sábado, 4 de enero de 2014

Sobran las palabras

Eran tardes calurosas, con el verano ya confortablemente instalado en la ciudad y la cartelera cinematográfica no pasaba -como siempre ocurre en esas fechas o en las navideñas- por sus momentos más gloriosos. Pese a ello, mi amiga María y yo teníamos ganas de entrar en una sala de cine, de ver una película (tampoco cualquier cosa, ninguna de esas vulgaridades que estrenan en los meses estivales), no tenía que tratarse tampoco de una obra maestra. Nos bastaba con que fuese una película amable, entretenida, bien interpretada. Una de esa películas que narran la historia de personas normales y corrientes, como usted y como yo, que ríen y sufren y aman y se ilusionan para volver a desilusionarse. Una película que narrase un pequeño tramo de esas vidas. Siempre había alguna. Aún estábamos en los tiempos en los que en Oviedo había cines y la oferta era más amplia, más interesante. Y, por supuesto, siempre nos quedaba el refugio de los cines Clarín -una especie de segunda casa: de día y de noche, en cualquier época del año-, que rescataba por esas fechas algún título interesante que no había llegado a proyectarse por aquí en su momento por la avalancha de estrenos o el escaso número de copias que habían salido en el momento de su estreno. Alguna película menor o independiente (cuando esa palabra no estaba tan trillada y/o devaluada), con personajes cuyos conflictos nos interesaban: el amor, el desamor, la amistad, las ilusiones o las desilusiones, los trabajos, las expectativas... Ya digo: siempre había alguna oferta para aquellos largos veranos en la ciudad. Una película para ver y que comentar después largamente en la terraza de algún café.
He pensado en todo esto el otro día, viendo una de esas películas menores pero interesantes, la penúltima -aún queda otra por estrenar- que protagonizó el malogrado y estupendo James Galdonfini, "Sobran las palabras". Una película amable, entretenida, decididamente menor, pero con gancho, con encanto. Una historia con personajes que ya han traspasado con creces los cuarenta, que están de vuelta de casi todo, que -pese a los golpes recibidos, a las desilusiones, a las frustraciones, a los miedos- quieren volver a intentar ser felices, aunque sea por un rato. El que les permitan, que ahí, por mucho empeño que le ponga, uno no tiene nunca la última palabra. Y te das cuenta, viendo a esos personajes hablar y deambular de un lado a otro, de que el ser humano sigue cayendo en los mismos errores. En errores muy parecidos a los anteriores. Lo de tropezar dos veces en la misma piedra y todo eso. Y sin embargo... Ahí está la vida, sí, para levantarse y volver a intentarlo. Los conflictos vuelven a quedarse atrás y cederán su espacio a otros nuevos. Así es la historia. La vida que muestran estas películas que son el reflejo del día a día. Pura esencia de lo cotidiano. Espejos donde encontrar algún reflejo. Un lugar común. O varios.
Está Galdonfini, claro. Haciendo un personaje entrañable. Y están todos los demás -todas las demás, básicamente- realizando unas estupendas composiciones. Destacaría a la gran Catherine Keener en el papel de una escritora necesitada de los masajes que imparte la protagonista de la cinta, Julia Luis-Dreyfus (nominada al Globo de Oro de este año). Una Catherine Keener tan espléndida como siempre. Qué pena que por aquí no podamos escuchar su bella voz enronquecida. Otra de sus fascinantes cualidades.
Es una de esas películas de las que te apetece hablar al salir del cine. Entrar en un bar, pedir un par de vinos y comentarla, divagar sobre el futuro de esos personajes que has dejado en la sala, sentados en el césped, un poco a la deriva (como todos), hablando también... Como en los viejos tiempos, en aquellos lejanos veranos que, de cuando en cuando, vienen a la memoria.  

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