jueves, 31 de marzo de 2011

La historia de Lola

Allí estaba, a mi lado, en la oficina de empleo, escuchando con cara de sueño aquella larga y aburrida charla para la que habíamos sido convocados. Lola, se llamaba. El pelo muy largo y planchado, la sonrisa amplia, los dientes de mujer fumadora, los ojos pintados de intenso azul, el cuerpo fibroso e inquieto, las manos grandes y huesudas, sin anillos, ropa deportiva y algo gastada, tres revistas de pasatiempos y dos paquetes de Winston sobresaliendo del bolso. Cincuenta años. Más de la mitad, trabajando en un bingo, repartiendo cartones. Un trabajo como cualquier otro, dice. Quizá, a veces, resulta duro debido a los horarios, sobretodo cuando el turno termina a las cuatro de la mañana. Muchas madrugadas, cuando llegaba a casa, ya no sabía si cenar o desayunar, si tomar un whisky o un café, si meterme en la cama o salir a la calle de nuevo y disfrutar de la mañana, menos mal que no he tenido hijos. Del marido, mejor no hablar. Prefiero vivir sola con mi gato, con eso te lo digo todo. En estos tiempos, debido a la crisis, ya no compensa ese horario, cerrar a las cuatro de la madrugada, incluso por semana, pero antes sí, no te imaginas la cantidad de gente jugadora que hay en esta ciudad, verdaderas fortunas he visto yo gastar en una sola noche, más de lo que cualquiera de nosotros podría ganar en un mes entero de trabajo. Y buenas propinas que daban algunos, siempre hay personas generosas. Ahora, con la crisis, las cosas son diferentes. La mayoría de los aficionados sigue jugando, pero menos, muchísimo menos, y las propinas ya no son lo que eran ni de lejos, calderilla nada más. La gente, gente con posibles, se sentaba, pedía una copa, otra y otra más, se fumaba su paquete de tabaco, cuando se podía fumar en los lugares públicos, claro, que ésa es otra, y se dejaba llevar, cartones y más cartones, series enteras. Mucho dinero sobre la mesa, ya te digo. Si cantaban y se llevaban algo, por poco que fuera, se animaban y seguían jugando. Si no lo hacían, lo mismo: la ilusión por cantar es ilimitada, como quien dice. No digo nada. A mí, proseguía, también me encanta de cuando en cuando ir a echar unos cartones, por si toca la flauta, que casi nunca toca, oye, qué lata. Sé que, ahora, al paro, tengo que tener cuidado, controlar el tema. Tantas horas libres dan para mucho, sobretodo cuando duermes sólo cuatro y media al día. Qué le vamos a hacer. No creo que, a estas alturas, me vuelva una ludópata... Pero quién sabe. Las tentaciones siempre están ahí, al acecho. Quién me iba a decir a mí que me iba a quedar sin trabajo, después de tantos años. Así es la vida. A veces, cuando no puedo dormir, pienso en largarme de aquí, en irme a Benidorm, allí hay muchos bingos y yo tengo unos cuantos años de experiencia, enviaré currículums, a ver si sirve de algo, que no sé yo... Las Vegas, ahí sí que me gustaría ir, aunque sólo fuesen unos días de vacaciones. Una amiga mía se fue y se casó con un americano que mide dos metros diez, como lo oyes, y ella es más baja que yo. Vive feliz, dice que es un lugar muy bonito, no deja de repetirme que vaya a visitarla, que igual encuentro a otro americano y me quedo allí, encantada de la vida, como ella. En fin, Dios dirá, concluye. La esperanza es lo último que se pierde, ¿o no dicen eso? Qué ganas tengo de fumar.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El INEM revisitado

Estábamos allí reunidas unas veinticinco personas. Faltaban tres, dijeron al pasar lista, que también habían sido convocadas y decidieron no acudir, pese a las consecuencias con las que amenazaban a los que no asistieran. Quitarnos la prestación económica, la principal. Veinticinco personas de lo más variopinto. Hombres y mujeres. Un amplio abanico de estilos y edades. Eran las diez de la mañana. Sin embargo, la mayoría de aquellos rostros aún mostraban abundantes dosis de sueño. Los síntomas de cansancio y aburrimiento fueron apareciendo poco a poco, a medida que transcurría aquella larguísima y aburrida reunión. El INEM nos había convocado a un grupo de parados para contarnos cómo buscar trabajo a través de su página web. Así de entretenida se presentaba la cosa. Buf. Una especie de curso acelerado para manejar internet para mayores de 65 años. Algo así parecía aquello. Insoportable. Hacernos perder el tiempo, tocarnos las narices, marear la perdiz. ¿A cuento de qué? Supongo que a cuento de ahorrarse el dinero de aquellos que no se presentaran a tan interesante reunión, digo yo. Otra razón, la verdad, no la encuentro. Aquel calor reconcentrado en aquella sala, aquella lentitud explicando las cosas, aquellas caras de tristeza e infinito tedio a mi alrededor... La verdad es que la resaca con la que acudí a tan magno evento no ayudaba mucho. Aunque, si lo hubiese hecho después de dormir diez horas seguidas, fresco y bien despierto, no hubiera mejorado mucho la situación. Casi mejor la resaca, pensaba mientras miraba una y otra vez el reloj del chico que estaba sentado a mi lado y tarareaba, por lo bajo, aquella mítica canción de Carlos Berlanga: "Encerrado en este hospital/ tomando pentotal/ y sin poder hablar". Aquel reloj que parecía no avanzar ni bien ni mal. Supongo que la situación en la que estamos inmersos es difícil de dominar, de sacar adelante, pero, ¡por favor!, que nos ahorren este tipo de reuniones de lo más absurdas. Bajan la moral a cualquiera. Y bastante tenemos, los parados, con lo que tenemos.

lunes, 28 de marzo de 2011

Sueños compartidos

Hay días en que, casi como por arte de magia, lo cotidiano se vuelve extraordinario. Este domingo, el último de marzo, fue uno de esos días. Levantas las persianas de toda la casa, pones la cafetera al fuego y abres el periódico. Ese periódico que llevas leyendo desde los quince años y con el que tantas cosas de la cultura y de la vida aprendiste. Allí leíste a escritores imprescindibles, de una manera u otra, en tu formación: Eduardo Haro Tecglen, Ángel Fernández-Santos, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo... Francesca, que lleva despierta un par de horas, ronronea, aburrida, a tus pies. Ahí, en el periódico, te encuentras con el artículo en el que una de las mujeres que también forman parte de esa formación y con la que compartes una parecida manera de ver las cosas, Maruja Torres, cuenta cómo se emociona con el libro que has escrito y así, ella, lo narra en su página semanal. Un momento único, maravilloso, excitante. Una hermosa recompensa. Hay gente que no sabe lo que cuesta escribir, lo que cuesta -sobretodo- publicar. Qué fatiga, a veces, toda esa lucha. El blog, esa ventana desde la que comparto mi visión de las cosas con el resto mundo, se va llenando de visitas. Cada día, recibo unas cincuenta o cien -visitas desde todas las partes y rincones del mundo-, depende de si ese día hay texto nuevo o del tema del mismo. Ayer, a las doce de la mañana, tenía cuatrocientas visitas. Al final del día, más de mil. (Gracias a todos). Lo que persigue todo escritor: expresar sus pensamientos y que lo lean. Llegar a la gente. Conectar con el público. Yo, con mis textos, he llegado a un puñado de personas. Ahora, a ella, Maruja Torres, de la que tantas cosas aprendí, con la que tantas veces me reí y me emocioné. Sus legendarios reportajes, sus retratos de las grandes figuras del cine, sus memorables artículos de verano... Su ironía y su ternura. Sus libros. Ahora, ella se emociona con mis palabras. Y entonces recuerdo mis quince años. Todas aquellas caminatas por la ciudad en busca de un libro, de una película, de un disco que ella había compartido con Terenci y que ahora nos recomendaba. Recuerdo esas noches, leyendo aquel libro, viendo aquella película, escuchando aquel disco, soñando con las ciudades que ellos habían visitado y de las que no dejaban de hablar. Y me los imaginaba a los dos, a ella y a Terenci, tan lejos y tan cerca, muertos de risa o embargados por la emoción, envueltos por el humo de los cigarrillos y por la sombra de las divas que antes los habían fumado en cientos de películas, y yo quería estar allí, con ellos, envuelto en aquel mismo humo, compartiendo aficiones, sueños, chismorreos de los buenos. De alguna forma, lo estaba. Sí, claro que lo estaba. Mis quince años. Ahora, más de veinte después, ella se emociona con lo que acabo de escribir y publicar, con todo lo que eso cuesta. Hoy no puedo pedir más. De alguna manera, a veces, los sueños se cumplen. Sí, puedo decirlo.

jueves, 24 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor

Elizabeth Taylor fue más que unos impresionates ojos violeta, unas facciones perfectas, un rostro bellísimo. Fue más que una espléndida actriz. Más que una mujer de rompe y rasga. Más que una estrella. Fue -es- una leyenda. Pocas lo fueron a su nivel. Una leyenda forjada a golpe de excesos, talento, turbulencias, sexo, amores, desamores, lujo, vanidad, pastillas y alcohol, mucho alcohol. Un estilo de vida, ya prácticamente desaparecido, donde el glamour y las cámaras ayudaban a fomentar el mito y a engrandecerlo. Hoy, quizá, el modo de vida de las estrellas sea diferente, pero no hay sucesoras a la altura de estos mitos. No es un tópico. Es una realidad pura y dura. Y realmente triste. Ahí está, cada año, la Gala de los Oscar y su alfombra roja, donde cada vez hay más niñatas escuálidas y menos glamour, talento y poderío. Una pena.
Taylor fue mucha Taylor. Como Ava fue mucha Ava. Y Bette Davis muchísima Bette Davis. No siempre tuvo películas a su altura, como les pasó a la mayoría de ellas, pero cuando tuvo una oportunidad la agarró con la misma fuerza con la que abrazaba a Richard Burton o el vaso (la botella, mejor) de whisky, pese a su aparente fragilidad y su siempre delicado estado de salud (mala salud de hierro, como la de Liza), y le sacó el máximo partido. Ahí están Maggie, la gata, y la Martha de "¿Quién teme a Virginia Woolf"?, dos de sus más memorables creaciones. Nadie ha logrado su maestría dando vida a estas dos mujeres atormentadas, apasionadas y desesperadas, cada una con sus motivos. También es cierto que ninguna actriz tuvo enfrente a Paul Newman, rechazándola de la manera que lo hacía mientras pensaba en su compañero de estudios, y a Richard Burton, dándole la caña que le daba -la misma que en la vida real, suponemos-, para hacerlo. Elizabeth supo insuflarle a ambas la desesperación que esos papeles requerían, el dramatismo necesario. Hay más películas en las que estuvo espléndida: "Un lugar en el sol", "Gigante", "El árbol de la vida" o "Reflejos en un ojo dorado", junto a otro mito a su altura, mito entre los mitos, Marlon Brando. Y otras, donde su belleza, traspasando la pantalla y casi apabullando, era lo más destacable, como en "Una mujer marcada", ese Oscar que le "robó" a la impecable Shirley MacLaine de "El apartamento" por la pena -dicen- que inspiró en los miembros de la Academia a causa de los graves problemas de salud de aquel año, 1960.
Se empeñó siempre en demostrar que era eso, una buena actriz, y así, echándole valor, llevó a los escenarios el inmortal personaje que Bette Davis había interpretado en "La loba", de William Wyler. Dice la leyenda que una noche, la Davis entró enfurecida en su camerino diciéndole que, hiciese lo que hiciese, jamás podría igualar su interpretación en el personaje de Regina, una de sus inmortales arpías, a lo cual, concluye la leyenda, la Taylor, a voces y (me imagino) copa de su bourbon favorito en mano, la echó de allí a cajas destempladas. Sea como fuere, el momento, aparte de antológico para cualquier mitómano, resulta bastante creíble. Otros tiempos. Otras divas.
Me quedaría con muchísimas instantáneas de su carrera y de su vida. La imagen con el bañador blanco en "De repente, el último verano", los primeros planos de "Cleopatra", la imagen ardiente de Maggie en "La gata sobre el tejado de zinc", los destellos con los que recogió el Premio Príncipe de Asturias por su lucha contra el sida, alguna imagen de los 80 con sus joyones millonarios, la piel bronceada y aquel pelo cardado que la hacía cuatro o cinco centímetros más alta, el colorista retrato de Warhol o con su increíble rostro enfundado en algún ejemplar de su colección de gorritos de plumas de los 70. Son sólo algunos de los innumerables ejemplos que podría poner. Pero lo haré con una, de tamaño gigante, que descubrimos, casi por casualidad, el año pasado en Las Vegas. Estaba Elizabeth en el Studio 54, a finales de los 70, rodeada de amigos, hinchada por el alcohol y las pastillas, cigarrillo humeante entre los enjoyados dedos, y la cámara, de pronto, la sorprende. Y su rostro, entonces, pese a las sombras de la noche y el deterioro causado por aquellos excesos, se vuelve, al ver los destellos del flash, luminoso, muy luminoso, los ojos brillantes, la piel tersa, la seducción desafiando y toda la fiereza de quien nació y vivió para eso, para destacar, para resaltar su luz, para ser estrella. Una de las más poderosas, una de las verdaderas.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Amabilidad y educación

Cuando tenía nueve años ya sabía que quería ser escritor. Caminaba, de la mano de mi madre, por los alrededores de nuestra casa y lo observaba todo detenidamente. Los movimientos, los saludos ligeros y fugaces, las largas conversaciones y los gestos de las personas, sobretodo de ellas, de las mujeres. Por su tono de voz sabía perfectamente el estado de ánimo o el tipo de conversación que mantendrían unas con otras. Si estaban alegres o tristes, de buen humor o enfadadas, si habían discutido con sus maridos, si tenían ganas de seguir el hilo de una charla o si, como en el caso de las dueñas de algunas de las tiendas que frecuentábamos, lo hacían básicamente porque eso, dar conversación a las clientas, formaba parte de su trabajo. A algunas se les veía mucho el plumero; otras, lo hacían con maestría y profesionalidad, incluso con cariño, cordialidad y cercanía. Había unas terceras que no lo hacían ni de un modo ni de otro, que se limitaban a realizar su cometido: pesar la fruta, despachar el pan, cortar la carne, limpiar el pescado. Pronto supe que esas tiendas tenían unos productos de primera calidad: por eso, y no por la amabilidad, era por lo que la gente iba a hacer allí sus compras. Mi madre, también. Así se encargaban de decirlo las mujeres cuando ya salían a la calle, en corrillos donde disfrutaban de la charla que no habían podido mantener dentro del local. Qué seca es esta mujer, ¿has visto qué cara me ha puesto cuando le dije que el pimiento estaba un poco machacado por un lado?, ¡parecemos tontas viniendo hasta aquí! Eran algunos de sus comentarios. Si aparecía otra tienda donde la amabilidad de los dueños y la calidad de los productos igualaba al de los otros locales, la clientela se iba con ellos. Las mujeres, la mayoría, eran así. Iban donde se encontraban a gusto, donde hallaban complicidades. Punto. No lo hacían con disimulo, no tenían por qué hacerlo. Eran muy libres de hacer lo que se les antojase con su dinero. Me encantaba esa naturalidad. Ya entonces la admiraba. Y pronto aprendí de ella. Pasar mucho tiempo con las mujeres siempre trae cosas buenas y prácticas. Enseguida llevé a cabo la lección aprendida: cuando no estoy a gusto en un sitio, me voy. Así de sencillo. No hay por qué dar demasiadas explicaciones. Cada cual que saque sus propias conclusiones. El mundo está lleno de posibilidades. Ya irán apareciendo. Ya están ahí. La vida es un constante toma y daca. No se puede estar esperando recibir constantemente. ¿A cuento de qué?. Para recibir, también hay que ofrecer. Nada es gratuito. En la amistad, en el amor, dentro de la familia, con los vecinos o en cualquier tipo de relación que podamos mantener unas personas con otras. También en los trabajos o en los bares y tiendas que frecuentamos. Esta ciudad y sus locales, en este sentido (como en tantos otros), cada vez dejan más que desear. Se están perdiendo muchas formas que considero absolutamente básicas. Imprescindibles. Durante todos los años que trabajé cara al público bien conocía esa lección. No era del tipo de librero que ponía mala cara si me decían que un libro estaba un poco doblado por un borde o manchado en el otro. Ni, mucho menos, dejaba marchar a un cliente. Más bien al contrario. Un cliente siempre me traía a otro. Y ése, a otro más. Casi diez años en esos trabajos cara al público me avalan. La amabilidad y la educación, ay, qué piezas tan fundamentales para relacionarnos. Quien se olvide de la una o de la otra, está perdido conmigo. Soy inflexible. Una sonrisa, un detalle, una palabra o un gesto amable llegado el caso: basta con eso. Con eso es suficiente, sí. No hace falta más, pero tampoco menos.

lunes, 21 de marzo de 2011

Domingo

Domingo todo el día. Con eso está dicho todo. Una extraña mezcla de melancolía y cansancio. Me temo que debe ser cierto eso de que los años no pasan en balde. Salgo a la calle, que siempre es un buen remedio para alejarse del amodorramiento y los malos rollos. Caminar siempre ayuda a despejar la mente y el alma, a desenredar los nudos y los pensamientos enquistados. El primer día realmente primaveral del año. La luz intensa, el cielo despejado por completo. Paseo por el Parque de Invierno, como todos los días que no tengo demasiadas ganas de hablar con nadie. Me gustan esas zonas verdes en la ciudad, un poco alejadas del ajetreo, del ir y venir cotidiano, del bullicio. Hoy, a diferencia de los días laborables, está lleno de gente: justo lo que no buscaba. Parejas jóvenes y parejas mayores. Gente haciendo deporte, corriendo. Corrillos de mujeres, de hombres. Grupos de jóvenes jugando al baloncesto, de niñas saltando a la comba, perros, risas, más juegos, paseos... Hay una sólida armonía en el conjunto. Camino a buen paso, como recomiendan los expertos, sin embargo lo observo todo detenidamente. La vida: tal cual. Un domingo por la tarde. Sin amenaza de lluvia ni de cualquier connotación negativa. Me reconcilio un poco con el mundo y conmigo mismo. En la bolsa llevo "Cartas a Yves", un librito encantador que recoge las cartas que le escribió a Yves Saint Laurent, tras su fallecimiento, su compañero de toda la vida, Pierre Bergé. Me siento en un banco y leo: "¡Qué mañana tan joven y hermosa hacía el día que nos conocimos. Librabas tu primera batalla. Aquel día conociste la gloria y, a partir de entonces, ya no os volvisteis a separar. ¿Cómo iba yo a imaginar que cincuenta años más tarde estaríamos aquí, cara a cara, y que yo me dirigiría a ti para un último adiós? Es la última vez que te hablo, la última vez que puedo hacerlo. Muy pronto, tus cenizas llegarán a la sepultura que te espera en los jardínes de Marrakech". Qué bellas y conmovedoras palabras. El ciclo de una vida que se cierra. ¡Cuántas cosas quedarían en el medio, entre ese principio y el final! Cosas positivas y negativas. La vida de un genio de la costura, Yves, que anhelaba lo mismo que todo el mundo, que luchaba contra los mismos fantasmas y obsesiones, que se emocionaba con idénticos placeres. Cierro el libro y me digo que, después de todo, habrá que seguir tirando del hilo. Y, pensando en esa vida, en la de Ives, sigo caminando en su busca.

viernes, 18 de marzo de 2011

Josefina Aldecoa

Era una mujer con pasado. Con un pasado feliz, que parecía haber quedado muy atrás ya. Un marido, una hija, amigos. Ganas de hacer cosas, muchas cosas, de cambiar el mundo. Aquel mundo tan gris y siniestro que era este país en los años duros del franquismo. Se agarró, como aquellos amigos, a la literatura. Su marido, Ignacio, también lo hizo. El tiempo enseguida lo convirtió a él en lo que era, un escritor genial. Algunos de aquellos amigos comunes con los que se pasaban las tardes fumando, hablando de literatura y bebiendo vino malo también lo fueron, geniales. Ella iba publicando cuentos aquí y allí, tímidamente. Era una apasionada de Truman Capote y suya es una de las primeras traducciones al español de uno de los cuentos del maestro americano. El destino hizo que se quedara viuda muy pronto. "Un aviso: Ignacio Aldecoa ha muerto". Así lo escribió Carmen Martín Gaite, tan amiga de ambos. Josefina, tras la muerte de su marido, quedó sumida en una profunda depresión, de la que, dicen, nunca llegó a recuperarse del todo. No escribió durante años. Al cabo de ese tiempo, volvió a hacerlo, a escribir. Sus novelas son elegantes, con una prosa sencilla y muy cuidada. Sus personajes son casi siempre femeninos. La fuerza y la entereza de las mujeres ante las adversidades queda muy bien reflejada en ellos. La trilogía de la maestra, esa profesión que tanto amaba y por la que tanto luchó (y por la que muchos de sus alumnos, hoy, la recuerdan con cariño y palabras elogiosas), se encuentra entre lo mejor de su producción, no demasiado extensa.
La descubrí hace más de veinte años (de casi todo hace ya más de veinte años), cuando aquella generación, la del 50, estaba empezando a ser valorada como debía. Y las aventuras de aquel puñado de escritores charlando en la tarde gris alrededor de la mesa de alguna taberna de mala muerte, sin un duro en los bolsillos pero con ilusiones y verdaderas ansias de cambio y de hacer miles de cosas, me fascinaban casi tanto como sus propios libros. Qué recuerdos asociados a sus escritos, a todos los de aquella magnífica generación. Porque éramos jóvenes, sí, sin duda, como dice el título de aquella novela suya. Porque aún lo éramos en todos los sentidos.

martes, 15 de marzo de 2011

Decadencia nocturna

Éramos jóvenes y bebíamos bourbon. Pasábamos las noches en las calles riéndonos, creyéndonos los amos del mundo (de ese mundo que, naturalmente, nos íbamos a devorar a gloriosos bocados) y de la pista. Qué recuerdos. No había garito que desconociéramos. Cada hora de la noche tenía el suyo y respetábamos escrupulosamente esa regla. Todo tipo de locales, todo tipo de músicas. Rock, pop, folk, dance, y hasta heavy escuchábamos cuando salíamos con una amiga rubia a la que le gustaba el billar y esa rama dura de la música con la que nunca conseguimos conectar. El bourbon aún sabía a bourbon en todas partes. Oviedo no era Londres, ni Madrid o Nueva York, pero en ella había vida, ilusiones, colorido, ansias por la cultura, conciertos, encuentros literarios y juventud. La noche siempre se nos hacía demasiado corta. Nos refugiábamos donde había gente que pensaba como nosotros. Músicos, poetas, actrices: todos persiguiendo el mismo sueño. El sueño. París era una fiesta, y Hemingway y su vida y literatura uno de los espejos en los que reflejarse. El existencialismo, Fassbinder, Almodóvar y Marguerite Duras. Y los cabarets de cualquier lugar del mundo, con el 54 a la cabeza. Cada amanecer nos sorprendía con el espíritu aún inquieto y el sabor de un beso distinto. Qué reprimida eres y qué poco te pareces a Aitana, le dijimos uno de aquellos amaneceres con más alcohol que sangre en las venas a la estatua de La Regenta. No queríamos dormir porque no queríamos que aquello se terminase nunca.
Pienso en todo esto de regreso a casa, casi al amanecer, después de recorrer algunos de aquellos locales de entonces. Nada es lo mismo ya. Ni rastro de lo que había. Mucha gente está muerta y otra lo parece. La mayoría vive en otras ciudades: no les quedó otro remedio que marchar, aunque no quisiesen, al verse sin trabajo. Incluso algunos optaron por refugiarse en pequeños pueblos, alejados de esta decadencia. Sí, decadencia (más que nostalgia): ésa es la sensación. Y la palabra que definiría en lo que se ha convertido la noche de esta ciudad. Hacía mucho tiempo que no regresaba a esos lugares, que no pisaba la noche a fondo. Tiempo en el que han cambiado demasiadas cosas, empezando, seguramente, por mí mismo. Todo tiene su tiempo y su lugar en esta vida. En eso pienso, sí, mientras abrimos el portal y, a lo lejos, difuminados en la niebla del amanecer, distingo a algunos fantasmas que, tras pasarse la noche acodados en las mismas barras de entonces y acaso buscando la última hasta derrumbarse definitivamente en alguna cama, me saludan con infinito cansancio. Adiós, adiós. Apenas puedo sonreír. Qué triste todo.

lunes, 14 de marzo de 2011

El llanto

No es habitual ver a un hombre llorar en público. Menos aún, en plena calle. Ayer, enfrente de mi casa, sentado en un banco, había un hombre que lo hacía, que lloraba desconsoladamente. Era una imagen extraña e impactante. Las calles completamente vacías, los negocios cerrados, el cielo amenazando lluvia, muy encapotado. Un domingo triste de invierno. Un domingo como casi todos los domingos. Y aquel hombre, rondando los cincuenta años, sentado en el banco, con una vieja bolsa de deporte a su lado, llorando sin cesar. ¿Qué le ocurriría? ¿Cuál sería el motivo de ese llanto desesperado? ¿Habría perdido su casa, su empleo, a su familia, a sus amigos? No lo sabemos. Vestía ropas sencillas, ciertamente desgastadas, pero su imagen era pulcra, aseada. La barba bien recortada, el pelo limpio, los zapatos brillantes. La imagen de un hombre que tiene problemas, podría ser. Escaso dinero en los bolsillos, alguna enfermedad rondándole. ¿Acaso en aquella vieja bolsa de deporte azul marino -la marca, Adidas, casi había desaparecido por completo- estaban todas sus pertenencias? Pudiera ser también. Al verme salir del portal (las miradas se encontraron durante unos instantes), cubrió su rostro con las manos, con las dos, pero el llanto seguía siendo igual de desesperado y sonoro. El único sonido que rompía el silencio de la calle desierta. La única persona que me encontré en un buen trecho. Según me iba alejando de él, recordé a un tipo similar. Pudieran llegar a parecerse, incluso físicamente. Estábamos en San Francisco, alrededor del mediodía, un sábado por la mañana, pronto hará un año. Cerca de un mercadillo callejero (frutas, cuadros, muñecos, artesanía variada: de todo había allí), un hombre pedía limosna con un platillo a sus pies. Su llanto no era sonoro. Tenía los ojos húmedos, la mirada más triste que había visto en mucho tiempo. A su lado, un gato enorme, atado con una correa, bebía agua de un pequeño cuenco. La correa estaba atada a la muñeca del hombre, que le acariciaba constantemente el lomo. Estaba absorto en sus pensamientos, como si no hubiese nadie más en el mundo o no le importase lo más mínimo. Ni siquiera cuando alguien le dejaba una moneda en aquel platillo abandonaba su mundo. Posiblemente, los recuerdos que le venían a la cabeza eran los que le hacían llorar. Sólo él sabía de qué se trataban.
Dos hombres. Dos ciudades diferentes. ¿El mismo llanto? ¿Las mismas causas? Quién sabe.

domingo, 13 de marzo de 2011

Fragmentos de interior

Hay ciertos acontecimientos en la vida de las personas comunes y corrientes que marcan decisivamente el resto de los años que les quedan por delante. La muerte de un hijo, de un padre, de una madre, de un amigo o de un hermano, la pérdida inesperada de un amor o un fuerte desamor no del todo asimilado. En la vida de los escritores, lógicamente, sucede lo mismo. A veces, los escritores utilizan las palabras para ahuyentar ese abismo, ese vacío, y los miedos y las inseguridades que siempre los acompañan. Toda esa intensa fragilidad. Es un juego peligroso, sin duda. No todo el mundo sale airoso del empeño. Hay que ser un gran escritor, tener abundantes tablas y talento, para mantener ese equilibrio. Ese equilibrio -imprescindible, importantísimo- que puede separar lo sublime de lo ridículo en un veloz abrir y cerrar de ojos. Ya se sabe que no es sencillo escribir desde el dolor, desde la rabia o la desesperación, con los sentimientos aún a flor de piel y los recuerdos (toda clase de recuerdos: un torrente embarullado y entremezclado de recuerdos) acechando, sigilosos, a escasos pasos. Es mejor dejar pasar el tiempo, que las aguas vuelvan a su cauce, que retorne la rutina y con ella, con el quehacer cotidiano, intentar que, poco a poco, ese dolor se vaya diluyendo en los nuevos acontecimientos, en las nuevas batallas que vayan surgiendo con el devenir de los días. Pienso en todo esto al terminar de releer la nueva y extraordinaria novela de Elvira Lindo, "Lo que me queda por vivir", en la historia de esa mujer, Antonia, ocurrida en el Madrid de los años ochenta, tan parecida a la de la propia autora, perdida, desconcertada, desconcertada, dolorida, tras una ruptura amorosa. Y cómo esa mujer tira hacia delante -avanzando, avanzando, avanzando- con la compañía de su pequeño hijo. Madre e hijo agarrándose con fuerza. Está contada de una manera desnuda, despojada de todo artificio. Se lee conteniendo la emoción, respirando -finalmente- con alivio y con la esperanza de que, como dice el bolero de Omara Portuondo que le da título, después de los malos momentos ya sólo aparezcan las sonrisas por todos los años que le queden por vivir. Escribir sobre lo íntimo (sin necesidad de adentrarse en los territorios más pantanosos, más tristes o más dolorosos) está en la tradición de los mejores narradores americanos. Truman Capote escribió, basándose en sus recuerdos de infancia -importantes fragmentos de interior que van adquiriendo mayor relevancia según se van cumpliendo años y acumulando experiencias-, algunas de las páginas más memorables de la literatura americana. Y ya en plena decadencia, hablando de sí mismo y de muchas de las personas que le rodeaban, logró textos sublimes en "Música para camaleones", donde demuestra que la verdadera genialidad es siempre superior a la decadencia, que no hay drogas, ni alcoholes, ni noches interminables que logren aniquilar por completo el talento con mayúsculas. Philip Roth, Saúl Bellow, Grace Paley o Alice Munro (aparte del propio Capote) son fuentes de las que Elvira Lindo también ha bebido con gozo y sabiduría. Alice Munro, con su certera prosa narra puntillosamente desde acontecimientos muy personales y consigue elevar lo particular a universal. "La vista desde Castle Rock", donde repasa la vida de su familia, desde sus antepasados hasta el momento presente, es, quizá, el ejemplo más destacado a este respecto, pero no el único. Otra gran narradora y admiradora confesa de la canadiense Alice Munro es la recién nombrada académica de la lengua Soledad Puértolas. La mayoría de su obra se mueve por el terrero de lo íntimo y personal. "Una vida inesperada", una de sus mejores novelas, o "Con mi madre", sincero y estremecedor texto que escribió tras la muerte de su madre, son buena prueba de ello. Palabras mayores, las de esta última narración, escritas desde el dolor causado por la pérdida de la madre, despojadas de toda floritura y aderezo, cortantes como ese mismo dolor que está ahí, palpitando, muy afilado y muy vivo, y que sólo el tiempo logrará apaciguar. El tiempo y las palabras que se escriben. Así lo narra Puértolas al comienzo del relato: "Mi madre murió el 26 de enero de 1999. Desde ese día, por necesidad, para no sentirme desbordada por el dolor, he ido escribiendo sobre ella, sobre lo que ha significado su dolor y su muerte". En este mismo sentido -quizá de un modo aún más contundente- se expresa Francisco Umbral en su mejor ¿novela? (novela, diario íntimo, texto poético, narración, largo poema en prosa, lo que sea, qué más da: pocas veces una mezcla de géneros dio un resultado tan glorioso), "Mortal y rosa", escrita tras la muerte de su único hijo: "Escribo por el placer de desaparecer. Es mi forma de supervivencia. Todos hemos querido ser invisibles alguna vez. El éxtasis, la levitación. El mundo y la escritura se intercambian reflejos, luces, y yo estoy en medio, entre dos fuegos, desaparecido, sin peso". Es, sin lugar a dudas, uno de los libros más escalofriantes sobre el dolor, sobre la devastación que ese dolor causado por la muerte del hijo provoca en el ser humano. Un antes y un después, inevitablemente, en la vida de un hombre que pierde el rumbo y que sólo lo encuentra, a ratos, en las palabras, en la literatura, en lo escrito. Sólo por ese libro Umbral merecería un lugar destacado en nuestras letras. Las reacciones de cada ser humano son -afortunadamente- diferentes.
Carmen Martín Gaite es otra de nuestras escritoras que perdió a su hija. Sin embargo, a diferencia de Paco Umbral, Calila (como la llamaban sus amigos) decidió, tras ese duro golpe, echar a volar la imaginación, alejarse del dolor y así creó "Caperucita en Manhattan", un cuento desde Nueva York para todas las edades, donde la ensoñación y el divertimento tienen destacados y decisivos papeles. Escribir, evadiéndose a otros mundos, refugiándose en la fantasía, para sobrevivir. Un relato inolvidable. Por esas mismas fechas, tras la muerte de su única hija, Carmen Martín Gaite tradujo al castellano la obra, "Una pena en observación", que C.S. Lewis escribió tras la muerte de su esposa, la poetisa Helen Joy Gresham. A ese libro pertenecen estas terribles palabras: "Los momentos en los que el alma no encierra más que un puro grito de auxilio deben ser precisamente aquellos en que Dios no puede socorrer. Igual que un hombre a punto de ahogarse al que nadie puede socorrer porque se aferra a quien lo intenta y le aprieta sin dejarle respiro. Es muy probable que nuestros propios gritos reiterados ensordezcan la voz que esperamos oír". Años más tarde, basándose en este libro y en su hstoria de amor, el cineasta Richard Attenborough filmaría una película, "Tierras de penumbra", igualmente contenida y conmovedora, con dos interpretaciones magistrales a cargo de Debra Winger y Anthony Hopkins.
Son sólo algunos -importantes- ejemplos. Hay más, evidentemente. Literatura y vida. Confidencias íntimas, recuerdos susurrados, confesiones sin máscara, frases a cara descubierta, contundentes fragmentos de interior. Esos tramos difíciles de la vida que, con el paso del tiempo, se plasman con esfuerzo en un papel y que nada, ni siquiera el constante bullicio de la propia vida, consigue dejar definitivamente atrás. Sólo, acaso, convertirlos en otra cosa, en muchas otras cosas: transformar, una vez más, el dolor en palabras, las emociones en otras emociones, la vida en literatura. Ahí, sí, está el hallazgo.

sábado, 12 de marzo de 2011

Torrente 12

Como a cualquier persona con dos dedos de frente, me repugna profundamente el personaje y los valores (si así pueden llamarse) que defiende Torrente. Su discurso racista, sexista, homófobo. Su estética. Su ranciedad. Su cobardía. Su espantosa vulgaridad. Su infinita cutredad. Todo en él resulta grosero, grotesco, patético y ciertamente asqueroso, como le llaman algunos personajes en la película. Santiago Segura ha dicho en una de las cientos de entrevistas que le han hecho estos días algo así como que le repugnaría parecerse a un tipo así. Normal. Creo que Segura, al que tengo por un tipo inteligente, quiere hacer una crítica de cierta parte de la sociedad española, la más casposa, con su personaje. Sin embargo, a mi juicio, no lo consigue. Aquí y allá, puedes darte cuenta de que hay verdaderos seguidores de este personaje. No lo ven como al ser abominable que Torrente es, sino como a una especie de héroe. Me pasó viendo la primer parte de esta saga (las dos siguientes no las vi) y, ayer, durante la proyección de la cuarta entrega, pude comprobarlo una vez más. Las dos veces salí de mal humor del cine. Hay gente (y muy joven) que empatiza con ese personaje repulsivo aunque parezca increíble. Ríe sus gracias, comparte sus chistes. Y eso me parece peligrosísimo. Por ejemplo, cuando Torrente hace uno de sus repugnantes y facilones chistes sobre los negros (por no hablar de lo grotesco que presenta al mundo gay, con constantes y despectivas alusiones al mismo), la gente se parte de risa. No consigo entender cómo puede haber personas a las que les haga gracia una expresión como "negro de mierda" o "negro que vienes de la selva", etc, etc, etc. Ay, el sentido del humor... Me parece inaudito. Y muy peligroso. Creo que, queriendo criticar el racismo, se está cayendo de lleno en él. Hay que tener otro tipo de sutileza e ingenio para conseguir lo que Segura, sin éxito, trata de lograr. No obstante, estoy convencido de que habrá más películas de la saga. Y cierta gente seguirá riéndose con ellas. Esa misma gente -apostaría- que luego abomina del cine español. De ese otro cine español que también existe.

martes, 8 de marzo de 2011

Mujeres

A Esther Prieto, compañera
Es un mediodía soleado de sábado y estamos sentados en una terraza del Upper West de Nueva York. Vamos a comer con Elvira Lindo, una de las escritoras que de forma más acertada se ha acercado al universo femenino tanto en sus novelas como en sus brillantes artículos, en un restaurante cercano a su casa. Y, tomando un aperitivo, hacemos tiempo. Íñigo está leyendo el periódico. Mientras tanto, observo a las gentes que pasan. Sobretodo, a ellas, a las mujeres. Pasan por delante de nosotros, de una edad y otra, de un color y otro, de una condición y otra, de diversas nacionalidades. Van solas, de la mano de sus parejas, chicos o chicas, con niños o sin ellos. Algunas van del brazo de otra mujer mayor, sus madres probablemente. Ríen, hablan, gesticulan con las manos, fuman, señalan a un punto o a otro, se detienen ante los puestos de libros de segunda mano que están colocados a lo largo de la calle, o no lo hacen. Mujeres que viven en Nueva York. Cada una con su estilo, con su propia historia detrás. ¿Qué se esconde detrás de cada una de esas vidas? Un misterio. Dejo volar la imaginación. Vidas frustradas o plenas. Vidas que, como las de todos, se componen de ambas cosas, momentos de frustración y de plenitud. Es sábado y hay más motivos para la plenitud que para la frustración. Es primavera. Hace calor. Es un día relajado. Hay cosas que, estemos donde estemos, no cambian. El curso de la vida. ¿Qué determina ese discurrir? Otro misterio.
Meses más tarde, estamos sentados en otra terraza, en nuestra ciudad. Es un sábado de marzo. Hace frío aún, pero aprovechamos esos débiles rayos de sol que buscamos con anhelo y que, a fuerza de intentarlo, calientan algo la piel. Pasan muchas mujeres. Muchos tipos de retratos femeninos. Algunas caminan con paso lento; otras, lo hacen con paso decidido, desafiando. Algunos de los perfiles de aquellas mujeres de Nueva York, cambiando el peinado y los vestidos (o quizá sin cambiarlos), se repiten en esta calle del Oviedo antiguo. También, de manera casi mágica, los mismos comportamientos. Madres, hijas y abuelas. Mujeres de uno u otro continente que luchan, que sufren, que ríen, que reivindican sus derechos. La igualdad, ay. Qué hermosa palabra para gritarla hoy, 8 de marzo, y cualquier otro día, aquí y allí. El legítimo derecho a ella, a la igualdad. Más allá de cualquier otra razón, eso es lo que une a unas y otras mujeres, a todas ellas. No importa el país, la edad, las diferencias culturales o ideológicas. El derecho a ser ellas mismas y a ser respetadas como tal. Muchos hombres estamos ahí, de su lado. Y, por mucho que se empeñen otros hombres con su miserables hazañas en lo contrario (ya van trece asesinadas en lo que va de año), ellas lo saben.
Vuelvo a Nueva York, pero no recordando aquel día de mayo del año pasado, los momentos previos a la entrañable comida con Elvira, sino a un tiempo más lejano, a un Nueva York que no conocí, el de los años 50, el que se retrata en una novela maravillosa que estoy leyendo, "Brooklyn", de Colm Tóibín. Una de esas novelas que administras para cada día con la imposible intención de que la magia que te transporta al sumergirte en ella no se termine nunca. Y me quedo con la historia de esa chica de familia humilde, Eilis Lacey, que se ve obligada a emigrar de su Irlanda natal a Brooklyn. Los cambios sociales y personales a los que asiste, la dificultad de dejar atrás a su querida familia, de hacerse un hueco en un mundo que no es el suyo y que tiene que adoptar como si lo fuera. Y pienso en todas esas mujeres que, como ella, tuvieron que irse, en su valentía y en su fe en la vida. Esa fe por la que, pese a todo, debería merecer la pena seguir luchando. En cualquier época y rincón del mundo.

domingo, 6 de marzo de 2011

Merce, otra mujer trabajadora

Íñigo la recuerda muchas veces con cariño y emoción, como se recuerda a una tía querida, a una abuela o, incluso, a una madre. Se llamaba Merce y trabajó durante casi treinta años en la casa familiar: haciendo las tareas domésticas, sacando a los niños adelante, a los tres hermanos, pero sobretodo a él, a Íñigo, el más pequeño y su ojito derecho. Era una mujer dura: de aspecto y de carácter. Poseía esa fortaleza de las personas que han sufrido mucho en la vida y tienen que salir a flote por sí mismas. En la década de los sesenta, se quedó embarazada sin casarse. Y tuvo que hacerse cargo de aquella hija sin la ayuda del padre de la pequeña ni de ningún miembro de su familia, que la rechazaron al conocer la noticia del embarazo. Así eran la mayoría de las mentalidades de este país en unos años no tan lejanos. Ninguna casa la quería para trabajar porque traía consigo a aquella cría espabilada, muy despierta. Los padres de Íñigo la aceptaron y allí estuvo hasta el final. Era una trabajadora incansable. Las tardes de los domingos, las de su descanso, las empleaba en leer todas las revistas del corazón y escuchar a la Pantoja, su cantante favorita. Vivía los avatares de la tonadillera con el mismo entusiasmo que si se tratasen de los de su propia hija. Ni que decir tiene lo que la mujer sufrió cuando Isabel se quedó viuda. Quizá, a través del sufrimiento de la cantante, veía reflejado el suyo propio. A veces, las tragedias de los demás sirven para empatizar con las nuestras. También visitaba a una amiga que trabajaba en una casa cercana, la única de su mismo pueblo con la que tenía relación. Aquel pueblo al que volvería muchos fines de semana, años más tarde, ya reconciliada con la familia, para enseñarle a Íñigo y a sus hermanos muchas de las vivencias y las costumbres del campo. La dureza de todo ese trabajo: la siega de la hierba, la matanza, el ordeño de las vacas a primera hora de la mañana, la recogida de los huevos en el gallinero... Y tantas otras cosas.
Supongo que habrá muchas mujeres como ella, como Merce, en la historia reciente de nuestro país. Mujeres que tuvieron que salir solas adelante por ser madres solteras, repudiadas por unos y por otros. Mujeres trabajadoras que no tuvieron una vida nada fácil. Mujeres que sobrevivieron con una enorme dignidad. Y supongo que habrá hoy muchas personas que, como hace Íñigo tan a menudo, las recuerden como parte fundamental de sus familias. Pienso que estos días en los que hablamos de las mujeres y de sus necesarias reivindicaciones no es mal tiempo para recordarlas a todas ellas.

viernes, 4 de marzo de 2011

Annette Bening

Me gusta el rostro de Annette Bening. Está lleno de arrugas, algunas muy marcadas, arremolinándose en torno a sus ojos, a sus pómulos, a su cuello. Quizá son demasiadas para su edad, cincuenta y dos años. Sin embargo, sigue siendo un rostro bello. La expresividad puede campar a sus anchas y la picardía de sus ojos no encuentra trabas para mostrarse en todo su esplendor, el que ya tenía y el añadido con el paso de los años. Exhibe sus gestos tal como son. Tal como es ella, Annette. Su carrera es una de las más inteligentes del cine americano. La película puede ser mejor o peor (a priori, la elección siempre resulta interesante), pero ella pertenece a ese selecto grupo de intérpretes que siempre están bien, independientemente de la calidad de la película. Se ajusta a sus papeles de una manera natural, como si ya estuviese viviendo la vida de ese personaje antes de empezar a rodar y como si siguiese haciéndolo después. Las tablas teatrales se notan a sus espaldas. Hace poco, en una entrevista, lo dijo ella misma, con esa voz fuerte y contundente que posee: Si no me ofrecen guiones interesantes, me refugio en el teatro y no pasa nada. Cuando recibió el premio Donostia, también habló de teatro: El teatro me fascina, ante una cámara siento pánico. Las inseguridades del actor, que en su caso no se reflejan en absoluto en la pantalla. Se merecía el Oscar este año. "Los chicos están bien" es una película agradable y entretenida. (Natalie Portman, en "Cisne negro", está soberbia, desde luego, en un papel muy lucido y arriesgado, pero es mucho más joven y ya habría tiempo). Y su actuación está repleta de matices. Compone, junto a Julianne Moore, otra de esas actrices que siempre están bien, una de las parejas cinematográficas más deliciosas de los últimos tiempos. Quizá le pase como a Glen Close, que acumula nominanciones y nunca terminan de dárselo. O como a la gran Deborah Kerr, que recibió (de manos de la propia Close, por cierto) uno honorífico cuando ya era muy mayor. No importa. Annette es, desde hace tiempo, desde su primera película, una de las nuestras.

jueves, 3 de marzo de 2011

Intolerable

Mi hermana los conoce a través de su trabajo en Cruz Roja. Son vecinos de una familia gitana, cuya hija, una niña de cinco años que no puede hablar ni moverse, María tiene a su cargo tres tardes por semana. Están casados desde hace tiempo y tienen un hijo adolescente. Viven a cinco kilómetros de Oviedo, en Lugones. Los dos están en silla de ruedas. Ella, a causa de una enfermedad degenerativa. Él, porque ya nació así, con las facultades motoras mermadas. La mañana del lunes, ella tenía que hacer un montón de papeleo en la ciudad. Mi hermana se ofreció a acompañarla. Resolvieron el papeleo, aquí y allá, y tomaron un café, contándose sus cosas. Hasta ahí todo bien. Hacía mucho frío y llovía torrencialmente, tal como habían dicho los meteorólogos la noche anterior. A media mañana, empezaron a caer los primeros copos de nieve. Cogería el autobús urbano para regresar a casa. Mi hermana dijo que la acompañaría en la espera. Los autobuses suelen pasar cada quince minutos, pero en días de lluvia siempre se retrasan un poco. Ahí viene el autobús. Se despidieron. Al llegar a su lado, al borde de la acera, el conductor, con cara de pocos amigos y moviendo el dedo de un lado a otro en señal de que no podían subir con la silla de ruedas, no les abrió la puerta. Pasó de largo, tan tranquilo, sin inmutarse. Tuvieron que esperar al siguiente. Media hora más en la calle con aquel temporal. No era la primera vez que les sucedía (con ésta y con otras compañías de autobuses), tanto a ella como a su marido, algo así, pero no por ello dejaba de ser igual de doloroso, de humillante. Siempre la misma cantinela. El conductor -quizá los hubiera- no explicó los motivos por los que no podían subir con la silla de ruedas. Simplemente, aquel gesto con el dedo de la mano derecha. Aquel gesto grosero, soberbioso, y, sobretodo, despiadado, que dolía más que el hecho de estar esperando media hora más por el siguiente autobús. La vida, más allá de los grandes acontecimientos, está compuesto de gestos, de pequeños e importantísimos gestos que conforman nuestro día a día. Y que nos definen de una u otra manera. Obviarlo debería ser motivo de sanción. Y tampoco conviene olvidar que mañana esa mujer en silla de ruedas podemos ser cualquiera de nosotros. A quien lo haga, a quien lo olvide, deberían retirarle todo tipo de puntuaciones.

martes, 1 de marzo de 2011

El sentido de la poesía

Una muchacha aparece muerta, flotando boca abajo en el río. Unos chicos que juegan cerca. Una abuela que se hace cargo de su nieto adolescente en una ciudad coreana, que tiene un principio de alzheimer, que se gana algún dinero cuidando a un enfermo, que asiste a clases de poesía y trata de componer un poema. Algo sucede, relacionado con la muerte de esa muchacha cuyo cuerpo y cabellos flotan en las aguas, y la abuela tiene que conseguir una importante cantidad de dinero para proteger a su nieto. Las palabras que la abuela intenta atrapar para su poema. La inspiración que encuentra en la hermosura de un paisaje, en un sabroso melocotón que se cae al suelo, en la flor roja que se abre con el calor, en el lento transcurrir de los días, en la melancolía que asoma por la propia vida. La inspiración que, hallada ahí, no es suficiente para la creación de ese poema. Son algunos de los hilos que conforman el argumento de "Poetry", una de las películas más conmovedoras que he visto en los últimos tiempos. Tiene un metraje de casi dos horas y media, que pasan en un soplo, velozmente, como las aguas de ese río que abre y cierra la película y cuyo sonido, el sonido de esas aguas, instala su frialdad en nuestra conciencia. Una película de gran sensibilidad, hondura y belleza, de esas cuya historia perdura en la memoria y nos deja profundamente conmovidos. La vida, con sus pérdidas y sus contradicciones. La vida, siempre tan compleja, intentando desligarse de la armonía. La vida y su aprendizaje. Y el dolor que surgirá de ahí, de ese aprendizaje, y que le servirá a la anciana (prodigiosamente interpretada por la actriz Yun Jung-hee Back) para construir finalmente su poema. Para encontrar el sentido de la poesía. Esas palabras que surgirán con la misma naturalidad con la que el viento arrebata un sombrero y las aguas lo arrastran por su cauce.