lunes, 13 de enero de 2014

Volviendo a la juventud

De repente, casi al final de la tarde, vuelves a poner la mirada en la juventud. No estaba planeado. Ella lo hace posible. La mujer que se parecía a Amparo Muñoz. Está ahí, cruzando de acera, justo enfrente del café donde estamos sentados. Han pasado los años, pero sigue siendo igual de espectacular que entonces, cuando venía a comprar periódicos y tabaco a aquel quiosco en el que trabajaste durante el verano que precedió al comienzo de la universidad. Fue un verano largo, húmedo y caluroso. Aún estaban abiertas las heridas del primer amor. Aquel chico no estaba preparado para desafiar lo establecido y tú no estabas preparado para recibir aquellas heridas. Querías huir de ellas, hacer muchas cosas, mantener la mente ocupada, cansarte, llegar agotado a la noche: por eso, cuando surgió la posibilidad, decidiste trabajar durante el verano. Ella venía a comprar el periódico y un paquete de tabaco todos los días, a pesar de que tenía un estanco justo al lado. Me imagino que la gente que por entonces trabajaba en aquel estanco no era de su agrado. A muchas personas les pasaba lo mismo, y lo decían abiertamente. Cuando pensaba en ella, no pensaba en él (vamos a llamarlo Iván). Era una mujer bellísima, espectacular. De pocas palabras, de gestos sensuales. De voz turbia y manos grandes. Tenía algo en los ojos que dejaba claro que no era feliz del todo. Otra chica sin suerte. El mismo desamparo que Amparo Muñoz tenía en los suyos, en aquellos ojos tan hermosos y tan tristes, desvalidos. Movía el pelo como ella, como Amparo, en un gesto natural, nada forzado. A veces, venía con el pelo mojado, como si acabase de salir de la ducha. ¿Qué vida se escondería detrás de aquella figura? Cuando pensaba en ella, en aquella vida, no pensaba en Iván. No pensar en Iván era mi cometido. Y sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Ella venía todas las mañanas, alrededor de las doce, siempre a comprar una cajetilla de tabaco rubio y el periódico del día. Decían que era camarera. La gente siempre dice muchas cosas y siempre habla más de la cuenta. Yo estaba deseando que viniera cada mañana. Me fascinaba verla. Imaginar su vida. Olvidarme de Iván. Ver cómo le quitaba el papel al paquete de tabaco y se llevaba un cigarrillo con ansiedad a los labios antes de abandonar el quiosco. Cómo los labios apretaban el cigarrillo. Cómo anhelaban aspirar aquel sabor. ¿Tienes por ahí un mechero?, me preguntaba. En algún sitio, habrá un cuaderno donde esté escrito todo eso.
Ahora está ahí, cruzando la acera, con cara de cansancio, con un cigarrillo entre los dedos. El pelo algo enmarañado (tan largo como entonces, tan largo como el que luce Amparo en casi todas las fotografías), los pantalones pitillo, el top ajustado y los tacones altos. Tan esbelta como siempre. Tan rotunda. Los años han pasado, sí, pero sigue conservando el mismo misterio, el mismo desamparo. La vida no pasa sin dejar constancia de su absoluto poder. Ahora trabaja en una pastelería. La que está enfrente del café donde estamos sentados, al final de la tarde. Me imagino que habrá terminado su turno por hoy. Un par de hombres se vuelven para mirarla. Pero ella sigue su camino. Supongo que sólo deseará alcanzar la cama para descansar un rato, tomarse una copa, relajarse. Al fin y al cabo, es sábado. Y los sábados por la noche, hayan pasado los años que hayan pasado, las mujeres como ella nunca suelen quedarse en casa. Pese a todo, aún confían en que ese halo de desamparo desaparezca definitivamente de sus ojos.

1 comentario:

  1. Uno nunca está preparado para recibir heridas de amor, tenga la edad que tenga y se trate del primer amor o del último.

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