Pocas imágenes de Romy Schneider me fascinan tanto como las que pertenecen a la película "Lo importante es amar", de Andrej Zulawski. Su hondura, su desgarro y su dolor son tan transparentes, tan reales, tan excesivos, que, por muchas veces que las vea, no dejan de impresionarme. Buscando en las carpetas no sé qué artículo, me acabo de encontrar con una de esas imágenes. Romy, con la mirada perdida, las largas pestañas postizas, la lágrima a punto de derramarse. La actriz fracasada a la que interpreta, aquel ser humano a la deriva. Así está en esa fotografía que, entre cientos de artículos y muchas otras fotografías suyas y de otras actrices y escritoras (Josephine Baker, Nastassja Kinski, Marguerite Duras, Margaret Laurence, Elizabeth Smart...), acabo de encontrar en esa vieja carpeta azul que vino de la casa de mis padres a esta casa. Seguramente está ahí desde los tiempos del colegio. El tiempo la fue acompañando de más fotografías, de recortes de periódicos y revistas. Me encantaba, ya entonces, esa mujer, Romy. Su ascenso a la fama con aquellas primeras y acarameladas cintas, su vida, sus amores, las películas de la última etapa, su tormento, el terrible final. La leyenda que, a partir de entonces, la envuelve. Ese misterio. Lo raro que es vivir. Romy, en esa película que hace años que no veo, estaba deslumbrante. Ah, la decadencia. Qué bien le sienta a algunas mujeres ese punto que une la decadencia con la tristeza. Romy, en todas esas películas de la última etapa, siempre está magnífica, intensa, arrebatadora. Recuerdo que por aquella época leí un biografía sobre ella: tremenda vida la suya. En la contraportada, aparecía una fotografía donde aparecía así, bellísima y decadente. Hace poco, en una librería de viejo, la encontré y me la compré. No por su calidad literaria, sino por el recuerdo que tenía de ella, por el recuerdo de aquellos años en los que la leí. En aquellos años grises y difíciles, los años que pasé en aquel colegio de curas, leer este tipo de biografías me alejaba de aquel ambiente cerrado, sórdido, cuartelario, de aquellos curas y profesores, de mis compañeros, con los que no tenía nada que ver. Había otros mundos, lejos, muy lejos. Y esos mundos llegaban a mí a través de los libros, de biografías como aquella (llenas de fotografías), la de Romy Schneider, vestida, en la contraportada de ese libro, con una combinación negra y unos zapatos de tacón, los ojos muy pintados, la actitud de quien ya ha cumplido algunos años y conoce de qué va todo esto. En la facultad, tuve una amiga que se parecía enormemente a ella. Le faltaba el punto decadente, claro: aún tenía veinte años. Todo lo que escribía por aquella época estaba pensado para ella. ¿Qué habrá sido de su vida? Le gustaban estas cosas de la literatura y le hacía gracia que alguien -yo- escribiese pensando en ella. Cuando le hablaba de la posibilidad de rodar un corto, reía y encendía otro cigarrillo (fumaba constantemente y movía con las manos su pelo rubio con elegancia cinematográfica), no ponía ningún incoveniente. La última vez que la vi estaba casada, tenía dos hijos. Parecía feliz. No tenía el misterio de aquellos años en la facultad. Poseía otra belleza -superior aún, quizá- y otro misterio. Se acordaba de aquellas cosas que había escrito pensando en ella. Y se reía como entonces, apartando el pelo con las manos hacia atrás, encendiendo un cigarrillo con el anterior. Pienso en la dos, en Romy y en la chica de la facultad, y en esos hilos invisibles que tiene la vida y que, llevándote de un lado a otro, van uniendo las cosas.
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