viernes, 26 de febrero de 2016

La muerte del padre

Los paraguas que se abren y se cierran al antojo de la lluvia. El humo que sale de las chimeneas de esas casas que algún día conocieron el esplendor y que, en cierta medida, reconforta. Las otras, las más desvencijadas, están cerradas. Se van quedando atrás como puntos descoloridos que se pierden en la inmensidad de los paisajes más desolados de la Cuenca Minera. Un perro flaco sale de una de ellas y se aturde con el ruido de los coches. No puedo dejar de buscar su mirada, tan oscura. Ahí estamos, aún no son las cuatro de la tarde. ¿Qué decir a alguien que acaba de perder a su padre? Siempre me han fallado las palabras en estos casos. Siempre pienso que ese padre muerto será algún día el mío, y sólo pienso en echar a correr. En llegar a casa y ponerme a leer, a ver una película o a preparar mucha comida. Distraerme como sea. Me falta el aire en los tanatorios. Quiero fumar. El gris del exterior, acechando tras el ventanal, tampoco ayuda. Y la amenaza de lluvia que no se detiene. Hasta mis oídos llegan algunas risas ahogadas o nerviosas, el cuchicheo del que lleva horas allí, desconociendo aún las verdaderas dimensiones de lo que le acaba de ocurrir. La muerte del padre. El frío, el dolor. Palabras que son lugares comunes, sonoros besos en las mejillas, abrazos con exceso de masculinidad... Todo suena igual, todo tiene el mismo mecánico movimiento. Quiero salir de ahí, llegar a mi casa, sentarme a tu lado, saber que estamos vivos, que la muerte -siempre perversa, agazapada- tardará aún mucho rato en pasar por aquí, por nuestro lado. Que descubriremos el modo de engañarla. Pensar eso con el mismo ingenuo convencimiento con el que aquel niño -él, yo- intentaba engañar a su padre en las cosas más insignificantes.

martes, 23 de febrero de 2016

Club de Lectura de Villa Magdalena

Me gusta participar en los Clubs de Lectura a los que me invitan, el trato con esas personas que compran tu libro y lo leen para luego comentarlo. Me gustan esos Clubs de Lectura donde leen a escritores a los que yo también admiro. Ayer estuve en el de Villa Magdalena para hablar de 'Corrientes de amor'. Personas interesantes, con criterio y nuevos puntos de vista sobre mis cuentos. James Salter había sido el anterior autor comentado y Natalia Ginzburg, la siguiente. Un buen nivel. Una tarde enriquecedora. Muchas más mujeres que hombres, como siempre. Así están las cosas. Manuel, el bibliotecario que me invitó, es uno de esos hombres apasionados con su trabajo. Realmente interesados por la cultura. Un buen anfitrión, generoso en sus comentarios, atento al detalle. Un hombre con el que siempre apetece charlar un rato.
Después de comentar mis cuentos, cuando ya me estaba poniendo el abrigo y despidiéndome para marchar, una de las chicas se me acercó para comentarme los buenos recuerdos que tenía su marido de mí como librero. De mis esfuerzos, señaló, para buscar los libros -no siempre fáciles de encontrar, al parecer- que a él, su marido, le interesaban. Sí, ese soy yo como librero. Ese era yo, pensé. Me entró un poco de rabia y de tristeza. Y luego, de repente, ya en la calle, me invadió una extraña sensación de alegría, de satisfacción. Siempre es agradable que te recuerden así: apasionado por tu trabajo. Un librero -un buen librero: hombre o mujer- es esa persona que, como el escritor, habita ya en el otro lado, en ese lado donde la literatura y sus alrededores son más poderosos que la realidad.  

lunes, 22 de febrero de 2016

Esas mujeres viudas

Este artículo fue publicado por El Huffington Post

He conocido a unas cuantas mujeres que se quedaron viudas siendo aún muy jóvenes. Mujeres que tenían un proyecto de vida en común con la persona que eligieron, de la que se enamoraron. Y de repente, por una enfermedad o un accidente, todo eso se quebró. Conozco a una mujer cuyo marido se murió mientras dormía, a su lado, como la protagonista de la obra de Miguel Delibes, como una Carmen Sotillo de nuestros días pero sin retahíla. Trato de imaginar la fortaleza que tienes que tener para superar algo así. Ninguno de los dos había cumplido los cuarenta. Casi todas tenían hijos. Superaron esas muertes, con mayor o menor dificultad, con ayuda médica o sin ella, tratando de apaciguar los dolores, la rabia, el desasosiego. Tratando de que esos días en los que sólo les apetecía estar en la cama fuesen los mínimos posibles. Haciendo tratos con la soledad, tan puñetera cuando no se la escoge, cuando aparece de una manera tan brusca e inesperada. Sobrevivieron a esa tremenda traición del destino, a esa broma nada graciosa de la vida. Siguieron batallando. No les quedó otra. Con dignidad. Con sentido del humor, a ratos. De la mejor manera que supieron o pudieron. Agarrándose a los hijos, a la familia, a los amigos, a los animales de compañía (a esos perros que las obligan a salir a la calle, les apetezca o no, a entablar conversaciones con otras personas que, tal vez en la misma situación, también pasean a sus perros). Escogiendo lo positivo que iban encontrándose en aquel camino solitario. Ahí están, por todo el mundo, viajando, llenando las salas de cine y de exposiciones, retomando la universidad, apuntándose a clases de cocina, de yoga, de pilates, de cerámica, de escritura, de pintura, de natación, de baile... A clubs de lectura. ¡Cuántas mujeres interesadas en la literatura! Muchas de ellas me contaban estas cosas allí, en aquella pequeña librería en la que transcurrieron algunos de los mejores momentos de mi vida laboral. Y a otras las voy conociendo en los clubs de lectura a los que me invitan para hablar de mis propios libros.
He pensado en todo esto mientras leía 'Nora Webster' (Editorial Lumen), la última novela del escritor irlandés Colm Tóibín. La historia empieza ahí, con esa mujer viuda en una pequeña ciudad irlandesa a finales de los años sesenta. Viuda y con hijos, como las mujeres de la vida real. No en vano, la novela traza un reflejo de la propia madre del autor, unos años de su vida. Y lo hace con su brillantez habitual. Con esa manera suya de narrar que hace que no sueltes el libro, que no abandones a los personajes que están narrando sus vidas, que luchan contra las imposiciones del destino o que disfrutan de ellas cuando toca. Y en medio de todos ellos, Nora Webster, esa mujer viuda cuyo carácter va cambiando según las circunstancias, que sale adelante, como también lo hacía -en otro sentido- la protagonista de la magnífica 'Brooklyn', cuya adaptación cinematográfica se estrena estos días en nuestro país. Aquí -como en la mencionada 'Brooklyn' y en la extraordinaria 'El faro de Blackwater' (Edhasa): recupérenla, por favor, en bibliotecas o librerías de viejo, ya que ahora está medio descatalogada- también hay material para una adaptación a la gran pantalla. Es una novela compleja, pese a su aparente sencillez, repleta de silencios, de matices. Los que va trazando la propia vida: con sus vaivenes, con sus trampas, con sus verdades, con sus fugaces instantes de sosiego. O de felicidad. De esa felicidad tan volátil, tan efímera, que casi siempre termina por escaparse de las manos mucho antes de lo deseado.    

jueves, 18 de febrero de 2016

Andrzej Zulawski, el amor, la escritura

 No sé muy bien en qué año vi 'Lo importante es amar'. Lo que sí sé es que aún era muy joven y el impacto que me causó aquella extraña y fascinante película fue asombroso. La imagen de Romy Schneider marcó en cierto modo el camino de mi escritura. Durante algún tiempo, cuando escribía relatos, sólo tenía en la cabeza aquel rostro tan hermoso como dolorido. Aún hoy, durante la escritura de los cuentos en los que trabajo, viene de vez en cuando el recuerdo de aquel cuerpo, de aquella cara, de aquellos ojos. Una mujer desvalida, un poco sin rumbo, perdida por diversas razones. Más que eso, quizá: una mujer que, a pesar de todas las encrucijadas en las que se encuentra, sigue buscando. Esa búsqueda es lo que más me gusta de los relatos que leo y de los que escribo. Pese a las circunstancias, permanece la búsqueda. Aunque, en numerosas ocasiones, esa búsqueda termine por abrasar sus corazones. Y el reflejo de esa intensidad se instale definitivamente en sus ojos, como en aquellos bellísimos ojos de Romy.
Acaba de morir Andrzej Zulawski, el director de aquella película, el hombre que entendió que a través de los ojos de una mujer se puede contar de la mejor manera la destrucción, el amor, la derrota, la fragilidad. Y la belleza que reside en todo ello.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Esos instantes

Hace un rato, en un brevísimo instante de este crudo y oscuro día de invierno, el sol hizo por aquí una fugaz aparición. Su luz se coló a través de los cristales y se posó sobre este lado del sofá donde Francesca suele apoyar la cabeza mientras escribo y donde yo, tratando (en vano) de concentrarme en el libro que tenía entre manos, confiaba. Cuando aquel trémulo sol desapareció, sonó el teléfono. Era la veterinaria. La operación había salido bien. Francesca estaba empezando a despertarse. Su cuerpo, débil pero con vida. Ahora toca esperar los resultados. Ahora toca seguir esperando. Y confiando. Una vez más. Como siempre. La vida, aquí, ahora, abultada de brevísimos instantes.

martes, 16 de febrero de 2016

Las horas previas

Supongo que si Francesca fuese una niña y no una gata el dolor y la impotencia que sentimos por una enfermedad que, a día de hoy, después de diferentes tratamientos, aún siguen sin saber identificar, sería insoportable. Francesca no es una niña, es una gata, nuestra gata, la que nos echa de menos cuando no estamos en casa, la que se acerca a nosotros con cara de pena cuando estamos tristes, la que lame nuestras manos cuando está alegre y la que se enrolla en nuestro regazo buscando caricias. Una gata que entiende sin palabras pero que no entiende muy bien lo que le está pasando. Como tampoco lo entendemos nosotros, sinceramente. Ningún tratamiento ha sido válido. La gata sigue en las mismas. Nada alivia sus síntomas. Sus mejorías son como una especie de espejismos. De crueles espejismos. Dentro de unas horas, abrirán su pequeño y frágil cuerpo y, según dicen, esa operación servirá para determinar lo que tiene. No queda otra solución, recalcan los expertos. Y nosotros, como llevamos haciendo desde que cayó enferma con seis años y medio, haremos lo que nos dicen porque Francesca no es una niña pero sí es un ser vivo importantísimo en nuestras vidas. Tan pequeña, tan frágil. Tan cansada ya de pastillas, inyecciones, líquidos con olor desagradable, pruebas y más pruebas. De ese ir y venir constante al veterinario. De ese trajín demoledor. Supongo que todas las personas que tienen animales entenderán a la perfección esto que, a modo de desahogo, escribo. A nuestro alrededor, en estas horas previas a la intervención, hay una especie de tenso silencio. Como si no quisiéramos hablar del tema delante de ella. Como si no nos atreviésemos a pronunciar en voz alta los pensamientos que rondan en estos momentos por nuestras cabezas. Como si los rechazáramos de un modo casi violento. Todo saldrá bien, decimos en voz baja. Convencidos de ello (o casi). Para que ella siga aquí, cerca del teclado de este ordenador, cerca de nuestras respiraciones, ajena a esos pensamientos. Como antes de todo esto. Antes de que las sombras comenzaran a removerse.  

lunes, 15 de febrero de 2016

El silencio de Pepa Flores

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Para las personas de mi generación, aquellas que atravesamos ahora ese tramo que va de los cuarenta a los cincuenta años, Marisol ya era Pepa Flores. La Pepa de las últimas interpretaciones, la de la voz quebrada, la de las manifestaciones políticas, la del puño en alto, las hermosas arrugas en el rostro y la sonrisa teñida por el abundante tabaco. La Pepa que le pedía al marinero que le hablase del mar porque esa era la canción que seguía sonando cuando se la recordaba desde las radios de madrugada, la que empezaba a refugiarse en el silencio, en los paseos de estrella en retirada acompañada de sus perros por una ciudad tranquila y con sol, lejos ya del ruido. Un poco lejos ya de casi todo. Atrás quedaban las películas infantiles, las canciones juveniles, el pelo alborotado y las medias de color de las chicas ye-ye, los matrimonios fallidos o no fallidos, el impacto de su desnudo en Interviú y la historia de un país en blanco y negro, feo y triste blanco y negro, que continuaba haciendo (buenas) películas sobre la guerra civil y que no era sólo su país sino el de todos, con la memoria viva y a cuestas pero sin el afán de la venganza. A mediados de los años ochenta, cuando Almodóvar le iba poniendo color y prestigio a España en medio mundo, cuando Charo López ya se había masturbado en aquella prestigiosa serie basada en la novela de Gonzalo Torrente Ballester y Carmen Maura rompía las pantallas interpretando a una mujer transexual atrapada en una encrucijada de deseos, cuando los libros más vendidos eran los de los escritores que tenían algo que decir y no los de esos cuatro rostros que salen a todas horas por televisión (qué cansancio) sin aportar nada, cuando todo parecía que iba encarrilado hacia la cultura y la modernidad bien entendida, ella, la Marisol que ya se había convertido en la Pepa Flores más sensual, la Pepa Flores de Mario Camus y Carlos Saura, se retiró. De modo discreto pero contundente. Como esas mujeres que, hartas de su pasado, cogen una maleta en medio de la noche y se van tranquilamente y sin traumas a contemplar los atardeceres a una ciudad sin más ruido que el del mar cuando se torna antipático o decididamente violento. Como esas mujeres que prefieren la penumbra a las luces, la poesía a la televisión, la piel al plástico, las palabras con amigos a los rencores, el whisky en solitario al whisky compartido.
A Pepa Flores le acaban de conceder la Medalla de Honor que otorga el Círculo de Escritores Cinematográficos. Pero, una vez más, ha escogido el retiro frente a los focos. El silencio a las luces que le recuerdan lo que fue: parte esencial de la memoria colectiva de este país. Actriz y cantante, además. Buena actriz y buena cantante. La belleza adolescente e inquieta que se convirtió muy pronto en una mujer que hizo del silencio una forma elegante de vida. Una forma de vida, sin más. Una mujer de rostro grave, aunque no desaparezcan del todo las sonrisas (teñidas por el tabaco, sí). Que escondió sus dolores y se definió a sí misma, probablemente sin pretenderlo, como lo que venimos interpretando por un mito. Entre silencios, entre sombras, entre misterios, entre secretos. Entre ese humo que se esfuma y ese otro que señala que hubo una espléndida hoguera. Aquí no cabe hablar de juguetes rotos. Sólo de una mujer que se aleja de la cámara, de las cámaras, y que, sin haberlo dicho todo, la aupamos a lo más alto. Posiblemente, a su pesar. Y porque se lo merece.

sábado, 13 de febrero de 2016

Más días de radio

La vida está llena de obstáculos, ya lo sabemos, y también está llena de cosas a las que agarrarse para hacer más llevaderos esos obstáculos. La radio, que hoy celebra su día, es una de ellas. ¡Qué sería de nosotros, los insomnes, sin la radio! La radio, en esta casa, está casi siempre encendida. En una emisora u otra, dependiendo de la tarea que esté realizando. Si escribo, la única posibilidad es Radio Clásica. El resto del tiempo, el dial va moviéndose de un lado a otro según el estado de ánimo. La radio está unida a imborrables recuerdos de la infancia. Cuando íbamos a ver a los abuelos, siempre tenían encendida la radio. Y ese sonido, el de las voces que salían de aquel aparatito, va asociado a los deliciosos olores a comida recién hecha que se expandían por aquella cocina, la de la abuela. Las voces de la copla, las de los locutores antiguos, las de los cantantes que ya empezaban a gustarnos... Aquella radio de nuestra infancia. Luego vendrían otras voces, otros programas, otras músicas. En el filo de la madrugada o de la tarde: a cualquier hora, en realidad. Siempre cerca de la radio: la radio como compañía, como aprendizaje. ¡Cuántas cosas hemos aprendido escuchando determinados programas! La radio también nos ha salvado de algunos naufragios. Sobre todo, de madrugada. Encender la radio y saber que ahí estaba esa voz cómplice que distraía nuestros quebraderos de cabeza o nuestros insomnios (como el de hoy, otra vez). La radio, ahora mismo, en cuanto deje de escribir esto, y entre en la cocina para preparar la comida (albóndigas de carne). Con el volumen muy bajo, eso sí, que no son horas.   

domingo, 7 de febrero de 2016

Premios Goya 2016

La gala de los Goya ha resultado peor que la del año pasado. Más larga, más aburrida. Rovira tiene tablas y gracia, pero creo que se confió demasiado. Eso no quita para que volvamos a repetir la alta calidad que tienen las películas que competían por el premio. Lo uno no quita lo otro. Esperemos que las reestrenen y que la gente vaya a verlas porque merecen la pena. Aunque mi favorita era 'La novia', me parece justo el premio a 'Truman' y a su director. Como me lo parecen los premios a Darín y a Cámara. A los dos. Porque la interpretación de uno le debe mucho a la del otro, y viceversa (lo que ocurre también en la extraordinaria 'Carol', de Todd Haynes: por citar otro ejemplo reciente). Natalia de Molina compone un papel conmovedor y también se merecía ese premio. Aunque mi favorita era Inma Cuesta por lo que consigue en 'La novia', no tengo nada que objetar. Me alegra el premio a Daniel Guzmán y al protagonista de su película y también, aunque por aquí no se ha estrenado su película, el de Irene Escolar, a la que he visto en varias ocasiones en teatro y me parece una actriz muy buena. 'El Clan' es una película estupenda. Y qué decir de Luisa Gavasa que no haya dicho ya. Su interpretación es impecable, dice el texto de Lorca con una brillantez fuera de lo común. Deseo que este premio le sirva para obtener más papeles suculentos en cine y en teatro. Por lo demás, siempre es un placer ver a Juliette Binoche repartiendo sonrisas y a Victoria Abril reinventando extravagancias. De la presencia de la Preysler y de la pajarita de Iglesias no tengo nada que decir. Aquí se trata de hablar de cine y de quienes luchan para que ese cine sea bueno y llegue cada vez más al público. Se trata de hablar de los sueños, en definitiva. Y de quienes los hacen posibles.    

jueves, 4 de febrero de 2016

La crueldad era esto

Llevo toda la noche escribiendo. Francesca, a mi lado, duerme. Los latidos de su corazón marcan el único movimiento que hay a nuestro alrededor. El del reloj es el único sonido que rasga, un tanto lejano, el silencio. A veces, la gata abre los ojos y apoya una de sus patas delanteras en mi mano izquierda, como para asegurarse de que no me he movido. Dejo de escribir, preparo más café y echo un vistazo a los periódicos. Leo una noticia espeluznante: Tres perros recién nacidos han sido asesinados a botellazos, en Puertollano. Sus cuerpos aún están en el suelo, rodeados de los cristales rotos que acabaron con sus vidas. Un par de ramas secas los cubren. Viendo la fotografía del periódico -la sensibilidad impide que se pueda hacer más de dos o tres segundos seguidos-, puede sentirse el frío del invierno. La intemperie de la madrugada. Esa destemplanza que es patrimonio de las últimas horas de la noche o de las primeras horas del día. Viendo la fotografía, digo, sobran las palabras. Sólo hay cabida para la rabia y la impotencia. Pocas fotografías como ésa podrían resumir la crueldad de algunos seres humanos. Esa crueldad que, en algunos casos, no parece tener límites. Y que al resto de la humanidad sólo nos provoca rechazo, escalofríos, miedo. Asco.     

lunes, 1 de febrero de 2016

Tregua (Microrrelato)

Los milhojas eran su salvación. Cuando necesitaba una dosis de azúcar que le levantase el ánimo, entraba en una cafetería cercana a una de las oficinas en las que limpiaba dos tardes por semana y pedía un café con leche mediano y un milhojas. Un milhojas de crema o de merengue, según el día. Le gustaban los dos desde que la tía Leo, cuando era una niña, la invitaba a merendar en algún local elegante del centro. De hecho, eran los únicos pasteles que le gustaban. Tomaba aquellas meriendas tranquilamente, sin mirar el reloj. Al contrario de lo que solía hacer durante el resto del día: siempre pendiente de las horas, de los trabajos, corriendo de una punta a otra de la ciudad, sin apenas tiempo para comer ni para sí misma. Luego, salía a la calle y, de vuelta a la faena, se fumaba dos cigarrillos casi seguidos. La vida nunca es fácil, pensaba. El azúcar siempre le levantaba el ánimo. El azúcar no era como algunas personas: como su marido, como sus amigas, como su propio hermano. El azúcar nunca fallaba. Algunas compañeras se tomaban un par de vinos o de carajillos para soportar aquel duro trabajo. A ella le bastaba con los milhojas. Aquellas tardes, cuando el mundo, por unos instantes, parecía desmoronarse.   

'Spotlight'

'Spotlight' se centra en la investigación que se cierne sobre numerosos sacerdotes católicos que abusaron sexualmente de menores, en Massachusetts. Lo hace de un modo respetuoso pero contundente. Los periodistas que investigan los hechos se empeñan en sacar a la luz la verdad, en apuntar a los culpables de tan deleznables hechos, y lo consiguen. Es magnífica. Una de esas películas que te no dejan tregua, en las que los minutos pasan a toda velocidad y donde todos los actores están de premio. Conviene desenmascarar a toda esa gentuza que cometió delitos de ese calibre, sean sacerdotes o no. Son emotivos y dolorosos los testimonios de las víctimas. Todo ese sufrimiento que han padecido, silenciosamente, tantas personas. Es magnífica, digo. Y valiente, y necesaria. Debería proyectarse en muchos colegios. Y en las clases de periodismo, también.