sábado, 27 de octubre de 2018

Llueve y Lou Reed sigue por aquí

Me levanté muy temprano y abrí la ventana. Sólo otra persona, en el edificio de enfrente, estaba en pie a esas horas. Era una mujer, cocinaba. Descubrió otra luz, la de mi estudio, y alzó por un momento la vista de su tarea. Luego, continuó a lo suyo. Sentí el frío en la cara y el sonido de esa lluvia que no ha dejado de caer en toda la noche. A ratos, cuando te descuidas, golpea el cristal de la ventana y la gata, lejos de asustarse, parece desafiar cualquier ruido que provenga del exteriorNi el frío ni la lluvia me ponen triste ya. Los años te van enseñando que sólo dos o tres cosas tienen capacidad para eso. Cuestión de supervivencia. Ni siquiera, a día de hoy, las decepciones me ponen triste. Trato de evitar ser un tipo amargado, imagino que como todo el mundo. Bebo café y escucho la música de Lou Reed, cinco años ya de su muerte. Sé que hoy no podremos beber sangría en los parques, pero tal vez consigamos un día perfecto, aunque la luz sea tan difusa y la lluvia se empeñe en ensuciar los cristales. 

miércoles, 24 de octubre de 2018

Día de las bibliotecas

La biblioteca como una manera de aislarse del resto del mundo. Ir a cualquier ciudad y buscar la biblioteca pública, encontrar en ella uno de los modos con los que definir a esa ciudad. Hacerte una foto delante de esa biblioteca que es idéntica a todas las demás y a la vez tan diferente. No hay dos bibliotecas iguales como no hay dos tardes iguales dentro de la misma biblioteca. Levantar la cabeza de tu libro o de tu cuaderno y hallar las cabezas de esos dos jóvenes que comparten apuntes y los primeros enamoramientos. Levantar la cabeza del libro o del cuaderno, muchos años después, y descubrir que esos jóvenes, como tú mismo, peinan canas y luchan contra la desilusión de estos tiempos concentrados en sus libros o en sus apuntes. Escribir muchas de tus historias ahí, en la biblioteca de tu ciudad. Respirar ese olor a libros acumulados. Sentir las piernas cansadas y el alma inquieta. Pasar la mañana o la tarde en una biblioteca: escribiendo, leyendo, estudiando, buscando inspiración o encontrando hallazgos inesperados. La biblioteca, sí, como un refugio, como una guarida. Esa forma de evadirse de los problemas, de los sinsabores. De ver, detrás del cristal, aferrado a tu libro o a tu cuaderno, cómo la vida va pasando alrededor, cuando ya sólo cuentan las cosas importantes. El día de las bibliotecas, que en realidad, para algunos, son todos los días. 

viernes, 19 de octubre de 2018

Cáncer de mama

Puedo entender, a grandes rasgos, las buenas intenciones de la gente. Pero el cáncer de mama no es un pañuelo en la cabeza, un lazo en la solapa, unos corazones horteras volando, una carrera solidaria, un día en el calendario, ni una foto de una modelo con los pechos perfectos y el dichoso color rosa por todas partes. El cáncer de mama (como cualquier otro tipo de cáncer) es un mal trago, una noticia despiadada, una bomba que el destino lanza a su antojo en la vida de una mujer y en la de las personas que la quieren. Un antes y un después. Tras ese estallido que surge cuando recibes la noticia, lo fundamental es tratar de recuperar el control de tu vida, la serenidad, el apego a lo cotidiano. Apartar de tu cabeza la sensación de que el fin está ahí, cercándote, para convencer a la persona que lo está padeciendo de lo mismo. Ese es el primer punto. Y luego ya vienen las atenciones médicas, la constante lucha de la enferma y de las personas que la quieren, y esa cosa tan extraña y caprichosa que es la suerte. Para lo primero, dinero (para que la investigación no cese y para que no haya recortes sanitarios) y profesionales. Para lo segundo, confianza (si eres la enferma) y amor y humanidad (si hablamos de quien está a su lado). Y para lo tercero, confianza. 
Éste es el juego. Brutal, salvaje y despiadado, nadie puede decir lo contrario. El después, si la suerte ha estado de tu lado, sigue siendo una lucha para vencer a la fragilidad y al miedo, cada día, cada hora, cada segundo. Porque esa fragilidad y ese miedo, que se oculta por momentos, nunca desaparece. Simplemente pasa a formar parte de la más importante de tus batallas cotidianas.     

jueves, 18 de octubre de 2018

Higos

La madre y el hijo están sentados en un banco del Campo San Francisco. Frente a ellos, el quiosco de la música, cercado por el derrumbe y una remodelación que nunca termina por efectuarse, viene a ser la metáfora perfecta de los tiempos que corren. La madre ha comprado una bolsa de higos, que es una de sus frutas preferidas, y se dispone a comer uno. Contra todos los pronósticos, el sol ha hecho una fugaz aparición y su luz le brinda a esa carne jugosa y dulce un aspecto aún más apetitoso. El hijo recuerda a la madre en otra época: acercando sus dedos a la higuera que había delante de la casa de los abuelos, rasgando esa carne sonrosada que se abre, deleitándose en el mismo sabor. Nada, excepto las manos y los rostros, ha cambiado. El tiempo es una línea de tiza que se va resquebrajando en una pizarra imaginaria. La mañana, como entonces, es ese ruido que suena alrededor de ellos. Y el silencio, el hilo que une todas las épocas, sin heridas. 

lunes, 15 de octubre de 2018

Día de las escritoras

Son muchas las escritoras que llenan las estanterías de mi casa con sus libros, las paredes de mi estudio con sus fotografías, las horas del día y de la noche con sus historias. Mujeres a las que leo y releo constantemente. A las que les debo buena parte de lo que soy como hombre y como escritor. Podría poner aquí sus nombres, españoles y extranjeros, y sería sin duda un bonito homenaje, pero necesitaría diez espacios como éste para no dejar a nadie en el tintero. Sirvan estas breves palabras como recuerdo y agradecimiento a todas ellas. Las mismas palabras que escribiría mañana y pasado mañana y dentro de un mes, de un año o de siete

domingo, 7 de octubre de 2018

Aplausos


Sonaban los aplausos. Y yo pensaba que cuando ninguno de nosotros esté ya por aquí, siempre habrá un adolescente encerrado en su habitación sintiendo que Lorca escribió aquellas palabras para él, sólo para él. Y quizá ese adolescente se convierta en un hombre que escribe y se suba una noche a un escenario y sepa que los aplausos que le dedican a su trabajo también le pertenecen a su madre, sentada en la primera fila, porque, entre otras muchas cosas, jamás le negó ninguno de los libros que le pidió, y siendo honestos habría que decir que nunca fueron pocos. 
Sonaban los aplausos, en el Club de Prensa, y eso siempre es reconfortante. Lo es porque el aplauso sincero es un reconocimiento al trabajo bien hecho. Y no hay mayor satisfacción después de las horas de preparación, de ensayo, de esos nervios que siempre aparecen aunque todo esté atado y bien atado. Sonaba Lorca y yo no podía pensar más que en ese tiempo en el que tanto disfruté con su obra. Lorca estaba allí, en la calle que ahora lleva su nombre. Lorca en la calle de Lorca. Lorca estaba en las palabras previas que pronuncié, en la voz de Azucena Vence, en la música de Richard García. En el silencio con el que el público escuchaba con entusiasmo y emoción y exquisito respeto las palabras del poeta. Casi como si aquellos hombres y aquellas mujeres descubriesen por primera vez la genialidad de ese escritor que se merece cada calle, cada plaza, cada rincón, que le dediquen en cualquier esquina del planeta.

sábado, 6 de octubre de 2018

La calle de Lorca

Cuando empezó a fraguarse este proyecto, La calle de Lorca, parecía lejanísimo aquel 6 de octubre que señalábamos en los calendarios. Y así, como el que no quiere la cosa, hemos llegado a la fecha en cuestión. Ha sido uno de esos trabajos donde la magia ha estado presente desde el primer momento. Volver a leer buena parte de la obra de Lorca, la selección de los textos (que tenía bastante clara desde el principio, todo hay que decirlo), los ensayos en casa con Azucena Vence y los ensayos posteriores con ella y con Richard García, el hombre del piano. Todo está preparado para esta noche, para que la voz de Lorca se pueda escuchar en esta edición de la Noche Blanca. 
En mis agradecimientos, Vence y García están presentes, naturalmente. Y también el Club de Prensa de La Nueva España y sus responsables por abrirnos las puertas de su casa. Y, por supuesto, mi agradecimiento a Jose Castellano, por la confianza y la libertad que me dio desde el principio, desde aquella lejana mañana en la que nos reunimos. 
Sólo queda decir lo que ya sabéis: ¡Os esperamos! A las 20 y 21 horas. Dos pases con diferente contenido. 

martes, 2 de octubre de 2018

El hombre que se parecía a Charles Aznavour

Era de noche. Bebíamos vino blanco en una terraza de París. A nuestro lado, un hombre y una mujer se besaban apasionadamente. Él era bastante mayor que ella. Los dos eran atractivos. Bueno, él era atractivo y ella era guapa. Muy guapa. Y muy francesa, naturalmente. También bebían vino blanco. Iban por la segunda botella. Estaban borrachos y hablaban sin parar. Nosotros no nos besábamos porque somos bastante tímidos para hacer según qué cosas en público, qué le vamos a hacer, pero escuchábamos aquellas palabras en francés. (Aprender francés: esa asignatura pendiente). Y de pronto, comenzó a sonar la música. Un hombre bajito apareció al fondo, detrás de una especie de escenario que había junto a la barra instalada en la terraza y empezó a cantar. No era Charles Aznavour pero se parecía mucho a Charles Aznavour. Y cantaba sus canciones. Podría parecer una instantánea de una de esas películas donde todo acaba bien, pero el filo de la madrugada le daba un aire inquietante al asunto. Pensé en alguna historia de Claude Chabrol, pero inmediatamente dejé de pensar en esa historia porque las canciones de Aznavour no encajan muy bien en las películas de Chabrol. O eso creo. Seguimos escuchando las canciones de Aznavour en la voz de aquel hombre que no era Aznavour pero que se parecía asombrosamente a él. A pesar de estar en verano, una bruma comenzó a deslizarse a través de aquella instantánea. Aquella pareja seguía besándose, incluso cuando aquel hombre que no era Aznavour se acercó a ellos entonando una canción de su repertorio. ¿Qué vida se escondería detrás de aquel hombrecillo que cantaba en una terraza de madrugada? Me pregunté eso y me pregunté también dónde estaría el auténtico Aznavour en aquellos momentos. Y luego ya no me pregunté nada más. Ayer, cuando me enteré de la muerte de Charles Aznavour, recordé esta historia. Y pensé dónde podría estar aquel hombre que, en medio de la bruma nocturna parisina, le imitaba con tanto acierto y aquel aire de desamparo.