recuperándose lentamente). Y la vida continúa, y lo único que podemos hacer es vivir los días, el momento. Aprovechar esos paseos, esos cafés. Aprovechar las horas: todas ellas. Todo el tiempo, por insignificante que (a ratos) nos pueda parecer. Y no pensar demasiado. No es tarea sencilla.     

martes, 1 de diciembre de 2015

Los 80 años de Woody

Creo que es de bien nacidos ser agradecidos. Por eso hoy, aprovechando que es su cumpleaños, quiero agradecerle al señor Woody Allen todos los momentos de buen cine que me proporcionó a lo largo de esta vida. Ahora, desde algunos sectores, parece que está de moda derribar mitos o intentar ensuciar el nombre de tantos creadores que nos ayudaron en nuestro crecimiento intelectual y en nuestros desvelos. Con Woody Allen, pese a sus películas menores (nadie tiene la obligación de hacer una obra maestra al año, hombre), no podrá nadie. Ya está ahí, en la Historia, con mayúsculas, del cine. Películas gloriosas, momentos inolvidables. Cine, en su mayoría, que perdurará porque trata, de manera más cómica o más dramática, asuntos que a todos nos atañen. El amor, el miedo, la muerte, las inseguridades, la fragilidad, la risa, la infancia, el humor, el deseo... Son muchos los intérpretes que trabajaron con él, y más aún los que sueñan, aún hoy, con hacerlo. Las mujeres, las actrices. No recuerdo una sola mujer que estuviese mal bajo sus órdenes. Me quedo con Diane Keaton, Anjelica Huston, Geraldine Page, Gena Rowlands, Mia Farrow, Dianne Wiest, Barbara Hershey, Cate Blanchett... En realidad, me quedo con todas -con Oscar o sin él-, pero son tantas que es casi imposible enumerarlas en este espacio.
Creo que puedo recordar (tener buena memoria a ratos resulta positivo) cada uno de los momentos en los que salí eufórico de un cine después de ver una de sus películas. La sensación de que caminando por las calles de mi ciudad estaba caminando por las calles de la suya, Nueva York. Y así, caminando por estas calles que tan bien conozco, podía escuchar las músicas -siempre exquisitas- que sonaban de fondo en las historias que salían de su cabeza y de las que, convertidas ya en imágenes, acababa de disfrutar. Caminaba por las calles de mi ciudad como si flotase. Con esa sensación que nos atrapa después de haber disfrutado plenamente de algo realmente bueno. De un cuadro, de un poema, de un concierto, de una interpretación en directo, de una película... Porque, sin ánimo de ponernos estupendos, eso es lo que tiene el arte: que nos permite elevarnos de nuestras rutinas y flotar. Alejarnos de nuestros problemas y sobrevolar los aspectos más crudos de la realidad. Y sentir esa sensación, que es, como digo, muy parecida a la de flotar. Ustedes ya me entienden.
Que cumpla en plena forma muchos años más, señor Allen. Sus trabajos (todos ellos) serán, como siempre, un alivio para nuestras batallas cotidianas.