jueves, 30 de diciembre de 2010

Ha llovido

Ha llovido mucho desde aquella helada mañana del 2 enero de 2008 en la que llegué a esta librería, Trabe, de la que, en unas pocas horas, me iré para siempre. Puertas que se abren y otras que se cierran. Llegué con todas las ganas, con todo el entusiasmo, como es propio de mí cuando emprendo un nuevo proyecto deseado. Trabe, como librería, seguiría siendo el importante punto de referencia que había sido para la literatura asturiana y ampliaríamos el volumen de libros en castellano, hasta entonces más bien reducido. Ese era el cometido para el que se me contrató. Una librería con todo tipo de libros, con un buen fondo de Asturias y en asturiano, marca de la casa. La ubicación de la librería no era la mejor, pero ¿alguien dijo que las cosas de esta vida fueran fáciles? No, no son fáciles ni van tan veloces como, a veces, quisiésemos. Es lo que hay, afrontemos el reto. Fue Cela el que dijo aquella frase tan memorable: el que resiste, gana. Quizá no hayamos resistido lo suficiente, no lo sé. El dinero, ay, siempre manda. Y aquí, entonces, alguien dirá que se ha resistido más de lo necesario. Siempre hay opiniones para todo. Nunca se me dieron bien los números. Pienso que la librería Trabe debería seguir con sus puertas abiertas en otro rincón más vivo de la ciudad, pero ya se sabe que donde hay patrón no manda marinero, no nos engañemos.
Tres años donde, gracias a mi trabajo, conocí a escritores estupendos y gente con la que ahora, por unas razones u otras, mantengo amistad (Paquita Suárez Coalla, Miguel Barrero...), a otros escritores cuyas ínfulas son superiores a su talento, a mucha de la gente del barrio que se hicieron conmigo clientes de la librería, a muchas otras que defienden una lengua aún no oficial. Parte de esa gente venía habitualmente, con sus ganas y sus dineros en el bolso, en busca de alguna novedad, de un viejo título, de un rato de charla: Trabe, ya digo, seguía siendo el punto de referencia de esa lengua (mitad de libros en castellano y la otra, en asturiano, así como el escaparate y la distribución de la propia librería: ése era nuestro espíritu, que cada cual, libremente, elija). Otros de sus defensores desaparecieron, acaso sin recordar que cualquier lengua, oficial o no, se mantiene con dinero. Los que, de una manera u otra, nos dedicamos a la cultura no sólo vivimos de sueños. Lanzar banderas al aire, que siempre queda bonito, no es suficiente para resisitir.
Me voy, sí, de aquí. Y me llevo los gozosos momentos compartidos con mis compañeros (suerte, chicos, un placer trabajar con vosotros: decía Umbral que las mejores amistades son las que se crean en los trabajos, que no hay camaredería que una más si hay buen ambiente de trabajo, y aquí lo hubo: ilusiones compartidas, compañerismo y unas ansias importantísimas de aferrarnos a un trabajo en el que creíamos fervientemente), con la mayoría de los clientes. Tres años de mi vida, los mejores -sin duda- a nivel personal. Tres años en los que han pasado miles de cosas. Viajes, amigos, libros, risas, teatros, escritura, amor y reivindicaciones: de lo que se compone mi vida. Ciudades visitadas en la mejor compañía, que me han dado otra perspectiva del mundo. Esa perspectiva a la que sé que ahora debo aferrarme para no olvidar que esos otros mundos pueden estar ahí, al alcance de la mano, y que, de hecho, están. Feliz año nuevo a todos.

martes, 28 de diciembre de 2010

Julia Gutiérrez Caba

Llevo varios días en la cama con una fiebre altísima. La garganta, más aún que el gobierno, me exige que deje de fumar de una vez por todas. Creo que, esta vez, esta fiebre tan pesada y desagradable que me impide hacer cualquier cosa, va camino de conseguirlo. En medio de esa somnolencia pesada que detiene el reloj y te impide saber muy bien si es de día o de noche, si llueve o luce el sol al otro lado de la persiana, escucho desde Radio 5 la voz pausada de Julia Guitérrez Caba. Qué clase la de esta mujer y la de toda su familia. Habla de su andadura sobre las tablas, de los premios que ha recibido, de la familia, de ese cine que, como de tantas otras grandes damas de nuestra escena, se olvidó (casi) por completo de ella... Lo hace de un modo sosegado, reflexionando cada respuesta, modulando perfectamente esa voz maravillosa, tan característica. La vi varias veces en el teatro -alguna de esas veces, en Gijón, muchos años atrás, con su hermana Irene, cuya nieta, según cuenta, ya está dentro de este oficio, haciendo esto y lo otro-, y su elegancia y su talento interpretativo merecieron siempre mi aplauso más sonoro y encendido. En "Feliz aniversario", de Adolfo Marsillach, ofrecía un auténtico e inolvidable recital interpretativo. Es de esas actrices que, con una mágica elegancia, sin aspavientos ni sobreactuaciones de ningún tipo, llena por completo el escenario. Sus interpretaciones fluyen siempre naturalmente. Una mujer sabia y discreta, una actriz poderosísima que, dice, espera no haber dicho la última palabra. Y que, por unos minutos, escuchando sus reflexiones y recordando sus interpretaciones, consigue que me olvide de este lamentable estado febril.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Días extraños

Hay veces que uno descubre lugares mágicos de una manera inesperada. Así, la otra tarde, en la otra punta de la ciudad (zona Pórticos 1), cuando íbamos a ver la exposición de Consuelo Vallina (no os la perdáis), en la sala de arte Alfara, que está en la parte de abajo de la librería Santanillas, cuyo descubrimiento supuso todo un hallazgo. Se trata de una librería pequeña, bien distribuida, muy acogedora, donde, además de las imprescindibles novedades, puedes encontrar libros interesantes publicados tiempo atrás. Después de saludar a Consuelo (tan cercana y cariñosa) y a varias personas que me felicitan por ese texto, "Sándalo en la memoria", que escribí expresamente para la exposición y que le da título, con nuestras copas de vino blanco en la mano, la recorremos. Me encuentro con uno de los últimos libros de Umbral, "Días felices en Argüelles", que llevaba un tiempo buscando. A veces, aunque tenga muchas ganas de un libro en concreto, dejo que el azar me sorprenda en este sentido. Como ayer. Quién me iba a decir que, cuando semanas atrás estábamos en Madrid, en la propia zona de Argüelles, iba a encontrar ese libro en mi ciudad. Me gusta mucho ese Umbral de los últimos tiempos, memorialístico como siempre pero con un lenguaje más sencillo, más transparente. Abro el libro y leo: "La vida se resume en salir a por el periódico, bajarse paseando todo Argüelles y el Parque del Oeste". No lo dudo: me lo llevo. Es un buen resumen de la vida, sí: lo comparto plenamente. La encantadora chica que está al frente de la librería, me cuenta que una clienta habitual vino hace pocos días a comprar mi libro (ya lo había visto en los expositores de la entrada). Otras dos chicas que están en la exposición dicen, al oír hablar de él, que se van a hacer con sendos ejemplares. Una de las editoras que mejor publica libros infantiles ahora mismo en Asturias (ellas saben la admiración que siento por su trabajo, más aún en estos tiempos tan difíciles), me propone ilustrar algún texto que escriba expresamente para el público infantil (llevo meses dándole vueltas a una idea, pero... ¡es tan complicado escribir bien para los niños!). Agradable compañía, arte del bueno, proposiciones interesantes, perfiles de proyectos, librerías cálidas, hallazgos inesperados y algunas risas... Momentos felices para días tan aciagos (qué patético final para tantas ilusiones creadas) en la propia librería en la que trabajo.

martes, 21 de diciembre de 2010

Consuelo Vallina y el arte

SÁNDALO EN LA MEMORIA
La mujer de ahora, tiempo atrás, era una niña imaginativa que recibía abanicos de regalo por parte de aquellos familiares que, como tantos de nuestros antepasados, se habían ido a buscar la vida a Cuba. Eran abanicos delicados, de diferentes tamaños y colores, siempre con las sensuales reminiscencias y el dulce olor del sándalo, que ella conservaba como preciados y delicados tesoros en un lugar secreto de su cuarto. Me imagino a aquella niña, en la penumbra de su habitación, cuando todos dormían, sacando aquellos abanicos de aquel rincón secreto, acariciando su fina textura, abanicándose suavemente y soñando bien despierta con (casi) todas las posibilidades que le ofrecería el mundo. La niña fue creciendo y se convirtió en una mujer entusiasta por el arte, estudiosa, trabajadora y creativa, muy creativa. Se libró de ciertas ataduras que, entonces, en este país, aún impedían a las mujeres desarrollarse plenamente como personas y como artistas. Y viajó por todo el mundo, siendo muy consciente de que eso, viajar, conocer otras formas de vida, otras tierras, otros cielos, otros olores y otras culturas, es lo más importante para la creatividad y para ser una persona abierta de mente, comprensiva con el otro, cercana y afable. Muchos de esos viajes quedaron, como es lógico, plasmados en su extensa obra. Una obra que, como toda buena creación, ha ido evolucionando, renovándose, pero siempre manteniendo el espíritu fiel de quien tiene un mundo propio, variado y riquísimo. Un mundo colorista labrado con el talento innato y con las muchas horas de esfuerzo, dedicación, estudio y trabajo. Que las musas siempre te pillen trabajando, como decía lúcidamente aquel poeta.
Ahora, esa mujer, Consuelo Vallina, nos presenta algunos de sus últimos trabajos. Una serie de bellísimas linografías con el recuerdo de aquellas formas orientales que estaban estampadas en aquellos abanicos que recibía de la lejana Cuba, siendo aún una niña, entremezclados con esos otros recuerdos -vivísimos- de aquellos viajes por África, siempre tan presentes en toda su obra. El olor de la tierra o de la lluvia, las estrellas de aquellos cielos nocturnos que casi podían tocarse con las yemas de los dedos, los colores brillantes y luminosos de las gentes y sus ropajes, las sonrisas de aquellas mujeres, las mujeres africanas, con sus aterciopeladas y oscuras pieles y sus dientes de un blanco impecable, con sus hijos a sus espaldas y su afán por seguir adelante pese a todos los avatares y adversidades. Un canto -entusiasta y poderoso- a la naturaleza, a la libertad, a la vida. Labradas en vistosos colores también nos ofrece una espléndida muestra de sus cerámicas. Y, finalmente, una exquisitez: esos libros de autor que tan primorosa y delicadamente elabora. Son, cada una en su estilo, pequeñas joyas que nos revelan la personalidad de una autora que deja en cada creación un trocito de su vida y sus experiencias. Las huellas de aquella niña que soñaba en la penumbra de su habitación, cuando todos dormían, y de esta mujer, Consuelo Vallina, que mira la vida a través del arte y el arte a través de la vida. Una mujer que, en esta exposición, deja el pabellón bien alto, sí. Y que, en un susurro cargado de optimismo, casi como una advertencia, viene a decirnos lo mucho que aún le queda por vivir y por crear, que, en ella, es prácticamente lo mismo.
(Este texto pertenece al programa de mano de la exposición que Consuelo Vallina inaugura hoy en la Sala de Arte Alfara)

viernes, 17 de diciembre de 2010

En la biblioteca

Pasé muchas tardes de mi vida en la biblioteca pública de El Fontán. Buscando libros, anotando ideas para futuros proyectos, escribiendo relatos... La otra tarde, Ángela Martínez y su grupo de lectura me invitaron a hablar allí sobre mi libro. Fue un momento mágico estar sobre el escenario del Salón de Actos, hablando de "El extraño viaje" con Alberto Suárez, editor de Publicaciones Ámbitu y amigo desde los cinco años. La complicidad resultó inevitable. Son muchos años de amistad sobre nuestras espaldas. Con todo el tropel de momentos buenos, malos y regulares. Creo que conseguimos algo importante: que esa complicidad no excediese los límites de lo privado. No resulta fácil estar sobre un escenario hablando con alguien tan cercano. La gente aplaudió y valoró esa complicidad, las preguntas que, saliéndose un poco de los tópicos, Alberto había preparado y que yo, por supuesto, desconocía. También sus pinceladas de humor, que sirvieron para no hacer demasiado denso el discurso y darle un toque informal a la charla. Recordé, subido sobre las tablas, muchas de aquellas tardes que pasábamos en la casa de mis padres o en su apartamento de Luanco, con el rumor del mar al fondo, dándoles vueltas a las cosas, a una idea, a un guión, a una obra de teatro, a un relato... La vida, la nuestra y la que teníamos alrededor, siempre eran una buena base para ello. Como decía esa misma tarde en la biblioteca, al hilo de alguno de los textos, no hay nada mejor que sentarse en un banco de cualquier ciudad y observar todo lo que se mueve alrededor. No hay mayor riqueza para dar rienda suelta a la imaginación. En ese transitar de gentes e historias, está la esencia de la vida. La que han sabido captar los mejores creadores.
Mucha gente lo desconoce, pero Alberto, más allá del trabajo en su empresa, es una persona sumamente creativa. A veces se dispersa, lo que tampoco es algo negativo si lo consigues controlar, pero debería centrar todo su (importante) talento en la fotografía. En su casa y en sus carpetas hay fotografías maravillosas que sólo unos pocos hemos visto, y que están llenas de esa chispa que otorga a cualquier creador una personalidad. Su mirada, con los años, como la de todos nosotros, ha cambiado: la vida y sus consecuencias, ya se sabe. Y pienso que esa evolución es muy positiva para su creatividad. Esa creatividad que, pese al duro trabajo, no debería de quedar adormecida, como le recuerdo miles de veces. Sé que dentro de unos años, venciendo los miedos y la timidez, se animará a hacer una exposición con sus fotografías y más de uno se quedará perplejo, con la boca abierta. Tiempo al tiempo.
Vuelvo a la biblioteca. Patricia Hevia y Marian Sevares, tan cómplices ambas en sus respectivos estilos y maneras de ver el mundo, leyeron impecablemente los textos que habían elegido. Se notaba la sincera emoción que sintieron la primera vez que lo hicieron y el nudo en la garganta que denota la transparencia y la sinceridad. Gracias, chicas.
En la biblioteca pública, sí, la otra tarde, era inevitable que "El extraño viaje" hiciese allí una parada. En muchos de los libros que la habitan, está el origen del mío.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mucho más que dos

Íñigo no sabe que llevo días escribiendo este texto, porque, si lo supiera, tan discreto como es, no me dejaría seguir haciéndolo. Podría empezar por muchos sitios a tirar del hilo, casi cuatro años de intensa vida en común dan mucho de sí, como es lógico. Lo voy a hacer desde Nueva York, esa ciudad que tanto anhelábamos descubrir y que tan presente está en nuestras vidas desde que la conocimos. Era una mañana templada de principios de septiembre, cercana al séptimo aniversario de aquel atentado que conmocionó al mundo y del que siempre habrá un antes y un después. Paseábamos por alguna calle cercana a la Quinta Avenida y, de repente, encontramos una librería, otra más. Me resulta imposible, en una ciudad que no sea la mía, pasar por delante de una librería y no entrar en ella. Así que entré. Él, cansado ya de tanto recorrido literario, decidió esperarme en un banco que había a sus puertas, terminando su café. No hay mayor espectáculo que sentarse en medio de la calle de cualquier ciudad -más aún si se trata de Nueva York, claro- y contemplar a las gentes que pasan, la vida que bulle y palpita velozmente alrededor. Pasado un tiempo salí de aquella librería con algún libro y un montón de fotografías de mis escritores y actrices favoritas en la mano. Lo hice emocionado, como hace siempre el buen mitómano cuando comparte su hallazgo como el más preciado de los tesoros. Su cara, la cara de Íñigo en aquellos momentos, me quedará grabada en la memoria mientras viva. Podría describirla de muchas maneras, pero lo haré sólo de una: el que esté o haya estado enamorado alguna vez y haya visto a la persona amada feliz, realmente feliz, sabe de lo que estoy hablando. No hubiese cambiado aquel instante por nada del mundo. Estar allí, en Nueva York, con él, después de haber conseguido un regalo inesperado (aquel puñado de preciosas instantáneas, que ahora tengo enfrente de mí, colgadas en la pared, mientras escribo), que siempre son los mejores regalos. Y sé -su cara así lo demostraba, no hacían falta palabras- que él tampoco lo hubiese cambiado. Un gesto, muchas veces, es suficiente. Aquel gesto, sin duda, lo era.
Uno, en la vida, se va encontrando con muchos compañeros de viaje: amigos, novios, amantes fugaces... Son personas que, como las piezas de un puzzle, van conformando de modo inevitable los tramos de tu propia existencia. He conocido, como casi todo el mundo, a todo tipo de gente en este sentido. Buena (la mayoría), mala y peor. Todos ellos han quedado atrás, como si perteneciesen ya a una vida que no fuera la mía, aunque en ese mosaico, lo quiera o no, cada uno tiene su lugar. El lugar de los buenos y los malos recuerdos que todos, llegados a cierta edad, atesoramos. Los compañeros de viaje, a diferencia de la familia, uno los escoge libremente. Y de todos ellos, uno sabe con quién se va casar, ese estado cuya complicidad va más allá de todo lo demás. A veces, algunos amigos me preguntan los motivos por los que uno se decide a dar ese paso. Y es algo complicado de explicar. Es algo que está ahí, intangible pero muy vivo, y que se sabe perfectamente. La complicidad, en todos los aspectos, es fundamental. Mirar la vida, en sus aspectos fundamentales, de la misma manera, aunque llegar a ese punto no es tarea inmediata. Dos personas que vienen de diferentes lugares, de mundos opuestos, y que se encuentran una noche cualquiera. Lo que, en principio, parece complicado, cuando el amor y la complicidad son los puntos de unión, el viaje se vuelve sencillo. Y después, tan sencillo como imprescindible.
Íñigo es mi mejor compañero de viaje, como he dicho repetidamente estos días en la promoción del libro. Y lo es porque disfruta de mi felicidad (¡no recuerdo a persona más contenta en el mundo cuando Elvira Lindo dijo que firmaba el prólogo y cuando vimos el libro impreso!, por citar dos casos recientes), como yo hago con la suya, y porque me apoya cuando esa felicidad se ve enturbiada, como ahora, en estos complicados días en los que aún estoy asumiendo que me voy a quedar sin trabajo. Son muchos los cambios, las transformaciones, los estado de ánimo. Lo malo de ir cumpliendo años, lo peor debería decir, es que empezar de nuevo a esta edad es algo que se vuelve muy cuesta arriba. Mucho. Pero él está ahí, con su mirada silenciosa, con su apoyo constante, con su sabia templanza, con la valentía con la que se enfrentó al mundo por el amor que sentía, y eso no se paga ni con este puñado de palabras. Íñigo, ya lo dijo Benedetti mucho mejor que yo: "Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo/ y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos". Mucho más que dos.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Gays que van a misa

Las calles están adornadas con unas luces ridículas y desfasadas, que en algunos tramos se apagan y se encienden lentamente. Suena una música triste, muy triste, más propia de un funeral antiguo que de los días previos a la Navidad. Camino de los mercadillos de El Fontán, descubrimos algunos locales ya definitivamente clausurados, que la semana pasada aún estaban abiertos al público, mostrando sus mercancías al público. Todo está a medio camino entre el escenario descarnado de las películas de Ken Loach más radicales y alguno de los suburbios de Buenos Aires sobre los que aquel taxista, después de haberlos visitado tan despreocupadamente, nos alertó. Algunos jóvenes, con rostros desencajados, regresan de la juerga nocturna del sábado. Faltan pocos minutos para las doce de la mañana. Hoy es domingo todo el día, como decían al final de aquella obra de teatro del gran Edward Albee, "¿Quién teme a Virginia Woolf?". Nos encontramos con Sergio (llamémosle así), un viejo conocido. Camina deprisa, apenas se para, dice que llega tarde a misa. No doy crédito. Sergio, con el paso del tiempo fuertemente aferrado a su rostro, es (¿era?) un cliente habitual de saunas y demás locales y puntos de encuentro gays: aquí y en cualquiera de las ciudades que visitase. Todo parece una broma de pésimo gusto. Creencias religiosas al margen, que cada cual es muy libre de aferrarse al dios que crea más conveniente (y merece, desde luego, todo mi respeto, como ya se he señalado varias veces en estas páginas), ¿cómo se puede ser gay y acudir con ese fervor tan desmesurado a un recinto donde el discurso que allí se proclama te rechaza tan violentamente sólo por el mero hecho de que te gusten las personas de tu mismo sexo? No entiendo nada. Tengo la sensación de que, con estas lamentables perspectivas económicas, nos estamos volviendo todos locos poco a poco. Está mal decirlo (por eso le he cambiado el nombre), pero, tiempo atrás, vi a Sergio en situaciones que para sí quisieran los más atrevidos clientes de Studio 54, lo cual, sobra decirlo, me parece estupendamente: el sexo está para disfrutar plenamente de él y no debe tener más límites que los que te ponga la persona con la que lo llevas a cabo. Y ahora, el muchacho, llega tarde a misa... Y sí, efectivamente, nos damos la vuelta para comprobarlo (no termino de creérmelo), sube las escaleras con ese mismo paso apresurado, como me imagino que harían minutos antes los devotos que ahora ocupan los primeros bancos, y entra en la iglesia. Por la mañana misa y por la tarde, la inmensa tarde de domingo, sauna. Viva la coherencia.
La última vez que fui a misa, unos dos años atrás, me prometí firmemente no volver. Hacía mucho tiempo que no iba, desde los tiempos del colegio, más o menos, y, al tratarse de la boda de unos amigos y ante la insistencia de algunos de los otros asistentes, decidí entrar. Nada había cambiado desde entonces. Ni rastro de evolución. Ni un paso adelante. Lo que hace que tantos fieles -creyentes sensatos, que los hay- se vayan alejando de ahí. El discurso de aquel día estaba centrado en las uniones de parejas, lo cual, tratándose de lo que estábamos celebrando allí, me pareció normal. Pero, hablando de ello, poco tardó el cura en empezar a echar un sermón rotundo y peligroso -el mismo de siempre, por otro lado- sobre las uniones homosexuales, faltaría más. Siempre a vueltas con lo mismo. Qué obsesión y qué falta de respeto. Me dije: se acabó. No se puede tener tanta tolerancia con los intolerantes. Nunca más. Y espero cumplir mi promesa, venga la situación económica que venga. De aferrarse a un clavo ardiendo, que al menos sea divertido y respetuoso con los demás.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Buscando el corazón del sábado noche

Cenamos en casa de nuestros mejores amigos y, después, nos vamos a bailar. ¿Acaso hay algo mejor que el alcohol y el baile para capear el temporal, ahuyentar viejos fantasmas, sobrellevar lo que se avecina? Nos adentramos en la noche. Las calles están llenas de jóvenes que podrían ser mis hijos, qué vértigo. En La Santa, que está a tope, con música estupenda y ese aire festivo de las mejores noches, la cosa cambia, afortunadamente. Encontramos a viejos conocidos que hacía tiempo que no veíamos. Besos sonoros en las mejillas y todos con el mismo reproche: ¡Cuánto tiempo sin verte! Ay, la noche... Me encanta su juego, su misterio, su frivolidad, su descaro. He salido muchísimo de noche, he conocido a gente de todo tipo en esas horas previas al amanecer y me he divertido lo que no está escrito. Algunos de mis mejores recuerdos están asociados a ella, a la noche, pero creo que no hay que forzarse: uno sólo debe salir cuando le apetece, cuando tiene verdaderas ganas de hacerlo. Como esta noche, tan cerca de la Navidad ya. Caras que son referentes importantes de diferentes etapas de mi vida. Busco a Yolanda, pero no está sentada en su taburete habitual, con alguno de sus pañuelos de vistosos colores y su whisky en vaso bajo, como la gran anfitriona que es. Elena, sí está, bailando en el mismo sitio de siempre, con su copa en la mano y su eterna sonrisa. Elena, que ni siquiera sé si se llama así realmente, y yo, cuando bailábamos juntos, sabíamos perfectamente el estado de ánimo del otro: no hacían falta palabras. Con las miradas y la manera de bailar era suficiente. Ésa es la magia de la noche y quienes la habitamos. Sé que Elena, esta noche, está contenta. Brindo con ella y sigo bailando un rato más.
Cuando salimos de La Santa, decidimos que nos vamos para casa, pero, ay, ya en nuestra calle, nos encontramos con Álex y nos dejamos embaucar para tomar la última. Esas cosas que pasan también en la noche, qué peligro. Y en el último trago nos vamos, y blablablá, ya se sabe. No nos veíamos desde la presentación del libro, a finales de octubre, y nos ponemos al corriente de nuestras vidas. ¿Te quedas sin trabajo? Qué putada. Pues sí, chico, una putada bien grande. Anda, pídeme otro gin-tonic. Y mientras lo tomamos, recordamos aquella lejana noche en Roma, cuando nos encontramos delante de la Fontana de Trevi. Era uno de los primeros viajes que Iñigo y yo hacíamos juntos y, de repente, al darme la vuelta, ahí estaba él, Álex, sin paraguas bajo la lluvia, con su gorro de lana empapado y su eterno Winston light encendido, contemplando, como nosotros, aquella belleza. Qué aventuras buscando garitos en la noche italiana. Recorrimos media Roma haciéndolo. Otra visión de la ciudad, tan llena de gente en aquellos días de Semana Santa. Nada une más que las anécdotas vividas fuera de tu propia casa. ¿Te acuerdas de aquella discoteca en la que no nos dejaron entrar sólo por ser españoles? Al parecer, días atrás, unos españoles habían montado un numerito allí y, desde entonces, nos censuraban a todos. Terminamos llamando a la policía. Y luego, cuando nos dejaban pasar, nos pusimos estupendos, cual Max Estrella, y dijimos que ya no nos interesaba, ¡faltaría más! Qué risas. Y qué absurda, a veces, la noche. Aquí o en la mismísima Roma.
Alguien se acerca y me da dos besos. Es José Luis, el primo de una amiga a la que hace muchos años que no veo y que, semanas atrás, salió en un programa de televisión diciendo que había sido la pareja del novio de no sé qué famosa duquesa de pelo alborotado. Me dice que no pasa el tiempo por mí, que estoy estupendo, igual que siempre. Me cuenta que va a abrir un bar aquí, en Oviedo. Menos mal que todavía queda gente que se anima a abrir sitios nuevos en esta ciudad, que cada vez tiene más y más locales cerrados y ese aire, un tanto triste y patético, del principio de la decadencia.
Cuando salimos a la calle, ya casi está amaneciendo. Un aire cálido recorre las aceras, llevando de un lado a otro las hojas secas. Los más madrugadores caminan ya con su periódicos bajo el brazo. Lo hemos pasado bien. Muy bien, sin duda. Lo malo será abrir los ojos y encontrarse cara a cara con la resaca. Que los años no pasan así como así, pese a las apariencias y las amables palabras de los conocidos.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Hay que deshacer la casa

Era el título de una obra teatral, de mediados de los 80, con la que Charo López tuvo un gran éxito en Buenos Aires y por la que, aquí, a su regreso, compartiendo escenario con la desaparecida Lola Cardona (¡qué maravillosas actrices conforman la historia de la interpretación de este país!), ganó el Premio Ercilla. Es la historia de dos hermanas que, tras la muerte de sus padres, se reúnen en la casa familiar para repartirse la herencia. Ahí empiezan a aparecer los recuerdos, las rivalidades, la nostalgia y los conflictos. Ayer, desmantelando la librería para su cierre definitivo, me acordé de esta obra de teatro escrita por Sebastián Yunyet. Aunque aquí, en la librería, no tengamos que repartirnos nada (todo regresa a las distribuidoras y a las editoriales, qué pena), sí aparecen, inevitablemente, los recuerdos. Tres años de trabajo. Ocho horas diarias durante esos tres años, si hacemos minucioso recuento, son unas cuantas horas, con su lentitud o con sus instantes más luminosos y fructíferos. Cada uno de los libros de fondo de la librería, como cada uno de los que conforman la librería de mi propia casa, tiene un significado, un sentido. No están ahí por estar. Cuando, comprando ese libro, en el caso de la tienda, imaginaba que habría un lector al que podría interesarle esa historia, ese autor. Libros imprescindibles de Ítalo Calvino, Ángel González, Truman Capote, Pablo Neruda, Carson McCullers, Clarice Lispector, y tantos y tantos otros. O, en el caso de mi propia librería, constituyen el resultado de otras lecturas, de otras recomendaciones, de otros descubrimientos. Cada uno tiene su propia historia. Una aventura detrás de cada libro. Por eso, aunque en mi casa tenga cada vez menos espacio, me cuesta tanto deshacerme de los libros: todos ellos, incluso los menos buenos, forman parte de mi recorrido vital, con todas sus cosas positivas y negativas. Traen, al sacarlos de su hueco de la estantería, el recuerdo de una tarde, de una época. La manera en la que, cuando no tenía trabajo, iba ahorrando o camelando a mi madre para que me comprase otro, otro título más, anda, por favor, que acabo de escuchar a Fulanito o Menganita (póngase aquí el nombre de un escritor, actriz, director de cine o prestigioso editor) decir que es magnífico y en la biblioteca aún no lo tienen: ésos eran siempre mis argumentos de más peso. Quizá, ahora sin trabajo, tenga que volver a ellos.
Miles de recuerdos, ya digo. De ilusiones. Ahora, muchos de los libros de la tienda, de los imprescindibles y de los que no lo son tanto, están ya en cajas, preparados para su viaje hacia otros rumbos, otros recorridos, otros espacios. Su historia continúa lejos de esas estanterías que, durante estos años, les sirvieron de cobijo. No deja de ser, si lo pensamos bien, una buena metáfora de la propia vida. Todos buscando nuestro lugar en el mundo, como los personajes de aquella película argentina, así una y otra vez. Qué cansancio.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El amor y la dulce rutina

Me levanto despacio, con ese paso algo torpe que te queda después de la fiebre y de haber pasado demasiadas horas en la cama con las defensas bajas. Francesca viene detrás de mí, muy sigilosa, esperando que levante las persianas, que esa luz que ya se filtra por las rendijas inunde toda la habitación. No le gustan las persianas cerradas cuando intuye la luz del día al otro lado. Enciendo la radio y preparo café. Las mismas noticias de siempre: el aumento del paro para el nuevo año (allí, en sus colas, estaré yo el 2 de enero), políticos de uno y otro lado peleándose entre sí, inundaciones por el temporal, bajada y subida de las temperaturas, violencia machista... Qué pereza. El mundo sigue girando y todo sigue más o menos igual. Escucho la única noticia cultural que, al parecer, hay en el día: las palabras de Mario Vargas Llosa, en su discurso de aceptación del premio Nobel, hablando de su mujer. Le emocionan a él esas palabras y nos emocionan a todos, porque el amor, cuando es verdadero, produce escalofríos como si no hubiese pasado el tiempo. Ay, el tiempo...
Francesca ya está instalada en el cojín rojo, en la silla más cercana a la ventana. Lleva varios días inmóvil, como si la fiebre también se hubiese apoderado de ella. Días atrás, estuvieron en casa nuestros sobrinos, Iñigo y Javi, dos niños preciosos, tranquilos, simpáticos y muy cariñosos, sobretodo el mayor, el que se llama como su tío. De repente, al verlos, descubrimos a una Francesca completamente atemorizada, huyendo despavorida de su lado, corriendo como una loca por toda la casa, escondiéndose en los lugares más inverosímiles, sacando sus uñas como nunca antes lo había hecho. Pobre Francesca, asustada por la presencia de dos niños. ¿Quiénes son estos dos hombrecillos que osan inundar mi espacio?, pensaría. A ella, más que a nadie, le encanta la rutina. Ese dulce y lento transcurrir de los días. Ajena a todo alborozo que se salga de la convivencia habitual con nosotros. (Cuando vienen amigos a cenar, se deja querer durante los primeros cinco minutos. Después, se retira prudentemente a la habitación y no se vuelve a saber nada de ella hasta que la casa recupera su sonido habitual). Ahora ya se ha quedado dormida contemplando esos cielos grises y amenazantes de lluvia, los tejados de los otros edificios, las luces de Navidad que salen ya de las otras ventanas. Duerme profundamente, sí. Ni siquiera el sonido de esa lluvia que anunciaban por la radio la despierta. Observo su respiración pausada, cómo su cuerpo se mueve rítmicamente a su compás. Francesca, cómodamente instalada en su rutina. Ahora que vienen otros tiempos para mí, supongo que ha llegado la hora de modificar la mía, mi rutina. Decía Elvira Lindo -por experiencia propia- que siempre resulta complicado cuando dejas de trabajar fuera, por unos motivos u otros, hacerlo en casa. Debes de ser muy disciplinado, organizar las horas, no salirte de esos horarios, de esa otra rutina que tienes que establecer tú mismo: sin jefes, sin compañeros de trabajo, sin horarios establecidos por otros o por las demandas del mercado. Será cuestión de planteárselo y de no perder la calma. De atrapar esa serenidad que envuelve ahora a la gata, Francesca, feliz en su rutina, ajena por completo a todas las tormentas.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Sin trabajo

Aunque, dadas las circunstancias y los tiempos, intuías que podía pasar, no te imaginabas que la noticia llegase así, de repente, de un modo tan precipitado, de hoy para mañana. La vida tiene esas cosas, carece de término medio, no entra en demasiadas razones ni consideraciones. Hoy estás arriba. Mañana, abajo. Hoy, aquí. Y mañana sabe dios dónde. Hoy me toca a mí. Y mañana te tocará a ti. Ayer le tocó a unos cuantos, ya lo sabemos. Ese es el juego, la apuesta, el riesgo. Vivimos en unos tiempos difíciles, muy difíciles, realmente. Los que trabajamos cara al público y, además, recorremos las calles, todas las calles, de una punta a otra, de la ciudad, de las ciudades, bien lo sabemos. No hay demasiada ilusión en los rostros de las personas. Hay miedo a comprar, a entrar en un bar, en una tienda, en una librería. Hay temor a gastar el poco dinero que queda libre. Esa es la sensación que tengo. Qué sabes lo que puede suceder mañana. Quién lo sabe. Ese mañana está aquí, ya, para algunos. Para mí también. Otra librería que cierra. La mía, Trabe, en la que llevo tres años trabajando. Tres años llenos de muchas cosas. Tres años maravillosos en lo personal. Y gratificantes en lo laboral. Qué triste desenlace. Cuando uno empieza en un nuevo trabajo, un trabajo que le gusta, como es mi caso (amo la literatura y amo el contacto con la gente, ofrecerle a cada uno lo que considero más apropiado para sus gustos), lo hace lleno de sueños, de ilusiones, de expectativas. Y así ha sido, sin duda. La crisis, ay, la crisis. Me voy de esta librería, Trabe, que echa el cierre. Y me llevo la satisfacción del trabajo bien hecho. El haber encontrado a dos personas estupendas, Esther y Samuel, mis queridos compañeros durante todo este tiempo. Me llevo el recuerdo de la complicidad de todas esas tardes, debatiendo sobre unas cosas y otras, sobre lo humano y lo divino. Las risas, los quebraderos de cabeza, el apoyo mutuo, las botellas de vino que nos hemos bebido en días señalados, las entusiastas apuestas a diferentes loterías y el cariño sincero que surgió y que está ahí, inamovible. También me llevo los estupendos momentos compartidos con Nati, la chica que se parece a Marisa Paredes y que limpia la librería dos días por semana, lunes y jueves, al final de la tarde. Conocer a Nati, toda una superviviente, con su voz bronca y su alma tan loca y tan cercana, ha sido otro magnífico regalo de la vida. Me llevo todo eso, que ya está en un lugar bien destacado de mi corazón. Me llevo todo eso y me voy. Me iré el 31 de diciembre, dejando atrás este año tan fructífero (la boda, la publicación de mi libro, el cariño demostrado por tanta gente...) y una etapa de mi vida. Tres años están compuestos por muchas horas, por mucho trabajo, por mucha dedicación. Me quedo sin trabajo a punto de cumplir cuarenta años. Así son las cosas. Y así, salvando las distancias, puedo decir aquello que decía la gran Bette Davis en su mítico anuncio para un periódico de los años 50: Actriz, con dos Oscar y muchos años de experiencia, busca trabajo. Pues eso, aunque no tenga -aún- esos dos Oscar.
El show debe continuar, ¿no era así?

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sida. El reto de los tres ceros

Hoy, uno de diciembre, es día para recordar que el sida es una enfermedad que nos puede tocar a todos. No es día para mirar hacia otro lado, lavarse las manos, como hacen algunos, con la iglesia católica y sus absurdas conclusiones a la cabeza (el otro día, cuando el Papa visitó Barcelona, entrevistaban por la calle a una monja jovencísima que decía que estaba científicamente demostrado que el condón no evitaba el contagio: es sólo un ejemplo, un terrible ejemplo, sin duda, de lo que podemos escuchar cada día desde ese lado de la sociedad, y hacerlo, escuchar declaraciones así, produce bastante más miedo o indignación que risa). El problema es de todos: gays, heterosexuales, hombres, mujeres... Incluso de esa monja imprudente, por mucho que ella se empeñe en lo contrario. De aquí y de allá, de un continente y de otro. No conviene despistarse. Todos conocemos casos cercanos, muy cercanos incluso. Amigos que se fueron quedando, que se están quedando en el camino. Estadísticas que producen vértigo. Mucha ignorancia, mucha intolerancia (la discriminación laboral es, según los expertos, el principial problema de los seropositivos en nuestro país), y no sólo por parte de la iglesia católica.
Hoy es 1 de dicembre, día mundial de la lucha contra el sida, y está bien que se celebren días así para recordar -una y otra vez- la situación, los problemas, la necesidad de usar el condón. Pero no conviene olvidar que no es sólo eso, que no basta con ponerse hoy un lazo rojo bien grande y bien solidario en la parte más vistosa de la chaqueta, que hay que recapacitar, reflexionar y aceptar que mañana podemos ser cualquiera de nosotros los infectados. Me gusta esa campaña promovida por la ONU, la de los tres ceros. "Cero nuevos casos de infección por VIH. Cero discriminaciones. Cero muertes relacionadas con sida". Y, sobre todo, ponerse (antes de juzgar) en la piel del otro, que siempre resulta la mejor manera de aceptar a lo demás y de aceptarnos a nosotros mismos.