miércoles, 28 de septiembre de 2022

Louise Fletcher

Louise Fletcher realizó una impresionante e inolvidable actuación en 'Alguien voló sobre el nido del cuco'. Su carrera quedó, lamentablemente, eclipsada por ese papel. Aún no sé muy bien las circunstancias que conducen a esto. Representantes mediocres, elecciones equivocadas, productores que tienden al encasillamiento, qué sé yo. Lo cierto es que resulta bastante triste. Fletcher se acaba de morir. Tenía 88 años. Pese a todo, en un lugar destacado, está dentro de la historia del cine. Con Oscar incluido.

Descanse en paz.

martes, 27 de septiembre de 2022

El carnicero

Ayer, después de muchos años, volví a ver 'El carnicero', de Claude Chabrol. Aquí no importa que se conozca pronto al asesino. No estamos ante un thriller al uso. Era 1970 y Chabrol empezaba a encontrar su camino. Lo que cuenta es esa manera del director francés de narrar la vida en los pequeños pueblos o ciudades, la cara oculta de quienes aparentan ser buenas personas, el misterio que hay detrás del personaje femenino. Y la turbia relación entre Stéphane Audran y Jean Yanne (fantásticos ambos). Y esos planos finales de una fascinante y contradictoria Audran, Concha de Plata en San Sebastián por esta interpretación.   

domingo, 25 de septiembre de 2022

Almodóvar

Pedro Almodóvar cumple hoy 73 años, y yo pongo aquí (en Facebook) un fotograma de 'Todo sobre mi madre', una de las películas que más me gustan de su filmografía. Tantas tardes en el cine, tantas influencias, tantas actrices, tantas historias que reflejan este mundo. Tantas maneras de juntar influencias, deseos. anhelos y pasiones. Tantas maneras (viendo su cine) de evadirse de la provincia tan provinciana. Tantas maneras de escapar. Tanto talento. Tanta admiración. 

Casi al alcance de la mano, casi.

sábado, 24 de septiembre de 2022

Días en el hospital

 

Soy ese hombre que compró un paraguas en Berlín hace tres años y que ahora entra con él medio empapado por la puerta de un hospital. Habitación 214, al final del pasillo. Los médicos realizarán una operación quirúrgica a mi marido dentro de un rato. Y en todas las televisiones retransmiten el funeral de una reina que vestía con prendas de vistosos colores y que parecía inmortal. Gente de todas las edades llora, hace largas colas, deposita ramos de flores a la entrada de sus palacios, habla entrecortadamente con los periodistas. Un joven con un tatuaje que ocupa todo su brazo izquierdo entra en la habitación para llevarse a Íñigo al quirófano. Parece cansado y no es demasiado amable. La intervención durará un par de horas, quizá tres, más el tiempo correspondiente en la sala de recuperación. Apago el televisor. He traído unos cuantos libros para hacer más llevadera la espera. Los pongo encima de la pequeña mesa de ruedas que los enfermos utilizan para comer. Varios de ellos son de Javier Marías. Aunque ya los he leído (y releído) todos, anoche pensé que sería buena idea tenerlos a mi lado en estos momentos de tensa espera. Abrir una página al azar, deleitarme en lo escrito, reconfortarme. Pensar en aquel tiempo en el que los leí por primera vez, en aquellos deslumbramientos. Mi vida, de pronto, reflejada en esas páginas. Qué sentí entonces, qué siento ahora. No lo hago, de momento. Los dejo ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. El silencio es espeso. Miro por la ventana. Desde esa habitación, la 214, se puede ver la entrada principal del hospital. El trajín habitual en estos casos. Coches, paraguas, pasos apresurados. Ropa de abrigo sobre la ropa de los últimos días de verano, algo inevitable en los septiembres del norte. Rostros cubiertos con esas mascarillas (azules, blancas, negras, incluso rosas, verdes o moradas) que llevan más de dos años formando parte de nuestras vidas por culpa de una enfermedad de nombre extraño y que hoy también sirven para ocultar preocupaciones, desvelos. Pienso en él, en Javier Marías, que tanta compañía me ha hecho desde mis solitarios años de juventud hasta hoy mismo. El escritor. El personaje que algunas personas quisieron crear. El hombre. La imagen de un Javier Marías jovencísimo con su eterno cigarrillo entre los dedos. Javier Marías hablando de libros con su agradable voz de fumador, rechazando aquel premio por ‘Los enamoramientos’, moviendo mucho las manos, firmando sus propios textos en alguna feria o presentación. Javier Marías, como ese hombre que camina ahora hacia la puerta de entrada del hospital a grandes pasos, con un enorme paraguas negro (la ropa también era negra, excepto la camisa blanca), sin abandonar el cigarrillo, bajo la lluvia. Javier Marías y sus colegas. Javier Marías, en fotos antiguas y en escritos, y sus padres. Javier Marías y su colección de soldaditos de plomo. Javier Marías y otras vidas escritas. Javier Marías y la meticulosidad a la hora de enfrentarse a una traducción (qué emotivo resulta que dedicase su último artículo para el periódico a la labor de los traductores), a una página aún sin estrenar o al comienzo de una nueva historia. Los setenta años de Javier Marías. Y, lamentablemente, en ese aciago once de septiembre, fundido a negro.

Pienso, de repente, en los últimos días de Javier Marías en el hospital. En una habitación (imagino) como ésta: aséptica, desinfectada, pintada de un blanco impecable. Allí, en aquella habitación de hospital, el hombre estaba por encima del personaje que algunas personas habían creado, incluso por encima del escritor. De ese escritor que tantísimas páginas de extraordinaria calidad deja al mundo de la literatura y que, sin embargo, a quienes tanto le admiramos seguirán pareciéndonos pocas. Los lectores siempre somos egoístas con nuestros autores imprescindibles. Con aquellos creadores (hombres y mujeres) que forman parte de nuestras vidas y cuyas obras necesitamos tener cerca para, en cierta medida, saber quiénes fuimos, quiénes somos, quiénes seremos. Más allá de la frase hecha y un tanto manoseada, nuestras lecturas (y relecturas) nos definen. Y nos posicionan en estos tiempos en los que parece que la gente -en general-, quizá por miedo o por pereza o por todo el cansancio acumulado, se retrae a la hora de posicionarse.

Marías nunca dejo de hacerlo, de posicionarse, en estos tiempos que a veces consideraba insulsos, anodinos, vulgares o, directamente, estúpidos. Para refugiarse de todo eso, siempre quedaba la literatura, el arte, el cine... En el cine, donde todo ha sucedido, como él mismo diría en el título de uno de sus libros. Donde todo ha sucedido. Cuatro palabras que le devuelven el sentido al sinsentido de demasiadas cosas, de demasiadas preocupaciones, de demasiadas injusticias, de demasiadas infamias. Vuelven algunos ideales y pensamientos que creíamos desterrados. Vuelven los gritos y la mala educación. Vuelve a haber una guerra en Europa.

Miro el reloj. Las horas pasan lentas en los hospitales, más aún en una situación de espera como ésta. Los libros siguen ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. También mi inquietud. Abro uno de ellos, ‘Aquella mitad de mi tiempo’, que tanto me gusta, y leo: “Tampoco puede oponerse uno a ello, ni a nacer, ni a vivir, ni a viajar en el tiempo, mientras no se canse de nosotros el tiempo, y nos expulse al territorio que no discurre. O que no transcurre, que viene a ser lo mismo. Si nos da tiempo a decir adiós, bien estará y yo no me quejaré”.

Cerca del mediodía, se abre la puerta de la habitación. Todo ha salido bien hoy. No me quejaré por esto.

Adiós, Javier.

viernes, 16 de septiembre de 2022

La colmena

Qué poso de tristeza, desesperanza y dignidad te queda después de ver la adaptación que Mario Camus hizo de 'La colmena', la obra de Camilo José Cela (la que más me gusta, junto a 'Pabellón de reposo', del autor). Todos los intérpretes están magníficos, pero qué escalofrío -da igual las veces que hayas visto la película- cuando el personaje de Charo López se encuentra con el de Pepe Sacristán. Un mundo entero en esos cinco minutos. 

Esta noche, en la 2, como homenaje al gran Mario Camus.  

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Godard

Me acuerdo de aquel teatro convertido por unos días en cine, sesiones dobles con directores de altura, versión original subtitulada,' Al final de la escapada', Seberg, Belmondo, unas calles muy diferentes a las calles de esta ciudad, la soledad de entonces, los libros en la mochila, tantas sueños como expectativas, y la lluvia del invierno, y luego la lluvia de la primavera, Belmondo, Seberg, sus abrazos, y mis quince o dieciséis años.

lunes, 12 de septiembre de 2022

Javier Marías

Se acaba el verano y vuelven a dolerme los huesos. Cosas del norte. Aunque haga calor, la humedad nunca desaparece del todo. Es domingo, once de septiembre. En dirección al Fontán, haciendo el camino más largo, recuerdo que hace catorce años estábamos en Nueva York. También recuerdo aquel jaleo de policías por todas partes, siete años después de los atentados. Y, de repente, ya entre los mercadillos, descubro un ejemplar del Círculo de 'Los enamoramientos', de Javier Marías. Aunque a veces, si están en buen estado y a un precio asequible, compro libros que ya tengo y que me han gustado mucho para regalárselos a mi hermana esta vez no lo hago. António Lobo Antunes tiene la culpa: acabo de hacerme con 'Yo he de amar una piedra', un título que me faltaba del portugués. Le compraré a mi hermana el libro de Marías la semana que viene, pienso. Es ella, mi propia hermana, la que, horas más tarde, en la perezosa tarde del domingo, me comunica la muerte del escritor. Y entonces me acuerdo de mi amiga Beatriz, que tanto le admiraba, y de mí mismo, siendo aún muy joven, disfrutando de su literatura. Desde aquella juventud, se haya ido donde se haya ido, hasta ahora. Sin olvidar aquellas épocas de librero en las que abrir una caja y encontrarme con uno de sus libros era motivo de alegría e impaciencia por ponerme a leer de inmediato. También de inmediato, sus libros iban al escaparate. No volverán esos tiempos, lo sé. Pero ahí, enfrente del rincón donde leo y escribo, están aquellos libros que iban al escaparate, todos ellos. Y, aún en esa tarde perezosa del domingo que se ha vuelto tan triste, cojo uno de los que más me gustan, 'Aquella mitad de mi tiempo', y leo: "Pero no puede decirse -o quizá sí- que hayamos malgastado cada minuto y cada zozobra y cada esfuerzo, por el mero hecho de que se disipen en la memoria. Porque no somos sólo memoria, en contra de lo que se cree. Somos sobre todo espera y acción, esperanza y decisión". Somos todo eso, pienso. Y cada gesto. Y cada lectura que descubrimos, que disfrutamos, que asimilamos. Cada lectura a la que queremos regresar. Lo que nos queda, lo que nos salva. 

sábado, 3 de septiembre de 2022

Buena suerte, Leo Grande

Ser atrevido (o atrevida, en este caso, ya que la película está dirigida por una mujer) no es mostrar un cuerpo desnudo. No importa que sea masculino o femenino: aquí se muestran ambos con naturalidad. Y esa naturalidad se agradece, dicho sea de paso, pero no es suficiente. Ser atrevido (atrevida) consiste en profundizar, introducirse en lo complejo, arriesgar. Y esta película, con elementos para hacerlo (mujer de más de 60 años que no ha tenido un orgasmo en su vida, prostitución masculina, matrimonio fallido, hija un tanto a la deriva...), no arriesga. Se queda en la superficie. Está entretenida, es correcta, sin más. No hay carne en el asador, crudeza, realismo. Sesenta años sin un orgasmo, qué lleva a ese chico a la prostitución (y todo ese sórdido mundo), por qué una mujer inteligente y con independencia económica aguanta a un cretino como marido durante más de treinta años, qué hay detrás de esa hija inestable... Incluso se podía ahondar en la historia de esa camarera que aparece al final. Todo eso queda en el aire. Tal vez la escena del desnudo de Emma Thompson sea lo mejor de la función: por su simbolismo, lejos de morbos baratos. Pero no es suficiente. El texto -ojalá alguien se atreva a hincarle el diente con la garra necesaria para las tablas- daba para mucho más. Un sí pero no. Una pena.