Cuando se conmemora una fecha especial, como ocurre ahora con la caída del muro de Berlín, siempre surge la misma pregunta: ¿qué hacías tú entonces? Veinte años, pese a lo que dice el célebre tango, son muchos años. Lo más importante, sin duda, es no olvidar que estamos aquí para contarlo. Es más de lo que algunos, desgraciadamente, pueden decir: no lo ignoremos. Veinte años atrás enterraba a mi abuela Virginia, escribía mis primeros relatos adultos hasta bien entrada la madrugada y soñaba -¡cómo no!- con comerme el mundo. ("Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante": Gil de Biedma, que estás en los más altos cielos, qué razón tenías). Veinte años atrás, pocos días antes de la caída del muro, cumplía dieciocho años, esa edad en la que te hacías absolutamente responsable de tus actos, como te recalcaban insistentemente los mayores. Veníamos de un tiempo muy gris, y eso, en pequeñas ciudades de provincias, aún seguía notándose (todavía recuerdo a mucha gente saliendo escandalizada de la proyección de "La ley del deseo", en aquellos tristemente desaparecidos cines Brooklyn que eran como mi segunda casa, un par de años atrás). Madrid era un sueño, la ciudad ideal donde la gente hablaba un lenguaje parecido al tuyo. Sin embargo, por ésta o aquella razón (o por todas a la vez), opté por quedarme aquí. Descubrí que algunas personas hablaban el mismo lenguaje que yo: y estaban aquí. Muchas de ellas, en La Santa Sebe (gracias, una vez más, Yolanda), bailando, riendo, divirtiéndose, reivindicando mil cosas y descubriendo que, algunas noches, la vida realmente sí es un cabaret, como cantaba Liza Minnelli -con voz aguardentosa, uñas pintadas de verde y pestañas imposibles: otra criatura en busca de sus sueños, otra de las nuestras- en aquella película (tan moderna, tan rabiosamente libre) que veíamos una y otra vez. A vueltas con Berlín. La Santa Sebe era nuestro Studio 54 particular, aquel lugar al que venían algunos de los artistas a los que admirábamos y en el que nadie te miraba mal si llevabas el pelo largo, una boa de plumas o te besabas en los labios con un atractivo desconocido de tu mismo sexo. En sus paredes vintage (cuando sólo en Londres se conocía el verdadero significado de esa palabra), están muchos de mis mejores recuerdos nocturnos. La Santa Sebe: por muchos más años.
Veinte años que han pasado en un soplo. Veinte años llenos de cosas, de lecturas, de músicas, de viajes, de experiencias, de cientos de tropezones, de algún que otro acierto, de risas y llantos, de intensos e imborrables momentos de amor, amistad y camaradería. Veinte años en los que cambiaría veinte mil cosas para hacerlas -seguramente- del mismo modo. Veinte años, sí, sin muro. Sin muros. Con las arrugas que conforman este rostro, del que, según dicen, cerca de los cuarenta, uno es el único y absoluto responsable.
Gracias por recordarnos a los demás, a los que nos fuimos, que no hacía falta recorrer las calles de Nueva York o Barcelona para encontrar lo que buscábamos desaforadamente; simplemente había que tener un poco de paciencia y saber buscar más profundamente en lo que nos rodeaba. Al final, lo otro, solo eran cantos de sirena que nos distraían de lo verdaderamente importante. Eso sí, desde la distancia se puede volver a reencontrar lo que perdimos. Un saludo y disfruta la tierrina.
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