A última hora del domingo, refugiado en la lectura después de un intenso fin de semana de vida social, me emocionó la fotografía que mi amiga Yolanda Lobo colgó en el facebook. Las manos de una abuela y las de una nieta. Hermosas manos. Diferentes manos. Manos de mujeres de distintas generaciones. Las dos trabajan la masa de unas rosquillas o de unas casadielles: algo rico, muy apropiado para la tarde fría del domingo. Rosquillas o casadielles, con una buena taza de chocolate caliente y abundante azúcar. Amasan sobre una vistosa mesa, de azulejos azules, blancos y amarillos. La vieja cuchara de la buena cocinera y el tazón con el aceite de oliva, siempre cerca. Las manos de la abuela, embadurnadas de harina y masa, son manos joviales de mujer mayor. Manos que danzan ajenas al paso del tiempo. Apostaría a que no saben estar quietas, a que les gusta la actividad constante. Las manos de la nieta, jóvenes e inexpertas, inocentes aún, arañadas por los juegos, quieren seguir el paso de las otras, las de la abuela. Palabras mayores, ya digo. Todo se andará. Más allá de la foto (muy bonita), a la nieta, dentro de veinte años, le quedará el recuerdo, el recuerdo de la abuela, aquella tarde de domingo, enseñándole a hacer rosquillas o casadielles, a extender perfectamente la masa, a preparar el chocolate en su punto justo, ni demasiado ligero ni demasiado espeso, mientras le contaba historias, muchas historias, de su madre, de sus tías, de ella misma, o de la vida en general: siempre tan generosa, tan complicada. Ese poderoso recuerdo será para ella más valioso que cualquier otra cosa en el mundo. Puedo asegurarlo.
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