sábado, 11 de enero de 2014

Casiopea o nada

Era un apartamento pequeño, lleno de luz, con una espléndida terraza donde siempre daba el sol. Mi hermana y yo estábamos allí, en aquella terraza, charlando y sintiendo el sol en nuestras pieles. Tomando Martini, fumando cigarrillos rubios, escuchando música. Esperando la llegada de los amigos que por entonces frecuentaban con asiduidad aquel apartamento en el que vivía mi hermana. De vez en cuando, regresábamos a la cocina para atender lo que se estaba preparando en el fuego, para descansar un poco de aquel intenso sol de verano, para rellenar la copa. ¿Quién dijo que los veranos en la ciudad son aburridos? En aquel tiempo, al menos, no lo eran en absoluto. No había demasiadas cosas que celebrar -o sí, ya no lo recuerdo bien-, pero nosotros las celebrábamos. Éramos jóvenes y estábamos allí. ¿Quién pensaba demasiado en el futuro? Con aquello, la juventud y el sol, era suficiente. El presente era nuestro plan más inmediato.  
Mientras charlábamos, tomábamos el sol y el Martini, y esperábamos la llegada de nuestros amigos para la cena, Casiopea caminaba torpemente de un lado a otro de la terraza. A veces, cuando el calor era demasiado intenso, se detenía un buen rato cerca de nuestros pies desnudos o de alguna esquina donde había un poco de sombra. Las tortugas son un poco extrañas, sí, pero no son tontas. Y recordábamos el día que había llegado a la casa de nuestros padres.   
Aquel día, cuando llegó a casa de nuestros padres, Casiopea era casi del tamaño de una canica y cabía perfectamente en la palma de la mano. Si lo hacías, si la ponías en la palma de la mano, podías sentir una especie de cosquillas cuando movía sus diminutas patas. La rugosidad de su piel. La textura de su caparazón al deslizar un dedo por él. Las ganas que tenía de irse de allí, de la palma de la mano, de regresar a su acuario. Ayer, casi veinte años después,  murió. Casiopea era el único animal que mis padres le permitieron a mi hermana llevar a casa. Las cosas siempre pueden ser de otra manera, pero, en realidad, son como son. Muchos niños quieren perros o gatos, y sus padres no los consideran apropiados para los pisos, ya sean grandes o pequeños. Los animales, dicen, son para las casas de los pueblos. La historia se repite constantemente. Es algo cíclico. Mi hermana lo intentó de todas las maneras posibles, pero no pudo ser. Mi padre se mostró tajante, inflexible. Casiopea o nada. Casiopea, por supuesto. Como la famosa constelación.
No sé si se la compró ella misma, si se la regaló mi madre o algún novio: no recuerdo nada de eso. Sólo recuerdo -como la recordaba en aquella terraza llena de luz, la de aquel pequeño apartamento- la sonrisa de mi hermana cuando la tortuga apareció por casa. Y aquel diminuto animal en la palma de nuestras manos, deseando regresar a su acuario. De unas manos a otras, y luego, siempre, a las de mi hermana, que veía en aquel animal todos los que no había podido tener. Perros, gatos, pájaros, etcétera. Los peces, decía, son más aburridos.
Veinte años son muchos años, aunque hayan pasado volando. Muchos años para una tortuga y para cualquiera. Hemos dejado muchas cosas en el camino y adquirido otras. Lo normal en viajes tan largos. No conviene hacerse demasiados planteamientos. Y menos aún en estos tiempos. Sólo recuperar aquel momento, en aquella terraza, el sol calentando nuestras pieles y el Martini nuestras gargantas. El futuro era una incógnita (como lo es hoy). Aún quedaba mucho verano por delante. Y Casiopea caminando de un lado a otro de la terraza, protegiéndose del sol.
Casiopea -como la famosa constelación- o nada. 

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