lunes, 31 de diciembre de 2012

El año que murió Esther Tusquets

El sonido de la cafetera es el único que rompe el silencio de estas horas en las que aún no ha amanecido. Las primeras horas del último día del año. Se va el 2012. Menos mal. Un año que se ha llevado a gente importantísima. Y en el que, a nivel personal, hemos recibido más portazos en la cara que aguante teníamos para ellos. O eso creíamos. Porque la capacidad de aguante es una cosa curiosa: siempre supera con creces las expectativas. Menos mal que nos queda la risa. Riendo salvajemente dentro de la más tremenda aflicción, que escribió Beckett. Pues eso. Brindaremos por ello, por ese final. Por las personas que se han ido y cuya obra ha sido tan importante en nuestras vidas. Esther Tusquets, Chavela Vargas, Celeste Holm, Ben Gazzara, Donna Summer, Miliki... Y también por el nuevo año que comienza. No queda otra: brindar y tirar hacia delante. Olvidar lo malo y centrarse en lo bueno. A pesar de los pesares: de los que nos metieron en esta crisis y ahora nos dejan aquí, a nuestro aire, medio abandonados, como si la cosa no fuera con ellos. De los políticos que piensan que recortando siempre los derechos del más débil se solucionan más rápido las cosas. Del señor Rouco, que sigue clamando contra los mismos, incansablemente. Qué hartazgo. Y de la huella que nos dejaron esas mentes lúcidas y geniales que nos abandonaron en medio de este páramo. Nos quedará su obra: sus palabras, sus músicas, sus interpretaciones, sus risas... Su genialidad. "El mismo mar de todos los veranos", "La llorona", "Eva al desnudo", las películas de John Cassavetes, las canciones discotequeras que bailábamos en las primeras noches interminables de nuestras vidas, creyendo por unas horas que esta ciudad podía ser la mismísima Nueva York, y aquel "¿Cómo están ustedesssss?" que irá siempre asociado a los momentos más felices de nuestra infancia, de aquellos niños que fuimos y que aún forman parte de los hombres que hoy somos. Instantes irrepetibles. (Cito sólo estos ejemplos, pero hay más, claro, muchos más... Como aquella mujer, Whitney Houston, que también se fue este año y que representó como pocas la cara y la cruz de la genialidad y el éxito). A pesar de todo eso, tiraremos, como podamos, por ese año que dentro de unas horas empieza. Ese tránsito, el que lleva de un año a otro, doce campanadas y doce uvas que siempre se atragantan en la garganta, es uno de mis momentos favoritos de la Navidad. El más emotivo. Sigue teniendo algo mágico, único e irrepetible. Un momento que parece que te acarreará la fuerza necesaria para encarar todo lo que venga después. Soñar, de momento, sigue siendo gratis, ya se sabe. Pero hay que intentarlo: no queda otra.
Un puñado de libros, unas cuantas películas y obras de teatro memorables y algunas músicas que calmaron nuestra desazón y nuestros miedos. También eso nos dejó el 2012, no hay que ser del todo injustos. Los refugios de siempre, los que nunca nos fallan. Y también me llevaré de este año el calor con el que los lectores recibieron mi primera novela. No, no lo olvido. Ese calor que recibí con el agradecimiento y la humildad con el que el actor recibe el aplauso tras su función y que sirve para darle fuerzas a la hora de encarar la siguiente. Más instantes irrepetibles, desde luego.
Esta noche, poco antes de las doce, me pondré en una esquina del salón y observaré en silencio a mi familia (mis padres, mi hermana y mi marido, diga Rouco lo que diga, desafiando con saña las leyes del amor y de los tribunales) y pensaré que todo está bien. Que todo estará bien mientras pueda observarlos así. Y luego alzaré la copa y pediré sosiego. Sí, sólo pediré eso, sosiego.

viernes, 28 de diciembre de 2012

De tu ventana a la mía


Me lleva pasando toda la vida. De repente, oigo hablar de una película, me entran unas ganas tremendas de ir corriendo al cine y nada, que jamás llega a los cines de las pequeñas ciudades. A esas ciudades, como la mía, donde ya sólo quedan cines en los centros comerciales, desgraciadamente. Tienen que pasar meses, muchos meses, hasta que esa película aparece en los videosclubs, para que pueda verla. Ayer fue uno de esos días mágicos en los que, echando un vistazo a las novedades del videoclub que hay al lado de la casa de mis padres (el más completo de la ciudad: a pesar de la dificultad de los tiempos, jamás ha dejado de comprar una novedad, por minoritaria que sea), volvió a suceder. Se trata de "De tu ventana a la mía", la primera película de Paula Ortiz. Tres historias. Tres épocas diferentes de la historia de este país. Tres mujeres. Todo un hallazgo. La sutileza y el modo en que están narradas y la elegancia con que se entrelazan las historias, la dirección, la música, la interpretación de las actrices... Todo conmueve. Sin estridencias. Sin sobresaltos. Sin aspavientos. Mostrando limpiamente esa manera que tiene la vida de pasar: avasallando, arrasando, acuchillando, en ocasiones, y mostrando su lado más dulce, más amable, más llevadero, en otras. Ese lado positivo que casi siempre resulta tan fugaz, a pesar de los intentos que se hacen para que no sea así. Los secretos, los recuerdos, los sufrimientos, las luchas, las enfermedades, las desilusiones... Los amores que llegan y se van por diferentes razones o los amores que, lamentablemente, nunca han llegado y que están sólo ahí, en las películas y en las mentes de quienes las ven una y otra vez, hasta que el sonido sobra y se las saben de memoria. Las palabras de los actores de esas películas sin voz se repiten en los labios de quienes las visionan incansablemente. Y sueñan, y sueñan...
Las tres actrices -Leticia Dolera, Maribel Verdú y Luisa Gavasa- están espléndidas. Se sabe que Dolera es ya algo más que una promesa, que Verdú muestra su genio y sus registros en cada nueva película, pero quizá lo que no se sepa tanto, o no lo sepa la mayoría del público, es el inmenso talento de Gavasa, una de esas actrices que hay en España que, casi silenciosamente, ofrece un talento que está al mismo nivel de esas otras figuras de mayor renombre y reconocimiento popular. Lo que hace Luisa Gavasa en esta película merece todos los premios habidos y por haber. Pocas veces el dolor y la frustración se han sabido expresar con tal contención. Con su mirada, que a veces desarma, es suficiente. Esa manera de mirar, tan frágil y tan poderosa a un tiempo, que he visto algunas veces en Geraldine Page, por ejemplo.
Y al final, la voz de Carmen París, cantando una especie de nana, aliviando el dolor, haciendo que la esperanza, esa que asoma y se va y vuelve a asomarse al otro lado del espejo o donde sea, sea algo más que una mera posibilidad. El latido -quizá el único- que permanece.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Otra Nochebuena más

Un trayecto de apenas diez minutos separa nuestra casa de la casa de mis padres. Pasan casi dos horas de la medianoche y, bajo una inesperada y cálida lluvia que nos sorprende sin paraguas, regresamos a casa. Otra Nochebuena que se queda atrás. Una Nochebuena sosegada. Porque hay madres que saben ponerle calma y sosiego a los momentos adversos de la vida, y mi madre es una de ellas. En la calle hay cierto movimiento: gente que sale, como nosotros, de los portales de sus familiares; coches que pasan a toda velocidad; grupos de personas que se dirigen a los bares de copas; algunos solitarios que han sacado a pasear a sus perros y fumarse el último cigarrillo de la jornada... Es inevitable pensar en otras Nochebuenas: sobre todo, en las de la infancia, cuando nos reuníamos en casa de los abuelos de Mieres y todo parecía formar parte de algo que nunca se iba a terminar. Pero la muerte, inevitablemente, puede con todo. Y va marcando, a su modo, las pautas, los destinos, las direcciones. Los abuelos hace mucho tiempo que ya no están, pero casi nadie olvida aquellas noches, las de la infancia. Aquellas reuniones ya irrepetibles. Las canciones y las risas y los guisos de la abuela. Los ciclos de la vida. El recuerdo de aquel tiempo nos mantiene vivos y nos ayuda en los tramos más complicados de los momentos difíciles. Es inevitable también pensar en otras Nochebuenas. En las de la juventud, por ejemplo. Aquellas noches en las que, tras la cena familiar, salíamos a la calle a bailar y reír y tomar copas con los amigos. Largas noches que parecían no terminar nunca. Tampoco eran malos tiempos, aunque siempre hubiese desazones por unos motivos u otros, porque todo estaba aún por suceder. El mundo se extendía ante nosotros y parecía hacerlo con todas sus posibilidades. El pensamiento de que nunca se fueran a agotar aquellas posibilidades era la mejor definición de la juventud. La vida por descubrir. Pero la vida iba en serio, como escribió Gil de Biedma en su memorable poema. Y tan en serio. Hace ya tiempo que sabemos que todo esto no es un juego. Ni siquiera una broma, aunque a veces lo parezca. Una broma pesada.
Nos encontramos con más gente que se dirige a los bares de copas y que transmite alegría, buen humor, ganas de divertirse y de olvidar los problemas, que en estos tiempos a casi nadie le faltan. Feliz Navidad, gritan algunos. Feliz Navidad, susurramos. Pensamos en tomar una copa y luego pensamos que es mejor hacerlo en casa: no están las cosas para despilfarros y Francesca lleva demasiadas horas sola. Abrimos la puerta de casa y, efectivamente, Francesca, cuyos maullidos ya se escuchan desde que salimos del ascensor, ya está reclamando nuestra presencia. Se enrosca en nuestras piernas, se tira en el suelo para que la acariciemos, maúlla constantemente... Cada vez se está volviendo más mimosa y teatrera. Preparamos una copa, brindamos y no decimos nada. El reflejo de la luz del televisor del solitario vecino de enfrente parpadea constantemente en la oscuridad. Encendemos un cigarrillo y nos asomamos a la ventana, como Bette Davis y Paul Henreid en la secuencia final de "La extraña pasajera". Sí, creo que la estoy oyendo, una vez más. Es ella, Bette Davis, en esa misma secuencia inolvidable. Es su voz, inconfundible: "No pidamos la luna, tenemos las estrellas".

lunes, 24 de diciembre de 2012

Bajar al bosque

Nos refugiamos en el cine. Dicen que se acaba el mundo. Tonterías, ya se sabe: cuando no las dicen unos, las dicen otros. En fin. En todo caso, ¿qué mejor refugio que una sala de cine? El mismo en el que llevo toda la vida encontrando historias, relatos: otras voces, otros ámbitos, que diría el genial Capote. Otras vidas. Cuando uno no tiene -por unos motivos u otros- demasiadas ganas de relacionarse con los demás, el cine siempre está ahí, en la primera sesión, con apenas tres o cuatro personas más en la sala. Se apagan las luces y empieza la magia. La historia que otros han creado para ti, sólo para ti. Abandonas por unos momentos los problemas que puedas tener, los días que se avecinan donde habrá que olvidar las penas para no incordiar mucho a los que tienes al lado, y te dejas llevar. Durante dos horas, inesperadamente, vives en esa historia, habitas en la narración que te están contando. "El cuerpo", otro ejemplo de buen cine español, es la película que hoy escogemos. Una historia sorprendente, unos buenos intérpretes, un guión solvente. Cine recomendable, bien contado. Luego, tras la proyección, damos un largo paseo por las zonas menos transitadas de la ciudad, que, a pesar de los pesares, está que arde. Gente que va y viene cargada de paquetes, regalos, ilusiones, cosas... Nos alejamos del barullo y caminamos en silencio. Todos los años, por estas fechas, con trabajo o sin él, con más dinero o con menos, con muchas ganas de relacionarnos con los demás o más bien con pocas, dedicamos unas horas para nosotros solos, antes del ajetreo de saludos, comidas, brindis, besos, abrazos, felicitaciones, llamadas, encuentros familiares... Unas horas en las que no hacemos nada en particular. Unas horas que dedicamos a pensar o a no pensar en nada (casi mejor), a ir al cine, a pasear, a tomar una copa, a comer, a recordar buenos momentos, a olvidar los malos... Este año, como digo, ha tocado cine y paseo. Un largo paseo, sí. No hacen falta las palabras, ¿para qué darle vueltas a los mismos temas, a lo que nos espera? Habrá que reinvertarse cada día y resistir. Resistir. Ésa es la palabra. No estamos solos en esto. Lo sabemos. No estamos solos, aunque cada uno viva su situación como si lo estuviera. Insisto: Resistir. No sé cómo. Sólo sé que no nos queda otra.
Este paseo de hoy -pienso- es como un paseo por el bosque, alejados de todo y de todos. Bajemos al bosque, le decía a mi madre cuando era pequeño y quería estar a solas con ella, alejados de la casa de los abuelos, en el pueblo. Y mi madre cogía la merienda, me daba la mano y nos alejábamos por un rato del resto de la familia y sentíamos la humedad bajo aquellos árboles, el sol que aún se vislumbraba a través de ellos, el olor de las hojas y la tierra mojada. Nos sentábamos en unas piedras y escuchábamos a los pájaros, el sonido de las hojas mecido por el suave viento, el rumor de algún riachuelo cercano. La merienda, allí, siempre sabía de otra forma. El bosque que estaba cerca de la casa de los abuelos paternos. Allí nos refugiábamos, algunas tardes. Este paseo de hoy me ha recordado a aquellos paseos en los que nos adentrábamos mi madre y yo, cuando no queríamos hablar durante un rato con los demás. Cuando, dentro del bosque, sabíamos que nada malo podría ocurrir. Y, de hecho, nada malo ocurría. Sólo la magia del silencio, los sonidos de la naturaleza, la complicidad de las miradas, el tiempo detenido. Todo eso que regresa a mi memoria hoy, que no se ha ido realmente.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Una librería propia

Cuando viajo en autobús, me da por pensar. El otro día, a primera hora de la mañana, fui caminando hasta Parque Principado y no me apetecía regresar del mismo modo, ya que me parecía excesiva la caminata, así que cogí el autobús, el número uno, como tantas veces en el pasado. Allí estaba yo, en aquel autobús casi vacío (me marché justo a la hora en que el centro comercial se estaba llenando de gente, qué alivio), a media mañana, de regreso a casa y pensando. ¿En qué pensaba? Podía pensar en muchas cosas, pero me centré sólo en una. Lo bueno de los años es que a veces te permite dar un manotazo mental a los pensamientos que no quieres que llenen demasiado espacio en tu cabeza y ocupar la mente en aquello que realmente deseas. Una librería propia, por ejemplo. He tenido la suerte de trabajar en dos librerías en las que tuve la libertad absoluta de hacer y deshacer a mi antojo, pero, ya puestos a imaginar, yo, en aquel autobús, de regreso a casa, imaginaba que tenía una librería propia. Como Virginia Woolf reclamaba una habitación propia para cada mujer, yo, en mi pensamiento, hacía lo mismo con una librería para Íñigo y para mí. Podía verla perfectamente. La ubicación en el centro de la ciudad. El cartel luminoso con el nombre, El extraño viaje (sí, como este blog y como mi libro), como si de un teatro de Broadway se tratara. La parte dedicada a los libros -de todo tipo, para todos los gustos- y la dedicada a la papelería, que sería la parte de la que él, Íñigo, se ocuparía. Lo veía todo con tanta claridad que más que imaginarlo parecía que lo estuviese soñando. El autobús avanzaba, pero el trayecto de regreso de Parque Principado, con todo el tráfico y todas esas paradas, se hace siempre tan largo que me pude recrear durante un buen rato en aquel pensamiento que más que eso, ya digo, parecía un sueño. Uno de esos sueños que, de tan nítidos como son, parecen reales. La librería, por supuesto, estaba siempre llena de gente. Por eso, como había tanta gente que venía a comprar, teníamos que contratar a más personal. Con lo cual, yo siempre tenía un rato libre para entrar en el despacho que había instalado en la parte de atrás y escribir durante unas horas al día. Escribir las impresiones que me causaban los libros de los autores a los que más admiro, mis historias inventadas, mis reseñas, artículos... Lo que fuera. Escribir en la habitación propia de la librería propia, por así decir. Luego pensé en el 22 de diciembre, el día de la lotería por excelencia. Y ahí ya me di cuenta de que no se trataba de un sueño, sino del producto de mi imaginación. En un sueño, si tienes una librería propia, la disfrutas: no piensas de dónde puede venir el dinero para abrirla. Está ahí, ya está ahí, y punto. Como en las películas. No importaba. Estaba bien así, que todo fuese producto de la imaginación. Olvidar por un momento el lado más terrible de la realidad y ponerte a hacer eso, imaginar. ¿Qué otra cosa es la literatura, por otro lado?
En todo esto pensaba, de regreso a casa, en aquel largo trayecto. Luego, cuando el autobús se detuvo en mi parada y me bajé de él, la realidad se abalanzó sobre mí con la fuerza de costumbre. Y lo hice, sí. Entré en una administración de lotería y compré el décimo que llevábamos semanas resistiéndonos a comprar, por aquello de los 20 euros más que nada. Los números bailaban en mi cabeza, más felices que Dorothy Parker delante de un Martini bien seco. Y entonces recordé aquel lema que habíamos visto escrito en el muro de alguna calle de Madrid tiempo atrás. Decía, en letras muy grandes y perfectamente escritas: "No risk, no glory". Y encaminé mis pasos hacia casa, ya no sé si imaginando o soñando, pensando sólo en aquellas cuatro palabras que eran filosofía pura.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Reseña de Hilario Barrero sobre "El tiempo que vendrá"

(Esta reseña aparece en el último número de la revista Clarín)

Boca de lobo
Recordar es volver a vivir y es también transportar el tiempo pasado al presente en la carroza de fuego del recuerdo. El tiempo que vendrá ya esta aquí, ha llegado envuelto en una lluvia fina que moja nuestros sentidos que viene y nos trae la perdición y la salvación, el principio y el fin de una historia; dos mujeres ejemplares: una abuela y una madre; dos ciudades y una plaga: Oviedo: un cuarto oscuro como una boca de lobo y Nueva York: luminosa y redentora y de fondo una infancia maldita y cruel. Un retablo compuesto de siete tablas con una historia distinta que se pueden leer independientes.
El tiempo que vendrá, el último libro de Ovidio Parades, publicado por Trabe, es una confesión íntima y descarnada, una larga confidencia en donde destaca la honradez que es la mayor virtud del libro. Es también un documento social, un grabado en blanco y negro de una época oscura en muchos sentidos y una memoria sentimental escrita con una claridad que ciega. El tiempo que vendrá nos cuenta situaciones reales envueltas en una ficción que no lo parece, nos habla de una etapa de la vida de un hombre joven que creyó descubrir el amor y lo que descubrió fue el desamor.
Escrita en un lenguaje coloquial, sin diálogos para que no entorpezcan el ritmo del relato, el libro es una larga conversación lineal de la voz narrativa con nosotros los lectores. Es precisamente este tono coloquial una de las virtudes de la narración.
Se escribe de lo que se sabe, como es el caso en El tiempo que vendrá y el resultado nos da una obra sincera, honda, seria, una bocanada de aire fresco y también de fuego que nos refresca los sentidos, pero que también nos abrasa la razón. Es la crónica de una vida de provincia en la que nada pasa ni siquiera el tiempo. Dentro de esa monotonía agobiante, que algunos romperán alejándose a grandes ciudades donde vivir su vida anónima y libremente, hay vidas que sufren, lloran, se desesperan y son infelices.
En El tiempo que vendrá (que uno se resiste a llamarlo novela porque piensa que es encasillarlo en un genero concreto) hay que destacar, por su plasticidad de planos y de personajes, que es un perfecto guion cinematográfico, casi siempre de tendencia neorrealista, descarnado y violento; a veces con un toque ácido de las películas de Berlanga o Buñuel y cuando aparecen los personajes femeninos la película cobra una atmósfera delicada y suave. Cuando lo oscuro aparece siempre es como un aguafuerte de Goya. Se aprecian las panorámicas precisas de adjetivos a cámara lenta, los primeros planos luminosos, los retratos de personajes secundarios que son inolvidables, el movimiento amoroso de la cámara/lenguaje. Hay dos momentos que uno valora: la aparición estelar, un tanto humorística y surreal, de un ícono de nuestro cine español y la presencia del mundo del libro y de la labor de un librero profesional.
Es refrescante encontrarse como el protagonista acepta su condición sexual con valentía y nos presenta a una familia normal, con sus defectos, pero no una familia monstruosa o castrante. La madre y la abuela, la hermana y el padre, hasta el abuelo que se emborrachaba pero no pegaba a su mujer, son personajes llenos de gracia. El único capítulo que a uno le llama la atención y le cuesta asimilar por su crueldad es el titulado, con una doble intencionalidad y afortunadamente, “Manualidades”. El mejor cuadro para nosotros es el titulado “Los años oscuros” que es el más claro y en donde en la boca de lobo aparece la salvación que se llama Eneko, uno de los personajes que, siendo una sombra débilmente bosquejada, es posiblemente el mas nítido y el que vuela más alto, el de más volumen de todo el retablo. En la dicotomía amorosa del relato funcionan dos amores: Rafa y el citado Eneko: el alfa y el omega, el mal y el bien, la muerte y la vida. Eneko, sin saberlo, la luz, el ángel salvador. Él ilumina la noche y las salas oscuras, el que llena de cal al lobo de la boca de azabache.
Ovidio Parades ha conseguido, en un relato breve, escrito en un lenguaje coloquial y aparentemente fácil, plasmar un periodo oscuro y hacerlo claro. Por el libro corre una nostalgia que cae como una lluvia fina que nos moja dejándonos empapado el corazón. El tiempo que vendrá es una memoria de luces y de sombras, de ceniza y de humo, de noches largas y campos minados, de nostalgia y de dulces recuerdos. Un libro que fija el amor en tiempo de plaga, la muerte en tiempo de vida y la salvación en tiempo de perdición.

martes, 18 de diciembre de 2012

Cuento de Navidad (o algo así)

A pesar de nuestro escepticismo, la mujer nos convenció. Y nos dejamos llevar. Era un día frío, de cielos muy azules, sin rastro de nubes. La luz, engañosa, podía parecer de primavera aunque se tratase del tramo más crudo del invierno. Allí estábamos, delante de la puerta que nos había indicado, dispuestos a una sesión de santería, espiritismo o qué sé yo... La conocida que se había ofrecido a llevar a cabo -gratuitamente- aquella historia nos indicó que no habría nada de magia negra ni nada por el estilo. Yo había oído hablar algo de cosas así a unos amigos que viajaban con frecuencia a Brasil, pero nunca le había otorgado demasiado crédito. Les había oído hablar de cosas tremendas: magia negra, descuartizamiento de gallinas, de gente que incluso moría en las sesiones más fuertes: todas esas cosas que a veces vemos en el cine o en las series de televisión. Por otro lado, pese al escepticismo, prefería no dedicar mucho tiempo de mis pensamientos a esas cosas. Los muertos están bien donde están, quedémonos con su recuerdo y dejémosles tranquilos. El caso es que allí estábamos, en el interior de una habitación helada (la ventana estaba abierta de par en par), llena de velas, estampas de santos y muñecos negros vestidos de ángeles un tanto siniestros. En otros tiempos, me hubiese dado la risa, sin embargo, la situación por la que atravesábamos no era la más apropiada para la risa. Sin embargo, las cosas como son, en algún momento me acordé de la gran Whoopi Woldberg en la película por la que recibió el Oscar, "Ghost": lo único salvable de aquella historia, por cierto. Miré el paisaje que se veía a través de la ventana y dejé de pensar en Whoopi, no fuera a recordar sus caras en la famosa película y me entrase la risa de verdad. Escuchamos. No teníamos demasiado que perder. La mujer decía hablar con los espíritus. Espíritus buenos, recalcaba. Y, a veces, nos hacía preguntas: no demasiadas, ésa es la verdad. Nos habló de una traición por parte de unos amigos que no eran ni mucho menos -en sus propias palabras- tan amigos como decían ser y como nosotros mismos creíamos. La traición estaba fraguándose ya, en aquellos momentos, decía, aunque nosotros jamás hubiésemos pensado que la historia pudiese venir de aquel lado. La miramos con cierta desconfianza y seguimos escuchando. La mujer, mientras tanto, fumaba constantemente. Cigarros tipo puros, de tres en tres, dejando un olor a tabaco muy profundo y dulzón. La abuela, tú abuela, me señaló. Piensas siempre en ella y su espíritu te acompaña cada día. Intenta protegerte de las cosas negativas. A los dos. Su afán por protegerte es muy intenso. La has querido mucho y ella lo sabe. Siempre lo supo. ¿Y qué dicen los espíritus de nuestro futuro laboral? Era la pregunta que no formulamos, pero la más importante que deseábamos realizar. Íbamos a preguntar. Silencio, dijo. Poco a poco. No conviene atropellar, añadió con cara de enfado, como si leyese nuestro pensamiento. Esperamos. Un hombre mayor, menudo, con una buena posición pero que siempre viste desaliñado y lleva muchas carpetas de colores en la mano, ahí está la clave, nos indicó. De su parte, sí, vendrá lo mejor de vuestro futuro laboral. Pensamos de inmendiato y no, no conocíamos a nadie con esas características. Sería cuestión de esperar. ¿Hasta cuándo? Eso, la mujer, no lo señáló. Se encogió de hombros. Y así quedó la historia. La mujer nos pidió un euro para sus espíritus y, cuando pudiésemos, un ramo de flores blancas, que le llevamos a los pocos días.
Olvidamos por completo esta aventura. Me acordé de ella el otro día. Lo hice por la historia de la abuela. Las abuelas. Unas amigas han perdido hace poco a la suya y ahora que se acerca la Navidad están tristes, muy tristes, pensando en los momentos de celebración sin ella a su lado. Quise decirles lo que aquella mujer me dijo a mí. Que el espíritu de los que se han marchado, si pensamos en ellos, sigue siempre a nuestro lado. No es magia ni nada de eso: es un sentimiento muy fuerte, difícil de explicar. Y creo que ese sentimiento, según vamos cumpliendo años, se va acentuando en nosotros. Sé que en estos momentos no les sirve de mucho, pero es así. No sé si nos protegen o no de lo negativo que hay por ahí (sigo siendo escéptico con estas historias), pero sí sé que su recuerdo alivia los dolores y nos ayuda a afrontar las cosas malas, que nunca son pocas. Y al volver a pensar en todo esto, recordé al hombrecillo que vestía desaliñado y cargado de carpetas de colores gracias al que iba a cambiar nuestro futuro laboral. Oye, que sigue sin aparecer...

sábado, 15 de diciembre de 2012

Charlando con Natalia

Antes de la charla que voy a mantener con la escritora Natalia Menéndez (recomiendo, una vez más, su último libro de poemas, "El síndrome Kalashnikov") sobre mi novela, mientras tomamos un vino en una de esas terrazas que parecen animarse con la inesperada subida de las temperaturas, una amigallega y nos cuenta que está esperando la muerte de su hermana, ya, según las últimas noticias de los médicos, inminente. Un nudo se agarra a nuestras gargantas por la terrible enfermedad que está padeciendo y por la consciencia que mantiene durante todo el tiempo. No somos nada. Absolutamente nada, pensamos cuando nuestra amiga ya se ha ido y nos deja un punto de rabia y de impotencia. De tristeza. No somos nada. Esa frase, hoy más que nunca, adquiere todo su significado. Parece mentira que alguna gente se empeñe en olvidarla, en malgastar su tiempo en malos rollos e historias por el estilo. El tiempo que nos queda por vivir es siempre una incógnita y, la verdad, casi mejor no desperdiciarlo en tonterías, en envidias, en tocar las narices al prójimo. Que de todo hay, como sabemos. Hay tantas cosas por hacer, tantos libros por leer, tantas películas por ver, tantas ciudades por visitar, tantas conversaciones por mantener...
La noche tiene algo especial. La Navidad está a la vuelta de la esquina y ello, queramos o no, le da a todo un toque de melancolía o de esperanza, según lo miremos. Vamos a decantarnos por la esperanza. Es jueves, estamos bebiendo vino y vamos a hablar de literatura, ¿qué más se puede pedir? Muchas cosas, desde luego, pero centrémonos en eso. Y en eso nos centramos. La gente va llegando poco a poco. Josu Monterroso le ha dado un aire muy acogedor al bar, La Consistorial. Creo que esa iniciativa de jueves literarios es una buena idea: hay que hacer cosas por esta ciudad, despertarla un poco de ese aturdimiento, de ese miedo que, a causa de la crisis, la tiene un tanto paralizada. El de enfrente, del mismo nombre, lo conocíamos de sobra. ¡Cuántos vinos nos tomamos en esa barra, antes de que llegara toda esta devastación de crisis que te impide hacer tantas cosas! Pero en éste, donde Josu (que también acaba de publicar una novela, "Dormitorios de colores", que está teniendo muy buena acogida y que aún tengo pendiente de leer) trabaja, es la primera vez que entramos. Natalia y yo nos sentamos. Admiro su obra y es un placer conversar con ella. La conversación gira en torno a la novela. Algunos de los temas que salen a colación son tristes, pero, inesperadamente, le doy la vuelta a las cosas y busco, una vez más, el lado divertido de las cosas. El sentido del humor para los tiempos de crisis. Para todos los tiempos, en realidad. Recordar, por ejemplo, a aquel profesor que nos obligaba a saltar el potro. Recordar que su complexión era la menos apropiada para obligar a nadie a hacer aquello. Hablamos de los curas, del cine, de la soledad del adolescente diferente, de los viajes, del amor... La gente escucha en silencio y se ríe o asiente con complicidad. Algunos de mis lectores más fieles están en el público. Y otros, desconocidos hasta ese momento, les acompañan. La charla resulta -creo- amena y divertida, llena de anécdotas y de risas y de momentos más intensos. Natalia conduce bien la charla y yo me dejo llevar. Contesto a sus preguntas y enlazo unos temas con otros. Luego, hay preguntas y más complicidades con el público asistente. Firmas y abrazos de amigos. Una de las cosas más gratificantes del escritor es ésa, sentir la reacción del público muy cerca. Pienso en algunos de esos directores de cine que, en los primeros días de proyección de sus películas, se meten de incógnito en las salas de cine para sentir la reacción del público: los silencios, las sonrisas, las emociones. Nos despedimos de todos y, ya de regreso a casa, un poco cansados, pensamos en el final de ese poema de la propia Natalia que dice:"Si tuviera que salvar algo del invierno,/ nos salvaría a los dos/ bajo los soportales en un día de lluvia,/ la fábrica y sus cenizas, y los libros de poemas./Porque ahora que el cuchillo, los vientos fríos/ y los troncos frágiles/ se extienden hacia mí, hacia mi coraza/ los inviernos son crudos, pero comestibles". Pues eso.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

El aire que esperamos

Hay veces en que la vida se vuelve cuesta arriba. Del mismo modo que, al cabo de un tiempo, las circunstancias cambian y la vida, siempre con sus cosas, con sus dimes y diretes, sigue fluyendo con normalidad. O eso esperamos cuando estamos subiendo esa cuesta (qué cansancio ya, la verdad) que, como inesperado reto, se nos ha impuesto. Todos los que leéis este blog (gracias), sabéis que la vida se me volvió cuesta arriba hace casi dos años, cuando cerró la librería donde trabajaba. Sólo al que le haya pasado, conoce el verdadero alcance de lo que significa quedarse sin trabajo a punto de cumplir cuarenta años. Cuando crees que has alcanzado cierta serenidad, ¡zas!, ahí llega la vida con su hacha implacable. Un año después, en medio de todo el berenjenal, el propio y el del país y el mundo en general (esta crisis está acarreando situaciones jamás vistas con anterioridad), mi marido se quedó también en la calle. Por esa época, cuando él se quedó al paro, yo estaba a punto de comenzar las correcciones de una novela que rondaba desde hacía tiempo por mi cabeza y a la que empecé a dar forma a los pocos días de enterarme de la noticia de mi situación laboral, justo un año antes de que él se quedara sin empleo. Un hombre, a punto de cumplir cuarenta años, se detiene y reflexiona. Ésa era la idea inicial de la novela, el punto de partida. Me aferré a las palabras, a la historia que quería contar, con toda la fuerza de la que dispongo para emprender aquellas tareas que más me interesan. La escritura es una de las más importantes a las que, desde niño, me he entregado. Sentarse cada día delante del ordenador, no perder jamás el hilo, tener muy claro hacia qué lugar se dirige y de qué lugar procede el protagonista: ésas son las claves iniciales de la novela, de cualquier novela. La novela ya estaba definitivamente corregida. Sólo unas pocas personas la habían leído. Pese a que a todas les había gustado, mi nerviosismo seguía patente. ¿Gustará, no gustará? Se trataba de una apuesta arriesgada y eso siempre da cierto miedo. A finales de septiembre, salió a la venta. Desde el principio, afortunadamente, la gente la recibió con verdadero entusiasmo. Aún lo sigue haciendo. Cualquier palabra de agradecimiento se quedaría corta. Lo que pretende todo escritor -lo reconozca o no- es que la gente lo lea. Y si le gusta lo que lee, mejor que mejor. De ahí, de ese entusiasmo, viene la buena noticia. Ayer, Esther, mi editora (y amiga), me llamó para decírmelo: quería sacar cuanto antes la segunda edición. La vida, sí, hay veces que se vuelve cuesta arriba, pero, en medio de esa cuesta, te ofrece una pequeña tregua. Menos mal. Las dos caras de la propia vida, desde luego. Por un lado, el éxito de la novela. Por el otro, la situación laboral que no hay manera de que cambie, buf... Así es la historia. Nadie dijo que las cosas fueran sencillas. No, nadie lo dijo. Sin embargo, esta reflexión rápida que hago alrededor de la segunda edición de "El tiempo que vendrá" pretende ser positiva. Y estas palabras intentan ser unas palabras de agradecimiento. A todos los lectores entusiastas que la apoyasteis desde el principio. A los lectores que aún la tenéis por descubrir. A los lectores de este blog. A Esther y a Samuel. A Rosa Pereda. A Hilario Barrero. A Maruja Torres. A Emilio Ps. A Yolanda Lobo. A Azucena Vence. A los libreros que apoyáis, como también hacía yo en aquel tiempo, las apuestas minoritarias. A las mujeres de mi familia y también a los hombres. A Íñigo, porque sin él la novela, como mi propia vida, no tendría demasiado sentido. Al tiempo que nos aguarda. Al aire que esperamos.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Historias de hombres

De hombres, sí, de eso va la película, "Una pistola en cada mano", de Cesc Gay. De hombres heterosexuales, básicamente. De sus historias, de sus miedos, de sus anhelos, de sus problemas, de sus necesidades, de sus angustias, de sus frustraciones. De sus ganas de hablar y de sus ganas de guardar silencio, según. De sus ganas de escuchar. De traspasar una barrera, la de los cuarenta, y descubrir que nada (o casi nada) es como se había imaginado, planeado o soñado. Hombres que buscan a mujeres, que las cargan de mentiras, que las añoran, que las maltratan, que las desean, que las hacen felices, que no las olvidan, que las engañan, que son engañados por ellas. Unos cuantos hombres que se relacionan entre sí y que, a diferencia de sus mujeres, no se cuentan sus cosas. Hombres que esconden secretos. Secretos que salen a la luz y que dejan, por tanto, de serlo. Secretos y sorpresas. Decepciones. Risas. Lágrimas. Proyectos. Silencios. Esperanzas. Inquietudes. Temores. Amistad. Sexo. Amor. Y desamor. La vida misma. Las cosas de la vida, sí. Con sus grandezas y sus miserias, como siempre. Pequeños detalles, pequeños trozos de vida. Cada historia, una vida. Sí, se trata de una película que cuenta la historia de un puñado de hombres y de algunas mujeres. Varias historias. Vidas que se cruzan. Voces que no se olvidan. Y miradas que tampoco lo hacen. Qué fantásticos están los actores que dan vida a estos hombres, todos. Eduard Fernández, Leonardo Sbaraglia, Javier Cámara, Luis Tosar, Ricardo Darín, Eduardo Noriega, Jordi Mollá, Alberto San Juan... Y ellas, las actrices, también lo están. Qué voces y qué sabiduría las de Candeña Peña, Clara Segura, Leonor Watling y Cayetana Gullén Cuervo. Mujeres que escuchan a los hombres, que los apoyan, que los han olvidado, que les ponen las pilas, que se ríen directamente de ellos a la cara o que les dicen que que ya está bien de tanta tontería. Todos, unos y otras, merecen una nominación para los próximos Goya o para los premios que sean. Cesc Gay ha logrado un retrato perfecto de la imperfección de los hombres, de los seres humanos en general. Unos intérpretes que dan lo mejor de sí mismos. Unos diálogos magníficos. Una película notable.
Pocas cosas me gustan más que recomendar buenas películas. Películas españolas, sobre todo en estos tiempos tan difíciles para todos, incluidos también para los que hacen posible que la propia magia del cine llegue hasta nosotros. Directores, actores, técnicos, productores... Y los propios responsables de las salas de cine, que muchas -según podemos leer casi cada día- parecen estar tambaleando. Salir del cine, un sábado cualquiera, después de ver una buena película como ésta, "Una pistola en cada mano", no tiene precio. Sigue siendo una emoción única, imprescindible. Otra manera de seguir soñando. Sí, de evadirse de la realidad y de seguir soñando. De agarrarse a la vida para continuar. Por imperfectos que seamos nosotros y que sea la vida. De verlo todo de otro color, de otra manera. De la que merece la pena. Aunque sea por un rato. No conviene perdérsela.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Cantar y sonreír

Conviene no perder la calma. Eso le digo a una amiga con la que me encuentro por la calle. Tiene un negocio y hoy toca decorar el escaparate, la tienda en general, con los adornos navideños del año pasado o del anterior. Me dice que es lo último que le apetece hacer, pero que no le queda, como es lógico, otro remedio. No tuvo fuerzas para hacerlo hasta ahora, ya metidos en este largo puente de diciembre. No se vende nada, apenas entra gente, ¿sabes lo que es eso? Por desgracia, lo sé bien. El último año de trabajo en la librería Trabe fue espantoso, demoledor, en este sentido. Conozco bien la sensación de la que me habla mi amiga. El sentimiento de rabia y de impotencia. Cerrar una tienda en la que no entró nadie en toda la tarde e irse para casa con una sensación de tristeza y de miedo, de abatimiento. Sí, lo conozco bien. Y no se lo deseo a nadie. Trato de animar a mi amiga, ¿qué voy a hacer? Utilizo el argumento de la Navidad. Aunque mucha gente se haya quedado sin paga, hay otra que aún la tiene y quizá se anime a gastar un poco de ese dinero en regalos, tratando de hacer como si aquí no pasara nada. Está el miedo, me dice. La gente que aún tiene trabajo, argumenta con sentido, no lo gasta en previsión a lo que pueda ocurrir más tarde o más temprano... Le deseo suerte y me despido de ella. Por un momento, antes de la despedida, me viene a la cabeza la idea de que quizá pueda ayudarla a colocar las cosas navideñas, pero no me siento con fuerza para eso y no digo nada. He tomado la decisión de no pensar demasiado en todas las cosas tremendas que nos rodean durante el mes de diciembre. Estamos aquí, estamos todos, sigamos hacia delante. Intentemos hacerlo de la mejor manera posible.
Hablo con mi amigo Emilio y me dice que hoy toca cantar y sonreír, adornar la casa con su hija, esa niña que conocimos hace unas semanas y en la que descubrí la misma luz que tiene su padre. No queda otra. Cantar y sonreír. Me gusta eso. De eso se trata, precisamente. La decisión que yo había tomado para este mes de diciembre era ésa, cantar y sonreír. Y lo que tenga que venir... Pienso, mientras hablo con Emilio, que esas dos palabras -cantar y sonreír- eran las que siempre aplicaba mi abuela Virginia en los peores momentos, cuando su marido se quedaba sin trabajo y ella tenía que sacar adelante a su familia. Lo hacía así, cantando y sonriendo, mientras cosía hasta que se quedaba sin fuerzas de tanto darle al pedal de aquella vieja máquina o a las agujas de tejer. Pasaron los años y las cosas mejoraron, y ella no dejó de aplicarse esa filosofía hasta el final de sus días. Incluso cuando estaba enferma, muy enferma, cuando apenas podía salir de casa por la fatiga que le proporcionaba su dolencia cardíaca. Siempre tenía una sonrisa en la boca. Siempre. Una sonrisa amplia y luminosa. El cansancio de la enfermedad, tan presente en los últimos años de su vida, se quedaba en un segundo plano. Y prevalecía la sonrisa. Así es como la recuerdo: cada día. Con aquella sonrisa con la que parecía desafiar a todo lo malo, a todo lo negativo, incluida la enfermedad, que siempre es lo peor de todo, contra lo que todas las armas de las que disponemos son pocas. La recuerdo desesperarse durante unos segundos porque no podía bajar las escaleras que separaban su piso del piso de abajo, donde estaba la peluquería a la que, tan presumida como era, acudía todas las semanas. Y luego, de repente, ya la recuerdo cantando y sonriendo, haciendo desaparecer aquel gesto de dolor y de rabia como por arte de magia. Así, cantando y sonriendo, la recuerdo siempre. No he conocido filosofía mejor. Aunque no siempre haya sabido aplicarla en mi propia vida. Este diciembre sí lo haré. De hecho, ya lo estoy haciendo.

martes, 4 de diciembre de 2012

Cuestión de actitud

No quiero ser pesimista (no lo soy), pero -no nos engañemos- no hay demasiados motivos para la alegría, con Navidad a la vuelta de la esquina o sin ella. Antes de todo esto, el mes de diciembre era un mes lleno de celebraciones. Comidas y copas con unos y con otros. Con esas personas que no veías muy a menudo y con las que sí lo hacías. Había que celebrar la Navidad, qué demonios. Estar aquí, un año más. No era poco motivo de celebración, desde luego. La vida es corta y ya que podemos contarlo siempre es mejor hacerlo con una copa de cava o de Rioja en la mano y un brindis. O dos. Este año, no sé yo... En todo esto iba pensando el sábado por la tarde mientras me dirigía al supermercado de ese centro comercial que está al lado de nuestra casa. A Íñigo, que anda estos días acatarrado, le apetecía un turrón de chocolate que han sacado este año con galletas Oreo en el interior y salí a comprárselo. Hacía mucho frío, aún no había oscurecido pero estaba a punto de hacerlo. Para mi sorpresa, el centro comercial estaba lleno de gente, como en sus buenos años, nada que ver con la desolación de los últimos tiempos, vayas a la hora que vayas. Había gente en todas las secciones y en las cajas del supermercado, casi todas abiertas, había largas colas. Bueno, pensé, no todo está perdido. Tuve que esperar un buen rato para pagar mi tableta de turrón (decepcionante, por cierto, por mucha Oreo que venga anunciada en el envoltorio: ya puestos a engordar, vale más hacerlo con las propias galletas Oreo, esas galletas que han aliviado más depresiones y momentos de bajón que el lexatín, directamente). Cada una de aquellas personas, haciendo cola, llevaba un montón de cosas apetecibles en sus carritos: gambas, embutidos, quesos, fiambres, botellas y dulces de todo tipo... Quizá era yo el único que llevaba una sola cosa en la mano. Supongo que estaban recién cobrados y algunos, los más afortunados, con paga extra incluida. Bien. Pese a todo, diciembre no parecía empezar mal. A punto estuve de ir a la sección de vinos y comprarme una botella especial. El consumo lleva al consumo. Y despierta la alegría. Me contuve. A pesar de los pesares, el mes de diciembre siempre lleva implícito muchas celebraciones (y decir celebraciones es decir kilos y colesterol, ácido úrico disparado y todo lo demás, ya lo sabemos), aunque cada vez van quedando menos amigos y los bolsillos están como están. Pagué mi turrón y salí del centro comercial, que estaba aún más abarrotado si cabe. En la calle, ya había anochecido. El frío cortaba la cara. No era, pese a todo, una sensación desagradable después del bullicio y el calor del centro comercial. Camino a casa, me encontré con otra gente que parecía dispuesta a devorarse la noche del sábado como si fuese la última de sus vidas. Recordé esa sensación. Tantos sábados de nuestras vidas, tantos años atrás (bueno, tampoco tantos). En los bares cercanos, había jolgorio, alegría, botellas de vino encima de las mesas, luces y espumillones. Hay que sobrevivir, me dije. Como sea. Otro diciembre. Quizá, para algunos, el peor de nuestras vidas en cierto sentido, pero... qué vamos a hacer... Habrá que disfrazar la realidad, ¿no? Como, posiblemente, estuviese haciendo toda aquella gente que reía y brindaba y bebía en los bares, dispuesta a la diversión y a lo que hiciese falta. Es diciembre y estamos aquí. Es más de lo que algunos pueden decir. Llegué a casa animado. Y sí, tengo que confesarlo, mientras Íñigo se decepcionaba con el turrón de marras, yo me abrí una botella de un vino que me supo a gloria. Y es que la actitud es el todo. A ver si nos convencemos.  

domingo, 2 de diciembre de 2012

Anillos

Lo vi en un reportaje de algún telediario. Una pareja, joven aún, con dos hijos a su cargo, sin trabajo ni prestación ya por desempleo, había tenido que vender su anillo de casados para sacar algo de dinero con el que alimentar a su familia. Nada nuevo en estos tiempos, lo sé. Todos sabemos que las tiendas donde se compra oro llenan las calles con sus grandes carteles y sus letreros horteras. Sin embargo, el hecho me impactó enormemente. Me imaginé a aquella pareja hablando por la noche sobre el tema (mientras los niños, después de hacer sus deberes, dormían ya), tomando finalmente la decisión, sacando los anillos de sus dedos, guardándolos en una cajita o en un monedero, dirigiéndose a una de esas tiendas que siempre tienen un aire de otra época, casi clandestino. A veces, paseando por esta ciudad, he visto a gente entrar en uno de esos locales y mirar, antes de hacerlo, a un lado y a otro, como si fueran a cometer un acto que no estuviese muy bien visto o un acto casi delictivo. (He visto a algunas personas hacer lo mismo al entrar en un sex-shop, qué cosas). Supongo que eso ocurre porque estamos hablando de una pequeña ciudad. El miedo a que algún conocido les vea pesa sobre ellos, sobre su decisión. Como mi cabeza está llena de imágenes cinematográficas que siempre le ayudan a uno a evadirse de esta cruel realidad que estamos viviendo, cuando me encuentro con alguien que entra algo avergonzado en uno de esos sitios pienso en Victoria Abril. En Victoria Abril en una película de Vicente Aranda. Más concretamente, en el personaje de Victoria Abril en "Amantes". En los años cuarenta. En plena posguerra. En ese paisaje que hemos visto en tantas películas y a través de la descripción de nuestros abuelos. La imagino entrando ahí, con sus gafas oscuras y su pañuelo a la cabeza, maquinando algo, trapicheando con lo que sea. No se trata de frivolizar, sino de quitarle un poco de hierro al asunto. Fantasear. Tramar una historia en la cabeza, cualquier historia, con ese personaje, el de Victoria, mientras camino por las calles y no me detengo demasiado a pensar en el futuro más inmediato. ¿Por qué entra ahí? ¿Cuáles son los motivos que le llevan a hacerlo? ¿Es suyo lo que va a empeñar? ¿Qué hará con ese dinero? En eso me entretengo durante un rato: las caminatas son largas. Y la veo así, vestida como hace más de medio siglo, homenajeando a Barbara Stanwyck en "Perdición" con esas gafas negras y a Bette Davis, en cualquiera de las películas donde hace de arpía, con su dura mirada y su gesto implacable, cuando se las quita. Cosas del cine, inevitablemente. La realidad es la que es y, ya digo, mejor no pensar mucho en ella. Mejor inventarse una historia, rodearla de misterio, poner a una gran actriz al frente de ella. Evadirse. Pero no es fácil seguir haciéndolo cuando pasas por delante de alguna iglesia cercana y ves colas de gente esperando por vales para el supermercado o por algo de ropa. No, no es fácil. Aquí ya no hay historia inventada, ni fabulosa actriz que valga. La imagen es poderosa. La larga cola de personas esperando a que venga el responsable y se haga cargo de las numerosas peticiones. La gente mira distraída hacia otro lado o hunde su cara en alguno de esos periódicos gratuitos que regalan por las esquinas. Son cosas con las que uno se encuentra cuando madruga y sale a la calle. El frío de estos días muerde sus rostros, congela sus miradas. Y la mía, que trato de hundir en la bufanda, mientras continúo caminando, ya sin historias medio inventadas pululando por mi cabeza, no se detiene más que en el movimiento de mis botas, cada vez más acelerado.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El amor por los libros

Pocas cosas me gustaban más cuando era un niño que recorrer las pequeñas tiendas del barrio de la mano de mi madre. Eran sábados por la mañana y no importaba que lloviese o hiciese sol: la cita estaba asegurada. La carnicería, la pescadería, la frutería, la ferretería (si algo se necesitaba de allí)... Y la librería, por supuesto. Ahí, los dos lo sabíamos, la parada era obligatoria. Me gustaba el olor que había allí, a papel y a libro nuevo. Me gustaba coger el libro que ese día iba a comprar y hojear los demás, acariciarlos, saber que estaban allí, en aquellas estanterías, y que al sábado siguiente o al otro volveríamos a por ellos. Mi madre nunca escatimó en eso. Siempre me compró los libros que le solicitaba. A día de hoy, dadas mis circunstancias laborales, aún sigue haciéndolo. En menor medida, claro, porque las cosas están tremendas para todo el mundo, incluidos los jubilados que tienen que pagarse las medicinas (abundantes, por desgracia, en el caso de mi madre). La pequeña librería que estaba al lado de nuestra casa, Aldebarán. ¡Quién me iba a decir a mí que años después acabaría trabajando en ella! Pero antes de eso, ya siendo un adolescente, seguía comprando allí, entablando relaciones con aquella librera, Paquita, que el tiempo ha convertido en un referente de esta ciudad. Conozco a mucha gente que la atraviesa, de punta a punta, para comprar sus libros en ella, también ahora que su hija, Patricia, se ha hecho cargo de la librería. Muchas veces, si leía en el periódico que alguno de mis autores favoritos acababa de sacar un libro, corría veloz a la librería a solicitarlo. Ay, no ha llegado todavía, decía Paquita. Mira en esas cajas que están ahí, aún sin abrir, añadía. Me encantaba hacer eso, abrir aquellas cajas, repasar las novedades que habían llegado y que a ella aún no le había dado tiempo de colocar en las estanterías o el escaparate. Pero no, el libro aún no había llegado. Tocaba esperar. Por la tarde, en uno de mis solitarios paseos (ah, el adolescente que se sabe diferente), me solía acercar a la mesa de algunos de los grandes almacenes de la ciudad, y descubría que allí ya había llegado el libro que por la mañana le había solicitado a Paquita. Qué injusticia. Compraba allí el libro, no podía evitarlo. Tal era mi impulso, mi pasión, la necesidad de tener aquel libro. (Todo eso que, hoy, pese a los años transcurridos, sigue intacto, afortunadamente). Lo compraba, lo leía y lo devolvía. Y luego, a los pocos días, me lo compraba en Aldebarán. Me parecía que aquella mujer que no otorgaba ninguna relevancia a su evidente belleza física y que llevaba sola aquella pequeña librería, que se esforzaba (económica y laboralmente) por tener todas las novedades y en ir haciendo un fondo decente, se merecía más el dinero que aquellos grandes centros comerciales que vendían libros sin saber, en algunos casos, muy bien qué título o autor estaban vendiendo y te ponían cara de extrañeza si les preguntabas por algún título que no estaba en la mesa de novedades. Luego, ya digo, yo mismo trabajé en aquella librería durante unos cuantos años. Fueron tiempos felices, sí, intentando sacar adelante aquel pequeño negocio con algunas de las ideas de Paquita y con las mías propias. ¡Cuántas cosas se aprenden trabajando en una librería! Es una de la cosas que más echo de menos en estos tiempos. Pero ésa es otra historia. Aunque siempre he dicho que me considero tanto escritor como librero. Ser librero no es vender libros. No se trata sólamente de eso. Es mucho más. Es sentir el amor por los libros y querer transmitirlo de la mejor manera posible, de la forma más adecuada, según cada caso. Siempre digo que algún día escribiré mis memorias como librero. Uno se encuentra con todo tipo de historias: cualquier librero lo sabe. El día 30 de noviembre se celebra el día de las librerías. Tiene que ser, como el día del libro o los días de Navidad, un día mágico. Las librerías abiertas durante todo el día, los (hoy más que nunca) necesarios descuentos, la alegría (ay) por comprar. Por hacerse con ese libro que llevamos deseando desde hace semanas, arañando presupuestos, para sumergirte luego en él, una vez más, con la ilusión de las primeras veces, de las primeras lecturas. Esas que ya nunca olvidaremos. Que la fiesta, pese a todo, no decaiga. Que eso, los sueños y la fascinanción que siguen provocando en nosotros los libros, no desaparezca nunca. Que sea lo último que nos arrebaten.

martes, 27 de noviembre de 2012

Resistir, después de todo

Es un lunes, cualquier lunes, pero podría ser un día cualquiera de un otoño que se enreda definitivamente ya en el invierno. La barrita de incienso que hace rato has encendido se está consumiendo casi por completo, pero su olor aún se esparce por la habitación. No te percatas demasiado en la música que suena desde Radio Clásica: está ahí, como casi siempre, acompañando lecturas o escritos. O momentos en los que no hay lecturas ni escritos. Sólo instantes en los que, abandonados el libro o el lápiz, te detienes a pensar. O a contemplar algo. Como ahora mismo. Sí, ahora mismo. Miras la lluvia. Al otro lado de la ventana, la lluvia que cae con fuerza, retumbando en el suelo, golpeando los cristales. Miras la lluvia y, de pronto, no piensas en nada. Es una sensación curiosa. Como si te disolvieses en ese paisaje. Todos los estados de ánimo, todos, altos y bajos, se quedan atrás. La mirada sólo se concentra en eso, en las gruesas gotas que, entremezcladas, conforman una extraña danza. Guarecerse de la lluvia, piensas en esa frase. ¿Acaso no sea la lluvia un refugio en sí mismo? Hay cosas que dan más miedo, mucho más miedo que la lluvia. De repente, vienen algunas de esas cosas a la cabeza y tu pensamiento las aparta con la violencia de un manotazo. Pensar que hoy es lunes, que el otoño ya está enredado en el invierno, y de la continuidad del viaje, por espinoso que sea, ya hablaremos cuando se presente. De momento, estamos aquí, al otro lado de la lluvia, contemplándola. Es un momento sosegado. Uno de esos momentos a los que hay que agarrarse y no dejar escapar. Sigues contemplando la lluvia y, deshaciendo el blanco en el que estaba sumida la mente por unos instantes, empiezas a recordar algunos de los poemas que acabas de leer. Apenas un puñado de poemas que reflejan todas las cosas del mundo. Buena parte de ellas al menos, aquellas que más nos importan. Las que van dejando huella. Dejas de mirar la lluvia y coges de nuevo el libro, "El síndrome de Kalashnikov", de Natalia Menéndez. Uno de esos libros, intuyes, que pronto empezará a estar manoseado de tanto recurrir a él. Lees en voz alta, ahora sí. Lees para que te escuche quien te acompaña en el viaje. Y escucha. "Arañar con los ojos en blanco,/ remover la tierra,/ despegar de la piel los granos de arena/ que ya no nos pesan,/ saltar el foso y/ amortiguar la caída con copas y abrazos./ Resistir, después de todo". No sobra ni una palabra, ni se necesitan más. No sólo en este poema: también en el resto del libro. Despojada de todo artificio, esa voz, la de Natalia Menéndez, se ha presentado esta tarde en la casa, entre la resaca feliz de estos últimos días y alguna que otra decepción (es inevitable). Y de repente, esa voz poderosa lo ha llenado todo y le ha dado sentido al sinsentido de los lunes. (Al sinsentido en el que a ratos, sea lunes o cualquier otro día, se convierte todo esto: lo raro que sigue siendo vivir). Como la voz que escucha, que me está escuchando de nuevo, le da sentido al viaje. "Si tuviera que salvar algo del invierno,/ nos salvaría a los dos por estrechos pasillos,/ la ciudad gris y sus parques,/ aquel bar abierto de madrugada,/ el frío industrial y los poemas a medio escribir,/ bajo una luna afilada en cualquier parte". Sigue lloviendo, sí, y no sé si la lluvia querrá o no protegernos de tantas cosas (ni me importa demasiado, para qué engañarnos). Mientras tanto, lo hacen las palabras (palabras que perdurarán en el tiempo y que recomiendo con fervor no perderse) de Natalia Menéndez. Su sencilla y honda manera de dejar rastro.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Sara

Nos citamos en un local de comida rápida. En un Macdonald´s, para ser exactos. Previamente, por teléfono, así me lo había pedido. Ningún inconveniente, le dije. Llegó a la hora acordada. Yo ya la estaba esperando en una de las mesas más discretas, en la parte de arriba. Era la una del mediodía. No había mucha gente aún. Enseguida la reconocí. Me estrechó la mano, me dijo que era aún más guapo que en las fotos que aparecían en los periódicos y en las que tenía colgadas en el perfil de la red social que utilizo (la misma que utiliza ella: a través de ahí se empezó a dirigir a mí y comenzó nuestra amistad, aunque en su perfil no haya -todavía- fotos suyas y su nombre no sea el verdadero). Le agradecí el piropo con una amplia sonrisa. Se quitó el abrigo, dejó el bolso a un lado, y se sentó enfrente de mí. Me explicó que le apetecía comer uno de esos menús de hamburguesas y patatas saladas porque él nunca se lo permitía. Decía que toda esa comida era muy perjudicial para la salud. Él era su marido. Aún lo es. Aunque hacía nueve meses que lo había abandonado, según me había contado en los correos que me enviaba. Desde entonces, pese a las ganas que tenía por uno de aquellos menús, nunca se había atrevido a entrar sola en un Macdonald´s. Como antes tampoco se había atrevido a hacerlo en los de la ciudad en la que vivió durante cuatro años, ni siquiera en los de los centros comerciales. Temía que en cualquier momento, mientras estuviese comiendo uno de aquellos menús, él entrase por la puerta y le montase alguno de sus numeritos. Su marido era un maltratador. Por eso, después de muchos miedos e inseguridades, de algunos intentos previos fallidos, le había abandonado. No sé cómo logré hacerlo, me dijo, aún no lo sé. Coger cuatro cosas y marcharme de casa. Lo hice, como te dije en un correo, mientras él estaba trabajando. Lo tenía todo pensado, la noche anterior apenas pude conciliar el sueño. Sabía que nada más que se marchase a la oficina, yo cogería el primer tren y regresaría al norte, a esta tierra, donde vive mi tía, la única hermana de mi madre, la única pariente cercana que me queda. No te puedes imaginar, señaló, los nervios que pasé en aquellos momentos. Nunca me había sentido así de mal. Nunca. Tenía ganas de ir al baño constantemente, de vomitar. Una especie de electricidad recorría todos los rincones de mi cuerpo. Lo hice todo de un modo automático: ducharme, vestirme, meter aquellos cuatro trapos en una maleta... Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta de aquella casa que habíamos compartido, me hice pis sin darme cuenta y tuve que volver a meterme en la ducha y cambiarme de ropa. Las manos me temblaban, todo el tiempo. Casi tanto como ahora, mira. Y sostuvo su mano en el aire por unos segundos: temblorosa. Fueron muchas palizas. Muchas. Sin venir a cuento. Estando borracho y sin estarlo, que tampoco es que bebiese tanto. No sé cómo aguanté todo aquello. No, no lo sé, susurró. Parecía a punto de echarse a llorar. No quiero llorar, perdóname. Puedes hacerlo libremente, le dije: no hay que avergonzarse por llorar, es una necesidad como otra cualquiera. No, respondió tajante. Esa etapa ya quedó atrás. No quiero decir que soporté todo aquello en nombre del amor. Me avergüenza decir eso, a día de hoy. Porque ahora sé que el amor es otra cosa. "El amor no es la ostia", como dicen por ahí. Y tienen razón. Si las busco, las razones, digo, tampoco las encuentro. Le quería, sí, ¡fíjate qué estúpida!, pero esa tampoco es válida. No quiero pensar mucho en ello tampoco, si te soy sincera, ¿para qué? Quiero mirar hacia delante. Leer tu novela, desdramatizó. Todo lo que escribes me gusta mucho, ya lo sabes, por eso me apetecía, como te dije por correo, conocerte en persona. Gracias, murmuré. La valentía con la que expones algunas cosas de tu vida, me dijo, me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas. Gracias, repetí. Trabajo, como te dije, en la tienda de mi tía, en el pueblo. Una de esas tiendas que tienen de todo. Aunque estudié magisterio, no se me van a caer los anillos por vender hilos o lo que haga falta. Todo lo contrario: me sirve para estar entretenida. También leo mucho, como siempre. Ella, mi tía, está a punto de jubilarse y necesita ayuda. En más sentidos de los que imagina: los años no pasan en balde. Vivo con ella, en el piso que tiene justo encima del negocio. A veces, suena el teléfono en mitad de la noche y las dos sabemos que es él, a más de mil kilómetros de distancia, pero, aunque algo se remueve en mi estómago, estoy empezando a sentir ese sonido como si sintiera el de la lluvia que cae por la noche. Menos reconfortante, claro. Saldré de ésta, me digo por lo bajo, tratando de conciliar el sueño de nuevo. Claro que saldré, repite. Cuatro años de matrimonio no se olvidan así como así, y más de un matrimonio así, pero hay que intentarlo. Querer es poder. Tengo cuarenta y cinco años. Hay que mirar hacia delante, siempre, siempre, aunque nos parezca imposible a ratos. Hay que seguir, añade. No queda otra. Oye, ¿pedimos ese menú? Yo creo, prosigue, que me voy a tomar dos... Y se ríe. Tiene una risa hermosa, fresca. Como si no le hubiese pasado nada malo en la vida. Como si la inocencia aún estuviese muy presente en ella. Yo pido, dice cogiendo la cartera del bolso. Y mientras la veo alejarse con paso firme de la mesa -la imagen de una mujer joven, guapa, con ganas de hacer cosas...-, en dirección a la zona de pedidos, sé que esta mujer se ha salvado. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Viaje en tren

El sonido del tren, al arrancar, me remite a otros viajes, más o menos lejanos, y me reconforta. En la bolsa, como siempre, llevo libros y cuadernos, pero no quiero leer ni escribir nada. Sólo mirar el paisaje, pensar en mis cosas, dejarme llevar por los pensamientos y la imaginación, evadirme. El día es gris, muy gris, sin apenas luz, como si la noche no quisiera desaparecer del todo y aguardase fundirse de un momento a otro en la noche siguiente. La sensación de que la lluvia hará en breve su aparición es constante. No importa. El tren va dejando a su paso árboles con hojas amarillas y marrones, árboles ya sin hojas, cuyas ramas, de cuando en cuando, en lentos y silenciosos movimientos, agita el viento. "El silencio puede ser más punzante que las palabras", escribió Montserrat Roig en una de sus últimas crónicas. Pienso en ella, en Montserrat, que nos dejó un día de noviembre de hace veintiún años, dejando una importante obra que hoy, lamentablemente, más allá de bibliotecas o librerías de viejo, es muy difícil encontrar. El mundo literario está lleno de injusticias así. De punzantes silencios. Las mesas de las novedades se llenan de basura y libros importantes se quedan en el más absoluto de los olvidos, sin que nadie haga nada por evitarlo. Enfrente de mí, una mujer cruza su mirada con la mía. Lleva unos auriculares en los oídos (¿qué estará escuchando?), el plumas abrochado hasta el cuello y la cabeza, con falta urgente de tinte, de dos colores. De tres, para ser exactos: rubio, moreno y canoso. Tiene cara de sueño, de malas pulgas y unas irrefrenables ganas de fumar. Hay personas a las que se les adivina enseguida ese pensamiento. Sobre todo, en los viajes, por cortos que sean los trayectos. Sé que ella está pensando en eso, en fumar. Y cuando me encuentro a alguien así, con ese ansia por el tabaco, sea la hora que sea, me apetece encender un cigarrillo, aunque yo por las mañanas casi nunca fume. Vuelvo al paisaje que se puede ver a través de la ventanilla. El humo que sale de las chimeneas de algunas casas; algunos hombres, muy abrigados, trabajando la tierra, cubriendo algunos tramos con grandes plásticos; perros que ladran, dejando el vaho que sale de sus bocas suspendido en el aire durante un buen rato. No sé muy bien los motivos (o quizá sí), pero tengo la sensación de que en estos días iremos dejando atrás algunas etapas. Vivimos en la incertidumbre de un tiempo que se agota. Y eso siempre provoca un estrés que va más allá de lo recomendable. Es lo que traen consigo estos tiempos. Pero no voy a pensar en eso. Ni en esas traiciones cercanas que vinieron de quien menos nos esperábamos (qué pena). No, no puedo pensar en eso esta mañana. El dolor, a veces, hay que dejarlo a un lado para seguir el camino. Tu propio camino. Ni quiero volver a encontrar mi mirada con la de la mujer que va enfrente de mí porque sé que su ansia por el tabaco acabará poniéndome tan nervioso como a ella. Quiero cerrar los ojos, adormecerme aunque sólo sea por unos minutos. Y cuando llegue a mi destino, bajar del tren, caminar entre gente desconocida, sentir el olor del mar, el rugido de las olas embravecidas por el temporal, las gruesas gotas de lluvia que caerán y que luego, casi de inmediato, dejarán de hacerlo. Encender -acaso- un cigarrillo y que el frío me haga sentir que estoy vivo. Que aún lo estoy. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los Payasos de la tele

Ser un niño y pasarte las tardes de los sábados en casa de los abuelos maternos, en Mieres. Allí donde habitaba la felicidad y donde hoy, al recordarlo, sigue habitando. El recuerdo de aquellas tardes, ya tan lejanas en el tiempo, sigue siendo un buen refugio para encarar los tiempos que estamos viviendo. Lo más oscuro de estos tiempos, para más señas. El largo túnel que no termina. El tiempo que venga después. Echar la vista atrás y verte allí, en casa de los abuelos, los sábados por la tarde, sin ganas de regresar, cuando cayera definitivamente la noche, a tu casa, con tus padres y tu hermana. "¿Por qué no nos quedamos a dormir aquí, con los abuelos?". Siempre la misma pregunta. "Otro día. Por Navidad, que ya está a la vuelta de la esquina". Siempre la misma respuesta. Es la hora de la merienda y la hora de poner la televisión. La hora de "Los Payasos de la tele". Gaby, Fofó y Miliki (luego vendrían otros miembros de la saga familiar): sus andanzas, sus líos, sus historietas, sus teatrillos, sus canciones... Y aquella pregunta inicial, ¿Cómo están ustedeeeees?, que los dos hermanos contestaban en voz alta (como tantos otros hermanos, me imagino), arrastrando también mucho la e, ¡¡¡Bieeeeeen!!! Los dos hermanos, separados por cinco años y medio de edad, viendo aquel programa, muy cerca de la tele, casi tan cerca que podían tocarla con los dedos, "separaros un poco de ahí, que es malo para la vista", decían la madre o la abuela, buscando en el cajón del mueble de la tele una tableta de chocolate. A la hermana, ya desde bien pequeña, le gustaban mucho el chocolate blanco y el chocolate con leche y grandes almendras (al niño, no tanto), y el abuelo siempre se lo compraba para aquellas tardes de sábado y se lo guardaba allí, en aquel cajón, donde también se guardaba el chocolate negro, "el chocolate de hacer", aquel que la abuela, algunas veces, deshacía en leche y servía en unos grandes tazones acompañado de cualquier dulce -frixuelos, casadiellas, rosquillas...- que ella misma había preparado. A veces, el niño se levantaba, dejaba a la hermana viendo los enredos de los payasos, y se acercaba a la cocina, donde la abuela estaba preparando aquellos dulces cuyo olor embargaba buena parte de la casa. La abuela lo hacía todo en la cocina de carbón, aquella cuyo calor calentaba poderosamente las estancias de aquel piso situado frente a un pozo minero. Al niño le gustaba ver la soltura con la que la abuela freía aquellos dulces, mientras sentía las risas de la hermana muy cerca y las voces de los payasos y aquella alegría que trataban de transmitir. No tardaría en pedirle a la abuela que le perimitiese amasar una rosquilla o rellenar una casadiella y echarla luego en el aceite hirviendo de la sartén, en rogarle que le dejase espolvorear con azúcar los dulces que ya estaban fritos, remover el arroz con leche cuando se animaba a prepararlo. Los deberes estaban hechos, aún faltaba mucho para volver el lunes al colegio. Y allí estábamos todos, imaginando que aquel tiempo no se acabaría nunca, que sería eterno. Y de alguna manera, lo ha sido. Lo seguirá siendo, sí, mientras una tarde veamos en la tele la imagen de uno de aquellos payasos (descansa en paz, Miliki) y recordemos todo esto no como si hubiese sucedido tanto, tanto tiempo atrás, sino como si hubiese pasado ayer mismo, este último sábado, sin ir más lejos.

jueves, 15 de noviembre de 2012

La agonía de la luz


Salí de casa temprano. Más aún de lo habitual. Mi hermana llevaba dos noches seguidas trabajando y decidí ir a buscarla. Aún no había amanecido. Las calles estaban desiertas. Como en aquellas noches en las que uno llegaba a casa cuando el cielo estaba a punto de despejarse por completo. Recordé aquellas noches, ya tan lejanas. Uno sobrevive a casi todo: eso es cierto. Los escaparates de algunos establecimientos estaban llenos de pegatinas. 14-N. Huelga general, decían. A mi paso, me encontré con algunas personas con gorros y bufandas, muy abrigadas, que caminaban deprisa, como si tuviesen mucho frío o algo de miedo. Dos o tres cafés estaban abiertos, a media luz. El quiosco de periódicos que hay un poco más arriba, ya cerca de la casa de mis padres, tenía todas las luces encendidas. Recordé que varias veces, durante el pasado verano, coincidimos con el dueño de ese quiosco en una de las terrazas de la zona y recordé cómo, públicamente y a voces, le echaba la culpa a Zapatero hasta de la muerte de Kennedy, si me apuran. Recordé, también, que decidí que nunca más iba a comprar la prensa en ese quiosco. Se empieza echando la culpa de todo, públicamente y a voces, a Zapatero y se acaba en el Foro de la Familia manifestándose contra los homosexuales, que nos conocemos el percal... Seguí caminando. Cerca de los hospitales, había mucho movimiento. De coches y de personas. Gente que, con cara de sueño, entraba y salía. Quizá alguna de esas personas, más con cara de pena que de sueño, venía de acompañar a algún familiar. Quizá de despedirse de él. Movimiento continuo, palabras susurradas, ganas de fumar. Mi hermana tardó un buen rato en salir. Mientras tanto, observé el cielo, ya despejado, el vaho que salía de mi boca y se perdía lentamente en el aire. Uno de los días más fríos del año, sin duda. Al menos, a esas horas. Bajamos caminando y hablando. Fijándonos en algunos sitios que otros días, a esas horas, estaban abiertos, en los carteles que habían colocado la noche anterior donde decía que el día de hoy el establecimiento permanecería cerrado por la huelga. Varios comerciantes, con sus locales cerrados, intentaban quitar de los escaparates las pegatinas que les habían colocado. Dejé a mi hermana en casa y continué mi camino. Ya cerca del centro, con el sol en lo alto haciendo un extraño paripé, había muchos policías. Muchos locales permanecían cerrados (los mismos que, horas más tarde, abrirían sus puertas) y otros, ya estaban abiertos. Ruido de gente, pitidos, numerosos policías. Una cafetería del centro estaba abierta y un grupo de gente trataba de boicotearla. Estoy a favor de la huelga, naturalmente. Creo que tenemos motivos suficientes para lanzarnos a las calles y protestar día sí y día también. Lo que estamos viviendo es algo que no tiene nombre. Vergonzoso. Triste. Desesperante. Muy desesperante. Pero estoy radicalmente en contra de la coacción: en todos los sentidos. Vive y deja vivir. Si una persona no hace huelga es porque no lo siente así o porque no puede hacerla (que eso también existe, aunque algunos no quieran verlo). Todo el mundo tiene el derecho a hacer lo que mejor le convenga. Y no respetarlo, me parece un acto profundamente antidemocrático, se pongan algunos como se pongan. De repente, sentí un cansancio profundo. No un cansancio físico, no. Se trataba de otra cosa. De hartazgo, desilusión, abatimiento. Me senté en un banco del parque San Francisco, completamente vacío a esas horas. Sólo un coche de la policía lo atravesaba. Las hojas cayendo de los árboles, el olor de la tierra húmeda, el frío golpeándome la cara en aquella zona sombría. Y recordé el verso de Dylan Thomas, uno de mis favoritos: "Rabia/ rabia contra la agonía de la luz". Y de repente, sentí que no tenía fuerzas para nada. Y me quedé allí un buen rato, solo, tratando de no pensar en nada. Ajeno a todo, perdido en mi ensimismamiento.

martes, 13 de noviembre de 2012

Mejor Manolo

Si decimos que Concha Velasco es una de nuestras actrices más completas porque lo mismo borda una comedia que un drama, un musical que una tragedia, o cualquier otra cosa que le pongan por delante, lo mismo podríamos decir, en la escritura, de Elvira Lindo, ya que, toque lo que toque, obras de teatro o guiones de cine, diarios, novelas, artículos o literatura infantil y juvenil, todo lo hace bien. Ahora, tras diez años de ausencia, toca dar voz de nuevo a uno de sus personajes más emblemáticos y más queridos por todos, Manolito Gafotas. Ese niño, convertido hoy en un adolescente que prefiere que le llamen Manolo, con el que crecieron miles de niños y con el que muchos adultos se divirtieron. Y por el que, unos y otros, preguntaban sin descanso. (Recuerdo, en mis casi diez años de librero, a mucha gente que venía por la librería preguntándome, casi con desesperación, cuándo habría una nueva historia de Manolito. Y después, cuando Elvira escribió el prólogo de mi libro, aún en la librería y también fuera de ella, a mucha otra gente que me decía: pregúntale, pregúntale, tú que la conoces, cuando va a sacar otro Manolito, anda, que tenemos unas ganas...). No es mala idea, desde luego, ponerle un poco de sentido del humor a estos tiempos que estamos viviendo. De hecho, creo que es lo que hay que hacer. Lo mejor que se puede hacer, sin duda. Y eso, ponerle sentido del humor a las cosas, Lindo, a través de Manolito (hoy, mejor Manolo), lo hace con absoluta maestría. Hay, en esta nueva entrega, risas, sí, muchas risas, pero también ese cierto halo de tristeza o de melancolía que se esconde siempre detrás del sentido del humor. La vida y sus circunstancias. El nudo en la garganta al mismo tiempo que la sonrisa. La crisis (otra aún mayor de la habitual en ellos) se ha instalado en la familia García Moreno. Pero no todo está perdido. Esta familia puede con todo. Como casi todas las familias, por otro lado. Mientras voy leyendo, veo a esa familia ahí, en su casa, con sus más y sus menos, con sus problemas y sus peripecias, con sus aventuras y sus lazos de cariño, y parece que les estuviese viendo en una película. Porque detrás de la voz narrativa de Lindo, siempre poderosa, hay una voz cinematográfica. Voces que expresan lo positivo y lo negativo que nos rodea, prevaleciendo siempre ese espíritu de supervivencia -tan importante- que está en algunos de los mejores personajes de la historia del cine y de la literatura. De Lázaro de Tormes a Huck Finn, como escribió Muñoz Molina. Hablando de personajes, no puedo pasar por alto la aparición de uno nuevo: la hermana pequeña, (la) Chirli. Todo un hallazgo. Suyos son algunos de los tramos más tronchantes de la historia. No quiero adelantar nada, debéis descubrirlo por vosotros mismos. Creo que esta niña dará mucho que hablar. Mucho. Su historia promete. Tiempo al tiempo. Mientras tanto, aquí tenemos este Manolito, mejor Manolo, con sus dosis de ternura, de inocencia, de sabiduría. Con sus reflexiones y su ironía sosegada. Metiendo el mundo que nos está tocando vivir en su propio mundo (ése sigue siendo uno de los rasgos esenciales que engrandecen estas historias). Ese mundo agridulce que refleja el nuestro, y viceversa. Sí, definitivamente, Elvira Lindo es una de nuestras escritoras más completas.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Puro teatro

Pocas cosas me gustan más en esta vida que ir al teatro. Los nervios previos, la emoción más o menos contenida, las cosas que se esconden detrás del telón (ahora, afortunadamente, parece que se ha vuelto a recuperar la tradición de tener los telones echados antes de cada función, mientras esperas en el patio de butacas el comienzo: tradición que no debería volver a perderse, como en estos últimos años: el misterio debe prevalecer hasta el último momento, hasta ese instante en que se va alzando lentamente), la magia que se intuye y se adivina al otro lado. Todo empezó cuando tenía quince años, en el Campoamor, donde Lola Herrera volvía a interpretar a la Carmen Sotillo de "Cinco horas con Mario", el ya indiscutible clásico de Miguel Delibes, dirigida de nuevo por Josefina Molina. Aquella mujer, sola en el escenario, delante del ataúd de su marido, vestida de riguroso luto y con el pelo anudado en un moño antiguo, con la cara demacrada y las piernas cansadas, hablando y hablando durante casi dos horas, recordando lo que había sido su vida hasta entonces, me marcó de modo decisivo. Salí de aquel teatro hipnotizado, profundamente impresionado. La interpretación era, como se sabe, soberbia, impecable, magistral. Una de las mejores de todos los tiempos. Lola estaba a la altura del texto y el texto estaba a la altura de ella. Pobre mujer, la Sotillo. ¿Una víctima, una arpía, una pesada? Después, con el paso de los años, vería un par de veces más la función (siempre con Lola en el papel principal) y descubriría que en la obra no había malos ni buenos: todos eran víctimas de un tiempo, de una situación, de un país. Caminaba, al salir de allí, del Campoamor, como si flotase. Esa emoción única del adolescente solitario que está empezando a descubrir todo aquello que desea sobre el arte, la literatura, la interpretación... Aquella extraordinaria actriz había hecho de inmediato que adorase el teatro de por vida. Y en ello estamos. Ni que decir tiene que jamás dejé de ver ninguna de las obras que Lola ha interpretado hasta la fecha, tuviesen mayor o menor enjundia. A partir de ahí, comenzó mi relación de amor con las tablas: una relación de absoluta entrega y fidelidad. Soy capaz de viajar kilómetros y kilómetros, cuando las circunstancias económicas son propicias (y si no lo son, dados los tiempos actuales, la rabia que siento es abundante), sólo por ver una obra o a un actor o a una actriz que me interesan, haciendo algo clásico o contemporáneo, una comedia o un drama o un musical. Rara vez salgo decepcionado de allí. Ya se sabe que en este país hay muy buenos actores, sobre todo actrices. Charo López, Concha Velasco, Amparo Baró, Ana Marzoa, Natalia Dicenta, Núria Espert, Vicky Peña, María Asquerino, Julia Gutiérrez Caba, Aitana Sánchez-Gijón... (Y las que ya no están, como María José Valdés, Queta Claver, Lola Cardona o Irene Gutiérrez Caba, a las que también tuve la oportunidad de ver). Tantas y tantas. A todas tuve la oportunidad de verlas varias veces, en diferentes obras. Y todas esas funciones contribuyeron de un modo decisivo a ser la persona que soy, indiscutiblemente. El teatro como una prolongación de la vida. Como un trozo que vida que se nos cuenta en apenas un par de horas. Se apagan las luces y dejas de lado tu vida para sentir esas otras vidas. Esas vidas que están ahí, a escasos metros de tus manos, de los latidos de tu propio corazón. Pocos placeres hay comparables a ése. La emoción, ya digo, permanece intacta.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Aquel día inolvidable

Unos minutos antes de las doce y media, en una de las decisiones más equivocadas de mi vida, decidí tomarme un café con leche mediano en el bar del hotel donde estábamos hospedados. Poco después, subiendo las escaleras del Ayuntamiento de Gijón acompañado del que en breve se convertiría en mi marido, sentí cómo la cabeza parecía a punto de estallarme. Los nervios propios de la situación y de aquel pedazo de café que acababa de ingerir tenían la culpa. Estuve muy atento a toda la ceremonia -sabiamente conducida por José María Pérez López, que, sin saber que Antonio Muñoz Molina era uno de mis autores favoritos, leyó un hermoso párrafo de "El jinete polaco"-: no quería perderme ningún detalle de aquel momento que representaba una de las decisiones más importantes que había tomado en toda mi vida, casarme. Pese a ello, a estar muy atento, no podía evitar sentir cómo todos aquellos malditos nervios recorrían el interior de mi cabeza, la boca de mi estómago. Sabía que no iba a pasar nada. Estaba seguro. A mi lado, se encontraba un hombre que se había enfrentado a todo por estar allí, haciendo conmigo lo que, libremente, habíamos decidido hacer. No era poca cosa. Todo lo contrario. Sin embargo, en mi cabeza, estaban buena parte de los miedos que siempre acechan al personaje que Woody Allen representa en cualquiera de sus películas. Derrame cerebral, infarto fulminante, continuas taquicardias, el fin de mis días... ¡Sólo a mí se me podría ocurrir tomar un café (no descafeinado ¡y mediano!) antes de aquella celebración! ¡Sólo a mí se me podría ocurrir añadir más adrenalina a la mía propia, que ya era bastante! Así las cosas, todo transcurrió rápidamente, del mejor de los modos. Atrás habían quedado muchos sufrimientos, muchos años de lucha, muchas peleas con un mundo que, durante más tiempo del deseado, no aceptaba que otra gente tuviese una sexualidad diferente a la mayoritaria. En aquellos momentos, todo aquello ya se había quedado atrás. La ley del gobierno socialista nos permitía ser a todos iguales. Y nosotros, estábamos haciendo uso de aquella ley. Sabíamos que el Partido Popular la tenía recurrida, pero eso, en aquellos momentos, no nos importaba lo más mínimo. Fuese cual fuese el fallo del Tribunal, aquel momento, con las neurosis propias de Woody Allen incluidas, no nos lo iba a quitar nadie. Como así fue. Como así es. Hemos recordado muchas veces aquel día de finales de abril, justo al día siguiente de celebrar -un año más- el día del libro. Muchos dias y muchas noches. Y ayer, evidentemente, volvimos a hacerlo, a recordarlo. Ayer, el Tribunal, por aplastante mayoría, votó a favor de la libertad, del sentido común, de la coherencia. Más de veinte mil parejas casadas desde que la ley se hizo efectiva. Más de veinte mil parejas -como todas las parejas que se casan- con sus ilusiones, con sus miedos, con sus ganas de comerse el mundo. Ahí estamos. Si la entrada de la ley fue un momento histórico, éste también lo es. Porque se ha impuesto el civismo, el respeto hacia el otro que no piensa, que no siente como tú. Sé que muchos votantes y muchos miembros del Partido Popular no estaban de acuerdo con recurrir esta ley (y lo agradezco, lo agradecemos), pero también sé que estos ocho años de incertidumbre fueron provocados por ese partido, alentados por esa iglesia que, siempre envalentonada contra las diferencias, en unos actos absolutamente vergonzosos, salió inmediatamente a la calle para manifestarse contra los derechos adquiridos por otras personas. Sé que es mejor no ser rencorosos (y creo que no debemos serlo), pero sé que es importante no olvidar las cosas. No, definitivamente, no es momento de rencores. Es momento de pensar que, a veces, el mundo puede ser mejor.

martes, 6 de noviembre de 2012

Fotografiar la felicidad

Alguien escribió esas palabras -Fotografía la felicidad- en un muro blanco, delante de un solar que lleva años medio abandonado (al parecer, problemas entre varios de los propietarios impiden llegar a un acuerdo para su venta: eso creo oír alguna vez a no sé quién), cerca de la casa de mis padres. ¿Se puede hacer eso? ¿Se puede fotografiar la felicidad? Tal vez sí. Aunque supongo que se puede fotografiar un momento de felicidad, un instante pasajero donde surge una risa espontánea, una carcajada inesperada, y alguien a nuestro lado (el mismo que nos proporcionó los motivos para esa risa o esa carcajada) la capta de inmediato con su cámara. Y ya está ahí, atrapado ese instante para siempre. La cámara por unos segundos ha conseguido que nos olvidáramos de los problemas, de algunas traiciones recientes e inesperadas, y la felicidad fuese, al fin, fotografiada, tal como pidió el autor de esas palabras escritas con un spray en ese muro que, con el paso del tiempo, ya va dejando de ser tan blanco. Es un domingo por la tarde, alrededor de las cinco, aunque, viendo la fotografía, parece mucho más tarde. Es lo que tiene este mes, noviembre, la proximidad del invierno, el cambio horario, la ausencia de luz... Cada vez anochece más temprano. Siempre hay momentos para detenerse, delante de un muro o de donde sea, e intentar conquistar esa felicidad que se va con la misma facilidad con la que apareció, eso es cierto. Seguir hacia delante e intentar conquistar otro de esos momentos: de eso se trata la historia. Este viaje en el que estamos todos embarcados. Es domingo, atardece. Si alguien me hubiese captado con una cámara a primera hora de la mañana, seguramente también hubiese atrapado otro instante de felicidad. Esa felicidad que vamos conociendo en pequeños trozos, por partes, en unos momentos u otros, y que todos juntos, todos los trocitos juntos, conforman lo que ayuda a convivir con esas otras cosas menos amables, que, por desgracia, también están ahí, bien cerca, bien presentes, imperturbables. Era temprano, aún amanecía lentamente al otro lado de la ventana, cuando volvía a ver una de mis películas favoritas de Woody Allen, "Otra mujer". Woody Allen, con sus propias obsesiones, con su estilo inconfundible, acercándose al mundo de su admirado Bergman. Las pausas, los silencios, la música, las calles de Nueva York... Las miradas y la presencia de principio a fin de Gena Rowlands, en sus cincuenta espléndidos años, hacen que la película sea aún más grande. Han pasado más de veinte años desde la primera vez que la vi, y me sigue cautivando como entonces. El tiempo sólo la ha mejorado. Luego, durante todo el día, podía oír la voz de Patricia Kaas cantando a Edith Piaf. Otro instante de felicidad, fotografiado o no. Pero ahora estamos ahí, en la calle donde viven mis padres, delante de ese muro blanco, que cada vez es menos blanco, haciendo caso a la persona que escribió eso en el muro con un spray, fotografiando la felicidad. O intentándolo al menos, sí, mientras la luz, ya en retirada, va desapareciendo poco a poco, convirtiendo la ciudad en una especie de cueva o de túnel, de parque misterioso o de escenario gótico.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Día de difuntos


El frío de estas mañanas cercanas al día de los difuntos me ayuda a trasladarme a otras mañanas, frías y soleadas, de muchos años atrás, cuando el abuelo Pepe ya se había muerto e íbamos todos al cementerio de Udrión, donde está enterrado. Y las flores, claro. Las flores que las vendedoras del Fontán preparan con mimo para que estos días los vivos honren a los muertos. Su olor, el olor de las distintas flores, recorre todo el mercado y me traslada hasta aquellas mañanas. Y ese otro olor, el del café que toman las vendedoras para combatir este frío que se presentó casi de repente, también llega hasta mí. Olor a café humeante y recién hecho, muy reconfortante, que beben en el tiempo libre que les queda entre la preparación de un ramo y de otro. No a todo el mundo le apetece hacerlo, llevarle flores a sus muertos. No todo el mundo lo hace con sentimiento verdadero. Hay, como en otros ritos, mucha tontería y falsedad, según los casos. Pero hay otra mucha gente a la que sí le gusta acercarse a los cementerios y llevarle ramos de flores a sus muertos, estar allí cinco minutos o pasar la mañana. (Las historias de los cementerios no tienen precio, da igual que sean historias del norte o del sur: Almodóvar retrató magistralmente parte de ellas en "Volver", una de sus grandes películas). Es una manera de recordarles, de honrarles. Es cierto que todos los días son buenos y que no hace falta esperar a estas fechas para hacerlo, pero nunca está de más llevar a cabo las cosas que están bien, sea cuando sea. Flores rojas, rosas, blancas, amarillas, anaranjadas, violeta... Da igual. Cada cual escoge las suyas, sus favoritas. O las de las personas que ya no están, como una especie de póstumo homenaje. Las ventas de flores, como todas las demás ventas, según leo en algún sitio y veo en las noticias de la tele, han descendido considerablemente. La gente se tira a las más baratas. Si antes compraba veinte, ahora compra diez. O cinco, que si le ponen mucho ramaje siempre queda un ramo muy apañado. Normal. La crisis puede con todo, ya lo sabemos. La crisis, devastadora como ese huracán que arrasa con todo a su paso por Estados Unidos, que no termina. (Las imágenes de todas esas familias desahuciadas de sus casas parten el alma a cualquiera). Y esto, el descenso de la venta de las flores para los cementerios, no será nada (me temo) comparado con el descenso de las ventas navideñas, que ya están ahí, a la vuelta de la esquina y que nos pillarán a (casi) todos, entre unas cosas y otras, a dos velas. Y lo que es peor aún: cansados ya de esta situación. Buf. Mejor no pensar en ello. Mejor quedarse ahí, en medio de los puestos del Fontán, en el espacio donde el sol alcanza la piel, obervando el trajín de esas mujeres que preparan con arte y desenvoltura los ramos de flores, mientras sorben el café de sus vasitos de plástico y hablan en alto entre ellas y ríen, pese a todo, como si no pasara nada. O como si, ya de vuelta de todo, intuyeran que nada, ni siquiera esta crisis devastadora y sus consecuencias, pudiese con ellas. Faltaría más, parecer decir con sus risas y sus palabras en voz alta, mientras una de ellas, risueña y con el rostro surcado de arrugas y ojeras como el de la gran Melissa Leo en sus mejores interpretaciones, me pregunta: ¿le preparo un ramo, señor?

lunes, 29 de octubre de 2012

Variaciones en domingo

Del piso de arriba, al caer la tarde, llega el sonido de una música agradable. No se trata de una música cualquiera, sino la de un piano. Lo más probable es que alguno de los niños del quinto esté ensayando. A veces, pasa. En cualquier momento, cualquier día de la semana. Sobre todo, los fines de semana, claro, cuando los niños no tienen colegio y disponen de más tiempo libre para ensayar. Llega esa música y dejo de hacer lo que esté haciendo para escucharla. Me siento, cierro los ojos y la escucho. Me dejo llevar por esa belleza que amansa cualquier estado de ánimo que se aleje del sosiego. Aunque sean las seis de la tarde, como se trata del primer día del cambio horario (horario de invierno), parece que son ya las once o las doce de la noche. Estoy tumbado en la cama, leyendo los cuentos de Javier Marías. Esos cuentos (extraordinarios) que me voy dosificando para no terminarlos rápidamente, ya que el propio Marías ha reconocido que lo más probable es que no vuelva a escribir relatos cortos, una pena. Desde ahí, desde la cama, veo las ventanas del edificio de enfrente, casi todas, dado la oscuridad del cielo, con las luces encendidas. Y escucho esa música, la del piano que procede del piso de arriba, que le otorga un punto de melancolía al domingo, ya de por sí, a estas horas, un tanto extraño y melancólico. No ha sido un mal domingo, más bien todo lo contrario. Paseo por los puestos del Fontán, un buen Rioja leyendo el periódico y un cocido en casa de mi madre que estaba exquisito. Sin embargo... Los domingos por la tarde tienen algo inexplicable que nos aboca a ese estado de melancolía, de caminar por una cuerda que va flojeando. Son demasiado los planteamientos con los que se abruma la cabeza. Y llegan todos juntos, así, de sopetón. Por eso es mejor evadirse leyendo un libro, viendo una serie o una película en dvd ("Boston legal", la serie que protagoniza Candice Bergen, es la que me tiene enganchado estos días: me gusta su humor corrosivo, su mala leche, sus historias reales como la vida misma, y verla a ella, a Candice, y a un tremendo -en todos los sentidos- James Spader, siempre supone un buen aliciente) o dejándose llevar por el sonido de esa insperada música de piano interpretada por un niño que aún no tendrá ni diez años. También están esas otras historias que, para alejar los pensamientos menos apetecibles, te puedes inventar. Es fácil hacerlo mirando a través de la ventana, observar los movimientos de esa gente que no sabe que alguien se está fijando en ella. El piso de enfrente, por ejemplo, donde parece que vive un montón de gente. Y una chica, como ahora mismo, se pasa los días tendiendo ropa de cama en el tendal. Grandes sábanas que maneja con absoluta soltura mientras canturrea algo en un idioma que desconozco. Siempre parece alegre, siempre cantarina, siempre sonriente y hablando en voz muy alta. Muy mediterránea. ¿De dónde le vendrá ese buen humor perpetuo? Hoy no canta. Parece sorprendida por esa oscuridad que el cambio horario ha traido consigo. Quizá, como a mí, le llegue la música del piano y se esté dejando llevar por ella. Quizá no. Y se trate sólamente de cierta apatía por tratarse de un domingo por la tarde que parece un domingo por la noche. Quién sabe. Lentamente, como si tuviera ensayados sus pasos, se va alejando de la ventana, que no cierra pese al aire frío que se ha vuelto a levantar. Y se sienta en un sillón cercano y se queda ensimismada, escuchando. Sí, no cabe ninguna duda ya: hasta ella también llega esa música de piano que procede del piso de arriba y que empieza a hacernos olvidar que estamos en domingo, caminando por la cuerda floja.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Café Ayala

He pasado muchas horas de mi vida en los cafés de esta ciudad. Con mi madre, con mi hermana, con mis amigos (con amigas, mayormente: algunas de ellas, ya desaparecidas de mi vida), con mis parejas, con Íñigo... Charlando, riendo, llorando, leyendo el periódico o el libro que llevaba en la bolsa (seguramente, el último que acababa de comprar o de sacar de la biblioteca del Fontán), espiando las vidas de las personas que estaban en las mesas cercanas o el movimiento de los camareros, contando mis historias, mis penas o alegrías, escuchando las de los demás. Ah, los cafés. En invierno y en verano, en cualquier estación. Sobre todo, sí, en invierno, cuando refugiarse en un café de los fríos del exterior era un aliciente más, un añadido al propio placer de disfrutar de aquel ambiente. Parar el ritmo de la vida, el ajetreo cotidiano, y sentarse, solo o acompañado, en un café. No hay mayor placer que ése. Contemplar la vida que pasa al otro lado de los cristales, la gente que camina apurada o tranquilamente, bajo un paraguas, una ráfaga imposible de viento, los primeros copos de nieve o un tórrido sol. Hay cafés de todo tipo. Antes, ay, había más. Muchos más. En Gijón sí que hay cafés bonitos. Aunque el otro día también descubrimos que habían cerrado algunos. Pienso en todo esto mientras espero que se haga el té que acabo de pedir en el Café Ayala, casi recién inaugurado. Al lado del cine con el mismo nombre (desaparecido, lamentablemente, hace ya unos cuantos años), era un café mítico que llevaba algún tiempo cerrado. Parada obligatoria para aquellas tardes de sesión doble de cine. Tomar un café sentado en una de aquellas butacas de skay rojo, ojeando el Fotogramas o el periódico o el libro recién comprado o sacado de la biblioteca del Fontán, era un momento de respiro antes de la proyección de la película en aquel cine con pantalla enorme y butacas de color amarillo. Las tardes del joven solitario. A veces, si se trataba de la segunda sesión de cine a la que (gustosamente) me enfrentaba en el mismo día (viernes, con toda seguridad), acompañaba el café con un sándwich. No estaban mal aquellos sándwiches. Antes, desde la cabina que estaba situada un poco más arriba, había llamado a mi madre para decirle que no se preocupara, que además de la sesión de las cinco (en otro cine), también iba a la de las siete y media. Los estrenos decentes se agolpaban (sobre todo, según qué fechas del año) y las ganas de ver aquellas películas me impedían reservar aquella segunda proyección para otro día, para el día siguiente. No puedo evitar pensar en todo esto mientras me sirvo el té (ya está hecho) y obervo cómo han conservado el mismo suelo que tenía entonces, muy de los setenta. No queda mal, le da un toque retro, tan de moda ahora. No siempre es el dinero lo más importante para que las cosas queden bonitas, sino esa imaginación que siempre hay que dejar volar. Los sofás de skay rojo han sido sustituidos por otros, confortables y de color salmón, desde los que, al lado de los grandes cristales, veo a la gente pasar. Es una sensación agradable, pese al bullicio que a esas horas (sobre las once de la mañana) hay en el interior del café, gente que va y viene, que toma su café y su pincho o su tostada con rapidez, que saluda fugazmente al de al lado, que intenta coger un periódico, el que sea, siempre ocupado. Una sensación agradable que hayan vuelto a abrir este café y estar allí, recordando todas estas cosas y contemplando la gente que pasa por la calle. Esa gente a la que, en ocasiones, se mira sin ver, como ahora mismo, perdido en todas estos recuerdos del pasado. Las historias que hay detrás de tus propios años. Y que quizá sean el síntoma inequívoco del paso del tiempo. La sensación de que algunas cosas de esta época ya empiezan a dejar de pertenecerte.