sábado, 31 de diciembre de 2016

Últimas horas del año

Hemos dado un larguísimo paseo por toda la ciudad. Poca gente y la mayoría de los locales cerrados. Sensación de tarde de domingo o de día extraño. Preámbulo de fiesta, de celebración y, lo que es más importante, de renovación. Algunas cosas cambiarán (espero) y otras seguirán igual, quién lo sabe. Pero conviene pasar la página del calendario cuando el año que se agota no ha sido, precisamente, glorioso. No es superstición: es realismo. 
Me quedo con este último paseo del año antes de tomar mi primera copa de vino. Con ese sol que calentaba la piel en los rincones donde no se ocultaba y con el frío intenso en los rincones con sombra (la mayoría). Me quedo con las palabras y con los silencios de ese paseo. Me quedo con estas últimas horas, que están siendo tranquilas. Y deseando que esa tranquilidad y la belleza de ese cielo que va engullendo ya al sol sigan de nuestro lado durante buena parte de los días del nuevo año. Después de la salud, pocas cosas más importantes. 
Extiendo mi deseo a las personas que por aquí pasáis. 

viernes, 30 de diciembre de 2016

Adiós, 2016, adiós

La última luz de la tarde refleja lo que deseamos y también lo que no deseamos. A través del cristal de la copa de vino, contemplo parte del mundo que me interesa. El resto está en los libros y en los mapas. En los cuadernos de tapas duras aún por escribir y en el olor de los teatros. El 2016 está agonizando y queda la serenidad (y el cansancio) que viene después de haber sobrevivido a doce meses muy complicados. El 2016 está agonizando y, por mi parte, está bien que así sea. De nada sirve pedir cosas porque las cosas, si vienen, lo hacen a su antojo. El mundo fluye a su modo, libremente. Y quienes manejan las riendas del asunto, también. 
Si pudiese elegir un lugar donde pasar esta Nochevieja, ese lugar sería San Francisco. Aún recuerdo su olor, la tranquilidad de muchas de sus calles y el cielo que se divisaba desde aquella habitación de hotel que tenía la cama más grande donde hemos dormido. Cenar en un sitio tranquilo y regresar a aquella habitación para contemplar el cielo hasta que, con el amanecer, fuese cambiando poco a poco de color. Y caer, entonces, rendidos por el sueño. 
Empezar un año es como abrir una puerta desconocida. Nadie sabe lo que puede haber al otro lado. Sólo queda confiar en que la luz que proceda de ahí nos sea propicia. Confiemos, pues.  

lunes, 26 de diciembre de 2016

George Michael

Digamos que George Michael no es uno de mis cantantes favoritos. Sin embargo, curiosamente, si me paro a pensarlo, su música ha estado presente en momentos importantes de mi vida. Aquellas primeras salidas a la discoteca donde bailabas con aquel chico que te gustaba pero al que no te atrevías a decirle nada. Las noches largas y divertidas con amigas, donde el presente era lo único que contaba. Esas mismas noches con el amigo que te traicionó. El día que conociste a tu primer novio y la noche que hiciste lo propio con quien hoy te acompaña (y al que sí le gusta el cantante). La música de George Michael siempre estaba presente en aquellos locales de los noventa (muchos de ellos ya desaparecidos). Como una especie de banda sonora no buscada. 
Entristece su temprana muerte. Endemoniado 2016. Cada vez que escuche una de sus canciones, quién sabe dónde, alguno de aquellos momentos regresará a mi memoria. Y será, sin duda, como echar un vistazo a un viejo álbum de fotos donde todos (todavía) sonreíamos con desbordante ilusión.

Días de Navidad

Este artículo fue publicado en LaEscena

Tengo diez años y la Navidad es la época del año que más me gusta. Muchos días por delante sin colegio y muchos regalos en forma de libro. Aquellas primeras lecturas. Sumergirse en ellas sin saber los caminos a los que te conducirían aquellas peripecias, sin saber las vueltas que, posteriormente, iría dando el impredecible destino, tan ajeno entonces para nosotros. La ilusión de romper aquel papel de vistosos colores y saber que allí estaban aquellos libros que tanto deseabas. Las historias de Los Cinco, las de Tom Sawyer, las de Julio Verne, las de Zipi y Zape... Ya sé que hay algunos escritores que dicen haber empezado a leer con Joyce y Cortázar, pero yo empecé así, qué le vamos a hacer. En la cama (en la mía o en la de mis padres), en la cocina, en el suelo, al lado del ventanal del salón: cualquier rincón era bueno para leer. El refugio no estaba en el espacio, sino en el objeto mismo -el libro-, en aquellas palabras que leías apresuradamente porque querías conocer el final de la historia, de la aventura. Luego, con otra pausa, vendrían las relecturas porque, con aquellos diez años, sin amigos (tus compañeros de colegio hablaban otro lenguaje diferente al tuyo, tenían otras inquietudes, casi siempre relacionadas con un balón) lo que querías eran vivir allí, habitar en aquellas páginas, convivir con aquellos personajes. Ser parte de la historia que acababas de leer, no regresar nunca más al colegio, fantasear libremente, hacerte amigo de aquellos personajes, hablar con ellos. Toda esa magia. 
Han pasado treinta cinco años de aquellas navidades -tantos viajes, tantos anhelos, tantas decepciones, tantos besos-, y la ilusión por descubrir esas historias escritas por otros viene a ser muy parecida a la de entonces. En el camino, tantas andanzas, tantos compañeros de viaje en forma de libro. Tantos escritores, tantas escritoras. Y los nuevos descubrimientos, claro. El cine, tal vez el más poderoso: la aparición de nuevos amigos. Muy poco tiempo después de aquellos diez años, la Navidad pasó a ser, junto a las lecturas, la imagen de Shirley MacLaine corriendo por las calles en busca de Jack Lemmon. Era Nochevieja, sí. Como lo eran aquellas noches en las que disfrutabas (de madrugada, con la casa en silencio) de esa obra maestra, 'El apartamento', que no te cansabas de ver. Las películas en el cine (en esos cines, lamentablemente, desaparecidos) y las películas en las cintas de VHS, ya desaparecidas también. 
Y junto a unos, los libros, y a otras, las películas, la escritura ya iba tomando forma en mi vida. La Navidad era una buena época para ello, con todo aquel tiempo libre por delante. Las horas se llenaban de palabras y de imágenes. A veces, nevaba, y ese contraste, el de la nieve con el intenso calor de la casa, te inspiraba aún más. La terraza cubierta de nieve, el humo que salía de las chimeneas de los edificios de enfrente, las conversaciones de los vecinos de al lado, los movimientos de mi madre de una parte a otra de la casa... Todo eso era literatura. Y desde entonces hasta hoy. Seguimos enredados en lo mismo. Como Shirley corre por las calles en busca de Jack y, en cada nueva visión del clásico, parece que fuese la primera vez que vemos su angustia en el rostro hasta que, finalmente, lo encuentra. Y la angustia desaparece y todo vuelve a empezar. 

martes, 20 de diciembre de 2016

Zsa Zsa Gabor

Muere la legendaria actriz Zsa Zsa Gabor, dicen algunos titulares. Vamos a ver, que no nos confundan los tiempos (más aún). Que no todo vale. Actrices legendarias son Bette Davis, Elizabeth Taylor, Audrey Hepburn, Shirley MacLaine, Katherine Hepburn, Romy Schneider o Gena Rowlands. Zsa Zsa era otra cosa. ¿Actriz? Vale. Hay actrices buenas y malas, eso es cierto. Su leyenda, caso de tenerla, es otra. Los excesos y la vida social. Creo que ella se definió a sí misma de la mejor manera posible: "Soy famosa por ser famosa". Pues eso. 
Ser actriz legendaria son palabras mayores. 

domingo, 18 de diciembre de 2016

Salchichón

Estábamos en Madrid. Como al día siguiente era el cumpleaños de Íñigo, habíamos decidido guardar todo el dinero posible para comer o cenar en un sitio agradable. Por eso, aquel día previo planeamos comprar algunas cosas en un supermercado y comerlas en un banco, al sol. Pese a estar en octubre, la temperatura era casi veraniega. Compramos algunas cosas, entre ellas salchichón, y nos sentamos en la Plaza Pedro Zerolo. Era un mediodía tranquilo, silencioso. El sol calentaba nuestras pieles. El pan estaba crujiente, recién hecho. El salchichón, delicioso. Aunque nos encanta, rara vez lo compramos (el colesterol, la dieta, todo eso). Acabo de merendar un pequeño bocadillo de salchichón, un día es un día (y más aún, si ese día es domingo), y, de repente, al hacerlo, recordé aquel mediodía soleado. Cansados y hambrientos después de llevar toda la mañana recorriendo la ciudad, pero felices por estar allí. El viaje era nuestro regalo de cumpleaños. El recuerdo de aquel momento es otro regalo inesperado en esta tarde tristona y un poco tonta de domingo, previa a tantas celebraciones. 

sábado, 10 de diciembre de 2016

Patria

La patria, más allá de grandilocuentes definiciones, también puede ser el olor de las lentejas que están haciéndose ahora mismo en mi cocina. Y el frío rayo de sol que entra por la ventana y las ilumina.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Seis años después

Ayer se cumplieron seis años de aquella tarde en la que el responsable de la librería en la que trabajaba me llamó a su despacho para decirme que a finales de diciembre se echaba el cierre. ¡Seis años ya! Han sido años muy duros, como cualquiera puede imaginarse. En todos los sentidos: en lo económico y en lo profesional. Para no volverme loco o convertirme en uno de esos tipos que están bebiendo vino en las tabernas a las nueve de la mañana (todo mi respeto por ellos, cuidado), me aferré a la escritura (nada nuevo) y a mi familia (tampoco era nuevo). Mi vida ha cambiado por completo y, cumplidos los 45, las cosas se complican aún más. Soy consciente de ello. Más aún en una provincia tan castigada por la crisis como ésta. Por todo ello, y algunas cosas más que se develarán en el libro, comencé en enero a escribir un diario, algo que no había hecho nunca, ni siquiera de adolescente, cuando nos regalaban alguno de aquellos diarios de tapas granates que se cerraban con una llavecita dorada. Se publicará esta primavera. Y aunque recorre seis meses de mi vida (finaliza el día del cumpleaños de mi madre, en junio), en cierto modo abarca estos seis años de los que hoy, al recordar aquella fecha, os hablo. He llegado hasta aquí, sigo sin beber vino a las nueve de la mañana, escribo sin descanso y mi familia continúa apoyándome. A veces río y a veces lloro. Pero eso le pasa a todo el mundo, ¿no?

viernes, 2 de diciembre de 2016

Mieres, 2016

Éramos jóvenes, inquietos y teníamos las cosas claras. Nos gustaba salir a charlar, a tomar copas y a bailar cuando la noche de esta ciudad aún no había entrado en esta larga decadencia. Cuando la crisis sólo era el título de una canción del primer disco de Dinarama. Mucha gente pensaba que éramos novios. ¡Qué tontería! Sólo queríamos divertirnos, y os juro que lo conseguíamos, con novios o sin ellos. Los novios, los importantes, vendrían después. Llegaron y se quedaron, cuando llegó el momento. Y ahí siguen, a nuestro lado. 
Mañana, ella, Araceli y Carlos, su marido, nos invitan a comer en Mieres (seguimos con las celebraciones). Hace tiempo que no voy y estoy un poco nervioso. Siempre me pongo nervioso cuando voy allí. La infancia, los abuelos, los olores, los recuerdos, las calles, los colores, el paisaje... La sonrisa de la abuela y aquel niño agarrado de la mano de su madre por los alrededores del mercado. En fin, todo ese contraste de emociones. 
Sé que en el coche, de camino, pensaré en todo ello. Y luego, sentado en una terraza, Rioja en mano, también lo haré. Sé que la vida pasa muy rápido, y con ella, a modo de férreo equipaje, esa nostalgia que no hace otra cosa que devolvernos nuestros propios reflejos y anhelos. 

Un minuto de silencio para Juani Monge

Este artículo fue publicado en Tribuna Feminista

Las fotografías que aparecen en los periódicos de Juani Monge, la mujer que fue asesinada hace unos días por su marido a hachazos, muestran a una mujer alegre, risueña, optimista. A veces, lleva el pelo rubio, más corto, y otras, pelirrojo y más largo. Una de esas mujeres que uno se encuentra en la cola de la pescadería, de la panadería o de la charcutería del supermercado y que nunca buscan jaleo por el turno, si a alguien se le ha olvidado sacar el número de esa absurda maquinita roja que los expende. Una de esas mujeres que uno se encuentra a diario por el barrio y que siempre te dedican dos minutos de conversación y una sonrisa. Las fotografías siempre dicen de nosotros mucho más de lo que nosotros mismos nos imaginamos, y esas fotografías dicen que Juani era una mujer normal y corriente, con cara de buena persona. La mirada, por desenfocada o casera que sea la fotografía, rara vez engaña. Sus vecinos, en los periódicos, también dicen eso: que Juani era una buena persona. Buena persona tenía que ser cuando se saltó la orden de alejamiento que se le había impuesto a su marido para acercarse de nuevo a él al descubrir que padecía una gravísima enfermedad. Ella se acercó a él, y él la mató a hachazos, antes de suicidarse. Fin de la historia. No he podido dejar de pensar en ello cada día, desde que se dio a conocer la noticia. Todos los casos de violencia machista son espeluznantes, pero este, si cabe, va un paso más allá, precisamente, por esa bondad que fue recompensada con uno de los asesinatos más atroces que se recuerdan.   
A su lado, en esas fotografías, siempre aparece él, su asesino, pero de él no quiero hablar. El prototipo está demasiado visto. En el nombre del (mal llamado) amor se están cometiendo demasiados crímenes ya. Hay que educar a los hombres desde pequeños. Educar en la tolerancia, la igualdad y el respeto. Hay que decirles a las mujeres que los príncipes azules no existen, que hay que huir (y ser tajantes en esa huida) al más mínimo gesto de maltrato por parte de esos tipos. Hay que insistir en que eso que algunos asesinos llaman amor no lo es en absoluto. Hay que recordar que una cosa es decir te quiero y otra demostrarlo. Hay que hacer gestos (manifestarse, alzar la voz, gritar basta ya...). Toda la ciudadanía debemos hacerlos. Y hay que exigir a los gobiernos que sean implacables en las aplicaciones de sus leyes. Implacables, insisto. Estos asesinos tienen que pagar por sus delitos. Ni uno solo debe librarse de la totalidad de las penas que le correspondan. Ninguna mujer se merece un destino así. Ninguna. 
Vuelvo a Juani. A la Juani que aparece en esas fotografías, a la mujer en la que no he podido dejar de pensar desde que él la asesinó. A su sonrisa. A su pelo de diferentes colores. A sus ojos. A la vida que tenía por delante y que, como esas fotografías, ya es, por desgracia, papel mojado. Aunque su reflejo, terrible, siga planeando sobre nuestra memoria. 

miércoles, 30 de noviembre de 2016

El sol de noviembre

El sol de las doce del mediodía está ahí, sobre nosotros, calentando las pieles. Sí, por la mañana hacía mucho frío, pero a esta hora, las doce, las cosas han cambiado y donde hay sol puede uno estar sentado sin necesidad de abrochar todos los botones del abrigo ni de arrimar la bufanda a la boca. Ahí estamos, mi madre y yo, en una terraza, delante de dos infusiones, bajo esa luz que nos hace olvidar momentáneamente lo crudo que, a diferencia de los últimos años, está siendo este mes de noviembre. La gente pasa por delante, saludamos a la que conocemos, algunas personas se interesan por su estado de salud. Bien, bien, dice ella, casi en un susurro. Bien, sí, aunque el susto no haya desaparecido por completo. Los paseos vuelven a ser, poco a poco, más largos. Y todo va recuperando su normalidad. 
Aunque, desde entonces, sólo hay una certeza, sólo una: estamos aquí, ahora mismo. Y el tiempo, como esos rayos de sol que calientan y hacen olvidar este crudo noviembre, se detiene durante esos instantes. Y somos conscientes -ahora más que nunca- de que es lo único que importa. 

viernes, 25 de noviembre de 2016

Ante el 25 de noviembre

La educación. Sobre todo, la educación. En casa, primero, y en el colegio, después. (No conviene olvidar este orden). Y el respeto por la persona que tienes al lado. Luego vendrán otros valores. Si no tienes capacidad o ganas para eso -educar en la tolerancia y el respeto: firmemente- casi mejor que no tengas hijos ni que te dediques a la enseñanza. No estamos ante ninguna broma. Ahí sigue, cada día, el machismo asesinando a miles de mujeres en todo el mundo. Para qué detenernos en un caso concreto: todos son igual de espeluznantes y todos están en nuestra memoria. Arrebatarle la vida a una mujer es la manera más rastrera de definirse. Hay hombres que continúan definiéndose así. La sociedad entera debemos estar alerta y posicionarnos. Denunciar, si llega el caso o somos testigos de la barbarie. Sin embargo, arrimando el hombro cada 25 de noviembre y todos los demás días (¡faltaría más!), creo que son los gobiernos los que deben actuar de manera implacable y sin contemplaciones. En nuestras manos está la solidaridad, la capacidad de acción y la voz para quedarnos sin ella de tanto alzarla. En las suyas, están las leyes, que deben mostrarse implacables y sin contemplaciones (insisto) contra los miserables que arrebatan las vidas de las mujeres. 
Pasan los años (he conocido a unas cuantas víctimas de esta atrocidad, he escrito mucho sobre ello) y el tema me sigue impactando y doliendo del mismo modo. Por eso estaré hoy en el balcón del Ayuntamiento, junto a otras personas, para volver a alzar la voz. Es un gesto, sí. Pero los gestos son muy necesarios. (Si Rosa Parks no hubiese tenido la valentía de sentarse en la parte del autobús destinada a las personas blancas, tal vez la historia de los derechos civiles no hubiese sido la misma). Porque los verdaderos gestos llevan implícito el posicionamiento y la palabra. Esas dos cosas que nos siguen diferenciando de las bestias. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Encuentro

Tan alta, tan guapa, tan negra, Asmaan camina por las calles de esta ciudad desafiando al tiempo y a los tiempos. Me la encuentro, a media mañana, en el centro. Hoy no llueve, tampoco hace frío. ¿Tomamos un café?, pregunta. Vale. Hablamos de esas inclemencias: de los malos trabajos, de la ausencia de trabajo, del desgaste que todo eso acumula. De toda esta comedia (drama, más bien, pero hoy estamos de buen humor, dejémoslo ahí) que ha alcanzado su punto más álgido -de momento- con la llegada de Trump al poder. Asmaan habla y yo la miro porque es imposible no mirarla: de cerca, es aún más bella que en las fotos. Y la escucho, claro (porque, aparte de ser muy bella, es una mujer inteligente, con mundo, con sabiduría, con mucha experiencia a sus espaldas): pese al matiz de tristeza que se va apoderando de la conversación, los dos sabemos que no queda otra opción que seguir adelante. Y seguimos. Y, ya en la calle, nos besamos (ah, la suavidad de esa piel) y nos despedimos. Y caminando en direcciones contrarias, me doy la vuelta y observo su figura imponente, la melena rizada balanceándose, el paso decidido, y pienso en lo afortunado que soy por tener amigas así.   

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Hartazgo

Sinceramente, escribimos aquí de las cosas que nos gustan. De libros, de actrices, de escritores, de cantantes... De cosas que nos desvelan. De cosas personales. Por aquí va y viene un reflejo de nuestras propias vidas, gustos y aspiraciones. Esto es así. Y está bien que así sea. Por eso hoy, más allá de los problemas que cada uno podamos tener (y que, seguramente, no son pocos), quiero constatar (porque sí, me desvela) el mundo de mierda en el que vivimos. Un mundo que permite que una anciana muera porque no tiene para pagar la luz es realmente eso, un mundo de mierda. No hay libro, actriz, escritor o cantante que hoy aparte de mí esa imagen. Un mundo en el que otra mujer revuelve entre la basura que acabo de depositar en el cubo (¡cuántas veces lo hemos visto!) es también un mundo de mierda. Y lo más triste de todo es que esa mujer y la otra podemos ser cualquiera de nosotros mañana mismo. Por muy confortables que algunas personas se sientan hoy en sus acomodadas poltronas.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Pizzas

Los dos tenían resaca. Era domingo por la tarde y decidieron pedir una pizza. Bacon, champiñones, cebolla y extra que queso. Hacía tiempo que llevaban vidas separadas. Como los tiempos no estaban para tirar cohetes, seguían compartiendo piso por los gastos. Se llevaban bien, aunque su  matrimonio estaba roto. Su única hija, Alicia, llevaba dos años viviendo en Londres. Él salía con una compañera de trabajo y ella, con su profesor de yoga. Tanto la compañera de trabajo como el profesor, qué curioso, eran cubanos. La pizza estaba buena, tal vez un poco fría. La acompañaron con un par de cervezas. Después fumaron un cigarrillo y tomaron otras dos cervezas. Aquello le estaba sentando bien a sus respectivas resacas. Él le dijo que le seguía quedando bien el pelo corto. Ella pasó a la acción. Echaron un polvo en aquel viejo sofá. En el edificio de enfrente, un matrimonio joven comía una pizza con los mismos ingredientes que la suya. El repartidor de pizzas fumaba un cigarrillo en un portal, dos calles más abajo. Y las luces navideñas que habían instalado días atrás en las calles, se encendieron justo en el momento en que empezó a granizar.  

sábado, 12 de noviembre de 2016

La agonía de la luz

Cuando en la calle (como hace un rato, pude escucharlo desde aquí) un grupo de adolescentes borrachos lance insultos al aire y piedras contra un cristal o un árbol, puede que en el interior de una casa, en la habitación del fondo, haya otro adolescente que esté leyendo a Lorca y escuchando a Cohen. Mientras esto suceda así, tal vez no esté todo perdido. Creo que hoy la única revolución posible, como apuntó Dylan Thomas en su poema, es la de seguir luchando contra la agonía de la luz. Cada cual, evidentemente, a su manera. 

jueves, 10 de noviembre de 2016

Una historia real

Esta historia es rigurosamente cierta. Sucedió ayer, en Oviedo, alrededor de las diez de la mañana.

Mi madre y yo, después del pequeño paseo, estamos tomando un café en una terraza. Aprovechamos esos breves rayos de sol que van y vienen: meros espejismos. A nuestro lado, tres chicas. Toman café, fuman, hablan, ríen. Tienen entre cuarenta y cincuenta años. No parece que tengan prisa. Desde donde estamos situados, puede verse la enorme televisión del interior del local. En ella, el (inevitable) careto de Trump: ese hombre, ese pelo, ese bronceado (o lo que sea eso), esa actitud. Una de ellas, dice que quedó planchada cuando se levantó y vio en la televisión los resultados de las elecciones americanas. Otra asiente con la cabeza y dice que menudo plan, que qué vergüenza. La tercera en cuestión, quizá la más joven de las tres, dice que ella está muy contenta con los resultados. Las otras dos la miran con cara de sorpresa. Chica, ¡cómo dices eso!, exclama una de ellas. Yo no quería a Hillary, replica. ¿Por qué?, preguntan casi al unísono las otras. Porque no quiero que una mujer sea presidenta. Así de claro y contundente lo tiene y lo expresa. Las otras no sé qué dicen, pero desconecto, ya he tenido suficiente.  
Viendo lo visto, le digo a mi madre que la verdad es que no sé de qué nos extrañamos de que pase todo lo que está pasando. Y lo que estará por venir.   

martes, 8 de noviembre de 2016

Un euro, un café

Reservo la nueva novela de Peter Stamm en la biblioteca del Fontán. Me llaman para decirme que ya está a mi disposición. Voy a buscarla. Es lunes por la mañana, temprano. Hace frío y llueve. Lo peor de todo es la humedad. Casi a punto de llegar, de uno los portales cercanos, surge la voz oscura de un hombre muy mayor. Extiende su arrugada mano hacia mí y me pide un euro para un café. Hago un gesto con el rostro que indica algo así como que lo siento. Es la cuarta persona que me pide dinero desde que salí de casa, media hora antes. Entro en la biblioteca. Hace calor. Huele a cerrado. Ese aparato que contiene bolsitas de plástico que se amoldan a los paraguas mojados está estropeado. El paraguas va dejando un reguero de gotas como minúsculos lunares a mi paso. Joder, un euro, pienso. Hoy no queda más remedio que valorarlo, pero es sólo eso: un miserable euro. Recojo el libro. Me gustaría estar en casa ya, leyéndolo. La tendinitis y la humedad no son buenos aliados. Vuelvo por el mismo camino. El hombre sigue allí. Saco un euro del bolso y se lo doy. Es una moneda nueva, reluce en la oscuridad. Su voz cavernosa susurra algo. Sus ojos, brillantes y agradecidos. Como si una solución mágica hubiese puesto fin a todos sus problemas. Un euro, un café. Joder. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

Sam Shepard

Como no puedo dormir, me levanto, preparo café y siento la lluvia al otro lado de la ventana, que ahora mismo cae de modo torrencial. Aquí, en el estudio, el calor me reconforta. Dicen que hoy llegará el primer frío del invierno y que no tendrá piedad. No saldré de casa. Me pasaré el día trabajando. Ayer sí lo hice: salí de casa para celebrar que mi madre está viva, ¿qué te parece? Por eso no presté mucha atención cuando Toni Rodero me recordó que era tu cumpleaños. Veo ahora las fotos de tus mejores años y pienso en el joven que fui, también insomne, viviendo aún en otra casa, la de mis padres, que está una calle más abajo. Recuerdo a aquel muchacho medio enamorado de un tipo que vivía a miles de kilómetros de distancia (qué ingenua, la juventud) y que ayer cumplió 73 años. Que lo tenía muy crudo ya lo sabía entonces, pero qué importaba (la juventud también es atrevida). Estaban tus películas, tus fotos y tus libros, tan manoseados (ahí siguen, aunque hace tiempo que no les echo un vistazo). Y con eso era suficiente para mi inquietud. Veo ahora (sigue lloviendo y unos borrachos alborotan en la calleaquellas fotos y veo las de ahora, y pienso que el tiempo es implacable, te araña sin piedad. Aunque lo único que importa realmente es estar vivo, pero eso tú ya lo sabes igual que yo. Felicidades (con retraso), Sam.         

jueves, 3 de noviembre de 2016

Veinticinco años después

Era un viernes, el primero de noviembre. Cuando entré en uno de aquellos cines que ya no existen y a los que iba varias veces por semana, aún lucía el sol. Un sol frío porque entonces el tiempo tenía su ritmo establecido: calor por el verano, frío en otoño e invierno. Había leído los artículos que Ángel Fernández-Santos, enviado de El País al festival de Valladolid, había escrito sobre aquella hermosa historia. ¡Qué bien escribía aquel señor sobre cine y cuánto aprendimos de sus crónicas! Una de esas películas que te dejaba con un nudo en la garganta y esa sensación de que, a pesar de determinadas derrotas (de todas las derrotas), la vida siempre merece la pena. 'Thelma y Louise', sí, ésa era la película. Cuando salí del cine, ya de noche cerrada (como ahora mismo), tocaba enroscar bien la bufanda al cuello para proteger la siempre indefensa garganta, por donde andaba el nudo que había dejado la historia de aquellas dos mujeres. Pasé por la librería en la que compraba habitualmente mis libros y en la que, años más tarde, trabajaría. Allí estaba, en el escaparate, recién sacado de las cajas. El Premio Planeta de aquel año, 'El jinete polaco', de Antonio Muñoz Molina. Lo compré. Aún no sabía que estaba ante una obra de semejante envergadura, ni mucho menos que, unos cuantos años después, el concejal que me casaría leería en la ceremonia un párrafo de aquella historia, que empecé a devorar por primera vez aquella misma noche con la ilusión de los niños las mañanas de Reyes. Tenía veinte años. En un abrir y cerrar de ojos, han pasado veinticinco. Y ahora, al bajar las persianas y dejar la oscuridad al otro lado, lo he recordado con la misma intensidad que si hubiese sucedido ayer mismo.  

sábado, 29 de octubre de 2016

Sábado

Me levanto. El sol entra en el estudio y clarea buena parte del parqué con su luz. Abro la ventana y no hace frío. Lo primero que hago, antes de poner la cafetera en el fuego, es llamar a mi madre para ver cómo se encuentra. Está bien y animada. Va a salir con mi padre. Me cuenta cosas, le apetece hablar. Le digo que por la tarde vamos a ir al cine y que muchísima gente se ha interesado por su salud. Le alegra escuchar eso, y lo agradece (como también lo hago yo). Cuelgo el teléfono. Entro en la cocina y me dispongo a pelar patatas para una tortilla. Os juro -¡y eso que he hecho cientos de tortillas!- que nunca he sido tan feliz como hoy pelando esas patatas, batiendo esos huevos, picando esa cebolla. Antes de escribirlo aquí, se lo digo a Francesca, pero ella, que conoce nuestros estados de ánimo mejor que nosotros mismos, ya lo sabe. 

Mejores libros

Babelia publica hoy los mejores libros publicados en castellano en los últimos 25 años. Evidentemente, hay muchas opciones donde elegir. Magníficas opciones, sin duda. Aunque siempre es complicado porque nadie ha leído todo lo que se  ha publicado, como es lógico. Aún así, mi lista de seis es la siguiente:

-'El jinete polaco'. Antonio Muñoz Molina.
-'Nubosidad variable'. Carmen Martín Gaite.
-'Corazón tan blanco'. Javier Marías.
-'Una vida inesperada'. Soledad Puértolas.
-'Rabos de lagartija'. Juan Marsé.
-'Lo que me queda por vivir'. Elvira Lindo. 

viernes, 28 de octubre de 2016

En el hospital (II)

Aunque el hospital donde está ingresada mi madre queda muy lejos de nuestra casa, hago el trayecto caminando. Viene a ser una hora de caminata, a buen paso. Me viene bien para despejar la cabeza y ordenar el caos de estos días. Me gusta sentir esas ráfagas de frío cuando atravieso zonas sombrías y el calor cuando paso por lugares soleados. Agradables contrastes. Ayer regresé a casa con buen ánimo porque mi madre, según los médicos, progresa adecuadamente. Su rostro parecía menos desencajado, más alegre. Sonreía. La vida, que durante dos días fue una especie de cosa ajena a mí, recuperaba poco a poco su sentido. Los niños, ya de regreso del colegio, merendaban en los parques, jugaban en los columpios. Algunas personas conversaban y tomaban cerveza en las terrazas como si aún estuviésemos en verano y no a dos días de comenzar noviembre. Otras, con bolsas de trabajo y bolsas de la compra, entraban en sus casas con el rostro cansado. De una pastelería, aparte del bullicio, salía aquel delicioso olor de las confiterías de nuestra infancia. Estuve a punto de comprar algo dulce, pero luego no lo hice. Parecía como si mis pies se deslizasen solos por la ciudad y yo fuese alguien que lo observaba todo sin ser visto y como si ese todo fuese algo nuevo en mi vida. Una extraña y placentera sensación. Llegue a casa sin rastro de cansancio y con la sensación de que, aunque lentamente, las cosas van regresando a su sitio. 

jueves, 27 de octubre de 2016

En el hospital

Mi madre está en el hospital, recuperándose del infarto que sufrió el pasado lunes. Mientras unas amables enfermeras entran de nuevo en la habitación para hacerle no sé qué cosas a su cuerpo, me siento en una de las butacas de la sala de espera más cercana y echo un vistazo al Instagram de Jose Castellano. No puedo leer, no logro concentrarme, aún sigo demasiado conmocionado: sólo la visión de cosas bonitas consigue que me evada un poco. En medio de un montón de fabulosas fotografías que podrían resumir buena parte de mi itinerario (actrices, escritores, películas, escenarios, tejados...), descubro una foto espléndida de Gonzalo Juanes donde una madre camina por un parque con su hijo de unos diez años y me echó a llorar. No sé si son lágrimas de alivio o de furia. Supongo que de ambas cosas. Alguien dijo que la vida era como un día de picnic: Preparas una comida exquisita y cuando llegas al campo el sol desaparece y cuatro pajarracos te cagan encima. Sí, podría ser una buena definición de la vida. Y de toda esa mierda, sólo te salva, a ratos, el arte y ese hombre que posa su mano en tu espalda y que no dice nada porque en realidad no hace ninguna falta. 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Marianne Faithfull: tan lejos, tan cerca

Este artículo fue publicado en la revista LaEscena

Impresiona ver a Marianne Faithfull, bastón en mano, en el concierto grabado en Bella Bartók National Concert Hall y que ahora, junto al cedé, se publica con el título 'No Exit'. El paso del tiempo y las andanzas por la vida le han sentado bien a su rostro. Me gustan esos rostros, erosionados por los años, ajenos al bisturí. Aunque, a veces, como sabemos, esas andanzas fueron un tanto peligrosas y desmesuradas. Excesivas. Ella misma lo contó en su autobiografía y también en algunas de sus canciones. Sigue siendo una mujer guapa, intensa, atractiva. Una mujer que planta cara al destino, a su lado menos amable. No necesita de adornos y abalorios para destacar. Un sobrio traje negro de pantalón y una blusa blanca son suficientes. Y la melena rubia, como siempre, quizá algo más corta de lo habitual. Pese al bastón, no ofrece una imagen desvalida. Todo lo contrario. Su presencia sigue siendo rotunda, turbadora, fascinante. Como la voz, poderosa y en plena forma, interpretando canciones de su último disco de estudio, 'Give my Love to London', y canciones que ya son clásicos indiscutibles como 'As tears go bye', 'The Ballad of Lucy Jordan' o 'Sister Morphine'. 
Viendo este concierto, resulta inevitable recordar aquel otro que ofreció en Gijón, en el teatro Jovellanos, hace ya algún tiempo. A escasos metros de su cuerpo, tenías la sensación de estar delante de una leyenda. Ya sé que son palabras que remiten al tópico, pero es rigurosamente cierto. Ocurre, pese a las palabras que remiten al tópico, pocas veces. Leyendas auténticas, no nos engañemos, van quedando pocas. Ahí estaba la Marianne jovencita, la de los excesos, la mujer madura, la trabajadora incansable, la rubia intensa. Y todo lo vivido detrás de cada una de esas etapas. Ahí, sobre el escenario del Jovellanos, casi al alcance de la mano temblorosa (por la emoción). El mismo atuendo, la misma melena rubia (quizá un poco más larga), la misma voz, casi las mismas canciones. Tan lejos, tan cerca, Marianne. 
Como esas personas que el destino o la muerte nos arrebataron y que, al hilo de su voz y sus historias, regresan por unos instantes a nuestro lado convertidas en pálidas, inofensivas sombras fantasmales.  
Tan lejos, tan cerca, Marianne, de aquellas primeras noches, de estas últimas. La mano, al escucharla, tan temblorosa como al principio, unas líneas más arriba y antes. Iremos envejeciendo, sí, pero ese temblor de la mano acaso nos indica que las cosas van más despacio de lo que pensamos.

viernes, 21 de octubre de 2016

Días de...

Ayer se celebró el Día de la Espondilitis Anquilosante. Mi madre padece esa enfermedad desde hace nueve años. Es una enfermedad muy dura, dolorosísima, que afecta a los huesos y a las articulaciones. Los periodos de dolor van y vienen a su antojo. Cuando se presentan, lo hacen con toda su intensidad. Las articulaciones dejan de funcionar e inmovilizan partes de su cuerpo. Caminar de una habitación a otra de la casa supone el más terrible de los esfuerzos. Este año, sobre todo de abril a agosto, ha sido tremendo. El tratamiento inicial dejó de funcionar. Había que cambiarlo y hubo que esperar al mes de agosto (colapso en la consulta, imposible adelantar la cita, por mucho que se intentó). A partir de ahí, con una nueva inyección mensual, las cosas mejoraron sustancialmente. No hay dolor. Alguna pequeña molestia, algún día, pero eso es inevitable. Con todo esto quiero decir que los Día de... deben servir para algo más que para ponerse un lacito o recordar con pena a los enfermos (mañana podemos ser cualquiera de nosotros los que padezcamos ésta o cualquier otra enfermedad incurable: no conviene olvidarloconcienciar a los políticos sobre el dinero empleado a la sanidad y a la investigación. Si no hubiesen existido esos medios, no se habría llegado a esa potente inyección que ahora es el alivio de mi madre (y de tantas otras personas). Concienciar a los políticos y concienciar a la sociedad para que no vote a esos políticos que deciden recortar en cosas tan fundamentales para la dignidad de las personas enfermas y de quienes las rodeamos. Que las palabras, como los lazos de colores que nos ponemos en las solapas, no se las lleve el viento. 

sábado, 15 de octubre de 2016

El dardo en la llaga

El otro día, en una librería de segunda mano, me encontré con un excelente libro de poemas de José Infante, 'El dardo en la llaga' (Ediciones Vitruvio). Poemas duros, veraces, críticos, sinceros, desgarradores. Poemas también de amor y de decepción, donde el condenado paso del tiempo marca el sentido de casi todas las palabras que los componen. Aquí, un ejemplo: 

Ahora, cuando regresas solo, cada noche,
te miras en el espejo, como siempre.
Sin disfraces, desnudo, desahuciado.
Pero ya no buscas al muchacho que fuiste
al fondo de tus ojos. Tampoco los desastres
que el tiempo ha ido fijando en tus facciones. 
Ni siquiera los restos de excesos cometidos
en la desesperanza de las horas perdidas. 
No. Ahora tan sólo deseas encontrar una señal, 
al menos un aviso, una pista, la prueba,
al menos un indicio seguro de que la muerte
no tardará en llegar a su esperada cita.

viernes, 14 de octubre de 2016

Cumpleaños

Nací el 14 de octubre de 1971. Dos días antes de ese día, mi abuela Virginia y una amiga vinieron de Mieres a Oviedo para ver a mi madre, cansada ya de acarrear con aquella tremenda barriga. Quizá para animarla un poco, le trajeron varias plantas. Con el tiempo, todas ellas, excepto una, murieron. La que sobrevivió aún está en la terraza de la casa de mis padres, aquí al lado. Florece en otoño y este mes, octubre, es, decididamente, su mes. Luce esplendorosa. Y ese esplendor, en este tiempo, contrasta con el resto de las plantas de la terraza, tan apagadas ya a estas alturas. Sobrevivió al calor, al frío, a las nieves y demás inclemencias del tiempo. A nuestros juegos. A los años. Ahí está, como una metáfora de todo este tiempo. El que me ha traído hasta aquí, hasta hoy, que cumplo 45 años. 

jueves, 13 de octubre de 2016

Sobre Dylan y su Nobel

Que sí, que me gusta mucho Bob Dylan, que es una figura imprescindible de la música, que sus canciones están llenas de poesía, que no nos cansamos de escucharlas, que se merece todos los premios de la música y de las artes, pero me voy a leer un rato a Margaret Atwood, que, dicho sea de paso, me gusta más que Oates, aunque no estuviese en las quinielas de este año. 

Y a todo esto, los libreros. Aparte de otras consideraciones sobre Dylan (músico imprescindible, Nobel fuera de lugar), ¿qué libros suyos van a vender? Me temo que poca cosa. Otros años, entre unas historias y otras (que si al premiado no lo conocía nadie, y bueno, venga, vamos a darle una oportunidad, a ver qué tal... Que si, aún siendo conocido, las editoriales desplegaban todo el arsenal y las Navidades siempre están cerca...), algún libro siempre se vendía. O bastantes, según los casos. Pero este año... No es por ser aguafiestas, es la pura y dura realidad.
Que librerías cerradas ya tenemos bastantes, desgraciadamente. 

miércoles, 5 de octubre de 2016

El payaso triste

Se ponía unos zapatones negros, una especie de camiseta de rayas alargada, una nariz roja y salía a la pista, que era el escenario de los payasos. A todos nos toca un papel en la vida y a él, durante años, le tocó ese, el del payaso triste. A principios de los 80, y durante unos cuantos años más, fue un circo próspero, con animales, trapecistas y todo aquello que entusiasmaba a los niños de la época. Ahora, por unas causas y otras, los animales no son bien vistos en estos espectáculos, las trapecistas padecen artrosis y él, entre dolencias y depresiones, ya no está para muchos trotes. En el fondo, agradece que el circo haya cerrado sus puertas definitivamente. Pasa muchas horas en la cama. Piensa en su mujer cuando era joven y no estaba enferma (el cáncer se la llevó el año pasado, pero ni siquiera la enfermedad pudo arrebatarle aquella sonrisa dulce y casi juvenil), en los hijos que no tuvieron (nunca los echó de menos hasta ahora), en los aplausos y las risas del público cuando resbalaba intencionadamente o recibía un tortazo del otro payaso en medio de la pista, ¿qué habrá sido de él? En fin, en los buenos tiempos. De los que sólo queda esa nariz roja que, encima de la mesita, justo al lado de esa pequeña radio que tanta compañía le hace, es como la luz de un faro, la única señal que le indica que aún está vivo. 

lunes, 3 de octubre de 2016

Las búsquedas de Soledad Puértolas

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Hace unos días, en un deteriorado deuvedé de la biblioteca pública,  vi una película en la que Tom Hardy hacía de un tipo, en apariencia, normal. Antes de descubrir que detrás de esa aparente normalidad se escondía alguien que era capaz de eliminar a cualquiera que se interpusiese en su camino con la misma frialdad con la que se ataba los cordones de sus propios zapatos, él, Tom Hardy, recogía un perro herido de un cubo de la basura. Me dije: ahí está el detalle, la clave. Cualquiera puede ser un asesino (aunque sólo sea, como en este caso, un asesino de hombres deleznables), hasta un tipo guapo que, tocado por un arranque de ternura, rescata a un pobre perro que algún sinvergüenza había maltratado previamente hasta dejarlo maltrecho. También pensé: ésa es la clase de detalles que uno encuentra en los cuentos de John Cheever, Raymond Carver, Alice Munro, John Fante o Soledad Puértolas. Todo parece normal. La vida fluye a su aire. Los asesinos con apariencia de tipos normales también pueden tener arranques de ternura, rescatar perros heridos del cubo de la basura. Y casi nunca nada es lo que parece en un primer momento.  
Eso es lo que ocurre en estos nuevos relatos de Soledad Puértolas, 'Chicos y chicas' (Anagrama). No hay asesinos, pero nada es lo que parece. En medio de la aparente normalidad, surge algo que lo trastoca todo. Una infidelidad, un encuentro fugaz, un hallazgo,  un detalle que hace su aparición como esas madejas de lana que se deslizan por el suelo... Todos ellos tienen el nervio de esas (buenas) películas filmadas cámara en mano. Sabes que algo va a suceder, de pronto, cuando menos te lo esperas, y puede que ese acontecimiento determine no sólo el relato sino la propia vida de la persona que lo protagoniza. Es raro vivir, lo sabemos. Raro y fascinante. Y Soledad vuelve aquí a recordárnoslo, con toda su sabiduría y capacidad de observación. 
A veces, estamos perdidos, desorientados, la vida es una cuesta interminable, y, de repente, un detalle lo cambia todo. Ese detalle que está ahí (la madeja de lana que se desliza por el suelo, tan visual) y que a la escritora jamás se le escapa. Nunca se despista. Sabe que ese detalle lo cambiará todo y lo atrapa con fuerza. En cada relato, tirando del hilo, escogiendo la palabra adecuada, desechando las demás. 
Dado el amplio y sobresaliente material, no sería justo decir cuál es el mejor libro de relatos de Soledad, pero sí se puede apuntar que aquí están algunos de los mejores que ha escrito a lo largo de su extensa y fructífera carrera. Y que vienen a definir a la perfección todos los temas que le interesan. El azar, las contradicciones que nos asaltan, las relaciones sentimentales, los encuentros inesperados y los desencuentros. Más aún que lo que somos, lo que buscamos. Lo que buscamos, sí. Eso que tan bien nos define. Aunque el destino cambie el rumbo de esa búsqueda en el momento más inesperado. 
Sinceramente, no sé a qué están esperando para darle el premio Cervantes. Pocas personas se lo merecen tanto como ella. 

jueves, 29 de septiembre de 2016

Resaca

Mientras los ancianos socialistas braman, nos cuentan las batallitas del bisabuelo Cebolleta, se olvidan por completo de sus votantes, devoran al hijo y le entregan tan ricamente el gobierno al señor del plasma, mientras Rita sigue durmiendo (un rato, un minuto, un siglo, pero que todos sepan que no ha muerto: sólo que va a cobrar un poquito más) y esperamos a que llegue Susana, como una ola, envuelta en espuma blanca y rumor de caracola, yo me refugio donde siempre (libros, músicas, películas, teatros...), sin fuerzas y sin entender ya casi nada, hasta bajarme, creo que definitivamente, en la próxima estación, la misantropía.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Dos años después

Hace dos años fuimos a Mieres a comprar unos paquetes de una determinada marca de café que nos gusta y que sólo venden en una tienda de allí en toda Asturias. Hicimos una foto a la calle donde se encuentra la tienda y que hoy me recuerda ese invento que es Facebook. Escribí algo sobre las sensaciones que siempre me provoca regresar a Mieres. Las calles de mi infancia. El olor. El paisaje que el tiempo y la crisis han ido transformando en un paisaje cada vez más desolado. No importa. Para mí, esas calles tienen la luminosidad de aquellos sábados por la mañana. La emoción del corto viaje, las ganas de ver a los abuelos, el sol frío de los meses del otoño y del invierno, la inquietud y el aire denso que deja la calefacción en el coche. Por no hablar del periodo navideño o los días cercanos al verano. Miro la fotografía, dos años más tarde, y las sensaciones siguen siendo las mismas. En unos días, si todo va bien, cumpliré 45 años. No sé muy bien los motivos por los que ha sido tan rápido este viaje, pero el caso es que aquí estamos, rozando los 45. Tampoco hay que hacerse demasiados planteamientos. La cuestión es estar vivos, ¿no? Con fotografía o sin ella, mientras aguante la memoria, Mieres formará siempre parte de esos paisajes que me definen, desde la desolación y, sobre todo, desde aquella lejana luminosidad 

jueves, 22 de septiembre de 2016

Los amores homosexuales y sus circunstancias

Este artículo fue publicado en El Huffington Post

Tengo quince años. Estoy en uno de esos cines que el tiempo acabará convirtiendo en un supermercado. Va a empezar la proyección de 'La ley del deseo', de Pedro Almodóvar. Se ha hablado mucho de esta historia de amor entre dos hombres, de lo explícito de algunas imágenes, del magistral trabajo de Carmen Maura interpretando a una mujer que antes había sido un hombre. Nada de todo ello es común en ese tiempo, 1987. Menos aún en la pequeña ciudad de provincias en la que vivo. Comienza la película. Me emociona la historia que se está contando. Me gusta todo: la transformación de la Maura, la historia de amor entre aquellos dos chicos tan atractivos (Antonio Banderas y Eusebio Poncela), las imágenes de sus encuentros amorosos y sexuales. No veo nada anormal en todo aquello. Todo lo contrario. Sin embargo, en un determinado momento, algunas personas empiezan a abandonar la sala de cine, murmurando entre dientes, negando con la cabeza, arrugando la frente. Por mi lado, incluso, pasa una mujer y se santigua. Comprendo que mi mundo es el que se desarrolla en la pantalla. Todas aquellas personas que abandonan la sala me resultan ajenas por completo. Ni las entiendo ni quiero hacerlo. Sigo viendo la película, la primera de las numerosas veces en las que, imbuido en mi soledad adolescente, lo haré. 
Pienso con relativa frecuencia en este recuerdo. Lo he vuelto a hacer ahora, después de leer 'El amor del revés' (Anagrama), el libro autobiográfico que acaba de publicar Luisgé Martín. Es un libro brillante y brutalmente sincero. La soledad del adolescente que se descubre homosexual, los temores a que esa sexualidad sea descubierta por el resto del mundo, la actitud que se emprende. El largo aprendizaje, la relación con uno mismo y con la sociedad. Los miedos, los anhelos, las frustraciones y, finalmente, la aceptación. El camino es largo y complicado. No hay métodos de empleo ni recetas mágicas que te ayuden a solucionar tu propia vida. Las imposiciones de una sociedad hipócrita (sigue siéndolo, no nos llevemos a engaño, aunque quizá no tan exagerada como en aquel año del estreno de la sexta película de Almodóvar). Cada paso, confuso y tembloroso, es una batalla ganada, por insignificante que en ese momento pueda parecer. A uno mismo y a la propia sociedad. A veces, qué remedio, hay que disimular. Cada uno de esos disimulos es, en diferente sentido, otro paso hacia lo correcto. Caer y levantarse. Aprender. Caminar con sigilo hasta que dejas de hacerlo, hasta que te levantas y miras de frente, sin rastro ya de miedo. El camino, insisto, será largo y complicado. Pero un día, el escritor podrá rememorar todo aquello y contarlo. Las batallas perdidas, las batallas ganadas. La más importante: ser uno mismo y vivir en paz y en libertad acorde con tus deseos y tu manera de ser. Simplemente. La lucha, a contracorriente, llega por fin al lugar adecuado. El que te corresponde y ya nadie, despojado de todos los miedos, conseguirá arrebatarte, pese a cierta hipocresía vigente y a quienes la propician. 
El tiempo convertirá estas páginas en uno de esos libros que sirven para comprenden la historia que dejamos atrás y el sufrimiento de algunos de los protagonistas durante ese tramo de la historia. Imprescindible. 

viernes, 16 de septiembre de 2016

El progreso del amor

Como parece que de todo han pasado ya 30 años, leo que hoy se cumplen esos mismos años de la publicación de 'El progreso del amor', uno de mis libros favoritos de Alice Munro. ¡Cuántas veces habré recomendado ese libro, en la librería y fuera de ella! El cuento que da título al libro también es uno de mis favoritos. Creo que no le falta ni le sobra una sola palabra. La historia de una familia contada en unas pocas páginas. Pienso muchas veces en él: mientras cocino, mientras paseo, mientras espero. Y pienso en la propia Alice, probablemente en la cocina de su casa, escribiéndolo, con sus pequeños hijos alrededor., con los problemas cotidianos a cuestas. Y todo lo demás desaparece. Pocas imágenes me parecen más hermosas. Pocas como ésa contienen la grandeza de las pequeñas cosas. Escribir, como un acto despojado de toda tontería. Escribir, sencillamente. Aunque sea escribir algo tan extraordinario. 

jueves, 15 de septiembre de 2016

Las chicas de oro, 31 años después

Al mal tiempo, como siempre, buena cara. Ni la lluvia, ni el viento, ni la corrupción, ni las presuntas figuras de esa corrupción, ni las tomaduras de pelo, ni los precios abusivos, ni todos esos rollos que cada uno llevamos día a día como mejor podemos o como mejor sabemos... Que avance la tarde con una sonrisa, con unas cuantas sonrisas. Hoy se cumplen 31 años del estreno de una de las mejores series de todos los tiempos, 'Las chicas de oro'. Aquellas cuatro mujeres deslenguadas, divertidas, entrañables, inolvidables... Grandes actrices, grandes guiones, temas universales. Cuando la televisión era algo más que unas cuantas personas encerradas en una casa tratando de decir la chorrada más grande o programas en los que sólo saben despellejar al resto del mundo. Cuando la televisión tenía sentido, buen criterio, razón de ser. Allí estaban, sí, aquellas cuatro mujeres que supieron acercarse a temas complejos de una manera inteligente, natural y cercana. 'Las chicas de oro' fue una de esas series por la que merecía la pena encender la televisión. Merendar delante de la televisión. Las recuerdo muy a menudo, en días en los que la tristeza acecha por diversos motivos. En esos días, pongo uno de sus deuvedés y vuelvo a reírme como entonces, cuando tenía quince o dieciséis años y las posibilidades que el mundo estaba a punto de ofrecerte parecían todas luminosas.