jueves, 30 de enero de 2014

La tregua

Coger el tren, temprano, a esa hora en la que la gente que trabaja camina apresurada por la estación, con el sueño aún pegado a los ojos, con la fatiga inevitable de los últimos días de la semana. Coger el tren, sin prisa, como el que inicia una aventura, aunque el trayecto sea corto, apenas media hora de viaje. Cambiar de ciudad, en el tren, sólo por unas horas, como tantas otras veces. Una mañana, a finales de enero. Combatiendo el viento (ese viento que dobla paraguas y los rompe con una facilidad impresionante) y la lluvia y el frío. Y la amenaza de la nieve. Esa nieve que se ve, desde la ventanilla del tren, sobre algunos campos, sobre algunos tejados de los que sale un humo muy negro y espeso. La nieve, aquí y allá, dispersa. Inevitable paisaje de invierno. La gente, en el vagón, va escuchando música por los auriculares, leyendo el periódico, dormitando o haciendo planes para el fin de semana con los ojos cerrados. Vivir no es fácil con los ojos cerrados (vamos a contradecir a David Trueba). Ni con ellos abiertos, dicho sea de paso. Sólo una chica lleva un libro entre las manos, cuyo título -pese a mis esfuerzos- no alcanzo a distinguir. Casi nadie habla entre sí. Hay un silencio extraño, reconfortante. Como una especie de homenaje improvisado a los grandes poetas que estos días se han muerto. El cielo va cambiando poco a poco de color, siempre manteniéndose en las tonalidades grises propias del temporal que acecha y amenaza. La cosa, al parecer, va para largo. O eso dicen.  
Coger el tren, cambiar de ciudad por unas horas, y preferir ver el paisaje que se distingue a través de la ventanilla que sacar el libro que va en el interior de la bolsa, aunque se trate de una lectura apasionante, sobresaliente ("Limónov", de Emmanuel Carrère). Mirar ese paisaje, detener la mirada en esas casas cuyas luces ya están encendidas, imaginar quién las habita, qué tipo de vida llevan esas personas, que le ha dicho su mujer (una figura femenina a la puerta de una casa) a ese hombre que, muy abrigado y con un cigarrillo entre los labios, se dirige al huerto que tiene en la parte de atrás de la vivienda. Siempre hay historias al otro lado de las ventanillas del tren, aunque la velocidad nos impida detenernos en los rostros, en los pequeños detalles que se nos escapan y que se van quedando atrás, difuminados entre la niebla y las ramas de los árboles que son agitadas fuertemente por violentas ráfagas de viento. Las mismas ráfagas violentas que luego agitarán el mar de la ciudad a la que te diriges. El tiempo va administrando sabiamente la luz y, de repente, pese a las inevitables tonalidades oscuras del exterior, ya es de día. Un día cualquiera, terminando la semana, de finales de enero. Ya casi ha pasado un mes desde que comenzó el nuevo año.      
Uno coge un tren para viajar o para huir de cosas en las que no quiere detenerse a pensar demasiado. Cosas con importancia a las que cada día hay que aprender a quitársela. En eso consiste el juego. El aprendizaje es lento y pesado. Como todo aprendizaje. Ahí estamos.
Ahí, en el aprendizaje, y en el tren, en ese tren que ahora se detiene y del que desciendes, a diferencia de los otros viajeros, sin prisas, lentamente. Sigue lloviendo, pero no importa. Que el viento doble y rompa el paraguas, si quiere. La mañana seguirá siendo, con paraguas o sin él, una especie de tregua.  

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