Michael Jackson acaba de morir. Con esa triste noticia, recibida de madrugada, inciamos el viaje. Ya en Madrid, en el aeropuerto, las segundas ediciones de los periódicos tratan ampliamente el asunto. La muerte de Farrah Fawcett, ese ángel caído de los calendarios, rostro inevitablemente asociado a aquellas míticas series de nuestra infancia, queda relegada a un segundo plano. Llegamos, después de trece interminables horas de avión, a Buenos Aires. Allí, recién comenzado el día, el recuerdo del cantante también está muy presente: en la radio del taxi, en las televisiones, en las calles. Las tiendas de música colocan sus discos y vídeos en los escapates; y algunas de las otras, librerías en su mayoría, exhiben fotos y pósters de las diferentes épocas de la vida del cantante. Blanco o negro, qué más da: genio indiscutible, icono inmortal, página esencial de la historia de la música. Una de las cosas más importantes que uno aprende viajando es esa: que, pese a las lógicas diferencias, todos somos iguales. Todos, en todas partes, deseamos lo mismo, nos reímos y nos emocionamos con lo mismo, tenemos las mismas aspiraciones, veneramos a los mismos mitos y lamentamos las mismas desgracias. Los genios, esos privilegiados, aquí y allá, siempre hacen la vida más fácil, más interesante, más llevadera.Lo más impactante, ya en la calle, la mítica calle Corrientes, es el número de librerías. A cada paso, una. Abiertas desde el amanecer hasta altas horas de la madrugada. Llenas de saldos, de libros descatalogados, de ofertas siempre interesantes para el lector apasionado, para todo tipo de lectores. Todos los libros, prácticamente, en la calle, al alcance de la mano. En muchas de ellas, durante esos días, suena insistentemente la música de Jackson. "You are not alone", la canción suya que más nos gusta, también. Entre las librerías, están los teatros. Norma Aleandro, con su inmenso talento, nos deslumbra en un viejo teatro, con ese olor a madera y a humedad de los teatros de entonces, los primeros teatros. Y Darío Grandinetti, al día siguiente, hace lo propio en una pequeña sala con el mismo aroma añejo. La cultura en estado puro. Teatro y libros se funden, unas calles después, en "El Ateneo", teatro convertido ahora en librería. Y en cuyo escenario, transformado en cafetería, te puedes tomar un café hojeando tranquilamente los libros de la tienda. La fama de los argentinos es bien merecida. Cultos, educados, charlatanes, cercanos. Al fondo de la calle Corrientes, majestuoso, impresionante, se erige el Obelisco. Y a sus pies, a cualquier hora del día o de la noche, grupos de niños, de entre nueve y catorce años, al acecho: pidiendo limosna, buscando el despite del transeúnte, sobreviviendo. La picaresca disfrazada de inocencia, de cándidas sonrisas. Un taxista (que se define ferozmente nacionalista) nos advierte de lo peligrosísima que es la ciudad, de día y de noche, de que no hay más que robos, asesinatos, prostitución, descuartizamientos, que la policía, temerosa, mira siempre hacia otro lado. Aunque resulta evidente la ausencia de dinero en la mayor parte de la ciudad, no tenemos ningún problema. Ni siquiera en los barrios más humildes, los que conducen a Caminito, a La Boca, a toda esa zona tan empobrecida y pintoresca, única. Ese día, es día de elecciones. Y, como siempre que se va a votar, todo el mundo tiene prohibido beber alcohol: los que van a votar y los que estamos de visita. Todo Buenos Aires abstemio por un día. Pero como hay almas caritativas en todas partes, un amable camarero de un lujoso restaurante de Puerto Madero, frente al mítico Río de la Plata, coincide con nosotros en que no se puede comer esa deliciosa carne sin una botella de exquisito vino tinto. Y disimuladamente, nos la ofrece. La vista, desde la terraza cubierta de ese restaurante, es ciertamente maravillosa. En ese momento, por unos instantes, pienso que sí, que Buenos Aires puede ser el París sudamericano, como algunos dicen. Aunque París siga siendo mucho París. Cafés, librerías, teatros y tangos, claro, también asistimos a un espectáculo de tango -música y baile- en el emblemático café Tortoni. La noche ya es otro cantar. La fama de la noche argentina es excesiva, desde luego. Quizá, como algunas otras cosas, viva, ahora mismo, de la gloria del pasado, de sus flecos. O tal vez porque, como dice María Elena Walsh, en su espléndido libro "Fantasmas en el parque": "No sé cuándo empecé a no reconocer a Buenos Aires. Es una ciudad en permanente estado de colapso, mugre y precariedad. ¿Siempre fue así? No lo creo, no lo recuerdo. Ahora hay mucha gente que se refugia en su casa y su barrio. Y la multitud que no tiene más refugio que la calle. Crecieron la cantidad de habitantes y sobre todo el miedo. Pero la ciudad quizás es como el tiempo, ni pasa ni cambia, somos nosotros los cambiados, los pocos".Buenos Aires, ciudad de contrastes, de vaivenes y poetas (Borges, Cortázar y Gardel, pero también Haroldo Conti o la propia Walsh), literaria y decadente, antigua y cosmopolita al mismo tiempo, sobrevive, sí, con la misma dignidad que esas mujeres, las de la Plaza de Mayo, algunas de ellas aún bajo sus pañuelos reivindicativos, amarilleados por el paso del tiempo pero nunca silenciados, que vimos ese jueves inolvidable y muy emocionante, y cuyo recuerdo, imborrable, bello y doloroso, habita ya en nosotros como la certeza de que algún día no demasiado lejano volveremos a esas calles, a ese otro lado del mundo.
Como ya le dije antes, amigo Ovidio, es imposible conocer la verdadera noche de Buenos Aires (como la de cualquier otra ciudad, me imagino) sin un porteño o porteña como cicerone.
ResponderEliminarLa noche de Buenos Aires tiene un lado de aburrido cosmopolitismo, y otro de adorable decadencia que me recordó al lejano Pipo's.
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