jueves, 26 de noviembre de 2009

Otra mujer maltratada

Rosa, en la facultad, tenía quince años más que nosotros. Era maestra, trabajaba por las mañanas y había decidido ampliar sus estudios en los ratos libres. Poseía una preciosa voz ronca, los ojos y los cabellos negros, y el aire decidido de las mujeres que no se amedrantan ante cualquier cosa. O eso, al menos, era lo que, desde fuera, parecía. Me enamoró desde el principio: por su inteligencia, por su rapidez en las respuestas, por su sarcasmo y por su risa. Sus carcajadas cazalleras, salvajes y contagiosas. Enseguida conectamos. Ella, quizá por la edad, no mantenía demasiado contacto con el resto de los alumnos de aquella clase. Conmigo, desde el principio, hizo una excepción. Le debía de hacer gracia aquel chico que se las sabía (casi) todas de cine, que estaba allí un poco por estar, soñando con escribir un guión, dirigir una película y convertirla a ella en su musa particular. Ahí es nada para no haber cumplido aún los veinte, debía de pensar. Un café dio paso a otro café, y ese otro café, a unos vinos, una cena y una salida nocturna. En la calle, aquella primera vez que nos vimos fuera de la facultad, Rosa no se comportaba del mismo modo. Cuando quedamos, hacia las ocho de la tarde, llegó impaciente y nerviosa, mirando a uno y a otro lado de la calle, ya bastante achispada por el coñac que, según confesó después, se había tomado antes de salir. Era primavera y la estaba esperando en una terraza, aprovechando el buen tiempo, los días cada vez más largos, esa luz alegre que a finales de marzo cambia el paisaje. Nada más acercarse a mí, me suplicó encarecidamente que entrásemos en el interior del bar. Después de la cena, ya consumidas dos botellas de vino, empezó a contarme la historia. Necesitaba salir siempre colocada de casa: habitualmente con alcoholes fuertes. El miedo a la calle era tan grande que necesitaba del alcohol para enfrentarse a él. Rosa, aquella mujer que aparentaba fuerza y seguridad en sí misma, aquella mujer inteligente y culta y divertida, había sido maltratada durante los tres años que había durado su matrimonio. No una bofetada, ni dos, ni tres: contundentes palizas, palizas de las que dejan marcas, huellas, secuelas de varios tipos. Y ella no sabía cómo dejar atrás a aquel hombre. No podía. Le costó mucho trabajo, mucho esfuerzo, con ayudas, con recaídas, con más recaídas, pero el miedo seguía. El miedo a que él apareciese, aunque vivía en otra ciudad, a casi quinientos kilómetros, estaba ahí, muy vivo, siempre presente, siempre al acecho. No podía desprenderse de él. Así me lo confesó, con lágrimas en los ojos y la voz rota, con el corazón en un puño y el alma encogida. Aquel ser decidido y fuerte paracía ahora un animalillo indefenso al que le hubiesen dado veinte patadas. Soy una estúpida, una cretina, decía, pero no puedo evitarlo. A veces, añadió, aún me acuerdo de él, de los buenos momentos, que también los hubo. No digas nada, sentenció recuperando el aire firme de sus horas en la facultad, no me juzgues y llévame a bailar. La llevé a bailar aquella noche y muchas otras noches más. Siempre lo pasaba bien con ella, hasta que había un momento en el que, ya bien entrada la madrugada, se alejaba, siempre en busca del tipo más macarra del local. Siempre el mismo prototipo de canalla. No digo que aquellos hombres que conocía en aquellas noches desenfrenadas fuesen unos maltratadores (no los conocíamos de nada, ni ella ni yo), pero el aire, ese aire del hombre rudo, malencarado, con cierto toque violento y que no es demasiado de fiar, estaba ahí. Y a ella era el prototipo que le arrebataba. Y se dejaba llevar. Un día, cosas de la vida, despareció así, sin más ni más. No hubo despedidas, ni llamadas telefónicas, ni nada por el estilo. Simplemente, huyó. Se fue de esta ciudad. Años más tarde, creí verla, también a altas horas de la madrugada, saliendo de uno de aquellos pubs que frecuentábamos entonces, muy borracha y envejecida, con los ojos enrojecidos, apoyada en el hombro de uno de aquellos tipos con cara de pocos amigos que tanto le gustaban, pero tal vez fuese sólo un espejismo. ¿Dónde andarás, Rosa?

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