martes, 31 de marzo de 2015

El hombro desnudo de J.

Ahí llega J., con su abrigo de astracán negro, heredado quizá de esa abuela jovial a la que tanto quiere, y su vestido blanco y negro, muy ajustado, sencillo y sofisticado al mismo tiempo, un punto sexy, aunque eso, lo sofisticado y lo sexy, sólo lo veremos algunas personas atentas y con ganas de fantasear o escribir literatura, que más o menos viene a ser lo mismo. A los ojos de la mayoría de la gente, se quedaría en un vestido elegante. Como ella misma, J., elegante y atractiva, con un punto de esa Audrey Hepburn que tanto admira (admiramos) y un punto de Grace Kelly, aquella actriz que Alfred Hitchcock convertiría en objeto de muchos deseos y que luego la vida misma la convertiría a ella en una princesa de cuento de hadas o de terror (nunca lo sabremos del todo), dejando tras de sí una historia de misterio, fantasmas, amores, alcoholes y sombras alargadas que ni en el mejor de sus papeles, con Hitchcock o sin él, lograría representar. Pero volvamos a J., a su entrada en escena. Se quita el abrigo, decíamos, con ese toque de las heroínas del propio Hitchcock, y sonríe. Creo que la vida, traspasados los cuarenta, la hace sonreír de otra manera. Más natural, más cercana, más auténtica. Hay que reírse de todo, incluso -voy a recurrir al tópico- de uno mismo. No queda otro remedio. Hay que reírse y cuanto más, mejor. Ella, a día de hoy, ya lo sabe. Y eso, inevitablemente, la hace mucho más divertida y próxima a esa fina ironía que tanto necesitamos en ocasiones (por no decir siempre). Hay que reírse para vencer ese tic-tac imparable del tiempo. J. ya se ha quitado el abrigo.
J. ya se ha quitado el abrigo, sí. Y al hacerlo, casi sin querer, deja al descubierto por unos instantes un hombro, el derecho, porque la ajustada chaquetilla que lleva sobre el ajustado vestido se rebela y propicia otro momento digno del propio Hitchcock. Un hombro desnudo, ese erotismo tan característico del cineasta inglés: entre el recato y el descaro, entre la elegancia y la suave perversión, entre la seducción y el fuego en el cuerpo. El hombro desnudo de una mujer da más juego que todos esos erotismos de pacotilla que vienen envueltos en las cincuenta sombras de ese aficionado a seductor que anda ahora por los cines (previo paso por los libros de ventas millonarias) y que es un erotismo más antiguo que un billete de cien pesetas. Dejen el erotismo en manos de los que saben y dedíquense a otra cosa. Marlon Brando y Ava Gardner que estáis en los cielos. Y todos esos caminos paralelos que tanto nos hicieron (y nos hacen) soñar en aquellas legendarias noches que son nuestras noches de cine por excelencia. Creo que el erotismo, en el cine, se murió el día en que Jessica Lange y Jack Nicholson se embadurnaron de harina en la mesa de aquella ya legendaria cocina. Con permiso de la gran Victoria Abril, pero esa es otra historia, que Victoria -ah, el hombro desnudo de Victoria- merece capítulo aparte y cualquier día de estos lo escribo.  
Ahí dejo a J.: elegante, sonriente, atractiva. Si Hitchcock hubiese sido testigo de esa entrada de J. en escena -el abrigo, el hombro desnudo, etcétera- le hubiese dado un papel para su próxima película. Aunque no sea rubia. Ni falta que le hace.
 

miércoles, 25 de marzo de 2015

Vivir en los cafés

A las personas que nos gusta vivir en los cafés, siempre tenemos uno favorito. O quizá más de uno, dependiendo del rincón de la ciudad o de la propia ciudad. Uno de esos cafés, en Oviedo, por los alrededores de nuestra casa, es La Bodeguilla, que acaba de cerrar sus puertas por cambio de dirección. Un pena. Herminio y Alejandro han llevado con oficio, sabiduría y afecto por sus clientes durante algo más de dos años el negocio. Antes, Asmaan, la impresionante mujer negra de la que he escrito por aquí en más de una ocasión y que casi nunca se perdía las presentaciones de mis libros, también hizo lo propio. Me gustaba sentarme en la terraza de ese local, pedir un café o un vino y leer, anotar cosas en el cuaderno, ver a la gente pasar, charlar con Íñigo, con mi hermana, con mi madre o con algún amigo o amiga con los que hubiese quedado. ¡Cuántas conversaciones en esa terraza! Penas y alegrías, expectativas y desilusiones, planes y proyectos, momentos de risas y momentos de menos risas, conversaciones serias y conversaciones superfluas. A las personas que nos gusta vivir en los cafés, nos gusta todo eso. La magia de la calle, el palpitar de la ciudad (tan diferente dependiendo de la hora o de la propia ciudad), el aire que despeja nuestras cabezas y hace más pequeños los problemas. Tomar lentamente una copa al atardecer, un café apresurado antes de ir a  la radio para hablar de libros o antes de ir la cita con no sé quién para ver si tiene un hueco en su librería para ti (nunca lo hay). La vida. Las cosas con las que vamos llenando las horas. Los quehaceres que nos mantienen ocupados para divertirnos o para no desequilibrarnos del todo. Siempre ahí, en los cafés. En La Bodeguilla, sin ir más lejos.   
En esta ocasión, a diferencia de tantos locales que están cerrando sus puertas, no todo está perdido: es un cierre por un cambio de dirección. No siempre ocurre eso. Malos tiempos para todo: no vamos a repetirnos. Hay una esperanza, en esta ocasión, para que las cosas, siendo diferentes, vuelvan a ser parecidas. Veremos. Todos sabemos la importancia que tiene para los que nos gusta vivir en los cafés la persona responsable de los mismos. Una sonrisa, una palabra o un gesto adecuados, un detalle: todo eso importa, y mucho. ¡A cuántos locales hemos decidido no volver por un mal gesto, una palabra poco adecuada o una sonrisa que no llegó a tiempo! Se podría elaborar una cara B con todos ellos. Y no sólo hablo de cafés... Pero no merece la pena, ciertamente. Mejor centrarse en lo positivo, en los buenos ratos que hemos pasado en La Bodeguilla, en los que posiblemente pasaremos. Vamos a ver.
Hablando de cafés, hoy estaré en otro café emblemático de esta provincia, el Lord Byron, en Avilés. Estaré con el club de lectura "Café entre libros", invitado por la escritora Cristina Muñiz, hablando de mi última novela, `La mujer de al lado´, y de lo que vaya surgiendo. Hablando de libros, como siempre. Del Lord Byron tengo también algunos buenos recuerdos, siempre relacionados con las numerosas veces que fui a ver obras de teatro al Palacio Valdés, justo al lado. Asociaré siempre ese café o ese vino rápido tomado en la barra a la emoción que me invade minutos antes de entrar en un teatro. Tantos viajes a esa ciudad, Avilés, para ver obras de teatro. El cine, hablaba el otro día con Fernando Marías (vuelvo a recomendar su premiada novela, ' La isla del padre´), nos salvó la vida. El teatro, añadiría ahora, también.
Nos vemos esta tarde, a las siete, en el Lord Byron, si queréis. La vida, quizá más que nunca y a pesar de tantas cosas, sigue pasando por los cafés.

jueves, 19 de marzo de 2015

Contradicciones

Provengo de una familia tradicional. Y cuando digo tradicional quiero decir que tengo un padre y una madre heterosexuales, y que no me refiero a esas familias que salen a la calle en bandadas cada dos por tres para, amparándose en la religión o en determinados intolerantes gurús religiosos, protestar contra los derechos de los que no piensan o sienten como ellos. Para protestar contra los derechos de las familias homosexuales, resumiendo. Provengo de una familia tradicional excepcional, vaya por delante: y aquí caben todos los adjetivos positivos que queráis ponerle. Que también hay familias tradicionales que no miran a la cara a sus hijos cuando los necesitan (he conocido casos) o que no les han dado el cariño que todos necesitamos desde pequeños para formarnos como personas (también conozco casos). De todo hay en esta tierra, ya lo sabemos. Hace ocho años, conocí a un tipo estupendo y me casé con él. Formamos nuestra propia familia. Homosexual, evidentemente. Y no, no olvidamos que si ese matrimonio pudo celebrarse fue gracias al PSOE y a su empeño por sacar adelante la ley correspondiente. Ley que el PP tuvo recurrida no sé cuanto tiempo. Digo todo esto porque hay alguna gente que tiene la memoria muy frágil. No tenemos hijos. Ni los tendremos. No fue algo que descartásemos inicialmente, sino que las circunstancias de la vida van sentando sus propias bases. Unas bases con las que, a veces, no estás de acuerdo pero contra las que estás atado de pies y manos. Hace cuatro años y medio cerraron la librería donde trabajaba y, desde entonces, no tengo un trabajo estable. Sin estabilidad económica, no hay hijos que valgan. De la escritura, a pesar de lo que piensan algunas personas y por mucho que uno escriba, viven cuatro. O, a estas alturas, vamos a dejarlo en dos. De todos modos, no es por ponernos medallas, creo que hubiésemos sido unos buenos padres. A los cuarenta y tres años, uno conoce perfectamente lo que sabe hacer bien y lo que no. Sobran la modestia y las tonterías.    
De las tonterías, precisamente, que han dicho esos dos diseñadores gays surge la necesidad de escribir este texto. Y digo tonterías por decir una palabra amable. Tanto camino recorrido, tanta lucha, tanto insulto recibido, para que ahora estos dos diseñadores salgan con la (peligrosa) postura con la que han salido: que están en contra de que una pareja gay tenga hijos. Vamos, hombre. Ahora, cuando mucha gente ha propuesto boicotear sus diseños (yo ya los tenía boicoteados, dicho sea de paso: porque su ropa no entra en mis presupuestos y, sobre todo, porque no me gusta nada), han matizado sus palabras y uno dice que sí y el otro que no. En fin, el blablabá de siempre cuando ves peligrar tu negocio. No obstante, la (peligrosa) postura está planteada. Personalmente, es algo que no puedo comprender: cómo se pueden tirar piedras así contra tu propio tejado. Es algo completamente absurdo. Ah, las contradicciones humanas. Son infinitas. El género humano nunca dejará de sorprendernos. Nos pongamos como nos pongamos.  O como dice mi tía Maru, ante el machismo de algunas mujeres (que también existe), tantos sujetadores quemados en aquellos años para acabar así. Pues eso. Siempre nos quedarán las tías Maru. Afortunadamente.
A todo esto: Felicidades, padre. Otro 19 de marzo en nuestras vidas. Que sí, que ya lo sé, que todo es un invento de los grandes almacenes (como tú mismo dirías) y tal. Pero vamos a celebrarlo. Que hoy estamos aquí y mañana quién sabe.

 

miércoles, 11 de marzo de 2015

El temblor de la nieve

Un matrimonio joven y atractivo pasa unos días en una estación de esquí con sus dos hijos. El paisaje es idílico, espectacular, bellísimo. Montañas de nieve. Humo de nieve, dice la mujer. Alrededor del lujoso hotel, esa intensidad blanca se impone por todas partes, llegando casi a abrumar. Un día, sentados los cuatro en la terraza del hotel, les sorprende una avalancha incontrolada de nieve. Así arranca `Fuerza mayor´, la película de Ruben Östlund. Y ahí, en ese preciso instante, comienzan los conflictos. El padre huye despavorido. La madre se queda con sus dos hijos. La trama girará en torno a ese hecho, la avalancha de nieve y los diferentes comportamientos que surgen a raíz de ella. Lo aparentemente modélico del matrimonio se desmoronará por momentos. Se abre la brecha. De las palabras, surgirán las heridas. Heridas que quizá no lleguen a cicatrizar. Aún no lo sabemos. Nadie saldrá indemne, en todo caso. Lógico. Habrá varios testigos: los amigos (secundarios fabulosos: sobre todo, la amiga de ella y el amigo pelirrojo). Y ese trabajador del hotel que fuma y observa con una mirada turbia que lo expresa todo y que tiene algo de personaje de película de Michael Haneke. De hecho, la película en su conjunto tiene algo del cine de Haneke. Lo inquietante. Sí, ésa es la palabra. El temblor que surge cuando lo cotidiano (o lo que esperamos ante determinados acontecimientos) desaparece. Cuando el río, a punto de desmoronarse, cambia su rumbo. Cuando sobre el blanco inmaculado, comienzan a aparecer otros colores que ensuciarán su pureza. Quizá no haya retorno. Seguimos sin saberlo. Los personajes hablan (podría convertirse fácilmente en una obra de teatro: no sería mala idea). Hablan mucho. Sobre todo, ella, la madre, que lleva la voz cantante. Que se rebela, que no da crédito a lo ocurrido, a la actitud de su marido. Espléndida Lisa Lovin Kongsli. ¡Cuánta fuerza detrás de su aparente fragilidad! (Al final, en el último, inesperado y magistral tramo de la película, seguirá demostrándola). Por momentos, me recordó a la gran Irène Jacob. La Jacob (¿qué habrá sido de ella?) de las películas de Kieslowski, concretamente. Buen futuro -si tiene suerte- se le augura a esta brillante actriz.
Y aún queda ese final que antes mencionaba. No desvelaré nada, por supuesto. Pero creo que es uno de los finales más redondos para una película que he visto en mucho tiempo. Lo inquietante -de otro modo- continúa. La fragilidad humana es tan intensa que casi da vértigo pensar en ello, ver esas imágenes, pensar en las posibilidades. Lo enigmático del comportamiento de la amiga conduce la inquietud a lugares insospechados. Y ella, la madre, vuelve a demostrar su fuerza, su superioridad.
Una de esas películas que invitan a constantes reflexiones sobre el comportamiento humano -tan variado, tan extraño- y que conviene no perderse.  

viernes, 6 de marzo de 2015

¿Habrá algún libro para mí?

Tenía el pelo rubio, los ojos grandes y el cuerpo delgado y fibroso. Una mujer profesional y agradable. De esas personas que prefieren ofrecerte antes una sonrisa que un mal gesto. No pasaría de los cincuenta. La cartera de la casa de mis padres. Cuando yo aún vivía allí, ella ya trabajaba por aquella zona. Entraba y salía del portal, dejaba las cartas en los buzones, llevaba los paquetes a los pisos correspondientes, trabajaba con rapidez y eficacia. La saludaba casi todas las mañanas, muy temprano. Y casi todas las mañanas le preguntaba lo mismo: ¿Habrá algún libro para mí? Uno se pasa la vida esperando libros. No, decía. O sí, depende. Cuando la respuesta era afirmativa, sonreía -cómplice- ante mi poco disimulada emoción. Siempre tenía la delicadeza de llevarme a casa el sobre que contenía la revista Clarín para que los bordes del buzón no machacaran la portada, aunque yo nunca se lo hubiese pedido. Una profesional. Y una mujer agradable, ya digo. Que, como bien sabemos, hay días en los que una sonrisa amable puede cambiarte el pie torcido con el que te hayas podido levantar. Que para eso, para levantarse con el pie torcido, nunca faltan los motivos. Eso también lo sabemos. Más aún en estos tiempos.
Ha muerto, la cartera de la casa de mis padres. Hace unas semanas. Alguien se lo dijo a mi madre y mi madre me lo dijo a mí. No me encuentro bien, decía. Y a las pocas semanas murió. Así de simple y jodido es el asunto. La muerte no se anda con pamplinas. La muerte nunca tiene demasiado sentido cuando las personas aún no han cumplido sus ciclos vitales. No creo que pasara de los cincuenta. Pienso también en Rosa Novell, esa actriz que se murió el otro día con sesenta y un años después de tanto sufrimiento y tanta lucha. Las fotografías de la última etapa de su vida, ciega sobre un escenario, estremecen. Por la serenidad, por la valentía. Por la extrema belleza que ni la muerte más sucia y rastrera puede arrebatar de algunos rostros. Por la dignidad de quien muere encarándose con su destino. Por el desafío.
La vida, más que de grandes gestos o acontecimientos, se compone de pequeños detalles. La sonrisa de una persona a la que ves a menudo, con la que no tienes más que un trato correcto. La cartera de la casa de mis padres. Esa sonrisa que, como señalaba antes, puede cambiarte el día. Esa sonrisa ha desaparecido. Vendrán otras, supongo. Pero ahora ha desaparecido. Así, injustamente. La vida se compone de pequeños detalles, sí. De gente corriente que, casi sin ella saberlo, se convierte de pronto en gente extraordinaria. Cada vez que esté esperando por un libro -uno siempre está esperando por ellos-, la recordaré. Será inevitable.