jueves, 28 de febrero de 2013

La existencialista

María Asquerino era una de esas actrices que parecía que nunca se iba a morir. Representaba una fuerza, una lucidez y una ironía únicas. Tenía una belleza extraña y unos de esos ojos que no necesitan de las palabras para expresar lo que pensaba, lo que sentía en cada momento. Hizo lo que le dio la gana en todo momento y lo hizo, como señalan las crónicas y los artículos de quienes la conocieron, porque esa naturalidad era innata en ella, nada forzada. Como si no entendiese muy bien las imposiciones de los demás o de la propia vida, tan perra y tan mandona en ocasiones. Como si no los entendiese y no los aceptase, claro. Umbral escribió los retratos más hermosos que le dedicaron. La definía siempre con su ropa negra, su cigarrillo en la mano, su vaso de whisky cerca, su pasión por la noche, las palabras y la amistad. Nunca se olvidaba de sus ojos. ¿Quién podía hacerlo? Eran otros tiempos. Cuando los actores y los escritores se reunían para hablar hasta el amanecer. Tenía, sí, algo de Ava Gardner: en esa postura libre, en su amor por la noche y por los hombres. Aunque María tenía otro bagaje cultural detrás. "La existencialista", la llamó en más de una ocasión el propio Umbral. En Boccacio tenía su propia mesa. Y en el teatro, su gran nombre. La vi en más de una ocasión. Su presencia era arrolladora y su voz, única. Por edad (se estrenó dos años después de que yo naciese), no llegué a tiempo de verla en "Anillos para una dama", de Antonio Gala, la cumbre teatral de su carrera. Pero las imágenes que se conservan de las representaciones muestran a una mujer rotunda y un poderío absoluto. Una de esas presencias que sabes que llevan consigo una actriz de las grandes. Cuenta Gala que el día del ensayo general estuvo fatal y así se lo dijo a ella. El director de la obra reprendió al escritor y éste fue a pedirle perdón a la actriz y le dijo "como mañana estés así no vas a ser María Asquerino, como se conoce tu buen nombre, sino María Asquerino La Cabrona". María le dio un beso enorme al autor de su obra y, al día siguiente, en el estreno, estuvo magistral. Jugosas anécdotas de actrices y autores para mitómanos. La obra se mantuvo dos años en cartel.
En cine, no se puede olvidar la modernidad -la suya y la de la película- de "Surcos". Y le bastaron cinco minutos, muchos años más tarde, en "El mar y el tiempo", de Fernando Fernán Gómez para demostrar lo que era una grandísima actriz y llevarse el Goya a su casa.
Cabe imaginar los posos de amargura que sufrió cuando su nombre no encontraba trabajos que estuviesen a su altura. O no encontraba trabajos, directamente. Se retiró en 2008, después de hacer un secundario en "Tío Vania", en el María Guerrero, y de alguna que otra polémica. Se quedó con las ganas de llevar a las tablas su propia vida. Ella y nosotros. Ayer, mientras le hacían la autopsia, nadie reclamó su cadáver. Un hecho que hacía recordar esas palabras, tan horribles y manidas, de que la libertad siempre tiene un precio. El de la soledad, parece ser.
"Dejadme sola, lo que tengo que hacer ahora lo puedo hacer sola", decía su personaje en "Anillos para una dama", antes de desaparecer del escenario. Te dejamos sola, María, pero te recordamos, sí, en esta mañana helada de un invierno que parece no agotarse y en la que apetece tomarse un whisky doble -la vida, tan perra, tan mandona- en tu memoria.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Mi padre y yo

Nos vamos agarrando a la vida lo mejor que sabemos, lo mejor que podemos. A veces no hay demasiadas alternativas. Los caminos rara vez son fáciles. Más aún en estos complicados e interminables tiempos. Nos vamos agarrando a la vida lo mejor que sabemos, lo mejor que podemos, ya digo. Como nos van dejando. Así vamos escribiendo nuestra propia historia personal. Trazando la senda con endebles o con férreos pinceles, según el momento y las circunstancias. Cruzando las piedras. Intentando no caer al agua, resbalar en el hielo. Aferrándonos a lo que tenemos. A lo poco que nos va quedando. Mis padres, por ejemplo. Los dos. Esta semana mi padre cumple sesenta y nueve años. Tiene la cabeza en su sitio, las piernas le permiten caminar tanto como desea. No fuma, no bebe más que algo de vino con las comidas. Está estupendo. Hace teatro. Lleva haciéndolo desde que se jubiló. Detesta las injusticias. Ahora está colaborando con Cáritas. Le gusta ayudar a todo el mundo, en la medida de sus posibilidades. Y también le gusta polemizar, buscarte las cosquillas. Nos llevamos bien. Se lleva bien con todo el mundo. También con Íñigo. Estuvo en nuestra boda. Al principio, le costó un poco aceptar nuestro matrimonio -ay, la educación franquista que sufrió este país-, pero estuvo allí, aquel día de abril, al lado de mi madre, en primera fila. Ese día pasaron por mi cabeza muchas cosas. Recordé aquella vez que, en el colegio, estando en cuarto o quinto de E.G.B., el profesor de dibujo había decidido colgar los dibujos de los alumnos en los pasillos que conducían a las clases. Pues bien. Uno de aquellos energúmenos con los que compartía aula, pusieron en mi dibujo, al lado de mi nombre, la famosa palabra, en letras bien grandes: Maricón. Mi padre, casualmente, había ido a hablar uno de aquellos días con los profesores (que ya habían visto, tanto ellos como los curas, el añadido al dibujo y pasaron olímpicamente de borrarlo o de hacer algo al respecto) y lo vio. Y lo borró. No sé cómo lo hizo (habían escrito la dichosa palabrita con rootring), pero lo hizo. Al llegar a casa, nos lo contó. Yo guardé silencio. Algún bromista, susurré. Era la época en la que no quería decir a nadie el tormento que estaba sufriendo en aquel colegio, ni siquiera a ellos, a mis padres, por temor. No sé qué tipo de temores rondan en la cabeza de un niño de diez u once años, pero sí sé que lo hacen, que rondan por su cabeza, y lo hacen con fuerza. Recordé esa historia el día de mi boda, pero no le dije nada a nadie, ni siquiera a Íñigo. Imaginé a mi padre borrando aquella palabra. Y pensé que nunca, pese a todo, llegaría a saber lo que había pasado: todo aquel sufrimiento innecesario. Quizá él, mi padre, el día de mi boda, recordó aquella anécdota también. No lo sé. Nunca me volvió a decir nada sobre ella. Lo único que importaba aquel día era que estaba allí, a nuestro lado. Como el buen padre que es. Como está siempre que las cosas no van bien. Como ahora. Esta semana celebramos su cumpleaños, un año más. Y los que vengan. Aunque, como siempre, él refunfuñe porque no quiere hacerlo.

lunes, 25 de febrero de 2013

La puerta entreabierta

Llevo varios días soñando con personas que estuvieron en mi vida en el pasado. Esas cosas pasan. No sé muy bien qué mecanismos se activan en el interior de nuestro cerebro para que eso ocurra. Otro misterio sobre la complejidad del ser humano. Y ya son unos cuantos... Son sueños donde ocurren cosas que nunca viví de la misma manera con esas personas. Cosas normales y corrientes, cotidianas. Nada fuera de lo normal. Cuando me despierto, me embarga cierto desasosiego, cierta desazón. Intento pensar en otra cosa, en cualquier cosa, mientras hago las primeras tareas del día, pero el sueño sigue ahí, muy nítido, como una película que acabase de visionar o un libro que terminase de leer. Quizá la lectura del último libro de Cristina Fernández Cubas, "La puerta entreabierta", tenga algo que ver en todo esto. No voy a desvelar nada, pero es una historia inquietante, como la mayoría de las suyas. Extraña y, por momentos, angustiosa, desasosegante. Una joven periodista se queda, de repente, atrapada en un lugar impensable, de lo más inverosímil. ¿Cómo saldrá de ahí? Aún no he llegado a ese tramo del libro. Quizá no lo consiga, quién sabe aún. Varios personajes la custodian, a cada cual más excéntrico: cada uno con su particular historia. Es una historia fascinante, en todo caso. A veces, leyéndola, me vienen a la cabeza ciertos mundos de Ana María Matute: esa misma fantasía, esa misma manera de bajar al bosque y perderse y dejarse llevar. Muy particular, en todo caso, como lo son las narraciones de Cristina. Autora, por otro lado, de uno de los libros que más me gustan de la narrativa española, "Cosas que ya no existen", una especie de memorias alejadas, en esta ocasión, de cualquier reminiscencia fantástica o claustrofóbica. Un pequeño clásico que no ha sido tan leído (me temo) como debería. Isa, la protagonista de esta novela que estoy leyendo estos días, también sueña, pero ahora, cuando se despierta, desde el lugar en el que se encuentra atrapada, no recuerda sus sueños. Antes del encierro, sí. Cada mañana, al despertarse, recordaba con toda claridad los mundos por los que había transitado en el sueño. Le costaba incluso deshacerse del sueño que había tenido durante la noche. Como me ocurre a mí estos días. Ah, los misterios de esas puertas que se abren -¿quién las abre?, ¿por qué?-, que se quedan entreabiertas, que permiten que se cuelen esos rostros y esos cuerpos que ya pertenecen al pasado, las charlas que mantuvimos ahora revisitadas, las risas o las penas (nuevas risas y nuevas penas) que compartimos como si hubiesen sucedido ayer mismo... Más misterios. Los que se cuelan por esas puertas entreabiertas, como un viento susurrante y amenazador, y que sabemos que no se desvelarán ni a lo largo de la mañana ni del resto del día. Sólo queda confiar que, al llegar la noche, el sueño no se vuelva a repetir, que ese viento susurrante y amenazador haya desaparecido y ya no pueda colarse por esa puerta entreabierta. Por ninguna, en realidad. Que lo haga sólo en la novela de Cristina, tan extraña y fascinante.

viernes, 22 de febrero de 2013

La vida y sus alrededores

Quería escribir hoy sobre aquellas mañanas de sábado en las que íbamos a Mieres, a comer a casa de los abuelos. Y de cómo recuerdo a la abuela Virginia, al entrar por la puerta de aquella casa, escuchando a las grandes de la copla. Marifé de Triana, por supuesto, entre ellas. "María de la O", "Torre de arena" y todas las demás. Quería escribir de eso, sí, porque lo recuerdo nítidamente. La imagen de la abuela moviéndose con soltura por la cocina, preparando suculentos platos, con la radio o la tele al fondo, escuchando aquellas coplas que tanto le gustaban, tarareándolas, mientras el abuelo ponía la mesa o se acercaba a la ventana para ver si llegábamos de una vez. Desde el coche, ya le veíamos allí, en la ventana, con su boina y su imagen imponente, y le saludábamos con las manos. Es una imagen que me viene de cuando en cuando a la cabeza, como la otra tarde cuando me enteré de la muerte de la gran Marifé. Aquellas coplas desgarradas, aquellos amores imposibles, aquellas interpetaciones sublimes y teatralizadas. Aquella felicidad, la de la abuela, preparando los platos que más nos gustaban, cantando aquellas canciones que se sabía de memoria, esperándonos con impaciencia. Aquella inocencia, la nuestra, sin saber lo que nos aguardaba, lo que el destino tenía reservado para nosotros. Ah, toda aquella inocencia. Quería escribir de todo eso porque, desde la muerte de Marifé la semana pasada, todo eso está metido en mi cabeza. La abuela, la cocina, la radio, las coplas... El olor de la comida, el paisaje gris de los inviernos en el norte, el humo saliendo de las chimeneas, los hombres entrando en el pozo minero que estaba situado enfrente de la casa de los abuelos, el abuelo asomado a la ventana, muy impaciente ya... Quería escribir de todo eso, sí. Pero ayer recibí una carta que me dejó profundamente conmovido y no puedo dejar de escribir sobre ella. No me dejó conmovido porque desconozca las cosas -buenas y malas- que en ella se cuentan, no, sino porque cuando las vemos en los demás nos conmueven de diferente manera que cuando nosotros las estamos viviendo. Es la carta de un antiguo compañero del colegio. En ella me dice que acaba de leer mi novela y lo que le ha conmocionado. También me cuenta cosas de su vida. Buenas y malas, ya digo. La vida y sus infinitos matices. La vida y sus alrededores. Y de repente, mientras leía su carta, yo le recordé a él, en el colegio, tímido, inteligente, reservado, muy educado. Un muchacho que, como yo, no encajaba nada en aquel ambiente cuartelario y demencial, a medio camino entre la cárcel de Alcatraz (juro que cuando visité la cárcel, en San Francisco, la primera imagen y el primer olor que vinieron a mi memoria fueron los de aquel colegio) y el manicomio de la segunda parte de "American Horror Story". Aquella inocencia que era la misma que la mía en aquella cocina, la de mi abuela, muchas mañanas de sábado, cuando ninguno de los dos sabíamos lo que nos depararía el destino. Cuando ni siquiera sabíamos que la vida iba a ir en serio, tan en serio como está yendo. Le recuerdo allí, en aquel colegio, sonriendo tímidamente o hablando conmigo, y esa imagen, la de aquel niño, no se aparta en ningún momento de mi cabeza mientras estoy leyendo la carta que me ha enviado y donde me cuenta más de una vivencia que hemos tenido en común. Y no puedo evitar pensar en lo injusta que es en ocasiones la vida. Esta jodida vida que se va escapando a pasos agigantados, demasiado agigantados, mientras miramos hacia delante y, a ratos, recordamos esas imágenes, la de aquellos niños que no sabían nada y que querían que el tiempo pasase velozmente para ir sabiéndolo todo. Esas imágenes que -aún hoy- siguen definiéndonos. 

miércoles, 20 de febrero de 2013

Yo también tuve un troll

Lo más terrible de todo este asunto de las intervenciones de las estupendas Maribel Verdú y Candela Peña en la ceremonia de los Goya, están siendo los comentarios anónimos que la gente va publicando debajo de las noticias sobre el tema que aparecen en los medios digitales. Lo mismo ocurre cuando estos medios realizan entrevistas a personajes relevantes: miedo da lo que la gente va escribiendo debajo en algunas ocasiones. Miedo y asco. Qué fácil es ampararse en el anonimato y ponerse a desbarrar o a isultar directamente. Ah, el anonimato, la falsa identidad. Vivan los valientes. Sé bien de lo que hablo. Llevo casi cuatro años escribiendo en este blog. Llenándolo de todo aquello que más me interesa: libros, músicas, viajes, películas, obras de teatro, mujeres, vivencias, recuerdos, reflexiones, cosas... Y durante todo este tiempo, he recibido comentarios y correos elogiosos sobre el blog y sobre mis libros, cosa que agradezco infinitamente porque a los escritores nos gusta que nos lean, aunque todavía haya alguno por ahí que dice que escribe para sí mismo y que no le importa lo más mínimo que le lean. Tonterías. Poses absurdas. Vanidades mal resueltas. Durante un año y medio, aproximadamente, también apareció en mi vida un troll. Ya sabéis, esa persona que, amparándose en el anonimato o la identidad falsa, te escribe comentarios para tocarte las narices. O, al menos, intentarlo. Como en esta vida, y aún más en estos tiempos que estamos viviendo, hay que echarle sentido del humor a todo, mucho sentido del humor a todo, cuando apareció el troll me dije: mira, tengo un troll, como los escritores más importantes, vamos a celebrarlo (cualquier motivo es bueno para abrir una botella de vino y preparar una cena improvisada, ya se sabe)... Y no le di demasiada importancia al asunto. Seguí escribiendo a mi aire, de los temas que me apetecen, sin pensar en nada ni en nadie más. Pero el troll seguía, erre que erre, puntual con sus mensajes y sus identidades falsas. Con sus chorradas, que, en ocasiones, pretendían ser hirientes. Cuanta más aceptación tenía el texto que había escrito o el éxito de mis libros, más se enfurecía y más estupideces escribía. Hay gente que se crece ante las adversidades. Ése soy yo, ¡qué remedio! Desde pequeño, me tocó ese papel. (Cuando a uno lo empapelan a hostias cuando es un niño por "ser diferente", sabe cómo salir de casi todas: hay corazas imposibles ya de eliminar, lo cual, pese a todo, es una fortuna). Y ahora ya es tarde -me temo- para reclamar otro. Y seguí a lo mío, pese a los miedos que, por entonces, me acechaban. Estaba escribiendo y corrigiendo esa novela que, finalmente, está gustando y recibiendo buenas críticas, pero, en esos momentos, cuando uno está escribiendo, aunque esté satisfecho con el trabajo que está realizando, no las tiene todas consigo, sobre todo tratándose de una novela tan arriesgada como la que me traía entre manos. Para más inri, Íñigo y yo nos habíamos quedado sin trabajo: con todas las incertidumbres que eso acarrea. El troll seguía y seguía, ya digo: casi año y medio dando la matraca, qué pesadez, ni gracia tenía, el pobre... Pensé en unas personas y otras, tampoco es que tenga enemigos (creo). Habrá gente a la que le guste más o menos mi trabajo, nunca se le puede gustar a todo el mundo, eso está claro. Ni como persona ni como escritor. Es lo que hay. Hasta que un buen día, ay, el troll se descubrió, sin querer, a sí mismo. Y aquí ya no valen sonrisas, ni celebraciones. La sonrisa se nos congeló y se volvió amarga. No hubo lugar para la celebración. La historia es tan triste y absurda que, ni aunque la contara, os la creeríais. No recuerdo ahora qué director de cine dijo aquello de que la realidad hay que transformarla siempre para que resulte verosímil. Pues eso. La realidad es tan cruda que nadie se la creería. O quizá sí. Quizá algunos se la creerían mejor que yo, que sigo sin creérmela del todo, a qué engañarnos.

lunes, 18 de febrero de 2013

En un café de Gijón

Al otro lado del enorme ventanal, la gente se mueve a su aire, sin demasiadas prisas. Es viernes por la tarde y parece que las cosas se van calmando, los ajetreos propios de la semana se reanudarán el próximo lunes. La historia siempre es la misma. Un hombre joven e ilusionado lleva una botella de vino en una bolsa de cartón (quizá para celebrar por la noche con su pareja una cena, quizá para compartirla con sus amigos), una mujer con un libro recién comprado (ah, las novedades literarias que aparecen todas a la vez, acercándose los primeros calores de la primavera), grupos de niños excitados porque no tienen que volver a clase en dos días (¿quién no recuerda esa magnífica sensación, pese a lo lejanos que parecen ya aquellos días en el tiempo?). Son algunas de las personas que pasan por delante de nuestros ojos, sentados en uno de esos viejos y encantadores cafés de Gijón, al otro lado del enorme ventanal. El mar está cerca: el sol lo ilumina con fuerza, lo calma. Detrás de cada una de ellas, de esas personas, como siempre, se encuentra una historia. O más de una. La historia que están viviendo y la que tienen detrás, sobre todo los adultos. A los niños aún les queda mucho camino por recorrer. Es viernes y hace calor. Sensación de primavera. Quizá sea sólo un espejismo y regresen el frío y las lluvias, que regresarán con toda probabilidad. Aún es tiempo de todo eso: el tramo final del invierno. Pero hacemos como que no va a ser así, que la primavera se va a instalar definitivamente en nuestras vidas de manera inmediata. Tomamos lentamente el café y disfrutamos de esa ciudad, Gijón, una de nuestras preferidas, una vez más. Necesitábamos esa tarde de tranquilidad, lejos de nuestros escenarios habituales, de la rutina. Tomar el café en silencio, observando a la gente que pasa, compartiendo complicidades.
Regresará el lunes, sí, con sus ajetreos característicos y su rutina, pero ahora estamos aquí, en Gijón, en este viejo local, saboreando lentamente nuestros cafés. No pensando en nada, dejando pasar la vida, esta tarde de viernes y de calor inesperado. Sintiendo en la piel ese sol que se cuela por el enorme ventanal y la calienta. La luz que, hoy, no parece agotarse. Afortunadamente.

jueves, 14 de febrero de 2013

El amor y todo eso

Las mejores horas del final del verano las pasábamos mi amiga Araceli y yo hablando del amor. Sentados a la barra de cualquier bar, bebiendo vino en abundancia, fumando sin cesar cuando aún se podía fumar acodados en las barras de los bares y las gargantas no protestaban como lo hacen ahora con los excesos. Largas noches hablando del amor: del propio sentimiento en sí mismo, y de los libros, las películas, las canciones y las obras de teatro donde el amor era el absoluto protagonista. Personajes torturados por el amor o historias con final feliz, que de todo había. La poesía y el amor. De aquellas charlas hace casi un millón de años. Eran otros tiempos. Buenos tiempos, vistos con la perspectiva del tiempo, sin duda. En aquellas noches, entre charla y charla, buscábamos el amor de nuestras vidas o alguien que nos llevara a bailar hasta el amanecer, o incluso hasta más tarde, como hacían Jessica Lange y Sam Shepard (un suponer) en las películas. Noches locas, divertidas, entrañables, canallas, absurdas... Más de una vez nos llevaron a bailar hasta el amanecer y más de otra bailamos nosotros solos, que tampoco estaba nada mal. El amor tardaría algún tiempo en llegar. La vida y sus aprendizajes, ya se sabe. La vida y sus esperas, qué pesadita se pone la vida algunas veces con las dichosas esperas. Como debe ser, por otro lado (supongo). De los amores de Araceli no voy a hablar yo aquí, evidentemente. Y de los míos, tampoco. Porque los malos los he olvidado. Los amores que han sabido transformarse en amistad están ahí. Y el amor fundamental es el que lleva compartiendo conmigo los últimos seis años de este viaje. El amor no es una postal con un corazón estampado en el centro, ni un regalo comprado apresuradamente (aunque, dados los tiempos, no me parece mal el esfuerzo de los comerciantes por potenciar tal día como hoy, que hay que sacar el dinero como sea). No. El amor es otra cosa, aunque haya tarjetas y regalos comprados apresuradamente o con toda la calma del mundo. Cada cual pondrá aquí su definición. La mía es esa, la del viaje. Un viaje donde haya risas y manos que se apoyan (que para que te las echen al cuello ya están las de algunos traidores con doble cara y poca vergüenza o la de algunos tiranos que se burlan y aprovechan de la necesidad imperiosa de la gente en tiempos de miseria y desesperación, de desahucios y recortes constantes), miradas y silencios, complicidad y lealtad. Sólo eso. Y todo lo demás que uno quiera añadir para hacer juntos el viaje. Disfrutar de una idea, de un proyecto, de una ciudad y de la fotografía de esa ciudad, si has estado en ella como si no lo has hecho (ya habrá tiempo). Disfrutar de una botella de vino de veinte euros y hacerlo con una de euro y medio. Si la persona es la adecuada para el viaje, después de brindar, hasta ese vino de euro y medio la botella tendrá un sabor distinto al real. Ahí está la gracia, el quid de la cuestión. Y el que no sepa apreciarlo, no sabrá de lo que estoy hablando. Que de amor es de lo que estoy hablando, precisamente, sea San Valentín o no.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Desahuciados

No puedo dejar de pensar en ello, en ellos. En ese matrimonio que se suicidó el otro día tras recibir del banco una orden de desahucio por impago. Desconozco su historia, evidentemente. Los periódicos sólo cuentan la noticia del suicidio, posiblemente causada por una ingesta de medicamentos. Pero cualquiera puede ponerse en su piel, en la piel de esas dos personas de sesenta y pico años, jubiladas. El miedo, la incertidumbre, la vergüenza... Todo lo que pasaría por sus cabezas: todo ese dolor, todo ese nerviosismo, toda esa frustración. ¿Quién daría el primer paso, el de pronunciar la palabra suicidio? Esa palabra que asociamos a los poetas románticos o a las personas que se encuentran en las situaciones más desesperadas, más angustiosas. Al que sufre penas -de amor o de lo que sea- tan grandes que le resulta imposible aguantar un minuto más en este endemoniado e injusto mundo. Nunca pensamos que esa palabra, suicidio, pudiese ir asociada a los desahucios. Las cosas se están desbordando de una manera que más que asombro produce auténtica desazón. Pánico. Rabia. Impotencia. Infinita tristeza. Asco. Las palabras se quedan cortas. Por una vez, se quedan cortas. Me los imagino a los dos, como cualquiera de nosotros puede imaginarse a sus propios padres o abuelos en semejante situación, sentados en el salón, antes o después de comer, acaso tomándose una copa o fumándose un cigarrillo (prohibidas ya, seguramente, por sus médicos, ambas cosas), sugiriéndole el uno al otro -no sabemos quién a quién- esa posibilidad, la del sucidio. Espeluznante. La escena no admite otro calificativo. Es inevitable que me venga a la cabeza la historia de "Amor", la reciente película de Haneke. Allí la historia era diferente, lo sé. La devastación de la enfermedad era lo que arrasaba con todo y la que desencadenaba determinada situación. Pero no puedo dejar de pensar en esa atmósfera. La atmósfera de la desesperación más auténtica. Los dos jubilados, antes o después de comer, acaso tomándose una copa o fumándose un cigarrillo, tomando esa decisión. La última de sus vidas. La más determinante. Esa decisión en la que, con toda probabilidad, jamás habían pensado. En ninguno de todos los años de convivencia, ni siquiera anteriormente. Me los imagino en la manera de llevar a cabo la acción. Y cuando, de pronto, surge la posibilidad de hacerlo con medicamentos, me los imagino, sí, haciendo acopio de todos los que encontraron por casa. Quién sabe si llevaban semanas pensando en la idea y recopilando esos medicamentos. Quién sabe. Guardando silencio para que nadie -sus hijos, sus vecinos, sus amigos, sus familiares...- descubriese su plan. El secreto mejor guardado. Y las palabras escritas en ese papel que encontró la policía explicando las causas por las que habían tomado la decisión de quitarse la vida. Esas palabras, y luego el silencio.  

martes, 12 de febrero de 2013

Desapariciones

Es un domingo lluvioso, triste, desapacible. Un domingo más de este invierno interminable. Mi hermana, que está de descanso, nos invita a una copa a media tarde. Nos gusta tomar una copa a media tarde, sobre todo en verano, cuando las terrazas están (o estaban) llenas de gente y la luz no desaparece hasta las diez de la noche. Pero ella descansa y cuando uno descansa del trabajo tiene ganas de hacer cosas y de que los demás participen en ellas. Recuerdo bien esa sensación y aceptamos la invitación de inmediato. Nos sentamos en la terraza cubierta de un bar casi vacío. Apenas pasa gente por la calle. Está oscureciendo y en las ventanas de las casas de los edificios de enfrente se encienden algunas luces. A través de los visillos, puede verse el movimiento de los habitantes de esas casas, el juego de sombras que sus cuerpos producen en la penumbra. Una mujer con un libro en la mano, un padre con un bebé en brazos, el paso lento de una persona mayor o enferma. Son algunas de esas sombras. Hablamos. Comentamos los acontecimientos de los últimos días, las cosas que han pasado y las que no han pasado, lamentablemente. La sensación que uno tiene con esta crisis (la que nosotros tenemos, al menos) es la de hacer muchas cosas, aunque la mayoría no salgan o no sean, por desgracia, remuneradas. No hay dinero: es la frase estelar, la que está en boca de todo el mundo. La eterna canción. Es lo que hay. Y hay que aceptarlo, ¿qué otra cosa se puede hacer? La indignación es grande, sobre todo cuando lees los periódicos, cuando escuchas la radio, y ves todo lo que la gente se lleva por las buenas y se queda tan ancha, sin castigo alguno.
Otra de las cosas más dolorosas de estos tiempos es la desaparición de lugares emblemáticos de la ciudad, de esos lugares que siempre han estado ahí, en el paisaje de la ciudad, y que parecía imposible que fuesen a desaparecer. Nos enteramos que una de las últimas víctimas es la librería Santa Teresa, otro de los emblemas de esta ciudad. Con sus enormes escaparates y su mostrador antiguo, Santa Teresa era un lugar -otro- de referencia. Se cierra. Una librería más. Está ocurriendo con las librerías lo que sucedió hace unos años con los cines: fueron cayendo todos, uno a uno, poco a poco, hasta la desaparición total de todos ellos. Sigo añorando aquellos cines. Su olor, su clasicismo: todo lo que representaban. Por eso cuando voy a otra ciudad donde conservan ese tipo de cines, suelo entrar para recuperar en dos horas muchas de esas sensaciones perdidas. Sigo sin aceptar de buen grado tener que ir a un centro comercial, atravesando esa extraña mezcla de olores y de gentes, para ver una película que me interesa. No me gustan demasiado los centros comerciales. Y no me gustan, de todas todas, que los cines estén allí ubicados. Sin embargo, viendo lo visto, mejor tocar madera, no vaya a ser que desaparezcan también, que más vale poder ir allí al cine que no tener ni una miserable sala con pantalla grande a la que acudir.
Edificios, paisajes, ilusiones... Incluso amigos. Esta crisis se está llevando demasiadas cosas. Y aunque no queremos ponernos más nostálgicos, resulta inevitable. Guardamos silencio por unos minutos, bebemos el final de la copa. Miramos la poca gente que pasa por la calle, bajo sus paraguas agitados por el viento. Las sombras que se mueven en las casas del edificio de enfrente, donde ya casi están encendidas todas las luces. Un domingo de invierno. Otro más. Ha llegado la hora de volver a casa, de espantar la melancolía.

jueves, 7 de febrero de 2013

La Piaf, al fondo

A veces la vida tiene esos pequeños regalos. Voces que recuerdan a otra voces. Leyendas que se van forjando día a día, casi al mismo tiempo que nosotros ocupamos el espacio de este presente, y recuerdan a otras leyendas. Así, Patricia Kaas cantando a Edith Piaf. No recuerdo muy bien la primera vez que escuché a la Kaas, pero sí la sensación que me transmitió: tan poderosa, tan magnética, tan carismática. Inolvidable. Sí recuerdo la dificultad de encontrar hace unos años sus discos por aquí y también recuerdo ir escuchándola en aquel primer viaje que hicimos a París, hace ya unos cuantos años. Me parecía lo apropiado, entre tantas músicas apropidas que uno puede ir escuchando de camino a París. Aunque no tuvimos la oportunidad de escucharla en directo, no resultaba difícil imaginar a Patricia Kaas (mujer atractiva y sensual, con ese aire, en ocasiones, a Jessica Lange: el mismo atractivo, la misma sensualidad, similar movimiento de las manos, de las caderas, similar misterio) cantando en cualquiera de aquellos cafés parisinos, próximos al Sena, en alguna penumbra cercana a algún piano, al caer la tarde y al refugio de un par de vinos después de las largas caminatas. Convirtiendo aquel café en un cabaret, que es algo que ella, en sus conciertos, sabe hacer muy bien. Como tampoco resultaba difícil escuchar en la imaginación a la Piaf, evidentemente. Ahora, ella, Patricia, le rinde homenaje a la Piaf. Todo un regalo, ya digo. La voz honda y desgarrada de Kaas es perfecta para esas canciones. (Es perfecta para todas las canciones, en realidad). Para su tristeza o su alegría. Para la melancolía o la euforia, según venga al caso de la emblemática canción. Todas lo son, emblemáticas. Y todas remiten, de una manera u otra, a determinados pasajes de nuestras vidas, cada cual escogerá los suyos. A mí, hoy, concretamente, a aquel primer viaje a París. Qué le vamos a hacer. Los tiempos están para que le pongamos humor y risas a las cosas, y se los ponemos, ¡vaya si se los ponemos!, pero también están para que nos dejemos llevar, de cuando en cuando, por la melancolía. Esa dulce melancolía que hace añorar algunos tiempos felices ("En el café de la juventud perdida", que diría Patrick Modiano), siempre tan presentes. O más que añorarlos, revivirlos. Esos recuerdos que están ahí, muy poderosos, en estas largas tardes de invierno y de lluvia que se parece a la nieve. No hay nada perdido mientras logremos conservalos así, vivamente. La Kaas canta, sí. Y ella, la Piaf, inolvidable, continúa al fondo.

martes, 5 de febrero de 2013

La depresión de Francesca

Estos días, cosas de este largo invierno, Francesca anda un poco deprimida. Se mueve con desgana de un lado a otro de la casa, buscando un sitio donde instalarse y no molestar ni ser molestada. Estornuda de vez en cuando y no tiene la mirada de siempre. Está como triste, apagada, con pocas ganas de juegos, carantoñas ni algarabías. Viene, como siempre, a mi regazo cuando estoy leyendo, pero no lo hace con la alegría y la euforia habituales, ni siquiera maúlla con ese maullido suyo tan característico con el que suele reclamar constantemente juegos, caricias, mimos, jaleo. Se instala sobre la manta que cubre mis piernas, se enrosca, cierra los ojos y se queda adormilada. Ni siquiera intenta mordisquear el cordón de los auriculares, el marcapáginas o una de las esquinas del libro, como tanto le gusta hacer. Cuando Íñigo, desde el sofá de al lado, le pasa la mano por el lomo o le hace cosquillas en el cuello, levanta la cabeza, intenta hacer un gesto de agradecimiento y se vuelve a enroscar, a encerrar sobre sí misma. Tampoco sale a la puerta, como suele hacer, cuando regresamos de la calle, con unos maullidos que, en este caso, son de protesta por el largo tiempo (a ella, media hora ya le parece un tiempo desmedido, exageradísimo) que hemos pasado fuera. Estos días, al regresar de la calle, solemos encontrarla encima de la cama, entre las dos almohadas, buscando calor y refugio. Soledad. Esa palabra que tan poco la define. Porque Francesca, que es muchas cosas, no es una gata a la que le guste demasiado la soledad. Más bien nada. Cuando nos fuimos quince días de viaje por América -¡qué tiempos!- mi hermana, que se instaló en esta casa, nos contó que permaneció toda una semana al lado de la puerta, apenas sin beber ni probar bocado. Mi hermana estaba convencida de que no iba a sobrevivir, de que nos la encontraríamos muerta. Pero no nos dijo nada hasta nuestro regreso, cuando ya había recuperado un poco el apetito y las ganas de vivir. La otra noche, cuando volvimos de cenar de casa de unas amigas (por cierto, Nosti, te has superado con los aperitivos y con los detalles), ni siquiera nos miró a la cara, enfurruñada, torciendo el gesto cada vez que le decíamos algo. Así están las cosas.
Francesca anda de capa caída: es un hecho. Quizá su actitud sólo esté reflejando lo que ve estos días a su alrededor. Las noticias de la tele, la radio y los periódicos. Todo ese runrún y esa falta de vergüenza. También lo que ve en esta propia casa. ¿Hacer las maletas e irnos a otro apartamento un poco más barato, donde la ciudad ya casi pierde su nombre, o quedarse aquí? Expectativas de trabajo que no terminan de cuajar... Ese eterno sí, pero no... En fin, todo eso. Los dilemas de siempre en estos tiempos tan tremendos (para algunos, insisto). Yo creo que Francesa, estos días, percibe todas esas cosas, sin entender del todo lo que le ocurre. A ella y al resto del mundo. Y lo expresa a su modo, encerrándose en sí misma, alejándose un poco. Ese modo tan poco suyo que está descubriendo cuando las cosas se tambalean y ya no son como eran antes. Supongo que en unos días se le pasará. Se acostumbrará, como todos, a las noticias de esos personajes que no tienen el más mínimo sentido del decoro y a las circunstancias que rodean su propia estabilidad. Cosas de este largo invierno. Del hecho mismo de estar en este mundo. Sobreviviendo. Qué remedio.