sábado, 28 de febrero de 2015

La última palabra

Hay una palabra. Una palabra que no se dice, que no se pronuncia. La última palabra. De ahí surge este libro, `La isla del padre´, un recorrido por la vida del padre y por la vida del hijo, el propio escritor, Fernando Marías. Un recorrido que se realiza después de que esa palabra, la última, no pueda pronunciarse. "Tirar junto a mi padre muerto del hilo invisible de una palabra jamás pronunciada: eso es este libro". Así lo escribe, al final de uno de los capítulos más conmovedores: el padre y el hijo en una habitación de hospital, despidiéndose. O tratando de hacerlo. De pronunciar esa palabra, la última. Que -finalmente- no se pronuncia. No se dice. La tarde se desvanece al otro lado del cristal. Los días cercanos ya al verano. La gente, después de la larga jornada de trabajo, a su aire. Comienza a redactarse este libro, merecidísimo Premio Biblioteca Breve 2015. La historia de un padre y de un hijo. Las complicidades, las aventuras. Se escribe la vida de un hombre, el padre del escritor, tras su muerte. Nunca llega a pronunciarse esa última palabra. Se busca -si acaso es necesario: ah, la curiosidad- a través de la escritura.
Está la historia de ese hombre, el padre del escritor, en el libro. Naturalmente. Y, a retazos (¡esos viajes en tren!), la del hijo que escribe. Pero, sobre todo, está el paso del tiempo. El vértigo. Las vidas que se escurren, que se escapan en un soplo, sin que seamos muy conscientes. O sólo lo somos cuando nos paramos a pensarlo. Un pensamiento que dura poco, que dejamos huir rápidamente. Temerosos, quizá, de que nos derrumbe ese vértigo al que aludo, tan intenso. De eso trata, precisamente, la última película que he visto, `Boyhood´, del paso del tiempo, y por eso hay algo en ella, en la película de Richard Linklater, que, sin contar una historia especialmente triste, la envuelve de una extraña tristeza, de una melancolía que araña.
Pero volvamos al libro de Fernando Marías. Un libro, por cierto, lleno de cine, como no podía ser de otro modo. ¡Qué bien narradas están las intervenciones de esas actrices admiradas en las lejanas misas de los primeros años de vida! Jacqueline Bisset sobre la palabra de cualquier cura. ¡Con qué rapidez se reconoce el lector cinéfilo en esos tramos! El hombro de la Monroe sobre todas las prohibiciones, sobre todos los miedos, sobre todas las capillas heladas y los discursos retrógrados. El hombro de Marilyn. Indestructible. Como la propia pasión cinéfila.
Muchos son los escritores que han narrado sobre la muerte (y la vida) de los seres más queridos. Un padre, una madre, un hijo, un amor... Hay grandes títulos, libros sobrecogedores. Citaré tres a los que vuelvo con frecuencia. `Mortal y rosa´, de Francisco Umbral. `Patrimonio´, de Philip Roth. Y `Con mi madre´, de Soledad Puértolas. Libros que hablan de la pérdida del ser querido y donde sus autores se aferran a las palabras para continuar el viaje. Lo que quede de él. Escritores traspasados por el dolor que sólo encuentran cierto sosiego en lo que están narrando. Rememorar a ese ser ya desaparecido les empuja a la escritura. Se reconoce su necesidad de contar esa historia, de que los lectores seamos partícipes de ese dolor, que, en definitiva, es el dolor que a todos, tarde o temprano, nos rondará o nos acribillará. Son libros que trascienden cualquier género y que son auténticas cúspides en la obra de esos escritores. Desde este mismo instante, finalizada ya la primera lectura del libro de Fernando Marías (libro para releer, desde luego), puedo decir que `La isla del padre´ entra a formar parte de ese grupo donde la literatura ofrece consuelo a la vida de un modo sincero, veraz, apabullante. No sé si es la mejor narración de Marías (posiblemente), sí sé que se trata de un libro que permanecerá. Como lo hace esa palabra, la última, que no llegó a pronunciarse. Y que aquí, a lo largo de estas casi trescientas páginas, está escrita.  

miércoles, 25 de febrero de 2015

Un invierno demasiado largo

La mujer está sentada en un banco, enfrente de un supermercado, aprovechando los rayos de un sol que apenas calienta. Demasiado largo se está haciendo este invierno ya. Tiene el pelo rojo y enmarañado, la cara ancha y coloradota, las piernas largas y los pies grandes. Cuando alguien pasa por su lado (yo mismo), extiende la mano y murmura algo sobre una moneda. Habla con cierta torpeza, como si no fuese de aquí. O como si la lengua, cansada de repetir siempre lo mismo, se le trabase. No dice nada si, al extender la mano en busca de una moneda, nadie le da lo que reclama. Su sonrisa permanece intacta. No se le borra en ningún momento de la boca. Como si fuese la sonrisa de una de esas muñecas que se van arrinconando en los desvanes de las casas antiguas o en los puestos de los mercadillos. Una sonrisa que da un poco de miedo y un poco de pena. Como la sonrisa dulce de los locos y los desarraigados. O la de las muñecas abandonadas. A veces, como una de estas mañanas en las que me cruzo con ella, está fumando. Extiende el brazo hacia un lado y sostiene un cigarrillo entre los dedos que va chupando lentamente. Lo hace con una elegancia que no corresponde con su físico ni con su ropa (camisa de cuadros, pichi vaquero, playeros) ni con el resto de sus modales, un poco atropellados. No es una mujer elegante ni glamurosa. De hecho, parece que acabase de estar trabajando en un huerto o en un jardín antes de sentarse en ese banco enfrente de un supermercado donde se sienta casi todas las mañanas. La mano áspera que tiende a quien pasa junto a ella (yo mismo), lo puede corroborar. Pero ese gesto, el de sostener el cigarrillo y llevárselo a la boca, sí lo es. Fuma pausadamente, disfrutando de cada calada, como si fuese consciente de que pasará un buen rato hasta que pueda conseguir otro cigarrillo que llevarse a los labios. No están los tiempos para regalar cigarrillos. Eso también parece saberlo.
Voy pensando en ella, en esa mujer, y en aquella otra que se sentaba en otro banco, cerca de la casa de mis padres, y reclamaba constantemente cigarrillos. Jose (llamaba a todos los hombres del mismo modo), dame un cigarrín, decía. Aunque a aquella mujer (hace siglos que no la veo), se le borraba la sonrisa de inmediato cuando no le dabas el cigarro que pedía. Incluso maldecía por lo bajo, seriamente enfadada. Voy pensando en ellas, digo, cuando de repente la veo. Está en el escaparate de una tienda de empeño. Un juego de café de la Cartuja. Doce tazas. Detrás, otras doce más grandes y el resto de la vajilla. ¿A quién habrá pertenecido? ¿Por qué se habrán deshecho de ella? Me temo que la segunda pregunta tiene una respuesta más fácil. Me imagino a la dueña de esa vajilla -¿una abuela?- camino de la casa de empeño, necesitada de dinero, pensando en todos los recuerdos que se acumulan ante algo así. Me la imagino y pienso que ahí, detrás de esa vajilla que espera comprador en un escaparate, hay una historia para un cuento.   
Sigo caminando, el sol ya ha desaparecido hace un buen rato y la lluvia vuelve a ser una amenaza. Me apetece tomar un café. Está siendo un paseo (como el propio invierno) demasiado largo. En las televisiones de todos los bares, el presidente del gobierno dice que ya hemos dejado atrás la pesadilla. Qué pereza. Abandono la idea del café. Y sigo caminando, dándole vueltas a la historia para ese cuento, ajeno a la lluvia y a casi todo lo demás.

miércoles, 18 de febrero de 2015

De flores y silencios

Los misterios de la vida, los caprichos del azar, las palabras que no se dicen, los sentimientos que no se expresan y los secretos que se esconden detrás de cada persona que se muere. Así, para no desvelar nada de su argumento (no conviene), podríamos empezar a hablar de `Loreak´, otra de las grandes sorpresas del último cine español. Los sentimientos que se transmiten con gestos mínimos, las miradas, los silencios. Sobre todo, eso: los silencios. Tan significativos, tan determinantes. Los ojos que expresan, acompañados de esos silencios, sentimientos como el amor, el desconcierto, el enfado, la mala leche, la ira, la rabia, la impotencia, la desgana o el dolor. Con eso, a veces, es más que suficiente.
Para una película como ésta -de silencios, de miradas, de múltiples matices- era necesario un trío de actrices (las mujeres llevan el peso de esta película dirigida por Jon Garaño y José Mari Goenaga) de primer orden. Y ahí están: Itziar Aizpuru, Nagore Aranburu, Itziar Ituño. La madre, la compañera de trabajo y la mujer del hombre sobre el que gira la historia. El hombre que hace, sin pretenderlo, que la vida de estas tres mujeres se enreden y se expliquen a través de las flores y su lenguaje. El hombre que se va, dejando numerosas preguntas en cada una de ellas, misteriosos retazos de vida, enigmas tan delicados y profundos como el olor de esas flores. Ese olor que casi podemos percibir mientras vemos la película y el viento mece algunas de ellas desde el punto de la carretera donde alguien las coloca cada semana. (Las flores, en el camino). Las flores, como intermediario de esas vidas que se cruzan. Las flores, como un extraño instrumento que tocase la música que percibimos. Las flores, en definitiva, como el frágil hilo que va uniendo -finalmente- cada una de las preguntas que flotan en el aire, cada uno de los misterios que se van planteando. Las flores, acaso, para aliviar la sensación de pérdida, de fragilidad, de derrota. La sensación que deja tras de sí la idea de no volver a ver a quienes amamos, a quienes nos amaron.
 
(No hay que perdérsela. Bajo ningún pretexto. Sé que, lamentablemente, su distribución no llega -de momento- a todas las ciudades. En Filmin, por un módico precio, ya se puede disfrutar de ella).
 

lunes, 16 de febrero de 2015

Los artículos de Natalia

Nunca he considerado los libros que recopilan artículos como libros menores, procedan de donde procedan dichos artículos (periódicos, revistas, conferencias, blogs...). Siempre ofrecen muchas pistas sobre la obra de ese autor. Sus gustos, sus influencias, sus modos de observar el mundo. Y de posicionarse en él. Ahí están desde Paco Umbral a Elvira Lindo, de Julio Camba a Javier Marías, de Carmen Martín Gaite a Marguerite Duras. Son sólo algunos nombres. Aparte de sus posicionamientos vitales, en todas esas recopilaciones, descubrimos numerosos apuntes sobre el tiempo que les tocó vivir. Testimonios que hacen que esos libros, muchos de ellos, sean hoy imprescindibles para comprender determinados años y determinados acontecimientos que transcurrieron en ellos. No, decididamente, no se les puede considerar libros menores.
Presentamos hoy el nuevo libro de Natalia Menéndez, cuyos versos han encabezado siempre su carrera literaria. Versos de altura, por cierto, que tienen, hasta la fecha, una cima importante en el último poemario publicado hasta el momento `El síndrome Kalashnikov´, editado también por Trabe y del que hablamos en otra mesa hace dos años y medio y que, como entonces, sigo recomendando con entusiasmo. El libro que hoy presentamos, `Ciencias inexactas´ no es un libro de poemas. Es un libro de artículos. Artículos que la autora ha ido publicando en el diario La Nueva España y que, en conjunto, conforman, como decía antes sobre este tipo de libros, una visión muy particular de la autora sobre la vida y lo que en ella acontece. La enseñanza, claro, con la que Natalia se gana la vida, está muy presente en estos textos. Preocupaciones o satisfacciones relacionadas con ese oficio, el de enseñar, tan determinante en la vida de cada ser humano. También la música, y la literatura, que tantas otras veces, tanto una como la otra, nos ha salvado de determinados naufragios y nos acompaña de modo imprescindible en el día a día, están muy presentes. Sobre lo que hemos perdido o sobre lo que nos desvela: también eso está presente en esta espléndida colección de textos. Un apunte simpático que, a las pocas líneas de leerlo, entrevemos lo que podría ser en un momento dado un texto más largo con inevitables referencias a Paul Auster, como señala la propia autora. Se trata de los correos electrónicos que le llegan a la autora, Natalia Menéndez, cuando en realidad van dirigidos a otra Natalia Menéndez, la actriz y directora teatral. Y otro apunte sobre el paso del tiempo, sobre cómo nos ven los demás, los más jóvenes en este caso, cuando esgrimimos esa coletilla "pues en mis tiempos..." sin darnos cuenta de que, en realidad, nuestros tiempos son todos mientras estemos por aquí.
La vida, en fin. Con sus confusiones, con sus desvelos, con sus equívocos, con sus placeres, con sus misterios, con su velocidad... Todo eso pasa por este libro, `Ciencias inexactas´.
Escribe Natalia en uno de los textos: "La vida de los libros es, algunas veces, efímera". Estoy seguro de que la vida de este libro no va a serlo en modo alguno.  Lo leeremos y lo volveremos a leer, desordenadamente con toda probabilidad, mientras esperamos sus nuevos versos o esa novela suya que tantos deseamos leer. A raíz de estas prosas, aún más.    

miércoles, 11 de febrero de 2015

Mujeres que cocinan

Casa Puyo, el restaurante ubicado en Trubia, a orillas del Nalón, recibió ayer de manos del alcalde un premio a su labor. Sesenta años entre fogones. Mis recuerdos van más allá de los deliciosos sabores tradicionales que elaboran. La mayoría de los domingos de mi infancia y adolescencia forman parte de ese escenario. A veces, pocas, con mis tíos y prima, que vivían justo al lado. Comer fuera suponía toda una fiesta. Comer fuera suponía hacerlo allí, en Casa Puyo. Un restaurante organizado por mujeres. Las mujeres de esa familia. Las hermanas, las sobrinas, las hijas. Todas colaboraban. Siempre estaban de buen humor. O guardaban las penas, que las tenían evidentemente, para los momentos de soledad. Reían, hablaban muy alto, se pisaban las palabras, teatralizaban, se alegraban de verte. Muy pronto pensé que allí había una historia por escribir. Todas aquellas mujeres, en aquel caserón al lado del río, preparando comidas. Cada una de ellas, como siempre, con una vida detrás. No es plan de contar aquí sus vidas, pero hay mucha miga detrás de cada una de ellas. Mujeres fuertes que lucharon y trabajaron duro, y salieron adelante en unos tiempos difíciles. Mujeres que se hicieron respetar con su fabuloso trabajo. Que supieron crear un nombre y mantenerlo.
La cocina era lo mejor. Cuando llegábamos, antes de pasar al comedor, nos acercábamos allí para saludar a Carmina, una de las hermanas, la que cocinaba (hoy ya desaparecida), con un aire a la actriz Emma Penella, la hermana mayor de mi admirada Terele Pávez. Nunca estaba sola. Las otras entraban y salían con platos, manteles, cubiertos, botellas, bandejas llenas y bandejas vacías, cestas de pan, copas, floreros... Nos daban sonoros besos en las mejillas a mi hermana y a mí, nos decían lo rápido que estábamos creciendo, lo mucho que mi hermana se parecía a su abuela paterna, nos preguntaban por lo estudios. A mí me gustaba verlas así, en movimiento. Siempre en movimiento. Soltando carcajadas o diciendo picardías que, en aquellos años, ya empezaba a intuir. Friendo croquetas y patatas y cachopos del tamaño de aquellas fuentes con las que iban de un lado a otro, echando el caldo al arroz, removiendo las fabes con almejas, moviendo la tartera de las albóndigas de bacalao y de la carne guisada... Todos aquellos olores se entremezclaban. Sabía que después de la comida, tendría uno de mis postres favoritos, un helado con tres o cuatro bolas de vainilla, caramelo y numerosos barquillos. El postre nunca fallaba. Antes tenía que terminar toda la comida del plato. Ésa era la condición. Aquel helado merecía cualquier esfuerzo. ¿Puedo tomar dos helados? Mi madre negaba con la cabeza, dulcemente. Sólo hoy. No.
Me alegra mucho ese premio que están mujeres han recibido de manos del alcalde. Pocos más merecidos. Me recuerda a un tiempo que, como tantos otros, ya no existe, pero que sigue siendo mío. Las risas de aquellas mujeres, el olor que procedía de la cocina, la exquisitez de aquellos platos, las fantasías sobre las vidas que se adivinaban detrás de cada una de ellas... Y aquel hombre, el marido de una de las hermanas, en la barra del bar, dándonos caramelos, piruletas, muy serio, eso sí, concentrado en su copa en vaso de tubo y en el partido de fútbol que daban por la tele (siempre hay un partido de fútbol en la tele, no importa qué hora sea ni de qué tiempo estemos hablando). Sí, todo eso está muy presente en mi memoria. En el recuerdo de aquellos lejanísimos domingos. Un día de estos tendremos que volver.   

jueves, 5 de febrero de 2015

Los abuelos de Víctor

Víctor Mayo fue conmigo al colegio. Entonces, a pesar de tener algún amigo en común, no manteníamos demasiada relación. Hace unos años, a través de las redes sociales, nos pusimos en contacto. Se convirtió en un fiel seguidor de este blog y de mis libros. Algo que, evidentemente, le agradezco mucho. Conservamos la relación. Esta misma mañana, en su muro de Facebook, colgó una foto de sus abuelos y un comentario sobre lo apenado que se sentía por la muerte de ambos. Sólo un día de diferencia entre una muerte y otra. Eso llamó poderosamente mi atención. La foto, en color, también. A pesar de la avanzada edad, se les veía risueños, con ganas de vivir. Los ojos y la actitud de personas inquietas, con un largo periplo de duro trabajo a sus espaldas. Me dije, qué afortunado has sido, Víctor, disfrutar de los abuelos durante tanto tiempo. No somos muy conscientes (yo, al menos), pero los próximos años que cumplamos serán cuarenta y cuatro. Se dice pronto, pero es lo que hay. Y nuestro esfuerzo nos ha llevado llegar hasta aquí. En muchos sentidos. Como a todo el mundo, supongo. Qué afortunado has sido, Víctor, le dije.
La abuela, Covadonga, ya muy deteriorada por las enfermedades, murió la madrugada del sábado. Al día siguiente, se celebraría el funeral. La madrugada del domingo se murió el abuelo, Alonso. Y la familia decidió celebrar conjuntamente los funerales. Casi setenta años juntos en esta vida. Y juntos también en la despedida. Dice la familia que, en esas horas que transcurrieron entre la muerte de la abuela y la suya propia, el abuelo no pronunció una sola palabra. Se quedó mudo. Hundido en un silencio escogido. Sólo, a la hora de la cena, les comunicó que estaba muy mal. Imagino el hilo de su voz. Con la cabeza en su sitio, supongo que no pudo (ni quiso) aceptar la muerte de la mujer que le había acompañado durante toda su vida. Casi setenta años, como digo. Cabe imaginar el dolor que le traspasó en esas horas. El dolor, y la rabia, y la impotencia. El vacío, el abismo. No tener fuerzas para enfrentarse a más días, a más noches. ¿Para qué? ¿Qué sentido tendría? No pudo vivir (y no quiso, estoy convencido) con aquella angustia. Pensé, de pronto, en esa angustia. Y recordé a mi abuelo, que sobrevivió cinco años a mi abuela, de la que estaba profundamente enamorado. A veces, tras la muerte de la abuela, poniendo la mano en el pecho, sin rastro de dramatismo, nos lo decía: No sé muy bien qué me pasa aquí (señalando el corazón), me duele mucho. Mucho. Entonces, se tumbaba un rato en la cama y cerraba la puerta de aquella habitación donde nosotros -mi hermana y yo- jugábamos de pequeños y que había compartido con ella, la abuela, desde que se habían venido a Asturias desde su Galicia natal. La casa de los ladrillos rojos, frente al pozo minero. La angustia. El coraje de sobrevivir a quien había querido tanto. El miedo. El frío. La mano en el pecho, hasta que el dolor desaparecía. Hasta nuevo aviso. Ya nada estaba controlado. Los sentimientos se desbordaban. Y la pena, también. El abuelo de Víctor, Alonso, con esa inteligencia de los hombres de antes, no quiso pasar por eso. Y se dejó llevar. Hay veces que es necesario pararle los pies a la vida, tan puñetera en ocasiones. Decirle, esta vez no, no vas a poder conmigo. No voy a consentir esta burla. Quédate con tu tiempo, ya no lo necesito.  
Los abuelos de Víctor, ganaderos, trabajadores incansables, se fueron con apenas unas horas de separación. Ese fin de semana. Las horas más crueles en la vida de Alonso. Juntos afrontaron muchas cosas, muchos retos, muchas batallas, incluso la muerte de un hijo. Juntos decidieron irse, escaparse. Reencontrarse, tal vez. Quién sabe lo que hay al otro lado, si es que hay algo, claro. Allá cada cual con sus creencias. Convertirse en cenizas al mismo tiempo. Seguir el camino -no siempre fácil, repito- que habían trazado desde jóvenes.
Hacía tiempo que no descubría una historia así. Ni la belleza que en ella, pese al dolor que conlleva toda desaparición, habita. Covadonga y Alonso, revoloteando ya entre la nieve del otro lado. No he escrito ni una sola vez la palabra amor. No creo que haga falta.

martes, 3 de febrero de 2015

La vida, sin contemplaciones

Los parajes nevados, la luz anaranjada de un sol tímido que va apareciendo a lo lejos, los rostros medio dormidos aún del resto de los pasajeros del tren reflejados en las ventanillas... Son algunas de las cosas que me encuentro cuando levanto la vista del libro que voy leyendo en este viaje que nos lleva a Madrid, `El amor suicida (y otros cuentos de encargo)´, de Miguel Rojo (en edición bilingüe, castellano y asturiano, a cargo de Ediciones Trabe). Son historias cortas que el autor fue publicando en el diario El Comercio y que ahora, recopiladas en el libro, tienen una unidad inquebrantable. Como, a mi juicio, deben tener todos los libros de relatos. Historias por donde pasa la vida. A raudales. A veces -pocas-, como una caricia. Y otras -la mayoría-, como un cuchillo bien afilado. En muchos de los relatos, hay escondida una sorpresa. Un giro inesperado que te desmontará cualquier idea preconcebida y que te retorcerá las entrañas sin piedad. Nada es lo que parece. Casi nunca. Detrás de una aparente felicidad, está agazapada la cara menos amable del asunto (como casi siempre, para qué engañarse). Así, por ejemplo, ocurre en `Un mal amor´, uno de los mejores relatos del conjunto.
Instantes de felicidad (aparente o real) que se desvanecen en cualquier caso, gente cobarde y gente que no lo es tanto con la que la vida no se ha portado demasiado bien (ah, esa Rosa protagonista del relato que lleva su propio nombre y cuya vida, la que se intuye detrás de cada palabra, daría para una novela; o esa Sofía del último texto que, conociendo su vida y su decisión, nos remite a unos años injustos que no están tan alejados en el tiempo como pudiese parecer), amantes de verdad y amantes que juegan a serlo, misterios que es mejor no desvelar, miserias humanas que no nos son ajenas. La vida en toda su esencia. La vida que, como sabemos, pocas veces es amable y generosa. La vida rozando, en ocasiones, el surrealismo. La vida, una vez más, palpitando a través de un puñado de palabras, de emociones, de sensaciones. Marcando su propia pauta, su propio ritmo. Mostrando el lado afilado, la garra, aunque a veces lo haga exhibiendo sus dotes humorísticas. La vida, sin contemplaciones.
Una voz femenina anuncia que acabamos de llegar a Madrid. El tren se detiene. Justo en ese momento termino de leer el libro. Ese puñado de historias protagonizadas por hombres y mujeres -sobre todo, mujeres- que, pese a la dureza, te deja una extraña paz. Como ese sol que, ya en el andén, descubrimos en el cielo. El cielo de Madrid. Ese cielo que te reconcilia con la vida. Incluso con su falta de escrúpulos, con los escritos y con los que aún están por escribir. No puede ser de otro modo.   
 

domingo, 1 de febrero de 2015

Una pareja en el metro

La pareja iba sentada enfrente de mí, en el metro. Madrid, alrededor de las seis de la tarde. Él parecía español. Ella, dominicana. Rondaban los cincuenta años. Ambos eran fuertes e iban dormidos. El brazo izquierdo del hombre rodeaba el hombro de la mujer y su mano, grande, casi alcanzaba el pecho de su compañera. Llevaban bolsas viejas y zapatillas deportivas bastante desgastadas por el uso. Cada vez que el metro se detenía, el hombre abría un ojo y volvía a cerrarlo de inmediato. Comprobaba con rapidez que aquella parada no era la suya. Pasaron muchas paradas. Quizá ocho o diez. Mucho trajín. Hombres y mujeres de todas las edades que se subían y bajaban de aquel metro, después de largas jornadas de trabajo y una seria amenaza de temporal. Voces, risas, sonidos de móvil, aires extraños, olores entremezclados. La algarabía de un viernes cualquiera en cualquier ciudad. Chicas aceleradas que hablaban por sus teléfonos móviles (¿Dónde quedamos? ¿A qué hora?) y chicas que iban sentadas en el suelo leyendo un libro. Incluso la insistencia de un hombre que vendía una especie de pequeñas linternas y contaba en voz alta las excelencias del producto, sin que nadie le hiciese el más mínimo caso. Nada les inmutaba. La pareja seguía dormida. Con ese cansancio del que madruga y trabaja muchas horas reflejado en los rostros. El hombre continuó haciendo lo mismo, abriendo un ojo cada vez que el metro se paraba y cerrándolo de inmediato. Ella no los abrió hasta la última parada, hasta que él le indicó con un leve zarandeo en el brazo que habían llegado a su destino. Faltaba poco para las seis de la tarde. Habían llegado a su destino. Ahora no recuerdo el nombre de la parada, ni creo que importe demasiado. Una casa muy alejada del lugar de trabajo. Muchas hora en pie. El sueño que es más fuerte aún que el cansancio. Y al día siguiente, sábado, probablemente, la historia volvería a repetirse. Y al siguiente, domingo, si no había un poco de suerte, más de lo mismo. Demasiadas horas en pie, sueño atrasado, cansancio acumulado, excesivo trabajo. Aquella pareja, ajeno al resto del mundo, perdida en su propio sueño y cansancio. Un viernes cualquiera, en el metro, alrededor de las seis de la tarde, bajo amenaza de frío temporal (lluvias, viento, nieve...), mientras aquellas chicas, las que hablaban por el móvil (¿Dónde quedamos? ¿A qué hora?), seguían haciéndolo y las otras, las que leían libros sentadas en el suelo, también.