sábado, 18 de enero de 2014

El robo de las gafas

Las gafas, sí. Me han robado las gafas. Un domingo cualquiera. Uno de estos domingos en los que el sol intenta hacerse un hueco y trata de disfrazar el invierno de primavera. En vano, claro. Aún queda mucho invierno por delante. Salimos de casa, como todos los domingos, alrededor de las once, en dirección a los mercadillos del Fontán. Y las gafas, dentro de su funda, iban en el interior de mi bolsa. Una bolsa negra, estupenda, sin cremallera, que me regaló mi amiga Toña hace algunos meses. Me detuve en todos los puestos de libros, pero, a diferencia de lo que sucede habitualmente, ninguno llamó mi atención y no tuve que sacar las gafas de la bolsa para leer unas líneas de alguno de esos libros que venden a buen precio. No había demasiada gente. La hora justa. La hora que nos gusta para repetir cada domingo el mismo ritual. Sin demasiado barullo ni aglomeraciones. Hay costumbres que conviene mantener, que le dan cierto sentido a la monotonía. El sentido, en este caso, del posible hallazgo. La búsqueda y el hallazgo. Lo que le da un poco de criterio a esta existencia.
Aquel domingo, pese a la búsqueda, no hubo hallazgo. No todos los días son días de fiesta, ya se sabe. Tras el recorrido por los puestos del Fontán y una buena caminata, llegamos a la casa de mis padres. Íñigo, desde el sofá donde se encuentra leyendo el periódico, me dice que me acerque y que lea no sé qué. Salgo de la cocina, donde estoy ultimando lo que vamos a comer, y busco mis gafas en la bolsa para leerlo. Las gafas no están. Miro una y otra vez, desparramo por el sofá todo el contenido de la bolsa, y nada. Ahí es cuando me doy cuenta de que me las han robado, de que alguien, mientras hojeaba algún libro, introdujo la mano en la bolsa y cogió lo primero que encontró. La indignación, la rabia, la impotencia. Conviene no perder la calma. Me sirvo una copa de vino. El mal humor alcanza mi pulso y derramo una gota por el mantel. Regreso a la cocina con ganas de gritar.
Han pasado varios días. Estoy utilizando unas gafas viejas que tenía guardadas en el fondo de un cajón porque me daba pena tirarlas (demasiados años acompañándome). Desde entonces, desde el domingo en que se produjo el robo, he llamado con insistencia a Objetos perdidos (la esperanza es lo último que se pierde, ¿no?), sin éxito alguno. El hombre que contesta al teléfono con voz ronca y corrección siempre dice lo mismo: no han llegado ningunas gafas. Y yo siempre respondo lo mismo: volveré a llamar. Pero llega un día en el que decido no llamar más. Hay que enfrentarse a la situación. Ir al oculista, comprar otras gafas. Y lo hago.  
Ahora tengo dos gafas. Unas para lejos y otras para cerca. Decía García Márquez que no le había ocurrido nada interesante después de los ocho años. Por un momento, tengo menos de ocho años y puedo ver las dos gafas, para lejos y para cerca, que tenía la abuela Virginia en la mesa donde colocaba sus cosas, cerca de la ventana y de la máquina de coser. Con menos de ocho años, aquello me llama poderosamente la atención. Dos gafas. Qué cosas más extrañas hace la gente mayor, pienso. Algunas veces, con menos de ocho años, me pongo las gafas de la abuela. Tanto ella como mi madre me dicen que me las quite inmediatamente, que eso es malo para mis ojos. El mundo, a través de esas gafas, se ve desproporcionado, distorsionado. Quizá un poco de distorsión no le venga mal al mundo. Eso lo pienso después, claro, cuando ya no tengo ocho años.
Han pasado casi cuarenta años desde entonces. Ahora soy yo el que tiene dos gafas, como la gente mayor. O como la gente que, a mis ocho años, yo consideraba mayor. Entre otras cosas, la vista cansada. Eso dijo la oculista. Tengo dos gafas, para lejos y para cerca, y una bolsa con cremallera que mi mano agarra con fuerza cuando salgo a la calle. Hay cosas que uno está seguro de que nunca le volverán a suceder.  

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