martes, 28 de enero de 2014

Los mapas del bosque y la escritura

El bosque como metáfora, como refugio, como incógnita. En los bosques canadienses, de joven, se adentraba Margaret Atwood. Y también cerca de él, de algún bosque francés, en su casa de madera un tanto desvencijada, Marguerite Duras, sobria o borracha, escribió algunos de sus mejores novelas y guiones cinematográficos. También, en esa casa de madera, la Duras nunca dejó de recordar, de amar, de desear, de escribir cartas, de abrir botellas de vino y de acariciar a los gatos. Y de sentir las voces del vicecónsul y de las mujeres solas y de las mendigas, que casi siempre tenían su propia voz. Las dos escritoras me han venido a la cabeza leyendo este magnífico libro, "Pregúntale al bosque", de Blanca Riestra. Hermoso e intenso como un largo y doloroso y catártico poema. ¿Escribir? Sí, escribir. Y también vivir. Aceptar la vida según vaya llegando, o rebelarse contra ella. (Y escribirla, en ambos casos: "Escribir siempre y en todo lugar", sentenció la propia Duras). Ahí está el dilema, el quid de la cuestión, el meollo de todo este asunto. La trama que se va conformando con palabras y silencios, con enigmas y desvelos, con ausencias y preguntas, con secuencias y misterios. Ahora ya sólo queda el modo de resolver las incógnitas, todas ellas. Incluso las del bosque. Sobre todo, las del bosque. A bandazos, yendo y viniendo, entre golpes y caricias, entre complicidades y traiciones, entre el viaje y la vida sedentaria. "Pero el camino estaba lleno de emboscadas, calles ciegas". Siempre habrá un lugar para el sosiego, para la calma, aunque a ratos no lo parezca. Si no fuese así, pobres de nosotros. No está mal recordar que hay que levantarse detrás de cada caída. No queda otra opción. El viaje continúa, sí, aunque los amores o los amantes o las letras de las viejas canciones  hayan quedado atrás, muy atrás, difuminados todos entre la niebla y los recuerdos, entre el mar y el viento que lo agita despiadadamente cuando le viene en gana. En medio de una nada que equivale a todo un pasado. Que equivale a todo, y punto. Así. Más o menos.
Blanca Riestra, en apenas ciento cincuenta páginas, ha trazado con belleza y dolor y rabia y esperanza (sí, esperanza) el mapa de una vida, la suya probablemente (eso qué importa). Y al hacerlo, como el espejo que refleja los pasos del caminante a lo largo del sendero, de la sombra que somos y que seremos, posiblemente sin pretenderlo, ha trazado el de toda una generación. O, al menos, de una parte. Gente que tenía sueños y que los sueños se le hicieron añicos, y volvieron a crearlos, los sueños, ya convertidos en otras personas, ya con otro cansancio (más cansancio acumulado), irremediablemente renovados, heridos pero no desangrados. Respirando. Volando. Pese al cansancio (y también al otro, al acumulado, todo hay que decirlo). Conservando la dignidad. Ahuyentando la decadencia. Escribiendo. Siempre y en todo lugar, como dijo la Duras en uno de sus últimos libros, en el penúltimo, "Escribir", esa pequeña joya tan manoseada. Peleando contras las voces y las intromisiones, contra el miedo y los peligros, contra el rugido del mar y el viento que lo agita a su modo. Hilvanando pensamientos y heridas. Respirando, sí. Podemos sentir nítidamente ese latido, tan cercano. Casi como si fuera el nuestro.  

 

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