sábado, 27 de abril de 2013

El dolor desnudo

El dolor. Ahí está: implacable, desnudo, brutal. Casi como un personaje más. El dolor de unos padres ante la muerte de su hijo, de su único hijo. La diferente manera que tiene cada uno de ellos de encarar ese dolor, de afrontarlo. Los años compartidos, los años separados, las ilusiones, los recuerdos, la pérdida de los sueños... La forma en que uno se agarra a ese dolor o a la huida, que es otra forma de asumir el dolor, dejándolo atrás o no. Isabel Coixet ha dirigido una de sus mejores películas, "Ayer no termina nunca". Una de las más bellas y terribles. No es fácil para todo el mundo enfrentarse de un modo tan descarnado y contundente al dolor. Lo sé. Lo que demuestra, aún más en estos tiempos que corren, la valentía de su directora. Puntualizo: no es una apuesta radical, sino valiente.  Dos personas -un hombre y una mujer- hablando de sus sentimientos. De esa manera de encarar el dolor, de enfrentarse o de convivir ineludiblemente con él. De los resentimientos, de lo complicado que resulta vivir tras una tragedia de estas características. De lo complicado que resulta hacerlo, vivir, en general. De todo eso nos habla esta formidable película. No hay adornos, no hay máscaras, no hay maquillajes. Sólo dos rostros erosionados por los años y las consecuencias que a veces acarrea el mero hecho de estar vivos. Para una película así se necesitan dos intérpretes cuya fuerza se vea representada tanto en una mirada como en un grito, en una palabra pronunciada o en una de esas palabras que se guardan para no herir en exceso o hacer aún más salvaje la función, ya bastante salvaje de por sí. Javier Cámara es un actor que puede hacer creíble cualquier personaje que se le ponga por delante, y aquí vuelve a demostrarlo. La evolución de su personaje es asombrosa, escalofriante: de su frialdad inicial al derrumbe posterior. Con los ojos, risueños o empañados, puede decir lo que le venga en gana. Y Candela Peña se sitúa por derecho propio entre Victoria Abril y Anna Magnani. El dolor de su mirada, el tono de su voz rasgada, las magulladuras de los (pese a todo) supervivientes: todo eso está ahí, en este prodigio de actriz.
"Ayer no termina nunca" no es un poema, ni una noche feroz, ni un baile al fondo de la oscuridad. O sí, puede ser que sea todo eso. Y muchas cosas más. La luz y la penumbra. La desolación y las maneras de encajarla. La miseria del tipo que sea y la firmeza de agarrase a clavos ardiendo para dejarla atrás. Unos ojos que se cierran y que regresan al principio de todo para hallar un poco de consuelo, para descansar, para continuar el viaje. O volver, renovados o no, a empezarlo.

martes, 23 de abril de 2013

Un libro, un cuento

Un libro. El niño sólo quería eso, un libro. Uno cada semana, claro. Cada semana, gracias a su madre, lo conseguía. Si hacía buen tiempo y los abuelos maternos venían de visita, aquella semana caían dos libros. O tres. Los abuelos maternos eran muy generosos. Y el niño siempre empleaba todo aquel dinero (quinientas o mil pesetas de aquella época eran toda una fortuna) en comprar libros. Le gustaba hacer colecciones. Leerlos y ordenarlos después, cada uno en su sitio correspondiente de la estantería. Pronto aquellas estanterías, las de su habitación, se iban quedando pequeñas y había que ir ampliándolas. La madre no protestaba. El padre, tampoco. Y le seguían comprando libros. En la adolescencia, las cosas siguieron igual. A aquel joven no le interesaban los juegos de los demás jóvenes, sino leer los libros que venían reseñados en los suplementos culturales que estaba empezando a leer y en los libros que decían leer aquellos personajes del cine, del teatro y de la música que también comenzaba a admirar. La casa seguía llenándose de libros. Pronto descubrió las bibliotecas públicas: le apetecía leer muchos más libros que dinero del que disponía, pese a la generosidad de los padres y de los abuelos, hasta que éstos ya no estuvieron. Ah, las bibliotecas públicas. Aquello sí que era el paraíso para aquel joven solitario. Un banco del parque, una tarde soleada y el libro recién adquirido en la librería o en la biblioteca. Con eso era suficiente. Pronto el joven quiso ser como alguno de aquellos escritores a los que leía y se puso manos a la obra. Algunos años más tarde, no sin esfuerzo (que publicar siempre es una cosa difícil, pese a lo que algunos piensan), publicaría sus propios libros. ¡Incluso llegaría a trabajar en un par de librerías! El joven, que ya no lo era tanto, no podía pedir más. El Día del Libro, aquellos años (casi diez), eran días de fiesta. Con sol o con lluvia, aunque mejor con sol, claro. Aquel trajín de mesas en la calle y movimiento de gente le hacía feliz. La última vez que trabajó uno de esos días fue hace tres años, justo el día antes de casarse con el hombre con el que comparte su vida. A finales de aquel mismo año, aquella librería cerró y ya nunca más pudo trabajar en aquello que tanto le gustaba, pese a los esfuerzos empleados para que eso siguiera siendo así. Continuó escribiendo y publicando algunos libros. Aunque, como señaló muy acertadamente Julio Llamazares hace unos días, el escritor es escritor le publiquen o no. El verdadero escritor no puede dejar de serlo, aunque quisiese. Lo demás son tonterías, poses, modas pasajeras... El hombre, traspasados los cuarenta, espera, ilusionado, que su madre le regale hoy un libro, como tantos años atrás. El nuevo de Margaret Atwood, por ejemplo, porque, aunque es una recopilación de relatos (espléndidos) ya publicados y leídos y que dispersos por aquí y por allá ya posee, le hace ilusión esta nueva edición de Lumen. Y es que, a veces, el amor por los libros puede ser más que eso. Puede ser una obsesión. Bendita obsesión, en todo caso, ¿no les parece? Que ustedes -libreros, escritores, editores, lectores...- tengan un feliz Día del Libro.  

jueves, 18 de abril de 2013

El pañuelo

Estos días, cercanos a nuestro aniversario de boda (¡tres años ya!), la enfermedad de mi madre ha vuelto a las andadas. Un nuevo brote se ha instalado en su espalda y, con dolores más intensos que en el brote anterior, apenas puede moverse. El especialista, siempre amable, correcto y cariñoso, ha dicho: esta enfermedad es así. Y le ha dado más medicamentos. Ya sé que he escrito mucho últimamente sobre este tema, pero la impotencia que me provoca esa enfermedad me obsesiona más que ninguna otra cosa. Me deja aturdido, abatido, impotente. Aunque delante de ella disimule y trate de buscar la risa por cualquier cosa. A veces, esa situación, la de buscar la risa a toda costa para que se distraiga y se evada (no siempre lo consigo), hace que me sienta como un payaso. Uno de los payasos tristes de los circos. Aquellos que tenían la cara pintada de blanco y la sonrisa, roja y enorme, congelada. Aquellos que intentaban hacernos reír a toda costa y detrás de los que se intuían vidas que caminaban por los bordes del alambre, por los abismos de la tristeza. Pero no queda otra: seguir adelante, aunque sea con pasos muy cortos y muy lentos, como los que mi madre da estos días. Ayer, camino del ambulatorio (los miércoles es el día de su inyección semanal), mi madre agarrada de mi brazo, recordó que llevaba días con ganas de comprarse un pañuelo. Un pañuelo que combinase con su chaqueta de color cereza. De camino, después del ambulatorio y el desayuno, siempre con ese paso corto y lentísimo, nos fuimos a comprar el pañuelo. La cara de mi madre, cuando sufre estos brotes, se transforma: está atravesada por el dolor, por el sufrimiento. Su rostro está ciertamente desencajado y más pálido, más hundido. Pero, al recordar el anhelo del pañuelo, su cara se iluminó un poco. Comprar un pañuelo, ayer, era para ella la aventura. Dejar por un rato la cama o el sofá (en ningún lugar desaparecen los dolores, puntualizó), y comprarse el pañuelo detrás del que llevaba varios días. Esa compra, la del pañuelo, era la única escapatoria. La manera de distraerse, de olvidarse momentáneamente de la maldita enfermedad. Pañuelos de todas clases y colores. Más cortos y más largos. De tela más suave o más rugosa. Se los puse todos, uno por uno, alrededor del cuello, y se miró en el espejo. Los ojos se le iluminaban cuando le recordaba que el domingo estaría mejor y que podría estrenarlo cuando nos sentásemos en una terraza, si hacía sol, si no regresaba el invierno, antes de comer. En aquel pañuelo, como en tantos otros insignificantes detalles, estaba la única manera de luchar contra el dolor. Y aunque sólo fuera por unos minutos, volvimos a hacerlo: luchamos contra el dolor, esquivamos por un rato la enfermedad. Le recordamos que no podrá con nosotros. Que siempre habrá un pañuelo de colores que pueda con ella, aunque sea por unos instantes. Esos instantes que nos devuelven la capacidad de escapar, de evadirnos, de dejar atrás esta jodida realidad.   

martes, 16 de abril de 2013

Primer domingo de primavera

La memoria es caprichosa, siempre va a su aire, sorprendiéndote o rescatando del pasado algunos instantes que hacía algún tiempo que no recordabas. Yolanda y Toña, esas amigas generosas con las que siempre resulta agradable pasar el tiempo y llenarlo de risas y palabras, nos han llamado para invitarnos a comer en un sitio que, según anunciaban, nos encanta. Estamos en el campo, rodeados de árboles y montañas, lejos de la ciudad. Es el primer domingo verdaderamente primaveral de la temporada. El sol, atravesando el tejido de la ropa, calienta las pieles y los huesos. Se pueden abandonar las chaquetas, desabrochar los botones de las camisas, sacar del armario los zapatos de verano y recoger los calcetines. El sabor helado de la cerveza anima la conversación. La sensación no puede ser más placentera. Todos estamos relajados. Los problemas, hoy, se quedan a un lado. Dejamos espacio para las risas, la complicidad, la conversación y las primeras cervezas heladas de esta primavera. Ese sabor único que reconforta. Que, con la combinación del sol, te hace alejarte un poco de la realidad, zambullirte en una especie de sopor ligero y muy recomendable. A lo lejos, unos niños corren de un lado a otro. No molestan. Es un sonido agradable, el de las risas de los niños, el de sus juegos, un poco amortiguado por el canto de los pájaros, por las conversaciones de las otras mesas, por el baile de las sombrillas cuando se levanta un poco de aire inesperado.
¿La memoria? Resulta inevitable cuando me encuentro en lugares así que recuerde las tardes infantiles en las casa de los abuelos paternos y el año que, mucho tiempo después, pasé en Sariego, en aquel molino remodelado, rodeado de toda clase de animales, paraíso idílico por excelencia. Y la ilusión o la esperanza de que llegue algún día en el que nosotros podamos tener una casa así, alejada de todo. Un refugio en el que poder leer y escribir y cocinar. Y dejar pasar las horas, charlando con los amigos que van quedando o contemplando cómo se escapan las últimas horas del día cuando llegue la primavera o el otoño. Sueños, deseos, anhelos. Tampoco es tanto pedir. O quizá sí, ay. No importa. El deseo es lo que mueve el mundo, lo que nos mueve. Lo que hace que tiremos para delante. Estamos aquí, hoy, en buena compañía, con Yolanda y Toña, charlando, disfrutando del domingo, divagando, dejando que la memoria aparezca brevemente y que luego se vaya, ansiando la llegada de un futuro un poco mejor... Estamos aquí y estamos vivos, que es lo único que verdaderamente importa, más allá de los anhelos, de los deseos. Con esa ráfagas de memoria que nos conforman a cuestas. Mirando hacia delante, sí, en este primer domingo de primavera. Como siempre, pese a todo. Como siempre.    

jueves, 11 de abril de 2013

Sobre la vejez

Soledad Puértolas, en el tramo final de una de sus mejores novelas, "La señora Berg", habló de la decadencia y de la vejez de los padres. Por aquella época, según contó posteriormente ella misma, su madre estaba ya muy delicada y utilizó parte de aquella experiencia para la relación que el protagonista, Mario, tenía con sus padres. Las visitas que les realizaba en su casa, el evidente deterioro, las circunstancias que presagian ya el final. Las enfermedades, la soledad, el aislamiento que sufren algunas personas mayores... He pensado mucho en esto últimamente. Tras el brutal impacto que me produjo la visión de la película "Amor", de Michael Haneke, volví a reflexionar sobre ello. Pese a todo, al dolor y la angustia y la enfermedad que se respira en cada plano de la película (y también el amor, claro), y al tremendo (y liberador) desenlace, aquel matrimonio de ficción (y tantos otros que habrá similares en la realidad y que desconocemos) eran eso, una pareja. Dos personas haciendo el camino -o lo que queda de él- juntos. Con el tiempo transcurrido a sus espaldas. Los recuerdos, las vivencias y todo eso. Hay otros casos, miles de casos, aún más terribles. Los ancianos que se encuentran solos. Todos conocemos algunos ejemplos. Un pariente lejano, una vecina, la tía de una amiga... Personas que, por unas razones u otras, están solas: sin familia (porque no la tienen o porque se han quedado sin ella, o porque no mantienen relaciones), sin amigos (por los motivos que sean: el cansancio o la desgana quizá sea el principal)...
Pienso en todo esto después de leer que Sara Montiel se encontraba muy sola en los últimos años de su vida. No sé si será cierto o no. Lo cierto es que a muchos mitos de la literatura y del cine sí les ocurrió. Cuando el declive profesional entraba en sus vidas, aparecía la soledad. Esos momentos, la mayoría, en los que no aparecían bajo los focos, en las entrevistas, en los platós de televisión, en los estudios de radio o en los encuentros con sus admiradores. María Asquerino, poco antes de morir, así lo reconocía. Y era inevitable recordar entonces su papel en "El mar y el tiempo", el de aquella mujer que se fue quedando tan sola. Y uno siente pena y rabia y tristeza por estas cosas que pasan. Y los mismos sentimientos me asaltan cuando pienso en algunas personas que conozco y que no tienen nada que ver con el mundo del arte o del espectáculo. No es justo, desde luego. "La vejez es una masacre", dijo Esther Tusquets unos meses antes de morir. Supongo que, en cierto modo, lo será. Recuerdo entonces a otras mujeres, ya con algunos años a sus espaldas, que no piensan así, que no se reconocen en la edad que tienen. Conocí a unas cuantas en mis tiempos de librero. O mi amiga la pintora Azucena Ceñal, por ejemplo: siempre llena de optimismo y vitalidad, siempre con ganas de innovar en sus trabajos. Rosa Regás que nos demostró el mes pasado en Oviedo que a los ochenta años se puede estar lleno de proyectos y de vida, y escribir mejor que nunca. Por no hablar de la escritora Dacia Maraini y de tantas otras... Y de tantas mujeres que, también solas, organizan sus vidas y no dejan ni un minuto al desánimo. Me gusta pensar en eso, en la lucha contra el desánimo. Siempre hay motivos para ello: una lectura, una película, un paseo, la charla con un desconocido... Y hablarle de ellas, de esas mujeres, y de la lucha contra el desánimo, a mi madre, cuando algunos días los paseos se vuelven un poco más duros por su enfermedad. Creo que, al hacerlo, espantamos muchas cosas y atrapamos la luz de estos días.

lunes, 8 de abril de 2013

Sara Montiel

La madre y el niño veían en la televisión las películas de aquella mujer bellísima, deslumbrante. Sara Montiel. Con el tiempo, el niño descubriría que sólo otros dos rostros del cine podían compararse con aquel. Los de Elizabeth Taylor y Ava Gardner. Las películas, básicamente, eran unos dramas tremendos. Excesivos, en ocasiones. No importaba. Lo único que importaba era ella: su manera de moverse, de hablar, de cantar, de entornar los ojos, de fumar... Su brutal sensualidad. Todo en ella llamaba poderosamente la atención. Nunca podías apartar la mirada de su figura, de su boca, de sus pechos, de sus manos, de sus ojos... Interpretase el papel que interpretase: La mujer redimida, la mujer con un turbio pasado, la mujer de rompe y rasga, la mujer que se enamoraba, la mujer que se metía a monja... Era salvajemente hermosa y la cámara la adoraba. El tiempo la terminó por convertir en un mito. La puso en su lugar mucho antes de que se muriese, afortunadamente. Hizo muchas películas hasta que se retiró por decisión propia cuando llegó el cine del destape. Ni siquiera Pedro Almodóvar, que la admiraba profundamente, logró que volviese a hacer películas. Grabó discos. Realizó numerosos espectáculos en directo, de teatro en teatro. Tuvo premios importantes, pero nunca recibió un Goya de Honor ni un Premio Donostia. El público de los años 50 la adoraba. Y el de los 60, y los 70... Su presencia era glamour asegurado en aquella España tan gris y tan triste. Su actitud, su libertad, su posición vital. Hablaba siempre sin tapujos. El público la siguió adorando hasta el final. Un público amplio que abarcaba varias generaciones. Tenía, fuera de la pantalla, aquella aureola de estrella que también poseía la Taylor. Y en la gente, su vida privada, despertaba el mismo interés. Aunque fuese un poco más sosegada. Pasó de ser Sarita Montiel a Saritísima. Y con eso está dicho todo. Míticas son sus fotografías desnuda, en diferentes etapas de su vida. Era una verdadera estrella. De las que ya no existen. Hoy nos ha dejado y yo recuerdo aquellas tardes, viendo sus películas con mi madre, después del colegio. Y buscándola, también con mi madre, al final de la playa de San Juan, en Alicante, donde decían que muchas veces tomaba el sol en top-less. Pero eso ya lo he contado en mi novela. Sarita, Sara, Saritísima, seguirá ocupando el lugar que ya ocupaba en el Olimpo de las divas. De las mujeres eternas. Donde a los cuatro años ella soñaba con estar y donde se merece estar. Una leyenda. Y pocas veces se escriben de un modo tan acertado estas palabras.

domingo, 7 de abril de 2013

Dos tazas, dos tiempos

En estas tardes de lluvia incesante, que remiten más al invierno que a la primavera, me he acordado de aquellas otras tardes, también lluviosas, también de primavera, de hace muchos años. Estábamos en el pueblo, donde vivían mis abuelos paternos. Dentro de la casa porque no paraba de llover y los mayores no nos dejaban salir a jugar fuera -con los gatos, con los caracoles, con las frutas...- , a mi hermana y a mí, como era nuestro deseo. La abuela Luisa prepara café y sacaba aquellas tazas, las que guardaba primorosamente en el aparador del salón. Las tazas de La Cartuja de Sevilla, las llamaban. Las que sólo utilizaba para las visitas. Me encantaba tomar aquel café, que era más leche que café (como correspondía con mi edad, unos nueve o diez años), en ellas. Me imaginaba por un momento que estaba en un gran hotel, después de un largo viaje, tomando café en aquellas tazas tan bonitas. Me hacía sentirme mayor, importante. Tomar café, en aquella cocina, con mis padres, mis abuelos y mis tíos, sintiendo cómo la lluvia salpicaba los cristales -aquella lluvia que no nos permitía salir a jugar-, imaginando historias que seguramente había leído en algún libro o visto en alguna película o serie de televisión. Aquello, claro, era la imagen de la felicidad, aunque eso, evidentemente, yo no lo supiese en aquellos momentos. Sólo con los años puedes reconocer los verdaderos momentos de felicidad que viviste. No son cosas de la memoria -tan traviesa, tan perversa-, sino de la perspectiva que siempre ofrece el dichoso tiempo. Ese mismo tiempo que, ahora, en numerosas ocasiones, sentimos que se nos escapa de manera asombrosa, dejando una especie de vértigo, de extraña sensación, a nuestro alrededor.
Nunca tuvimos en nuestra casa esas tazas. O sí, las tuvimos. Al morir la abuela, mi tía dividió aquel juego y a nosotros nos correspondieron dos tazas (el resto, aún en vida de los abuelos, habían ido rompiendo), que enseguida desaparecieron también. Mi madre nunca se hizo con unas tazas como aquellas, pese a que alguna vez recuerdo habérselas pedido. Quizá sea mejor así. Quizá así se conserve mejor el recuerdo de aquellas tardes de lluvia, en casa de los abuelos, tantos años atrás ya, cuando no podíamos salir a jugar fuera y bebíamos café como la cosa más importante que nos pudiera estar sucediendo. Imaginando que éramos protagonistas de grandes relatos.
Sí las había en casa de un amigo (que hoy ya no lo es). Primero, en la casa de sus padres y luego en la suya propia. Y aquellas tardes, las de la infancia, fueron muchas veces evocadas en aquella casa, la del amigo. Tardes de charlas interminables, de confidencias y secretos, de resacas o de euforias, donde los anhelos estaban también muy presentes. Y los sueños que aún estaban por realizar: todo lo que recorría nuestra cabeza. El tiempo y las circunstancias transforman a las personas. A veces, de una manera diabólica e incomprensible. Lo raro que es vivir. Y todo esto que estoy contando parece que le hubiese sucedido a otra persona. Parece que sean los recuerdos de otra persona. Pero no. Son los míos. El tiempo es perverso, pero la memoria -de momento- sigue jugando su papel.
Pronto hará tres años que me casé (el tiempo, ay, y su velocidad). Quizá compre para celebrarlo un par de esas tazas. Y tomando café en ellas, imaginemos que estamos en un hotel lejano, después de un largo viaje. Ahora que nos lo van quitando casi todo, hagamos con un par de tazas que todo pueda ser posible de nuevo. Dejemos que la imaginación haga su trabajo. Ella, la imaginación, es de las pocas cosas que aún no han podido arrebatarnos.

miércoles, 3 de abril de 2013

Diez años sin Terenci

Quizá sólo somos verdaderamente conscientes del vertiginoso paso del tiempo cuando nos vemos en el espejo, cualquier mañana en la que no nos levantamos muy contentos con nosotros mismos, o cuando recordamos una fecha especial, triste o alegre, por el motivo que sea. Así, ayer mismo. Diez años ya sin Terenci Moix. El escritor, el personaje, el amigo de Maruja Torres y de la Espert y de la Caballé, el amante del cine... El que escribía en los periódicos y el que escribía libros. El que confesaba, hace ya tantos años y con una naturalidad aplastante (le pesase a quien le pesase, que, por entonces, les pesaba a unos cuantos), su homosexualidad. Aquellas palabras, que tanto ayudaron a adolescentes como yo, en ciudades pequeñas, en colegios como cárceles, en ambientes opresivos. El Terenci de sus libros más serios, el Terenci de sus libros imprescindibles sobre cine, el Terenci de aquellos otros libros que eran endiabladamente divertidos y sarcásticos y que representaban a la sociedad del momento, y el Terenci de sus memorias. Memorias implacables con los demás y consigo mismo, con la sociedad que le tocó vivir, con la que soñó, con el amor... Páginas inolvidables de la mejor literatura. Tres volúmenes que van y vienen en el tiempo, que nos ofrecen todas esas pasiones: el amor, el cine, los libros, los viajes, los amores, los amigos, el tiempo, las risas, los mitos, las decepciones, las tristezas... Tres clásicos en uno. Lo culto y lo popular. Sara Montiel, Marilyn, Peter Pan, las óperas, las callejuelas de Roma y los actores clásicos vestidos de romanos de la época... Y tantas y tantas cosas más... Páginas llenas de verdad y de vida. Porque eso, la vida, es lo único que importa, finalmente. Y él lo sabía. Estar aquí, a pesar de los pesares (cada uno con los suyos), y poder contarlo. Han pasado diez años desde que Terenci ya no puede contárnoslo. Diez años, sí, echándole de menos. Su ingenio, su mordacidad, su ternura, su ironía, sus ganas contagiosas de que esta rueda no dejase de girar. Sus palabras: en los libros y los periódicos y las entrevistas. Toda aquella sabiduría. Diez años sin Terenci. Sus libros (novelas, ensayos, artículos recopilados...) siguen ahí, vigentes, al alcance de la mano. No podemos recordarle de mejor manera: volviendo a leer alguno de ellos. Como en aquella adolescencia solitaria que tuvimos y que, gracias a él (leyéndole mientras esperábamos la proyección de alguna película de sesión de tarde y de domingo, por ejemplo), aunque entonces no lo supiéramos, no lo fue tanto.

martes, 2 de abril de 2013

La felicidad (o no), al fin

El día no había comenzado demasiado bien. La inesperada muerte del excelente fotógrafo Paco Elvira nos había dejado a todos conmovidos. Las expectativas de una nueva librería que abre, donde había dejado el currículum, y la incertidumbre de ese teléfono que, una vez más, no suena. Sin embargo, el sol y el paseo con mi madre y la charla posterior con ella tomando un café en una terraza (la recompensa después de su necesario, imprecindible paseo), me reconciliaron con el lunes. El primer lunes del mes de abril. Con sol y viento: ráfagas de esa primavera que deseamos como pocas otras anteriormente. Nos despedimos y proseguí mi camino. Fui dándole vueltas a la novela que estoy escribiendo. Cuando se está escribiendo una novela, siempre pasa eso: cualquier momento de soledad, da igual el sitio en el que te pille, te lleva a ella, es inevitable. Aún era temprano y decidí acercarme a la biblioteca del Fontán, la biblioteca que más veces he pisado, la que no tiene mis dos últimos libros, así son las cosas. Ahí estaba, en la sección de novedades, el último libro de Luis Landero, "Absolución". Me abalancé sobre él con el ímpetu de quien teme que por cualquier motivo le arrebaten un feliz hallazgo. Salí de la biblioteca leyendo las primeras líneas: "Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz". La cosa prometía. En la nevera había comida del día anterior: no era necesario perder más el tiempo. Me puse a leer y ya no pude dejarlo. La historia de Lino (o Nilo, como le llama su novia), ese chico que, posiblemente, había logrado, al fin, ser feliz. O no. Ese chico que recuerda ese día de mayo, cuando comienza la novela, los tiempos en los que deseaba marcharse de todas partes, en todo momento. ¡Cómo te reconoces en eso!, piensas. Las ganas constantes de marcharse, de no hallar tu lugar, el deseado, el imaginado. La persona que te acompañe en el viaje (cuando aparece, si lo hace) es determinante. Sí, creo que es esa persona la que hace que todo cambie. La que consigue que esa ansiedad, esas ganas de estar y no estar, desaparezcan. Se esfumen como lo hacen los fantasmas al amanecer, con las primeras luces del nuevo día, como si las sombras de la noche jamás hubiesen existido. Sigues leyendo. No puedes dejar de hacerlo. Al protagonista, como a ti mismo, también le apareció esa persona. Clara. La persona que llegó en el momento justo. Muy pocos días después del comienzo de la novela, Lino y Clara se casarán. O eso parece. Pero antes ocurren cosas. Entre tanto, en ese día de mayo, el vaivén de una vida, la del protagonista, los recuerdos. Todo eso está magníficamente relatado. Varios personajes secundarios que acompañan a ese protagonista. Algunos realmente memorables. Y el azar, ay, siempre tan caprichoso, tan impertinente, tan pintoresco, tan imprevisible, tan cabrón (en ocasiones). Luis Landero, ese hombre que escribió en su primera novela que el afán es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas y la pena y la gloria que todo eso conlleva, lo ha conseguido: ha escrito una obra intensa, vibrante, brillantísima. En la que, detrás de cada palabra, de cada acción, nos reconozcamos o no en ellas (que seguro que sí), se sitúa la vida, la de sus protagonistas, la nuestra. La vida: con los miedos y las incertidumbres, con el brillo (fugaz, fugaz o no) de la felicidad y las miserias propias del mero hecho de existir. La cara A y la B, inevitables ambas: y, a veces, la grisácea que está en medio de esas dos y que es la que, silenciosamente, lo ordena todo. Apareció la noche, bien cerrada ya, y no podía dejar de leer. Hacía tiempo que no me pasaba algo así. Esos momentos que todo lector anhela como anhelamos la aparición de la felicidad (de la otra, de la vida propia), fugaz o no, al fin.