lunes, 27 de enero de 2014

La mujer que no respetaba los libros

La mujer estaba a mi lado, revolviendo entre los libros de uno de los puestos del Fontán. Rondaría los cincuenta años, ropa cara y moderna, pelo desordenadamente estudiado y bien teñido, olor a perfume exquisito. Observando libros parecía saber lo que se traía entre manos. Tenía cuatro en la mano, con toda la intención de comprarlos. Pero insistía en la búsqueda: como si supiese que por allí había algo más para ella. Eran títulos relativamente recientes, algunos de ellos con calidad literaria. De repente, como si le hubiese entrado la prisa o se hubiese acordado de que alguien la estaba esperando para tomar el vermú en una terraza aprovechando la primaveral mañana de domingo, le dijo al chico que regentaba el puesto: Me llevo estos cuatro por diez euros. El chico le dijo: No, no, uno de ellos lo vendo por cinco, no puede ser. Hizo un rápido cálculo mental y dijo: Se los dejo por doce euros. Ella movió negativamente la cabeza, refunfuñó y siguió buscando sin soltar los libros que tenía en la mano y mirando el reloj de su muñeca. Yo ya había hojeado todo el puesto, pero disimulé y decidí quedarme a ver cuál era el desenlace de la situación. No me decepcionó en su descaro. Al poco rato, cogió otro de los libros que estaban sobre la mesa y dijo: Vale, me llevo los cuatro por doces euros y, de paso, me regalas éste. El chico me miró, lo miré, hundió los hombros, esbozó una tímida y escueta sonrisa y cogió los doce euros de la mujer en cuestión, que se alejó rápidamente de allí colocándose las gafas de marca que llevaba sujetas en la cabeza y el bolso, también de marca, en su hombro.
Me la imaginé después, en la terraza de algún café, reuniéndose con una amiga o con su marido, haciendo alarde de gran lectora y de mejor compradora. De lo lista que era sacándole a aquel pobre chaval lo que quería, regateando sin disimulo, sin importarle quién la estaba escuchando y observando sus movimientos y, lo que es decididamente peor, sin importarle lo más mínimo el trabajo de aquel joven: llegar temprano con la mercancía, colocarla, desear que no lloviese, pagar los correspondientes impuestos por el tenderete, etcétera, etcétera. Qué le importaba todo ello a aquella mujer.
Es cierto que me hubiese gustado decirle varias cosas, aún a riesgo de que me subiese la tensión, pero no lo hice: hay que mantener la calma, pensé. Ella se irá con sus libros y tu irritación durará media mañana. Tres cosas me hubiese gustado decirle. La primera es que si ella cuando entraba (si es que entraba) en cualquier librería o cualquier otro establecimiento (pongamos una charcutería: llevo doscientos gramos de jamón y me regalas cien de pavo, podría ser su pedido, siguiendo sus propias directrices) hacía aquello que acababa de hacer. La segunda es que si quería leer gratis tenía a pocos metros una estupenda biblioteca, sólo le hacía falta el DNI para sacar el carné. Y la tercera, que tenía más cara que espalda.
Pero, ya digo, no lo hice. Y no sé por qué, la verdad, porque ya sentía que la tensión se había disparado lo suyo. Qué mundo. Y qué paciencia.

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