viernes, 30 de julio de 2010

Liza Minnelli

Regreso por un momento a Nueva York, a esas calles donde puedes encontrate el mayor número de teatros por metro cuadrado de todo el mundo, Broadway iluminando la noche, los cielos altos de la ciudad, Broadway iluminando Broadway, y, de repente, puedo verla, sí, es ella, Liza Minnelli, hija de artistas legendarios, saliendo por la puerta de atrás del Palace o de cualquiera de los otros teatros en los que actuó (casi todos), tratando de pasar desapercibida, fumando sin cesar y dirigiendo sus pasos hacia la calle 54, donde está ubicada la mítica discoteca Studio 54 (hoy reconvertida en teatro), esa donde pasará -bebiendo, bailando y demás- las horas que faltan hasta el amanecer. Allí estarán Bianca Jagger y Grace Jones, Andy Warhol y Truman Capote, Madonna, Al Pacino y una Elizabeth Taylor que, entrada en carnes, casi se parece más a Divine, su más fiel imitadora, que a sí misma. Esto, que es una ensoñación nocturna, bien pudo haber ocurrido en realidad, y de hecho así ocurrió algún tiempo atrás. Ahora Liza bebe esporádicamente y fuma mucho menos que entonces. Ahora Liza recorre el mundo, de una punta a otra, con su nuevo espectáculo: lleva casi dos años de interminable gira, y para seguir. Ahí está, sí, sobre el escenario, tan sólo arropada por sus músicos, con su traje rojo intenso o negro brillante, unos zapatos de altísimo tacón y una cinta en la frente para calmar el sudor, pletórica, exultante, divina, única. Rotunda de voz y ágil de movimientos. Ella es el musical en estado puro, los últimos flecos de aquella época dorada de Broadway donde su madre, Judy Garland, pese a todas las dependencias y flaquezas, brillaba como ninguna y de quien ella, Liza, herdeó su dominio absoluto de la escena. La fragilidad, la vulnerabilidad y las adicciones. Nadie es perfecto.
El espectáculo, dividido en dos partes, repasa sus míticas canciones y las de su madrina, Kay Thompson, otra intérprete de la época dorada. Dos partes que culminan con el célebre "New York, New York" y una versión a capella de "I´ll be seeing you". Cabaret total. Frases, recuerdos, anécdotas del padre y de la madre, de la madrina y de ella misma, intercaladas por todo el show. El público, todos nosotros, así lo recalcaba una y otra vez, somos su familia.
Como no podía ser de otra manera, Sally Bowles, aquella chica que se pintaba las uñas de color verde y que se desahogaba gritando cuando pasaban los trenes, también hace su aparición, Berlín, años 30. "Maybe this time", y todas las demás canciones. Sally, como la propia Liza, sigue conservando el espíritu de los seres libres -el mismo de la película de Bob Fosse, "Cabaret"-. Ese espíritu que continuará vivo mientras alguien -como yo esta noche- se las siga imaginando (a Sally o a Liza, qué más da) saliendo de un teatro, encaminándose hacia la búsqueda de ese instante de felicidad que no termina de llegar.

martes, 27 de julio de 2010

La tía Fina

La tía Fina tenía unas tazas de color marrón que ella misma había hecho en la fábrica de loza de San Claudio, donde trabajaba. Nos encantaban, a mi hermana y a mí, de pequeños, aquellas tazas grandes, casi tazones, merendar en ellas el chocolate espeso que ella, la tía Fina, espléndida cocinera, nos preparaba cuando íbamos a visitarla con nuestros padres, acompañándolo de unas deliciosas casadiellas, vacías o rellenas de nuez o de dulce de membrillo, que amasaba con sus pequeñas manos y freía en menos de veinte minutos. Eran, las casadiellas, su especialidad dentro de los postres, junto a aquel arroz con leche que cocía a fuego lento durante horas en la cocina de carbón y que posteriormente requemaba con el gancho de la propia cocina. ¡Cómo nos fascinaba contemplar cómo se iba tostando el azúcar al calor de aquel hierro!
La tía Fina estaba soltera y vivía sola en una casa rodeada de árboles y plantas, todo muy bien cuidado por ella misma en sus ratos libres, los domingos principalmente, sus días de descanso. Nunca se casó, según sus propias palabras, porque no quiso, aunque en realidad sí había querido con un chico del pueblo, el único que no le hizo el más mínimo caso. Sí tuvo unas cuantas proposiciones, pero las rechazó todas. Tema zanjado, decía ya casi enfadada.
La tía Fina era inquieta, menuda y le gustaba mucho el sol, la playa y viajar, algo que, ya jubilada, no pudo hacer, como llevaba planeando toda la vida, por sus problemas reumáticos en una rodilla. Era la menor de siete hermanos: cinco hombre y dos mujeres. Dos de sus hermanos se quedaron viudos muy jóvenes, con niños muy pequeños, entre ellos mi padre, su sobrino. Ella los crió y los sacó adelante a todos. Todos la querían como a una madre, la madre que perdieron demasiado pronto.
Cuando los niños se fueron haciendo mayores, empezó a trabajar en la fábrica de loza. Le gustaba su trabajo. Fue una de las primeras mujeres del pueblo en trabajar fuera de casa. Sólo había una cosa que no le agradaba nada de aquel trabajo: tener que bajar sola desde su casa hasta la estación de trenes antes de que amaneciese, ya fuese invierno o verano. Era un trayecto de apenas diez minutos, pero siempre, hasta jubilarse, tuvo miedo. La tía Fina era muy miedosa, sí. Aquellos diez minutos se le hacían eternos. ¿Qué pasaría por su cabeza en ese breve intervalo de tiempo que se le hacía eterno? ¿Qué temores la acecharían? Era en esos momentos, según confesaba aquellas tardes de domingo, cuando más echaba de menos a un compañero.
Murió sola, en un asilo de ancianos, llamando a voces a ese compañero que nunca tuvo y pidiéndole a cualquiera que entrara en su habitación aquellos caramelos de toffe -sus favoritos- que nos regalaba por entonces a escondidas, entremezclados con un billete de cien, de quinientas o de mil pesetas.

viernes, 23 de julio de 2010

Las dos Nachas

Estamos en Madrid, en la plaza de Chueca, alrededor del mediodía, hojeando los periódicos y los libros de segunda mano que acabamos de comprar. El mes de julio avanza a toda velocidad y hace mucho calor, las cervezas están heladas, las bebemos despacio, muy lentamente, saboreándolas con deleite, sin prisa alguna. De repente, a nuestras espaldas, oímos unos gritos. Tres travestis en plena algarabía. Tienen pinta de no haberse ido a dormir aún. Chillan porque a dos de ellas no las dejan entrar en un bar donde, al parecer, nunca pagan. Eso nos lo cuenta la tercera en discordia, Nacha, bien entrada en los cincuenta, con el rostro bastante ajado y el pelo muy enmarañado, miles de canas abriéndose paso a través de un rubio imposible, que se acerca a trompicones a nuestra mesa, nos da la mano, manos grandes de mujer vieja, dos uñas rotas, la pintura de las otras de un oscuro morado y totalmente escachada, y se presenta. Yo soy la Nacha y sí pago, afirma a grito pelado, que para eso vendo este cuerpo serrano cada noche, aunque la clientela ya no es lo que era. La Nacha paga en ese bar y en todos los sitios, quede claro, concluye con aires de enfado y desafío. Y se despide deseándonos una feliz navidad. Tal cual.
Así las cosas, esa misma tarde, en el teatro Fernan-Gómez, otra Nacha, argentina en este caso, la Guevara, ahora con larga melena rubia platino y unas sobresalientes facultades vocales, vestida entera de negro, nos da toda una lección de teatro. Voz, cuerpo y música, la del piano de Alberto Favero. No hace falta más. Música, poesía y movimiento, sí. Hacen un repaso, los dos, por sus canciones y poetas favoritos. Ahí escuchamos de nuevo, con la emoción de aquellas ya lejanas primeras veces, a Mario Benedetti y a Pablo Neruda, entre otros. Canciones más ligeras, pícaras, algunas con un genial toque absurdo, sirven para que Nacha, aparte de sus cualidades vocales, nos ofrezca también las interpretativas. Es un día especial. España juega un partido muy importante, que -finalmente- lo clasificará como el mejor equipo del mundo. Y ella, Nacha Guevara, agradece profundamente que estemos allí ese día, el último día que presentan el show en Madrid. Y nos regalan un par de canciones más. Y salen los clowns y el recuerdo de un musical, "Eva", sobre la vida de Eva Perón, que ella misma protagonizó el año pasado en su tierra. Cuando abandonamos el teatro, el partido ya ha comenzado. Grandes pantallas lo retransmiten por las calles más céntricas. Mucho gentío y algarabía. Banderas, muchas banderas, y una especie de felicidad y euforia colectiva. Caminamos entre la gente, de regreso al hotel, con las palabras de los poetas en la boca de Nacha resonando aún en nuestras cabezas y la certeza de que los mitos -Nacha, indiscutiblemente, ya lo es- siempre lo son por algo.

martes, 20 de julio de 2010

Con Elvira Lindo en NY

Nos encontramos en la Avenida Columbus, en uno de sus restaurantes preferidos. Era un mediodía de sábado soleado, caluroso, tranquilo. Uno de esos días de mayo en los que la mayoría de la gente parece relajada, dispuesta a disfrutar del buen tiempo, de las horas de ocio. Los niños jugando en los parques y los padres, sentados en las terrazas cercanas, charlando animadamente con los amigos, saboreando esas cervezas bien grandes y bien frías, con los abultados periódicos a un lado y las bolsas con algunos libros de segunda mano recién comprados en los mercadillos callejeros que se sitúan en esa misma acera. Ahí, en esa zona del Upper West, todo resulta más sosegado. La vida tiene un paso menos acelerado, menos estresante, menos bullicioso. La gente, allí, lleva una existencia más familiar, más de barrio, por decirlo de una manera sencilla. Se puede detener tranquilamente en medio de la acera, después de comprar un crujiente pan o unos de esos bollos recién hechos que luego se rellenan de esponjoso queso blanco, para hablar con una amiga, con una vecina o con un viejo conocido: algo que en otras partes de la ciudad resultaría del todo impensable. Pero Nueva York, ciudad de numerosas caras y maravillosos contrastes, es así. La noche anterior habíamos estado en Studio 54, la mítica discoteca convertida de nuevo en teatro, y la emoción aún nos embargaba, más por estar dentro de aquellas añejas paredes que guardan tantos secretos lujuriosos y tantas leyendas desenfrenadas y excesivas de algunos de nuestros personajes favoritos que por el musical -Sondheim on Sondheim- en sí mismo. (Las canciones de Stephen Sondheim son buenas, muy buenas en algunos casos, pero sin una voz verdaderamente genial, como sucede aquí, quedan un tanto ñoñas y descafeinadas). Llegamos, no vamos a negarlo, un poco nerviosos. No todos los días queda uno para comer con una de las mejores plumas de este país, con una de las voces que, en sus artículos, muestra más moderación, sensatez y reflexión, en estos tiempos de tanto y tan desagradable alboroto, de abundante pérdida de papeles de un lado y del otro. No abandonar nunca la calma ni la educación, digan lo que digan los demás, se ponga el patio como se ponga: ésa es la lección más importante que uno aprende leyendo y siendo amigo de Elvira Lindo. Y no es mala lección, desde luego. Llegamos diez minutos antes de lo acordado. El restaurante es uno de esos sitios donde, después de tantas películas como uno ha visto ya, te imaginas a las parejas de las películas de Woody Allen charlando animadamente al calor del vino antes de que salte la chispa y surjan, de una manera u otra, los conflictos. Esos conflictos que tanto juego dan en las películas del cineasta neoyorquino y que tanta pereza producen en la vida real. La esperamos en la barra, tomando una copa. El aire cálido de la calle y el alegre griterío de los más pequeños entraban por los grandes ventanales que teníamos a nuestras espaldas. A la hora señalada, con puntualidad exquisita, llegó la escritora. Y allí estaba ella, sí, Elvira Lindo, con su encantador sombrero y sus gafas negras en la mano y su mejor sonrisa en los labios, pero también estaban -de pronto los vi- todos aquellos momentos maravillosos que aquella mujer me había hecho pasar a lo largo de mi vida. Sus divertidas intervenciones en la radio, sus numerosos artículos (esos artículos, reflejos de buena observadora, de persona comprometida, que se dividen en dos: los políticos y sociales, y los que tratan temas más personales, el devenir cotidiano de una mujer que escribe y que se interesa por -casi- todo, ese detalle que queda magistralmente atrapado entre sus líneas) sus puntuales aportaciones a su potente página web, sus espléndidas novelas, esas breves apariciones en algunas películas donde juega a ser la cómica cuya alma ya posee. Todos aquellos inolvidables momentos se aparecieron allí, al mismo tiempo que ella, Elvira Lindo, la creadora de tantas historias, de tantos personajes, la escritora, una de nuestras favoritas. La mayoría de las fotografías no hacen justicia a Elvira. No es un tópico. Es así: resulta mucho más guapa y atractiva al natural. No somos los primeros en decírselo. Ahí, cara a cara, durante la comida, pudimos comprobarlo. Hablando de esto y de lo otro. De literatura, de la vida, de los musicales, de los viajes, del teatro, del campo, de las ciudades, de muchas ciudades. De Nueva York, claro. Y también de Asturias, del norte del país. Otra de sus virtudes es esa, precisamente: la capacidad que tiene de hacerte sentirte bien a su lado desde el primer momento, nada de tiranteces ni absurdos tiempos muertos, como si fuésemos tres amigos de toda la vida que hacía tiempo que no se veían. Esa cualidad, que no todo el mundo posee, es, a mi modo de ver, junto a la risa, a la capacidad de reírse (reírse de todo, empezando por uno mismo, claro está), una de las más valiosas que el ser humano puede tener.Hablamos de su novela, "Lo que me queda por vivir", que se publicará en septiembre. Está entusiasmada con ella, con la historia de una madre y su hijo en el Madrid de principios de los años ochenta. Dice que los pocos que ya la leyeron se quedaron sobrecogidos, fuertemente impactados tras su lectura. No esperamos menos, le digo. "Una palabra tuya", cinco años atrás, ya nos había conmovido profundamente. También se muestra nerviosa, expectante, como todo creador, por la reacción del público. Ese público que la seguimos fielmente, haga lo que haga, escriba donde escriba, toque el género que toque. Todo saldrá bien, ya lo verás, sentencio antes de proponer el brindis. No es hueca palabrería. Lo digo totalmente en serio porque así, aún sin leerla, lo pienso. Y por ella, por la nueva novela, alzamos las copas de aquel exquisito vino californiano. Al terminar la comida, echamos de menos una tertulia de las habituales en nuestro país, ese cigarrillo que, entre charla y charla, da lugar a fumarte la cajetilla casi entera, ese último vino que acompaña al café que da paso a descorchar otra botella, mientras la tarde va cayendo al otro lado de la ventana y se enreda con la noche. Pero estamos en América y los camareros ya miran la hora del reloj mientras recogen las últimas mesas (somos los únicos que quedamos en el local). Así que nos levantamos y nos vamos. Caminamos por las calles, nos detenemos ante los vistosos escaparates (a Elvira, como a nosotros, le llama todo la atención: tengo la sensación de que no ha perdido la ilusión por nada, y eso siempre resulta algo estupendo) y nos despedimos unas calles más abajo con la esperanza de volver a vernos pronto, con la satisfacción del buen rato que pasamos, con el deseo de que todo vaya bien en nuestras respectivas vidas. Gracias, Elvira.

martes, 13 de julio de 2010

El beso

No me gusta el fútbol. Ni poco ni mucho: nada. En el colegio donde estudié, ya desde bien pequeños, en las temibles clases de gimnasia, dos veces por semana, nos obligaban a formar equipos y a jugar unos contra otros, quisiésemos o no, supiésemos o no. Y, claro, los que no queríamos y no teníamos ni idea (más de uno), éramos el hazmerreír del resto, bajo la mirada socarrona y cómplice del profesor de turno (que siempre era el mismo). Con los años, pese a la insistencia de mi padre para que lo acompañase en una de sus aficiones preferidas, nunca dediqué ni un solo minuto a la visión de un partido de fútbol, tuviese la relevancia que tuviese. Ahora, tampoco. Respeto, lógicamente, a los muchísimos aficionados a este juego al que no consigo encontrarle aliciente alguno. No me molestan las banderas (los colores de la nuestra nos pertenecen a todos), sólo el uso (abusivo) que algunos, cargados de alcohol y patriotismo mal entendido, pueden llegar a hacer de ellas. Por eso, de todas estas algarabías y celebraciones, me quedo con dos cosas: con la alegría contagiosa de la gente y con el beso, ese beso que el eufórico y emocionado capitán del equipo, Iker Casillas, un buen tipo (así lo dicen los que le conocen y así lo parece), le da a su novia, Sara Carbonero, en riguroso directo, tras la gloriosa e inolvidable hazaña. Ese beso -sincero, espontáneo, de hombre que no puede ocultar su amor- me reconcilia un poco con ese juego que sigue sin gustarme y me acerca aún más a la gente, con parecidas o contrarias aficiones a las mías, sensata, respetuosa, de buen corazón.

martes, 6 de julio de 2010

Llanes, 2010

Estar de vacaciones es no tener que mirar el reloj, hacer lo que te apetece en todo momento, dejarte llevar a cada instante. Pasear, relajarse, leer siempre que quieras, comer, beber vino y cervezas heladas, tomar el sol, hacer fotos, muchas fotos, soñar sin que la rutina te devuelva a la dura realidad (con crisis o sin ella), bañarte en el mar, contemplarlo -majestuoso- desde lo alto de un acantilado, como ayer por la tarde hicimos. El tiempo, aunque sigue avanzando velozmente, parece detenerse durante esos días, los de las vacaciones. El día y la noche se confunden. No importa no domir durante la noche, desvelarte en mitad de la madrugada: ya se encuentra la mañana disponible para eso, las primeras horas de la tarde, cuando sea. La pereza, ¡qué maravilla!
Estar de vacaciones es acostarte tarde, simplemente cuando te apetece, dejar pasar la vida, aspirar el olor de las flores y de los árboles, escuchar el sonido de las gaviotas y el rumor tranquilo del mar entrando por la ventana de la casa, de esta casa de Llanes en la que estamos. Aquí veníamos al principio de nuestra relación, buscando un refugio, un escondite del que huir de las miradas ansiosas de cotilleo, ávidas de novedades y morbo. Aquellas visitas a Llanes, en invierno, durante dos días que se esfumaban a gran velocidad, forman parte de los recuerdos más bonitos del inicio de nuestra relación, tres años y pico atrás ya... Llanes, en invierno o verano, siempre posee su encanto. Cada estación tiene su particularidad, pero el invierno, con su bruma heladora y sus calles solitarias, sigue estando en un lugar destacado de mis preferencias. Raro que es uno.
Ahora mismo, que son las siete de la mañana, la casa está en silencio, como las calles. Las gaviotas, que vienen y van, están más alborotadas que nunca: chillan y chillan, y sus chillidos tapan el sonido de esos pájaros que se posan ahí, a un palmo de mis manos. Una fina lluvia se cuela por la ventana y se enreda con el olor de la humedad, del mar, del calor. El olor del verano que trae olores de otros veranos. Otras voces, otros ámbitos. Ahora mismo, no hay otro plan, no hay mejor plan. Cerrar los ojos y dejarse llevar. Disfrutar. Detener el tiempo, este tiempo que avanza. Llanes. Julio, 2010.